Mene, Tequel, Parsin

por Santiago AIZARNA

1 marzo 2011

Como ya me considero “residuo”, que es aún más difícil que serlo (que también), celebré uno de esos días de la pasada semana la noticia de que ya no soy problema al menos a veinte años vista, que la incineradora es una realidad gozosa que aleja multitud de sinsabores y olores, que el “pulvis reverteris” con que la semana que viene, pasadas estas carnestolendas, servirá para tatuar la frente de los fieles creyentes que todavía participan del viejo ritual, nos hace repensar que todo ello es un gran consuelo mírese por donde se mire, pese a que de modo donjuanesco digamos “cuán largo me lo fiaís” cuando “sotto voce” y en la intimidad, ya nos hemos confiado a nosotros mismos que qué poco nos queda. Dígase “residuo” o “detritus” que lo mismo da en latín que en roman paladino, que “detritus” viene de “détero”, es decir, desgaste, aje, debilidad, que de todas estas sensaciones tan culpables como incómodas nos señalan a los ancianotes en nuestro mayor lugar de citas como vienen a ser, en la actualidad, los ambulatorios médicos, la espera a la novia vestida de apósitos. Cualquiera de nuestra edad que de esos lugares salga con la radiografía en la mano, ya sabe que, como el mensajero cornudo de la historia que a la vez fue señalado como víctima, lleva en sus manos el ukase fatal con el que el verdugo ya sabrá qué hacer en la hora meridiana que será la inmediata a la de su llegada (la nuestra para mejor entendimiento por si no lo estaba). Pero, de todos modos, bueno es saber que en esos veinte años que se nos dan de holgura, nuestra suerte está asegurada, porque si alguna pobreza hay que dé grima, y hay muchas, la de mayor penalidad y miseria es ésa que se expresa con la frase de “no tener dónde caerse muerto”, que es su apoteosis, su exaltación, su mayor deliquio, su desplome absoluto si así quisiera verse.



Los babilonios.-

Coincide esta noticia feliz para nosotros, los expulsados definitivamente del paraíso como lo fueron nuestros primeros padres y sin necesidad ahora de otra espada flamígera que la citada radiografía, con la caida de los dioses que no sabemos con qué música amenizar, si con la de Wagner o la de Maurice Jarre, mejor en todo caso con una que suene a tonalidades sátrapas, que la aguja de imantar caidas y desastres, pendiente siempre sobre nuestras cabezas la espada del cortesano Damocles en su suplantación de trono con el tirano Dionisio es amenaza mudable y si vivir se quiere con cierta tranquilidad, preciso será no mirar hacia las alturas y quedarnos en la ignorancia que, por oximorónico que parezca, mejor será que la sabiduría que nos congele como con venablo de hielo.

Aquel un tal Rodrigo Caro, caro poeta también que como tal cantó en loas sublimemente ditirámbicas pese a ser elegías los descaecimientos de Itálica famosa, acuñó en sus endecasílabos solemnes, aquel uno de ellos que dice que “las torres que desprecio al aire fueron/ a su gran pesadumbre se rindieron”, versos culminantes que debieran haber aprendido, no importa en qué idioma recitados (séase en tunecino, egipcíaco, libio, etc) esos babilonios (así llamables más bien por babosos) jerifaltes que participaron durante tanto tiempo en el festín de Baltasar y no se dieron cuenta de qué mano (aviesa o justiciera acaso, vengativa quién sabe o ambiciosa, recaudatoria de la moneda divina en más que diezmos y primicias), iba escribiendo en el lugar del festineo donde toda desmesura megalománica tenía asiento, las tres palabras fatales que solamente el don adivinatorio de Daniel fuera capaz de adivinar, el “mene” del tiempo contado y llegado a su final, el “tequel” del peso sometido a pesaje y hallado ligero en exceso, el “parsín” del poder aquí ya no solamente dividido sino cambiado de manos, arrancado todo de la petulante suposición de los ingenuos autocreyentes de creadores de dinastías y que, en ningún momento pudieron sospechar, se supone (o tanto creían que valían sus propias fuerzas), que, al igual que en Babilonia era más fuerte y poderoso Jahvé que Baltasar y era su mano la escritora de aquellas palabras, también ahora quién sabe que el de la voz tonante o tronante pueda ser que sea Alah (el misericordioso, el generoso, el todopoderoso) en Túnez, en Egipto, en Libia, y en etc, etc, que ya se nos hace más que supuesto quién (¿ponemos la “Q” mayúscula de la divinidad?) o quienes se sentarán en esos tronos vacíos, que la libertad o su antónima, que eso está por ver) ya ha puesto en evidencia su condición de virus contagioso y hay ya más Damocles que tiritan no tanto de frío como de miedo.