lunes, 17 de enero de 2011

EL ELIXIR


Cada final de año, y con más  razón si en el cortejo son ya tantos, se acostumbra pasar revista. Cuando nacimos se nos puso en la raya de salida y empezamos a correr: a todo correr algunos, otros más despacio. En toda carrera hay un cierto interés escatológico más o menos escondido, de manera que siempre tengamos presente la meta, ésa que, cada vez más cerca, venteamos. Y, como también nos alienta a todos un cierto toque a lo divino, he aquí al descubierto, creo yo, el origen de esa pandemia del dopaje, del que tanto se ha hablado hace poco y se seguirá hablando y que afecta de manera muy especial al mundo deportivo. No basta con participar, señor barón, hay que ganar, y, para ello, es necesario doparse. Los dioses, en el Olimpo, degustaban ambrosía, servida por efebos como Ganimedes; los pertenecientes a castas más o menos esotéricas iban tras el elixir milagroso, igual que los poetas bohemios tras el ajenjo. Lo cierto es que, aquí, en nuestra residencia terrenal, todos vivimos dopados. ¡Cómo si no, poder proseguir suficientemente en los tramos tan onerosos de la vida! Con drogas de esperanza que otorgamos para prenacimientos; de ternura para los ya nacidos; de hiperactividad para la niñez; de conatos de ambición para la juventud; de supuesta serenidad para los maduros: de pautada resignación en la senilidad: de aceptación ¡qué remedio!, para cuando la venida de la dama de negro, en un puño las arras para esponsales de eternidad con ella…¡ Cómo si no, cómo…!
   André Gide (1869-1951), ), que fue lectura obligada en nuestra juventud cuando tantas obligaciones lectorales nos habíamos impuesto por la gran afluencia de grandes autores en nuestra época de educandos de la vida y de la literatura, escribió sus “nourritures”, sus alimentos terrestres para acceder a la sensación de un conocimiento más del sí mismo íntimo que el que pudiera buscar fuera, en “los otros” (que eso era, más bien, cosa de un tal Sartre, Jean-Paul para más señas). La salvación en la negación a manera de un místico vestido con la estameña del ascetismo. Negarse para ser todo. ¡Gran lección! ¿Volará esa ave sobre los estadios, ahora que parece que se disfrutaba de una época dorada?... Ya se sabe, aunque no cómo, hubo antes nada menos que todo un Siglo de Oro. ¿Dónde, ahora, Quevedo, Góngora, Lope, Calderón?... ¿Acaso en los ágiles pies de los atletas, en sus pulmones inmunes al cansancio, en sus manos firmes asiendo la pértiga para saltar hasta el cielo?... Sobrevino pues este otro Siglo de Oro y se hizo creíble lo increíble. El garbanzo se acreditaba como “nourriture” dialogante, de tú a tú, con los demás alimentos tan significados. Y, de la matriz de la tierra de garbanzos nacían héroes deportivos que ni soñar pudo José Mallorquí en su colección (hoy tan buscada por tan estimada) de “ La Novela Deportiva”. ¡La apoteosis del garbanzo al margen del cocidito madrileño. De vivir Pepe Blanco, le da algo…
    Me caben pocas dudas, aunque ya, quién sabe, sobre la inocencia de aquel un tal Coubertin que llevaba el fervor olímpico en su sangre o hasta en su médula. ¿Cómo era aquello de “citius, altius, fortius”?  En definitiva, ¿qué es ser deportista? ¿Ganar sobre todas las cosas y personas, no importa cómo? .¿Estamos metidos de cuajo en el principio soberano de que  “el fin justifica los medios”?
   Es fácil recordar, sin necesidad de consultas, cómo comenzó, por ejemplo, una de estas escaladas del mundo. La cosa debió coincidir con la llegada al Madison Square Garden, en 1926, de un tal Hilario Martínez a cuyas alturas de calendario, por poco, pero no llego. Desde Rocroy (1643), en la que se dejó malparada una fama adquirida en mil batallas, una densa nube oscureció los fastos tan luminosos otrora de la España reina del mundo. A dos años de esta derrota , en 1645, moría don Francisco de Quevedo y Villegas, no se sabe si porque pudo ver “los muros de la patria mía, si un día fuertes ya desmoronados” . Con el tal Hilario, un gallego que emprendió la conquista de América por su cuenta y contando con sus puños, da comienzo la odisea deportiva española. Le respalda, a muy poco tiempo después, aquel leñador de Régil, Paulino Uzcudun,  junto con los Isidoro Gaztañaga, Ignacio Ara, Fillo Echevarría,  Mateo de la Ossa, etc. Son los años de oro del boxeo español. Asoma luego, a muchos años vista, 1952, un ciclista oriolano que hace podio en el Tour, teniendo como compañeros de altura, a un tal Fausto Coppi y al belga Stan Ockers y por encima del llamado , por pío, “fraile volador”, otro que tal Gino Bartali, entre otros y presagiando la llegada de otros como Bahamontes, Delgado, Indurain, etc, con los que vienen las etapas (nunca mejor empleada la palabra) doradas del ciclismo español. ¿Incluímos a Contador?  Y uno se cansa de hacer historia del deporte español cuando nada me importa esa aventura, que si lo traigo a colación es porque la memoria me es tan provocadora que no me deja resquicio de evasión, y voy soltando palabras y palabras, queriendo recaer en la tragedia del superhombre, no sé si la misma que nos presentaba como modelo, aquel un tal Nietzsche (1844-1900) , quien le colocaba en el podio, über alles, über alles, obediente a sus propios impulsos como emanaciones de su voluntad,  pero no como voluntad ciega sino muy definida y con metas indeclinables, un a modo de “enhiesto surtidor de sombra y sueño” como el “mudo ciprés en el fervor de Silos” , según don Gerardo. Y, amén (pero, no sin antes soltar una pregunta un tanto solapada: ¿Quiénes serán  los próximos?)