jueves, 10 de febrero de 2011

De monstruos

   ¿Qué respuesta se hubiera dado por parte del gobierno si hubiera sido Hannibal Lecter el que estuviera en el Doce de Octubre por el antojo de negarse a trasegar las lentejas del condumio, él, que estaba acostumbrado a comerse en crudo el hígado de todos aquellos que se le pusieran delante?. El hígado, o las enjundias, o la nariz, o cualquier otro órgano o promontorio corporal que se pusiere al alcance de sus afilados incisivos. Entiendo que la pregunta con la que se abre este artículo pueda ser, para muchos, un tanto capciosa. O, con retintín. O, para una gran masa de gentes (la mayoría, sin duda, porque quiero pensar que la mayoría no es tonta), se trata de una pregunta inútil por suponer que ya ha sido contestada; una respuesta que hasta nos ha sido dada en imágenes reales y a través de una confusa sarta de mentiras de angelical pergeño. Esa boca masticando sus banales patrañas se me hace modélica hasta para el buril de un Rodin modelando su idea del Gran Mentiroso, siempre que semejante artista fuera capaz de descender a aeródromos tan miserables. Un intento de burla esa componenda verbal, a la inteligencia de todos, incluidos listos y tontos ya que se supone que no hay nadie que no pudiera darse cuenta de esa afrenta hecha por el Gran Mentiroso en su obsceno monólogo, mientras Hannibal había llegado ya a su destino y sus gentes le coronaban al estilo de Píndaro, que tampoco faltará nunca quien verá a Hannibal como gran campeón y con cuantas más victimas en su sanguinaria trayectoria más héroe aún..., pútrida condición humana... 

   Pero apartémonos de la sucia política hacia la amena literatura. Juguemos un poco a monstruos. Los hay, claro está, de todos los tamaños. Cuando un ser animal traspasa ciertos límites, entra en la categoría de monstruo^ una infracategoría generalmente aunque haya también seres enaltecidos por esa condición, que recordemos, por un ejemplo, aunque no fuera de estilo nada positivo el dicterio cervantino de 'monstruo de la naturaleza' que endilgó a aquel Lope lopillo así puesto en solfa por aquel otro monstruo, el gongorino, que, con ellos dos y alguno más enaltecieron de forma insuperable el Siglo de Oro español, significándose asimismo, con su pérdida, el declive de uno de los mayores Imperios que ha conocido la Historia. Valga decir, para navegantes procelosos (tan procelosos para su intemidad como para su extemidad de procelas que recorren), que, para el nomenclátor de monstruos se hace casi imprescindible la consulta del 'Manual de zoología fantástica' de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero (Breviarios del Fondo de Cultura Económica núm. 125, México, 1957), aunque solamente sea para cercióranos de que la zoología de los sueños es más pobre que la zoología de Dios (pág. 8). ¿Y, la del diablo?... 

   De ese singular vademécum de monstruos, recojamos (para masticar la frase según se merece), el parecer borgesiano de que 'tal vez porque lo desaforado y monstruoso parece menos propio de Grecia que del Oriente, Walter Kranz atribuye a estas invenciones una procedencia oriental' (que es opinión que se puede encontrar en la página dedicada a Cronos o Hércules y extraída del tratado 'Dudas y soluciones sobre los primeros principios' del neoplatónico Damascio, recogida, a su vez, de Gerónimo y Helánico (si los dos no son uno solo) (pág. 57). No obstante, la creación de genios no es privativa de las mentes orientales, considerado al menos globalmente el orientalismo. Mentes tan supuestamente occidentales como la de Mary Shelley, esposa segunda de uno de los líricos románticos más notorios, Percy Bhysshe Shelley, dió en crear (y dicese que por simple apuesta) uno de los monstruos más conspicuos de la literatura y el cine, el mítico 'nuevo prometeo' que el doctor Frankenstein fue erigiendo, como una escultura biológica, en su laboratorio. Ya no digamos de otros monstruos como el Golem de Meyrink, el Drácula de Stoker, etc, que, a pesar de todo son monstruos pero entes ni siquiera de razón tan solo sino de invención, entes de pesadilla únicamente con los que nuestra mente proclive a los juegos masoquistas del miedo y del terror se distrae hasta gozando, mientras que nos pululan, alrededor, otros monstruos más hediondos y obscenos, monstruos de sangre nunca ahitos, que ni siquiera estoy citando a uno de los últimos líterario-cinematográfíco que nos ha surgido, este Hannibai de Thomas Harrís, que sí que es personaje que surgió, como no podía ser de otra manera, del silencio de los corderos como algunos otros monstruos que nos han ido surgiendo después que así surgen muchas veces tantos monstruos, por silencio o asentimiento con la misma ignominia que parecería oportuno, ahora, dar un aletazo de la memoria y recordar viejos acontecimientos que dejaron secuelas de horror, digamos que el silencio ante el monstruo del nazismo, es decir, el Pacto de Munich, el desplome del equilibrio entre las naciones europeas, los Sudetes, Checoslovaquia, checos y polacos hacia destinos obligados que es la marca de los exilios y exiliados cuando se ven (vemos) acercarse parecidas anexiones entonces y ahora, los 'silenciosos' Daladier y Chamberlain aceptando ante Hitler y Mussolini la ignominia de una paz de claudicación, la reconvención de Churchill, buen agorero y mejor notario de la paz ignominiosa en nombre del honor C pues no tendréis m paz ni honor'), está claro, Jean-Paul Sartre buscando una trilogía al menos para sus soñados 'caminos de la libertad', concedió un 'aplazamiento', una prórroga, la moratoria de nada más que un volumen escrito de prisa y que termina con un 'han venido a partirme la cara' que pudo decir Daladier a su vuelta de Munich según Sartre, a lo que añadió que 'La verdad es que les comprendo', aunque era difícil, muy difícil comprender a los que vitoreaban esa ignominia que él había protagonizado, que mejor, a pesar de los pesares, esa frase de este mismo Daladier que se siente culpable, un político muy mal hablado que expresó breve y rotundamente la insensatez de ese recibimiento con un 'Les cons!' (que cada uno lo traduzca según su propia estima y lectura de su particular diccionario), que muy pronto, tercer y último volumen de la trilogía, nos veremos en la carretera con el coche que no tuvo la previsión de coger suficiente gasolina y con nada más y mejor consuelo que con 'la muerte en el alma'. En ésas, estamos. 

   Y, de la política y de la literatura, ¿por qué no pasar a la bandera de la victoria, que ha dicho alguien que no es su intención pasársela por el morro a nadie, que ya es mal restriego la chulada de decirlo y constatación, asimismo, de que esa bandera de la victoria existe. Y, si queremos ir hacia terrenos de novela policíaca, además del 'cui prodest', tendríamos que enfrentamos al enigma encerrado en el caso de por qué se aguanta un chantaje, ¿por qué cosa?... . 

Diluvios

   Creo haber oído (tan brevemente, eso sí, que más bien ha sido un oído y no oído), que se tiene pendiente, por ahí, para hacia el año 2034, una colisión espacial de este planeta llamado Tierra en que habitamos con no !sé qué aerolito bautizado con nominación egipcia. Para expresarme con total sinceridad, es noticia o amenaza que, personalmente nada me preocupa ni me inquieta, y es fácil entender por qué. El valladar de los años es arma de dos filos. A su debido tiempo, matándonos también nos protege haciéndonos inmunes a todo tipo de futuras catástrofes, lo que hace que me parezca encontrarme, perdóneseme la desgraciada cita, en parecida situación a la de aquel regio crápula francés, cultivador de inocentes lolitas nada nabokovianas en su obsceno Parque de los Ciervos y a pesar de todo, conocido el tal sujeto, no sé si por sus súbditos o por la siempre prostituida Historia, con el sobrenombre de 'El Bien Amado', que bien por propia boca o por la de su querida valida, la Pompadour, (que, a ambos se atribuye), dijo aquello de 'Después de mí, el Diluvio', que sí que vino ese diluvio no sólo pronosticado por Sartines, teniente general de la Policía francesa, sino también por los Voltaire, Rousseau, Diderot, D'Alembert, etc, pero, a pesar de todo, tenía razón Luis XV, que ya a él, después de muerto, poco le importaba lo que viniere, y hasta destrizó con su defunción, en lecho de rey, esa otra frase que asegura que 'a todo puerco le llega su sanmartín', que es que sucede que hay demasiados confiados en la eficacia de la justicia, bien sea divina o humana. Que a estas alturas de la vida se me diga que el planeta Tierra corre el peligro de que en ese año 2034 colisione y sobrevenga esa muerte del planeta tantas veces profetizada por no sé cuántas sectas religiosas, me hace afirmar que a un egoísta como yo, pero sincero como creo que no lo son todos los tantos egoístas que se lo callan y que conforman la comunidad humana, no le importa absolutamente nada tan calamitoso evento, y si creyera en algo, que no es el caso, me despediría diciendo que en Josafat nos veremos, que, ni siquiera. Pero otros diluvios más inmediatos si que se presentan, y no muy en lontananza que, como ser vivo, no sé en qué medida pudieran conturbarme el ánimo, aunque estimo que también poco a pesar de todo, que hasta para sobrellevar ciertos aviesos diviesos qué la política ocasiona, sirve ese antedicho valladar de los años. 


   Uno de estos diluvios que se están gestando, nubarrón sobre nubarrón, sábado tras sábado, puede que esté anegando ya terrenos aledaños a aquel lugar de la Moncloa que yo conocí cuando no había otra cosa que un joven, pero a pesar de todo renqueante tranvía por los traqueteos a los que le sometía la juventud universitaria. Según una película de Berlanga, 'Los jueves, milagro' con Richard Basehart y el gran Pepe Isbert, junto a los infaltables López Vázquez, Manuel Aleixandre, etc; y ahora, para rematar la suerte. Tos sábados, manifestación', que no son los que se manifiestan y salen a la calle enarbolando banderas y canciones, por mucho que lo parezca, los causantes de esos movimientos de masas tan espectaculares, sino aquellos otros que, encaramados en el poder, dan motivos para que se produzcan, que ni los seísmos brotan por generación espontánea, como es cosa sabida. ; 

   Cuando, Poe, adormecido pero a la vez iluminado por los humores etílicos, daba en ser Poe como siempre lo era pero especialmente cuando el alcohol le colocaba en acto de creación, producía obras maestras. 'La barrica de amontillado', ya se sabe, termina con un ' ¡Requiescat in pace! y con un Fortunato encadenado y emparedado cuyas últimas palabras ' ¡Por el amor de Dios, Montresor' resuenan en los cóncavos arcanos de una venganza 'in extremis'. Pero me pregunto yo qué tipo de diluviosa venganza, claro es que más triste porque sería blasfemo pensar que lo fuera con amontillado y jerez, estará ideando la ministra que retiró la ley del vino, una cara en el momento de esa retirada que de sernos transcrita por una especie de Jenofonte (especialista en retiradas) hubiera tenido dificultades sumas en dar con la expresión requerida, una faz transida entre frustración y acrimonia, una especie de pucherito en los labios trémulos, la mirada perdida en no se sabe qué aéreo caligrama solamente visible para ella. Debía pensar sin duda en momentos tan aciagos, y no creo que sea mucho suponer, que la historia del vino ya empieza con una derrota como poco, que el padre Noe es muy anterior, supongo, hasta al mismo dios Baco, que cuando aquellos ilustres griegos homéricos empezaban si se quiere a poblar su Olimpo con tantos y tantos seres divinos, tan antropomorfos o antrotípicos, ya estaba Noe libando el mosto de las uvas que, ya se sabe que después de trasegar tanta agua viene bien trasegar vino. "Plantó una viña y bebió del vino, y se embriagó, y estaba descubierto en medio de su tienda- se dice en el Génesis, que es ahí donde sitúa el autor bíblico la maldición que se volcó sobre Cam y su descendencia, que de ahí a considerar camita a todo bebedor acaso no haya que cubrir mucha distancia en ciertas mentes ministriles y de tan salvífícos propósitos que para salvamos de todo mal, echa mano del decreto desnudo, de la tranca que tranquiliza como en las comisarías de hace algunas décadas, que la tradición del 'prohibido' importada in puris naturalibus de lugares tan míticos en buena producción de tal planta como la Alemania nazi, está haciendo carne, por antojos ministeriales, entre los actuales iberos, visigodos, dálmatas, moriscos, incas, etc, que de todo esto hay ya en abundancia por nuestros páramos y ciudades, es decir, prohibiciones para encender el veguero o hasta el más humilde pitillo con el que fuímos destetados hasta en los mismos barracones de los cuarteles, que por eso es posible ver, a las puertas de empresas y comercios, a incorregibles adictos a la nicotina que salen a la piadosa calle a satisfacer su necesidad de humos. Pero una mente prohibicionista no se conforma con sólo una muestra y, como es notorio, arremete contra hermosos y generosos bocadillos que exudan grasa basurera pero que sabrosa; y, como una mente calvinista es insaciable en pedir purezas, sean del orden que sea, no para en prohibir a diestro y siniestro olvidándose de aquella bonita frase de retruécano 'Prohibido prohibir' que puso en marcha aquella otra revolución de hace cuarenta años y que es posible que fuera la única propuesta sensata que nos dejó. Todo lo cual me lleva a la conclusión de que, ahora que he terminado de escribir este artículo, me queda por consultar el Ideológico de Casares para cerciorarme de si socialismo es sinónimo de prohibición, como sospecho. 


Job

   ¡Tiempos aquellos en los que 'el Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas'!, que decía el Génesis. Y que nos hacía ver al Divino Ingeniero diseñando su creación entre desórdenes, vacíos, tinieblas, abismos y otras menudencias. En hora de carnavales como ahora, que vienen y se van dejándonos como siempre y como todo nada más que cenizas, nos queda aún, quizás, para rumiar su imagen evanescente por fugitiva, un puñado de desdichas que no hay por qué no pensar que nos son cotidianas, como ese accidente de una noche lluviosa que se lleva por delante a una abuela y su nieto, el brazo de mar que debe ser la misma que desde Fuenterrabia a Anglet, fue guadañeando vidas y se llevó a un hombre de aquí y a una niña de allá en tiempos parejos a cuando las carrozas del carnaval discurrían en su desfile por las calles mojadas de la alegría de vivir y del vivir (que no es lo mismo acto y esencia y no digo más), que acaso es que sea una jocunda manera de beberse la vida quién sabe si a buches o tragos desordenados, que de todo habrá. O, pasando del ámbito marino de este rapto neptuniano al terrícola, dejando al margen si se quiere guerras y conflagraciones que se hacen inevitables al paso del hombre, y fijando nuestra atención en terrenos domésticos, tendríamos que citar obligadamente, esa tragedia toledana (con residencia más concreta en el lugar del pueblo de El Real de San Vicente y en Talavera de la Reina, con nombres eufónicos que más no cabe), que ha hecho arrugar la conciencia de los días; una tragedia que puede haber dejado en ridículo a los trágicos griegos, aunque creo que no hay ya dramaturgos que pudieran sustituir a los Esquilo, Sófocles y Eurípides, que seguro que ni ellos hubieran tenido suficiente inventiva como para explicamos qué ramalazo de locura, qué paroxismo de' amok' ibérico hizo presa en la mente, corazón y manos del hombre que mata a su madre, a su mujer y a su hijo, y va con el arbolado filo del hacha en busca de más víctimas, sus dos hijas, que también las piscinas de sangre tienen antojos de ser comunicantes, que mientras todo este desbarajuste ocurre, se va uno acordando de cómo comenzó la tragedia gradual de aquel varón de la tierra de Hus llamado Job (que fue sin duda nuestro ancestro más cualificado y de quien más nos marcó con el sello del hombre), a quien los emisarios le venían contándole calamidades a él atañentes, entre ellas el soplo letal de ese gran viento que vino del lado de nuestros desiertos más arenosos, que eso viene a ser, en definitiva, todo y cualquier viento de la locura asesina. 




Volando el Africa.- 



   De un Job errante pudiera ser esta historia que se nos ha contado, no me acuerdo por qué vía, y que supera, me parece, la imaginación juliovernesca. O, si queremos volver a manantiales griegos, a la llena de episodios peligrosos que los expedicionarios de Jasón dejaron escrita en su viaje a la Cólquida, y, esta vez, sin el señuelo del vellocino de oro, por supuesto. Un viaje por los cielos de Africa se convierte en pesadilla segura cuando el pájaro se percata de que, en modo alguno se le permitirá posar, que no es ésta una historia de Joseph Conrad porque en su tiempo no se hacía posible una parecida en los espacios aéreos aunque sí en los marítimos por desequilibrios inherentes a la baja tecnología de la época pero que nos hubiera contado historias llenas de introspecciones personales que, de ser jobianas, hubieran llegado, seguramente, hasta el vomitivo de los exabruptos a los descabalados gobernantes de su país. Pero ésa ha sido la experiencia vivida por unos policías españoles, privados de la mínima ayuda de su gobierno, en tiempos en que los viajes de Bula Matari (un recuerdo sin reservas para el gran Jakob Wassermann) se nos habían situado en la pura anécdota, en un mero encuentro de identidades. ' ¿El doctor Livingstone, supongo?'. Treinta y cinco policías españoles sin tierra africana en cual posarse que unos y otros aeropuertos se les mutaban en hostiles, e historia aeronáutica que se enlaza con otra de una rebelión de un secuestrador de naves que eligió como lugar de actuación el espacio aéreo situado entre Mauritania y el Atlántico, que tampoco deja de ser excelente lugar para situar magníficas aventuras. 




Calasso.- 



   De estas cien obras que Roberto Calasso ("Cien cartas a un desconocido' Edit. Anagrama) viene a comentar, y que pienso que, la mitad al menos, son del conocimiento de cualquier mediano lector, me quedo con el Libro de Job. Casi con igual placer pudiera escoger, creo, a Marcel Schwob en sus 'Vidas imaginarias' (que, de ser así, no hubiese hecho revertir mi interés ni por Eróstrato el incendiario, ni por Cecco Angioli el poeta rencoroso, sino más bien por Empédocles por lo que tuviere de divino); o a Edwin A. Abbott en su 'Planilandia', o la manifestación tan empobrecedora del mundo bidimensional que nos pone en solfa y escamo insoportables ante el posible dueño de las cuatro dimensiones). Sin apearme ningún peldaño podría congraciarme, en parecidos términos, con otra serie de autores, en este libro incursos, de la más exquisita atracción como Samuel Butler en su'Erewhon'(désele la vuelta como al calcetín, claro, y todo queda en nada), o, como John Aubrey y a un largo etcétera. En realidad, creo que todos los que están son aunque también haya otros muchos (muchísimos) que son y no están. De todas formas, está visto a qué lecturas tiende Calasso, y yo también. Seguramente es que, mi vejez, como en ningún otro aspecto, ni siquiera en los huesos o en la piel, quebradizos los primeros y rugosa la segunda, se me transparenta en estas vetustas lecturas a las que vuelvo una y otra vez, un poco como al mito del pozo de la eterna juventud, que no sé por qué, siempre he pensado que estaba situado en un lugar de Samaría, cerca del pozo de Jacob, allá donde Jesús, llamado también Cristo, se encontró con aquella señora de Sichar que por agua había ido (Jn, 4,5-30), y las palabras de Jesús rezumaban un impagable discurso de enamorado, 'Dam^e de beber, que si supieras quién es quien te lo pide, le pedirías tú agua de vida'... Repito, pues, que me quedo con el libro de Job, varón de dolores, tanto en sus sufrimientos como en toda su peripecia con Dios, que me voy encajando en lo que Calasso dice del escandaloso proceso que Job, el justo, osa iniciar al Señor (que) es un inmenso escollo con el que fatalmente nos topamos', que es que, no sabemos cuándo, pero sí que reparamos en que se trata de un texto que 'nos enseña que el mal no es esa burocrática 'privación del bien' a la que algunos grandes teólogos han querido reducirlo'; libro del que el florentino Calasso nos hace ver lo implícito que lleva la acusación a Dios ' al que Job puede volverse con su 'tú' brutal (de una brutalidad que acaso sólo la religión judía ha tolerado)'. 


El cielo


   Hay una razón sublime para ser nacionalista -nacionalista en estas tierras vascas, por supuesto, pero también en otras tierras, supongo- y es que siempre saben ellos dónde está el cielo así como la manera de llegar y permanecer en él siempre y ocupando los mejores lugares, que me imagino yo, como parece que lo proclamaba algún Padre de la Iglesia (aunque el dato no esté confirmado) que, en referencia a ese Cielo del que hablamos, estamos ante un Paraíso inventado por santos sádicos; un, a modo de plaza de toros, asientos de barrera,- contrabarrera, tendidos, etc, para, acordamos y contemplar a gusto, desde, esa altura privilegiada, el espectáculo que se presenta en las arenas, ahí donde los precitos son ensartados a la manera recreada por la imaginación desbordada de Hierónymus Bosch (¿1453?-¿ 1516?) con toda clase de pungentes herramientas que es que las- pasiones humanas adoptan, la morfología de tenazas, puyas, tijeras, cuchillos, etc, es decir, toda la ferretería impresionante creada para hacer daño en cuerpos y almas. De cómo los nacionalistas supieran acceder a su cielo y conservarlo como predio particular, corren historias o leyendas que, en algunos casos, se remontan a sus ancestros (toda una larga saga incluida), su niñez (con toda ta gama de ricas sensaciones que la adornan), inmersiones en programas educacionales siniestramente organizados minuciosos lavados mentales costumbres en las que prima aquello que es consustancial a la entidad o identidad de los grupos humanos que conforman su gens. (que no es más que una manera de  decirlo), y que, según encuestas de última hora, todo tiene que ver con nuestras aficiones, es decir, que nos gusten o no los juegos rurales, ser aborígen y dominar su lengua y practicarlo, sentir que los pies se nos insubordinan ágiles al son del txistu y del tamboril, etc, etc, que, si por casualidad podemos decir qué todo eso lo cumplimos desde nuestra primera edad, queda por ratificar, todavía, el refrendo de nuestra voluntad de querer ser lo que hay que ser, que, para que todo quede en regla, se supone que lo mejor es apuntarse a alguna secta de inequívoco sabor nacionalista que es, al fin y al cabo, donde suelen autentificarse todos los visados. De todas formas, me queda por confesar que no solamente ahora pero es que tampoco en mis más lozana juventud me vi trasladando a mi espalda voluminosas piedras ni danzando en la cima de los pirineos como parece que nos veía monsieur Voltaire...  





La madre.- 





   Pero las historias del Cielo son pródigas y me imagino que algo sabía de ellas aquel cura de Sumbilla que creo que se apellidaba Gorriburu que proclamaba que el Paraíso Terrenal, anticipo del modelo de Cielo eterno al estilo bíblico, estaba situado a orillas del Bidásoa (que, dicho sea de paso, no sé qué mejor lugar pudiera haber para tal asentamiento). Pero vuelvo a las historias del Cielo por habérseme hablado de un lance que puede parecer un reto a Dios, que díceseme que un cierto señor, bien anclado al parecer en el territorio de las verdades inamovibles que son patrimonio de un concienzudo servidor de la fe, parece que tiene entablado un reto con el Todopoderoso en una proposición, más sentimental que lógica que se expresa de esta manera: ' Si me encuentro con mi madre en las Alturas, me vale ese cielo prometido; en caso contrario, para nada me sirven las ansias de cielo, que las consideraré engañifas". La memoria de su madre, está claro, es su sustento de paraíso. Lo fue, seguramente, en tiempos pasados, pero con mayor fuerza aún cuanto más tiempo pasó que es que más se le fue incorporando carne y alma, en ausencia. Un paraíso sin madre, no es paraíso de ningún tipo, se viene a decir. Y madre carnal, por supuesto, no el que simbólicamente, adoptivamente, aun con sangre si se quiere que las ósmosis anímicas dejan colar hasta texturas orgánicas, tiene lugar a los pies del crucificado, antes de que el hisopo mojado en vinagre viniera a calmar su sed. 'Mujer, he ahí a tu hijo', "Hijo, he ahí a tu madre" (Juan, 19, 26 y 27);. ¿Puede ser herejía provocar de esta manera el ordenamiento divino, tratando de incordiar al Creador, si ello fuera posible, en su entidad mayestática? O, acaso, mejor dicho, ¿hasta qué punto pueden incidir estos retos en la desnuda y aburrida paciencia del Supremo que, desde la eternidad no encuentra juguete con qué solazarse?. O es que, al decir esto, nos colocamos, Creador y criaturas, en parecida situación espiritual que le acometió al poeta Ferraté, Gabriel, suicida vocacional como todos los suicidas de hecho,  "pirata de la paradoja ocasional" (como le definió Carlos Barral), que, en uno de sus poemas, otorgó un prócer motivo para suicidarse: 'también yo colecciono días, pero los tengo todos repetidos'.        





El abad de Silos.- 



   Y recalamos, en este punto, a uno de los motivos del voluntario adiós a la vida, que, como se sabe, puede darse en determinadas ocasiones. Acaso es que, no siempre, quiérase o no, mira el hombre al cielo como protector, cielo protector a la manera más Bowles posible, y no le caen encima las maldiciones que siempre se esperan de los dioses Que, también es verdad que vamos imaginando que, desde lo Alto, siempre nos amenazan dioses iracundos y crueles dispuestos a inflingimos penalidades que siempre seremos nosotros los que sabremos por qué clase de motivos. Aquel cingalés con el que se encontró Henri Michaux (1899-1984), y lo cuenta en su 'Un bárbaro en Asia' (traduc.: de J.L.Borges), hablaba de su esperanza como 'el paraíso con Dios enseguida después de la muerte', que es una manera de esperar como otra cualquiera, que nunca se sabe en qué piensan los ancianos sentados en el banco del parque a modo de alcándaras llenas de pájaros emigrantes, golondrinas sobre los hilos eléctricos y sin que pidan el otro polo que les achicharraría, admirables ancianos de mirada ciega para todo lo que no queremos ver, que para qué mirar ya, si es que ya no podemos ver o es que ya lo hemos visto todo. Pero hay maneras de esperar y de soñar cada uno a su manera su propio cielo, que cabría hablar aquí de aquel benedictino de Silos, el abad Guepin, maestro en mostrar sobre la mesa del diálogo sabrosos temas y de quien, una vez al menos, recuerdo que escribió Mourlane, don Pedro (1888-1955), diciendo que puso sobre el tapete, la maravilla aquella de "Si Dios les dijera a ustedes háganse una hora de Paraíso, ¿cómo se lo harían?', y se quedaba sonriendo, entremetidas las manos en la ancha manga de su sotana abacial, con la ironía como una baba irisándose, y declarando, a fin de cuentas, que nunca hay que preferir la acción a la palabra, y que, en lo que a él mismo concernía, lo hubiese querido hacer de 'objeciones dulces al Ser Supremo'.