viernes, 11 de febrero de 2011

El secreter

   Ante esta Semana, llamada Santa, a cualquier caviloso le asalta la duda: semana de muerte o semana de resurrección (y, con esto último ya estamos tocando las entretelas de la esencia, que, sin resurrección, ya lo han dejado escrito los Grandes, 'todo cruje, vacila y se desploma/ en el cielo, en la tierra, en el abismo' para decirlo al modo y manera de Núñez de Arce, don Gaspar (1834-1903) en sus 'Estrofas', la XIII. Sea como sea, y contemplado desde planicies de la cuarta edad una de las pocas satisfacciones de victoria que le puedan quedar al anciano que superó límites y va adoptando en si figuras de matusalén (renqueo y rengueo de piernas, ahogos de asma, combas de espinazo subyugado) es la de aquel árabe de las consejas que se sentó a la puerta de su casa para ver pasar el entierro de su enemigo. Con todo, victoria amarga. Porque, ¿vale la pena penar tanto tiempo en la espera si, a la postre, en ese mismo funeral de su odiado han de sonarle esquilas de apercibo desde la sabiduría popular que le susurren que cuando las barbas del vecino se vean pelar hay que poner las propias a remojar, etc, etc.? Y, se sabe, igualmente, que todo dolor si breve es mejor que la molestia prolongada, realidad de la que se hace eco en uno de los primeros vagidos de la literatura hispana uno de sus más antiguos heresiarcas apóstatas, el llamado Calixto, cuando en texto de primer acto de "La Celestina' explica a Sempronio, en referencia al incendio de Roma y a Nerón de rapsoda en Tarpeya,' cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y tanta multitud de gente', y exclama desde la misma pascaliana sinrazón razonada de un corazón enamorado que ' mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y mayor la que mata un ánima que la que quema cien mil cuerpos', es decir, y cambiando de sujeto a condenado, que todo conduce, en definitiva, amor u odio, lamento o exultación, a la totalitaria declaración del enamorado modelo que margina al Creador inclinándose por la criatura, ésa, la llamada Melibea, que, desaparezcan beatrices y lauras de las páginas sutilísimas de dantes y petrarcas y sustituyase todo por el 'Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo', que ya se siente cómo cabalgan, desde la lejanía por tierras de leyenda negra, los alazanes de la inquisición tan crueles... 

Vacunas.- 

   De amenazas que penden sobre nuestros cuerpos y almas de exhaustos ancianos estamos acostumbrados y de algo de eso nos prevenía la prensa, una vez más, esta pasada semana cuando nos decía que, de esa caja de pandora que todos los amaneceres se abre y suelta sus lúbricos (o no sé si decir lubricantes) ceodoses, esta vez nos tocaba la entrada de los neumococos, que hay que decirlo, a lo ficha de laboratorio, que se trata del 'streptococcus pneumoniae', que en una especie de aliteración o paronomasia sintáctica nos lleva al recuerdo de una de las cepas de virus que dió su qué hablar literariamente, la 'cancerosa comprada con divisas otorgadas por el instituto de la moneda, traída desde el illinoís nativo' que nos ensartó, con la admiración de todos los críticos habidos y por haber aquel estudiante de medicina, visitador de tantos basureros extrarradio madrileños, las carretas de pegajosos regueros en los amaneceres de la ciudad, de los que se nos contó como adobo de ese su (y nuestro y vuestro y de todos) tiempo de silencio, que es que, en determinado momento de descanso puede haber soñado cualquier lector que, de lo que en verdad se trataba, era dé hacerle apear de su cátedra a aquel que nos había hecho leer de la mala vida madrileña, y, con todo, resulta que ya nos acercamos a la prensa con gran prevención, la miramos, como a fiera corrupia que danza y danza en la mascarada más que suletina cada vez más cerca, que eso es lo que tiene la senilidad querido italo que es que svevomos la presencia tangible de la dama de nieve y hay que pinchamos el tuétano a ver si respingamos lo suficiente para inspirar y evitar aunque de momento sea el expirar, nanas de vacunas en vez de cunas, foso en torno al castillo que ni kafka... 

Cabanis.- 

   Hay una teoría del hombre que dice que, con el tiempo, va tomándose en mueble, y nada mejor, en ese caso, que en secreter. Y hay por ahí, ahora, una campaña televisiva que asegura que "leer nos hace felices", y recuerdo que algo parecido venía a decir, comienzo de libro, aquel escritor de nombre supongo que ya casi absolutamente olvidado, José Cabanis, de Toulouse (1922) en la Francia, autor, entre otras, de una novela 'Le bonheur du jour', que Manuel Bosch Barrett dió en traducirlo por 'El secreter' (Seix Barral, 1960) que hay razones de léxico de gavetas galas para ello, años de grandísima victoria por supuesto por lo ingente de multitudes que leían (que yo leía al menos que no sé si se leía), que abría uno el libro del tal Cabanis y en la segunda línea se encontraba con el tatuaje del lector modelo y que la ilusión del momento hace que se crea, 'cuando se ha descubierto muy temprano la felicidad de leer se tiene la seguridad de no ser nunca completamente desgraciado. Es para toda la vida' que ya no se sabe, en verdad, que es lo que se ha dicho o se ha entendido, que si se es feliz para toda la vida o desgraciado para toda la vida que eso es lo que irá viendo, irá sintiendo, irá dudando, irá mascando el lector ante el nuevo y el nuevo y el nuevo libro así hasta los dieces y los cientos y los miles de libros destripados que al final serán las víctimas de nuestra guerra interna, personajes que aparecen y desaparecen, que han ido viniendo y marchándose, 'la memoria, esa abeja de la amargura' en JRJ arrojándonos paladas de mugres ácidas sobre la débil planta de una euforia enclenque que se nos va muriendo, , hombres y mujeres y humanos todos y animalias y cosas todas hechas a letras, a puro huevo de letras, que naturalmente, todas las urdimbres que nos salen del bofe y se nos asoman al pico son de letras, sopa o baba de letras, que contado que he de los comienzos de ése, léase que haya conseguido el sueño de todo libro que es toda vida o al revés, ignorar el centro y quedarse en los dos cabos, alfa y omega, que eso es la desembocadura, que así es la última imagen del tío Octavio tras el regalo de su secreter, su 'bonheur du jour', su discreta felicidad no sé si tan virgiliana, en la imagen última difícilmente rescatada del fantasma que transpira entre papeles varios, versos, carnets, cartas, que dice su sobrino, el Cabanis' de Toulouse Francia, lo que todos vamos llegando a averiguar al final de los días, es decir, que le embarga a uno la sensación de que la clave del enigma está, como decía él,' en otra parte'... 

El nudo

   He leido que, en el 'Buenpas', esa iglesia que tanto ascendió social o eclesiásticamente que llegó a catedral, se ha escenificado el rito del nudo, cosa nada extraña si nos percatamos de que San Sebastián es una ciudad marinera, que de marinos muy especialmente escribe su escribano mayor, el llamado Pío Baroja y Nessi, a través de personajes como Galardi, el capitán Tximista, Santi Andia, etc, etc, y en que los marinos son especialmente duchos cuando de hacer nudos se trata, que alguna vez he podido ver sus trabaos en ataduras y es de admirar su extraordinaria pericia. Pero marineros y no tan marii^ros si a mano viene haylos en este trance de ir atando cosas y más cosas que en tan alta medida han conturbado el ánimo de unos y agotada ha sido la paciencia de otros, que en el oficio de hacer nudos difíciles de desatar, encontraremos parecido número de arrantzales y baserritarras en pugna abierta en quién los pone más y más difíciles y en cabos tan sueltos y tan distantes como los que se precisan para atar el gran paquete de la paz, que constando tan solamente de tres letras, cuesta tanto no obstante en ponerlas en su lugar adecuado o conveniente. Nudo gordiano pues, éste de la paz en éste nuestro territorio, si se le permite la evocadora mención a mi enteca memoria, pero 'a la vasca'. A la manera de la iglesia vasca, para mejor entender esos nudos, una discutible manera, según me parece.


Huysmans.- 

   De la paz y de sus enclaves divinos escribió maravillas (y maravillosamente como siempre cuando escribía) aquel gran clásico de la Literatura y de la Iglesia que fue Fray Luis de Granada (1504-158B). En su 'Guia de pecadores', modelo de buena escritura en lengua castellana, tiene un capítulo, el XIX, en el que se trata 'Del octavo privilegio de la virtud, que es la bienaventurada paz y quietud interior de que gozan los buenos, y de la miserable guerra y desasosiego que dentro de sí padecen los malos, que no sé yo hasta qué punto pudiera servir ese modelo en éstos nuestros lares, ya que el real problema en el que desgraciadamente nos debatimos desde hace varias décadas sin que se le vea atisbos de solución, no lo es tanto de la paz interior sino de la exterior, mucho más compleja, que si de interioridades se tratase pudiera estar de sobra esa escenografía del 'Buenpas, como la de otras manifestaciones populares de marchas y caminatas hacia ermitas o basílicas, cánticos, preces y letanías al borde del camino y como flores de primavera si atendemos a la estación del año en que estamos y que pudieran servir para los que mantienen viva la fe, no sólo en símbolos y tradiciones sino también en instituciones que tanto han hecho para que no se crea demasiado en ellas. Sea de la manera que sea, y volviendo de nuevo a la representación del 'Buenpas', habrá que decir que, con ella, se ha llegado a vislumbrarse allí hacia el fondo, hacia las cavernas siempre ejemplares de la Historia, dos adoraciones de la máxima virtud: la del ritual y la del nudo. Para ilustrar la primera de ellas, la del ritual, se me ocurre acogerme a la encumbrada memoria de un Joris- Karl Huysmans (1848-1907), y, cómo no, a una de sus obras más espectaculares (si así se me permite decirlo) como es La Catedral', uno de los jalones literarios de su etapa de conversión por medio de una trayectoria satánica a los umbrales del catolicismo. Joris-Karl Huysmans, en ruta a su real profesión de oblato v literariamente bajo el nombre de su protagonista Durtal, para y repara que la catedral de Chartres, como luego, y como era de prever, en Lourdes, meta de tantas conversiones. Por lo que respecta a la adoración del nudo, inevitablemente el peso de la memoria cae por el lado del gordiano, de imposible desate a no vérselas con la espada del macedonio. ¿En qué medida tendrá que ver, algo o mucho, en confianza o no tanto, con la imagen de la iglesia vasca, y hacia qué lado se inclinará el nudo después de esa puesta en escena de su ritual en la catedral del 'Buenpas', y en qué medida pesará la expresada declaración de que se continuará 'anunciando el Evangelio de la verdad, de la Justicia de la libertad, de la paz, del diálogo, die la reconciliación y del perdón', magníficas palabras en verdad pero que, a algunos al menos, nos llueven sobre mojado? 

Diógenes.- 

   De dos nudos, cada uno de ellos de 40 años, está formada mi vida que, mírese por donde se mire, ha sido vivida bajo una serie de prohibiciones, lo que me hace pensar que ese asunto de la libertad, tantas veces pregonada, no es más que una filfa, una entelequia, que de aquí sí creo que puede derivarse hacia otro nudo, éste de mucha mayor intimidad y más difícil debate, y que puede ser el del tiempo perdido, y del que pienso que, sería blasfemia más que osadía, por lo que de proustiano tiene, ir en su busca. Porque si, como a algunos nos sucede, todo lo damos por perdido y mal perdido, con lo negativo y frustrante muy por encima de lo poco positivo que pudiera hallarse, ¿a qué esforzarnos en buscarlo?. De todas formas, como dice el tangazo que veinte años no es nada, y que, por ahora es soniquete que se repite y repite sin cesar por cosa o causa de una película reciente que, a veces, si son pegadizas ambas, canción y película, ya se sabe como irrumpen en todo nuestro espacio cotidiano hasta volvernos, tarambanas de lo obsesivamente que nos acosan y nos acorralan, yo, por ir a saberlo más y mejor, más a ciencia cierta si es verdad o no lo que la canción dice, y porque dispongo de un amplio caudal de esos años tan pretéritos, atravesaria la barrera del tiempo y me iría más allá a embadurnar un poco mas a mi memoria en calamidades pasadas a tono con un cierto fondo masoquista, aun sabiendo que, una vez que pasaron, nos fueron dejando como una especie de sensación de la iniquidad vital, de lo efímero del existir y de la espuma de la vida, todo más insustancial que el mismo polvo, que ya se sabe que éste, al menos, con la ayuda del tiempo, sabe incrustarse sobre toda víctima, no digamos cuando este victimado soy yo, es decir, cualquier hombre. Una visión agriamente pesimista si se quiere, o lacrimosa, o condicionada a ver la vida como un mal, que, estoy en disposición de poder reconocer como excesivamente ladeada hacia lo negativo, que lo veo más netamente sobre todo si, como leo ahora en Michel Onfiay ('Las sabidurías de la antigüedad. Contrahistoria de la filosofía,!' Anagrama, 2007) haciéndose eco de la manera de sentir su filosofía por parte de Diógenes de Sínope (413-327 a.C.), el cínico por excelencia, que nos señalaba que 'a quien le dice que 'vivir es un mal' le responde que 'no, vivir no, sino vivir mal', que atendiendo a cómo se vive y a cómo sé pudiera vivir, con paz o sin paz, con nudos o sin nudos, cada uno sabrá en qué proporción puede aceptar o no esta restricción señalada por el filósofo griego. 


De un fruto amargo

   ¿De dónde al corazón esa amargura? Su inclusión en esa nómina de lo amargo o del amargor, se debe, muy en particular, a Ignacio Aldecoa, el impar escritor vitoriano. Puso ese titulo, 'El corazón y otros frutos amargos' (Edit. Arión, 1959) a una colección de relatos que los escribía con maestría difícil de superar, y quien se llevó la mejor o mayor parte del reparto fue ese singularísimo músculo de los cuerpos animales, el más ' cordial' sin duda, por pura etimología (cor, cordis), pero también por condicionamiento y características cuando del corazón humano se trata, que nunca se sabrá, creo, por qué convencionismos atribuidos o asignados a ese nombre se le ha hecho símbolo de un sin fin de despropósitos, acaso mejor entendible ahora si, como entonces, fuera con personajes como Juan Montilla López, de Barbarroja, a su llegada a ese pueblo de 'tapias altas como un cementerio, blancas como las de una plaza de toros, tristes como de una cárcel de ciudad provincial', quien plantado en tierra, la 'maleta de madera de soldado o de emigrante' al hombro, mira, hacia la estación que acaba de dejar con algo de huérfano en la mirada una vez que el tren ha desaparecido y' siente que el corazón se le alarga, que al corazón le ha nacido algo desconocido hasta ahora', que escribe Aldecoa poniéndose en tercera persona cuando ya está metido dentro de su protagonista que es lo que hace cualquier escritor cuando de ponerse en trance de sus criaturas se trata y desde donde observa que está, están, estamos (la gama del verbo estar al completo), en una situación diríamos que de cierta desazón, de un impreciso sentimiento de inquietud en nebulosa, en ciernes de algo que fuera a pasar y se espera que pase a no tardar y tarda sin embargo en la espera, que es algo parecido a lo que dijera antes el mismo Aldecoa cuando estaba entretenido con' el fulgor y la sangre' y escribía sobre el cuartel de la guardia civil en soledad de mujeres febriles por el acucio de la suerte de sus maridos, la feria de fiestas con tintes de tragedia en lontananza, y ' la espera está hecha de una vaga sensación de desamparo'..., que escribe. Cuestiones de la orfandad del cordón en todo, qué duda cabe„, 



Alberto Basabe.- 


   Leo a mi compañero y amigo (no me hace falta el 'sin embargo' de Alfonso Sánchez, tan escuetamente sugeridor de los peligros amicales) Alberto Basabe, coalumnos que fuimos en las aulas jesuíticas del bachillerato allá por los cuarenta mediados, el azaroso futuro con imágenes de noviciado para él y quién sabe qué meándrica vida llena de zozobras para mí, que no se sabe por qué no se abraza la vida religiosa o aún más la monástica, de mayor seguridad ante los embates del mundo, por parte de los 'mansos de corazón, que son los que no tienen ira, ni aun casi movimiento de ella, y sin embargo poseerán la tierra como señores de sí mismos' (gran lección si bien se mira del Astete, que si así hubiesen enseñado de verdad en ikastolas y seminarios otro gallo nos cantara en materia de terrorismos, qué duda cabe). Leo con acendrado interés la página 62 de su recién publicada 'Metafísica del hombre y de la convivencia', en donde apuntando al corazón', viene a decimos que es general en las culturas que han florecido en la tierra (...) considerar al corazón como centro de gravedad de toda la pretensión vital de la persona, y como el depositario último de la sinceridad'. Y no se sabe qué ramalazo de sorpresa visionaria nos arrebata cuando, acto seguido, seguramente para mejor fundamentar su apropiación también de la simbología cordial, nos dice que 'es significativo que en la Biblia la palabra que aparece mayor número de veces es 'corazón'. Más de setecientas veces'. Bueno es saberlo para ponerse a estudiar su deterioro y para declarar, en forma de minúscula gragea de pensamiento que,' a mayor abundamiento de la palabra, más clarines proclaman su desplome', qué así, parecidamente, dicen que proclamaron igualmente los cuernos de camero de bocina y la voz de los pueblos a gritos, siete vueltas a la muralla con el arca siete días seguidos, la calda de los muros de Jericó ante las huestes de Josué, hijo de Nun, asistido por las fuerzas emergentes del surca, corazón del pueblo de Jehová (nunca sea pronunciado en vano su Nombre). Setecientas veces el nombre de 'corazón' en la Biblia, amigo y compañero Alberto, y... ¡cómo no llorar su desplome a lo garcilaso, -'salid sin duelo, lágrimas, corriendo'- cuando estamos viendo lo que vemos... 


Picaresca.- 


   Pero, a todo esto, ¿piensa el corazón?... ¿siente el corazón?... ¿ama el corazón?... ¿Es el corazón el centro de las almas?... Si decimos que sí, ¡ay, corazón, qué desgracia! Es verdad que ninguna persona deja de citar al corazón en sus diálogos consuetudinarios; que ningún gran escritor ha desdeñado las ayudas de su numen; que ningún enamorado se ha hurtado a las caricias de su simbología pero es que resulta que ese reino del énfasis cordial que humea en la liturgia del trato casero se vuelca hacia otros terrenos y, particularmente a uno, que ha contribuido de manera apabullante a su hundimiento en la vergüenza indica, que se asoma uno a esa televisión nuestra de todos los días, y ¡qué bochorno de monstruos en desgañite, qué guirigay obsceno de gritos y aullidos!, colocado el corazón ahora ahí en el bajo vientre en vez de en el noble tórax. ¿Dónde, Alberto, 'la sede simbólica del querer y del amor' que es el corazón; dónde, ahora, eso que se asienta en lo que pudiéramos llamar 'centro sustancial del hombre'?. Si el genio de Cervantes resucitara seguro que daría una nueva versión del patio de Monipodio, es decir, con un plató en efervescencia de gritos horrísonos, la academia del mítico maestro de ladrones sevillano expuesta en sus personajes más conspicuos o más entrañablemente obscenos según se mire, la Gananciosa y la Cariharta y el Repolido y el Maniferro, y ese Lobillo dé Málaga que ya ha llegado y se ha aposentado frente a la cámara dispuesto a chuparla cuanto pueda que de ahí nace el hontanar de las ganancias pingües con solo manejar la lengua y ni siquiera manos de tahúr. Y, si en vez del manco alcalaíno, fuera el señor de la torre de Juan Abad, el llamado don Francisco de Quevedo y Villegas quien reviviera, pudiéramos sentimos en las mismísimas zahúrdas de Plutón, bien que por el camino cómodo y expedito y no por el lleno de abrojos, la colección de la mangancia y el desenfreno bullendo como gusanera bajo mordaz y procaz sol alanceador encima, dueñas y menegildas, mozas en venta ya no de su virgo que es episodio ya tan olvidado sino de carnes y mentes en fermento que hacen difícil saber donde fue a parar el corazón, ese fruto se diría que más adocenado que amargo al que una pandemia de monstruitos está exprimiendo hasta dejarlo en hilachas. 


El antisíndrome Casandra





   ¿Qué pasa cuando por la única garganta de Casandra, gritan miles de miles de voces? ¿Puede desoírse su petición a pesar de la maldición que sobre ella pesa? Dígalo no sé quién: ¿cuándo la voz de la multitud se muda en voz de pueblo? ¿Cuándo llega a los suficientes decibelios como para poder ser escuchada y respondida?... 

   Terrible la condena de Casandra. De los infiernos posibles, uno de los más apabullantes es el reservado a los profetas malditos. Dice la conseja jesusiana tradicional que lo difícil es ser profeta en su tierra, algo que según la experiencia, dudaremos mucho de que sea verdad, que los pueblos son muy mitófilos y se inventan su propia mitología a conveniencia. Lo fácil, al contrario, es ser profeta en su tierra siempre que sus vaticinios les sean favorables, momento en el que dicho profeta (o^ algo similar más bien, que profetas de verdad suele haber más bien pocos) se verá encumbrado hasta las estrellas, propagado su nombre a todos los vientos, promovido a la bendición de las naciones. Pero, ¡ay, del que avisa de funestos eventos!. Como no podía ser de otro modo en Troya. Su condena que más duele, como en el caso de Casandra, será el de las palabras que se vuelven mudas, que dan con sus alas en el cristal transparente pero que nunca se rompe, el ahogo del pájaro en su recinto cerrado, el corazón del gorrión -todos somos gorriones en un momento dado de la vida- no puede aguantar el latido tan alocadamente frenético, se hinchan las venas y explota. A la mañana siguiente, el gorrión, que ha ido rompiéndose la cabeza contra el cristal en la cerrada habitación, habrá perecido no por contusión cerebral sino porque nadie puede tener un corazón tan amante de la libertad encerrado en compañía de tan atroz congoja como es el de comprobar que siempre se choca contra el cristal del encierro, siempre. Las palabras del profeta son radiantes pero nadie se las cree. Esta es la maldición y la historia de este malditismo nos viene de lejos, desde los primeros vagidos del espíritu clásico aquí en Occidente (posiblemente aún mucho antes desde civilizaciones anteriores y no quisiera referirme, únicamente, a los consabidos de la Biblia y del ritual de los difuntos (poseedores de la verdad, por antonomasia), que, para algunos al menos, en ellos se refugia, preferentemente la verdad ("liber scriptus proferétur, in quo totum continétur, unde mundus judicétur', que reza el quinto de los trenos del 'Dies irae'), los Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, etc, con su carga de presagios funestos, sino que la figura que busco es la de una mujer de belleza tan intrigante para llamar la atención del radiante dios Apolo, tan ardientemente defensora de la libertad como el gorrión que muere al ser privado de ella. 

Apolo.- 

   Casandra es el arquetipo. La guerra de Troya, acaso como todas las guerras en definitiva, es la proveedora de figuras- mito. Una de ellas, la más patética, Casandra, princesa de Troya, hija del rey Príamo y Hécuba, sabedora como nadie de cómo y por qué hay que desconfiar de los dones que, a veces, tan generosamente al parecer, nos propician los dioses. Nadie como el incisivo Heinrich Heine para hablamos del endemoniamiento de esos dioses, que los sorprende en el momento cumbre de su decadencia, cuando, con el definitivo triunfo del cristianismo -¿habrá que releer la historia de Helena y su hijo Constantino?; ¿valdrá la versión, por converso sobre todo, de Evelyn Waugh?; ¿mejor acercamos a través de la biografía novelada del sobrino apóstata Juliano de Gore Vidal?-, dice Heine, se vieron en apuros y ante penosas dificultades, parecidas a cuando los titanes asaltaron el Olimpo y no les quedó otro camino que el de huir. Y, cuento aquí el episodio de la estampida de los dioses, versión Heine, aunque lamentable desprovisto de su sentido de la sátira, porque nos permite encontramos con los momentos bajos del dios Apolo, de cuando lo sitúa llevando una vida de cabrero en la Baja Austria aun cuando la presencia de un dios se hace perceptible siempre por algo y es el caso que se hace sospechoso por la belleza de su cantó por causa de un monje erudito que le identifica como dios y sufre tormento y canta antes de ser ejecutado y otra vez enamora a toda mujer que se le acerca y se teme que fuera confundido con un vampiro aun después de haber sido enterrado y se le exhuma para clavarle la estaca en el corazón, no hallándose su cuerpo, que es que Heine le había inventado la resurrección, como se esperaba de su pluma que lo hiciera. Este Apolo encantador hasta en las mismas fronteras de la tumba y aún más allá, de cuerpo adornado con todas las gracias y perfecciones de la juventud y la belleza, pero, sin embargo, de repetidos fracasos amorosos, dios de los adivinos, resulta ser, al mismo tiempo, y no es difícil entender por qué, dios del rencor, que en esas sus aguas cenagosas baña el rechazo que recibió de Casandra y de ahí su infame y cruel castigo: adivinar el futuro y nunca ser creída, palabras ya siempre obstinadas en perforar el muro infranqueable, el nodulo imposible de desanudar de la impotencia, que se eleva la voz a grito y permanece muda, que las palabras son bandadas de pájaros que chocan contra lo impenetrable antes de llegar al horizonte, que los pechos estallan de rabia contenida de ver cómo todo conato de vida se desmaya y el paisaje es sólo un campo de amapolas marchitas. Tropecé el pasado día, de nuevo, con Christa Wolf en su "Kassandra", me puse a leer compelido por no se sabe qué fuerza extraña de urgencias, y nada más inaugurar la lectura casi, en un sólo renglón, me fue dada la esencia de esta mujer mítica, en ese soliloquio que es la novela y en donde llega a decimos, desde la hondura de su dolor de desoída, esta llana confesión: '¿Por qué quise, por encima de todo, el don de profecía? Hablar con mi propia voz... pero, ¿a quién? ¿A ese pueblo extraño, tímido y desvergonzado, que rodea el carruaje?'... 


Nunca, Amén.- 


   Es hora de aplicar el efecto del mito de Casandra a situaciones de la vida política bajo cuyas irradiaciones vivimos. Visto desde la realidad que padecemos, lo peor no es el síndrome de Casandra, sino diría yo que su antisíndrome. Mientras ella proclama a voz en grito la verdad que le ha sido revelada y nadie se cree lo que viene diciendo, resulta que, por el otro lado, la voz antiCasandra cuenta sus patrañas y hay una parte del pueblo, digamos que troyano, tan crédula, que parece que se lo cree todo, se lo cree a pies juntillas y la marea crece y va creciendo, y originando aquella sinrazón de la que fue víctima Casandra, de que, poseyendo la verdad fue vituperada, mientras eran sus detractores los que se ganaban la confianza del pueblo al que se dirigían. Digamos que,"sic voluere dii"; pero nunca, "Amén".