jueves, 10 de febrero de 2011

Job

   ¡Tiempos aquellos en los que 'el Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas'!, que decía el Génesis. Y que nos hacía ver al Divino Ingeniero diseñando su creación entre desórdenes, vacíos, tinieblas, abismos y otras menudencias. En hora de carnavales como ahora, que vienen y se van dejándonos como siempre y como todo nada más que cenizas, nos queda aún, quizás, para rumiar su imagen evanescente por fugitiva, un puñado de desdichas que no hay por qué no pensar que nos son cotidianas, como ese accidente de una noche lluviosa que se lleva por delante a una abuela y su nieto, el brazo de mar que debe ser la misma que desde Fuenterrabia a Anglet, fue guadañeando vidas y se llevó a un hombre de aquí y a una niña de allá en tiempos parejos a cuando las carrozas del carnaval discurrían en su desfile por las calles mojadas de la alegría de vivir y del vivir (que no es lo mismo acto y esencia y no digo más), que acaso es que sea una jocunda manera de beberse la vida quién sabe si a buches o tragos desordenados, que de todo habrá. O, pasando del ámbito marino de este rapto neptuniano al terrícola, dejando al margen si se quiere guerras y conflagraciones que se hacen inevitables al paso del hombre, y fijando nuestra atención en terrenos domésticos, tendríamos que citar obligadamente, esa tragedia toledana (con residencia más concreta en el lugar del pueblo de El Real de San Vicente y en Talavera de la Reina, con nombres eufónicos que más no cabe), que ha hecho arrugar la conciencia de los días; una tragedia que puede haber dejado en ridículo a los trágicos griegos, aunque creo que no hay ya dramaturgos que pudieran sustituir a los Esquilo, Sófocles y Eurípides, que seguro que ni ellos hubieran tenido suficiente inventiva como para explicamos qué ramalazo de locura, qué paroxismo de' amok' ibérico hizo presa en la mente, corazón y manos del hombre que mata a su madre, a su mujer y a su hijo, y va con el arbolado filo del hacha en busca de más víctimas, sus dos hijas, que también las piscinas de sangre tienen antojos de ser comunicantes, que mientras todo este desbarajuste ocurre, se va uno acordando de cómo comenzó la tragedia gradual de aquel varón de la tierra de Hus llamado Job (que fue sin duda nuestro ancestro más cualificado y de quien más nos marcó con el sello del hombre), a quien los emisarios le venían contándole calamidades a él atañentes, entre ellas el soplo letal de ese gran viento que vino del lado de nuestros desiertos más arenosos, que eso viene a ser, en definitiva, todo y cualquier viento de la locura asesina. 




Volando el Africa.- 



   De un Job errante pudiera ser esta historia que se nos ha contado, no me acuerdo por qué vía, y que supera, me parece, la imaginación juliovernesca. O, si queremos volver a manantiales griegos, a la llena de episodios peligrosos que los expedicionarios de Jasón dejaron escrita en su viaje a la Cólquida, y, esta vez, sin el señuelo del vellocino de oro, por supuesto. Un viaje por los cielos de Africa se convierte en pesadilla segura cuando el pájaro se percata de que, en modo alguno se le permitirá posar, que no es ésta una historia de Joseph Conrad porque en su tiempo no se hacía posible una parecida en los espacios aéreos aunque sí en los marítimos por desequilibrios inherentes a la baja tecnología de la época pero que nos hubiera contado historias llenas de introspecciones personales que, de ser jobianas, hubieran llegado, seguramente, hasta el vomitivo de los exabruptos a los descabalados gobernantes de su país. Pero ésa ha sido la experiencia vivida por unos policías españoles, privados de la mínima ayuda de su gobierno, en tiempos en que los viajes de Bula Matari (un recuerdo sin reservas para el gran Jakob Wassermann) se nos habían situado en la pura anécdota, en un mero encuentro de identidades. ' ¿El doctor Livingstone, supongo?'. Treinta y cinco policías españoles sin tierra africana en cual posarse que unos y otros aeropuertos se les mutaban en hostiles, e historia aeronáutica que se enlaza con otra de una rebelión de un secuestrador de naves que eligió como lugar de actuación el espacio aéreo situado entre Mauritania y el Atlántico, que tampoco deja de ser excelente lugar para situar magníficas aventuras. 




Calasso.- 



   De estas cien obras que Roberto Calasso ("Cien cartas a un desconocido' Edit. Anagrama) viene a comentar, y que pienso que, la mitad al menos, son del conocimiento de cualquier mediano lector, me quedo con el Libro de Job. Casi con igual placer pudiera escoger, creo, a Marcel Schwob en sus 'Vidas imaginarias' (que, de ser así, no hubiese hecho revertir mi interés ni por Eróstrato el incendiario, ni por Cecco Angioli el poeta rencoroso, sino más bien por Empédocles por lo que tuviere de divino); o a Edwin A. Abbott en su 'Planilandia', o la manifestación tan empobrecedora del mundo bidimensional que nos pone en solfa y escamo insoportables ante el posible dueño de las cuatro dimensiones). Sin apearme ningún peldaño podría congraciarme, en parecidos términos, con otra serie de autores, en este libro incursos, de la más exquisita atracción como Samuel Butler en su'Erewhon'(désele la vuelta como al calcetín, claro, y todo queda en nada), o, como John Aubrey y a un largo etcétera. En realidad, creo que todos los que están son aunque también haya otros muchos (muchísimos) que son y no están. De todas formas, está visto a qué lecturas tiende Calasso, y yo también. Seguramente es que, mi vejez, como en ningún otro aspecto, ni siquiera en los huesos o en la piel, quebradizos los primeros y rugosa la segunda, se me transparenta en estas vetustas lecturas a las que vuelvo una y otra vez, un poco como al mito del pozo de la eterna juventud, que no sé por qué, siempre he pensado que estaba situado en un lugar de Samaría, cerca del pozo de Jacob, allá donde Jesús, llamado también Cristo, se encontró con aquella señora de Sichar que por agua había ido (Jn, 4,5-30), y las palabras de Jesús rezumaban un impagable discurso de enamorado, 'Dam^e de beber, que si supieras quién es quien te lo pide, le pedirías tú agua de vida'... Repito, pues, que me quedo con el libro de Job, varón de dolores, tanto en sus sufrimientos como en toda su peripecia con Dios, que me voy encajando en lo que Calasso dice del escandaloso proceso que Job, el justo, osa iniciar al Señor (que) es un inmenso escollo con el que fatalmente nos topamos', que es que, no sabemos cuándo, pero sí que reparamos en que se trata de un texto que 'nos enseña que el mal no es esa burocrática 'privación del bien' a la que algunos grandes teólogos han querido reducirlo'; libro del que el florentino Calasso nos hace ver lo implícito que lleva la acusación a Dios ' al que Job puede volverse con su 'tú' brutal (de una brutalidad que acaso sólo la religión judía ha tolerado)'.