jueves, 3 de febrero de 2011

Ogros y pulgarcitos

   Hace unos pocos años, una escritora inglesa, una tal Rowling o Rawling (creo recordar), ante la sorpresa general (incluida posiblemente Ja suya propia), dio en la diana del éxito, ornándose de esta manera de preocupada persona por su subsistencia económica que transitaba por Londres sólo ella sabrá víctima de qué problemas, en una archimillonaria que desplazaba de los puestos punteros a los más pudientes ejemplares del universo dinerario. La tal autora, al parecer con un apabullante conocimiento de la psicología infantil y juvenil al uso, creó un personaje de mágicos poderes, un tal Potter creo que se llamaba, cuyo virtuosismo donde en mayor medida brilló fue, precisamente, en esa trayectoria editorial que alcanzó cimas que creo que nadie pudo nunca ni soñar siquiera, con una venta de ejemplares que puso en riesgo las inconmensurables cifras alcanzadas por libros como la Biblia, el Quijote y algún otro. No sé si un poco antes o un poco después, otro autor, hábil mezclador de genes de escándalo, fue a buscarlos en ese gran bolsón de episodios aventureros de ambiguo pergenio que pueden encontrarse en las religiones y en la Historia, y, en una sorprendente aleación de símbolos o de temáticas como el de la Orden del Temple, Jesús, la Magdalena, Leonardo da Vinci, etc, coronó también la difícil cuesta de los números esotéricos del éxito, ésos que cabalgan por difíciles trochas y senderos al parecer, y por los que hay que caminar "peñas arriba' (que le pido prestado el título, ya que de libros hablamos, al eximio escritor cántabro, José María de Pereda (1832- 1902), autor de esa y otras novelas que creo que, actualmente, ya nadie lee); trochas y senderos, vuelvo a repetir ahora, de las grandes trayectorias editoriales tan difíciles para los más aunque contrariamente tan fáciles para jos elegidos, y su suerte, la del libro del tal Brown (que así creo que se llamaba su autor) fue de parecido signo positivo en ventas al del salido de la mente y manos de la creadora dama inglesa. 
   Pero dicho esto, digo también que se equivocaría seguramente aquel que, a tenor de lo anteriormente escrito, se creyera, a pies juntillas, que ello fuera producto del azar. En todo éxito humano, es de suponer, puede albergarse un cierto porcentaje de suerte; puede que los ángeles o demonios en los que algunos creen estén jugándose sobre el tapete verde nuestro destino de pobres diablos, pero ésas son, en general, canciones de perdedores, ayes y gemidos en potencia que los ambiciosos que no supieron guiar su ambición expectoran como gargajos de su fracaso. En general, y "valen las excepciones que confirman" la regla, lo más sanamente positivo es creer que detrás de un éxito, hay un proyecto, un obstinado deseo, un ambicioso, un trabajador o un estratega singular, acaso maquiavelos o fouchés, seres con sentido comercial ampliamente desarrollado, genes de sagas de triunfadores netos que están convencidos de que la literatura que no vende es ocupación de insólitos seres que se entretienen en fútiles juegos de palabras y pensamientos. A los ogros, en verdad, no les sirven los pulgarcitos para otra cosa que para merendarlos si tuvieren hambre, condicionamiento que en este caso no se da por estar saciados de su propia prepotencia tan copiosamente regalada por el éxito de sus ventas, de lo que resulta que decidieron abandonar ese cuerpo en descomposición que es la literatura en general cargada de obraliterarias con las que se hacen gárgaras con que se curan su garganta los buenos autores literarios que desdeñan el aplauso, la complacencia y el desembolso de sus coetáneos para que compren sus producciones. Pero como otros son los derroteros que se marcan esos otros ogros literarios resultan ser ágiles profesionales que, contando con la aquiescencia del público lector a cuya sensibilidad han sabido acercarse o seducir, van a encontrar estancia en otros cuerpos de la familia lectura cuya mayor exigencia diría yo que es el del divertimento, el encanto de la acción por la acción, el aroma histórico aunque se sepa que todo lo que cuentan es fábula y mentira. Lo que esos ogros literarios han hecho, entre otras cosas, ha sido barrer a antiguos héroes, esos que iluminaron nuestra niñez y hemos visto cómo no han sido capaces de enganchar a nuestras generaciones sucesoras. Creíamos que, aquellos héroes pudieran ser como aquel genial genio (perdónese la redundancia en honor del distinto sentido del mismo vocablo) que acometió a Simbad en la playa, monstruo de acaro o garrapata humana que una vez aposentado en los hombros del audaz marino no era posible apearle de su improvisado trono, que así creíamos que se habían instalado aquellos héroes de nuestra niñez lectora en nuestra memoria, entendimiento y voluntad, pero dicha señora o señorita, la tal Rawling, barrió yo creo que a todos los héroes juveniles: los de las historias de gnomos y hadas en primera instancia; luego a Pulgarcito {que ahora me dice un querido amigo y compañero de letras que era el tercero entre los hijos de su padre y de la magia de ser tercero en la lista de hijos que ya se yo que no es asi sino que era el séptimo pero eso poco añade, porque, sin que importe si tercero o séptimo, sirve, al menos, para derribar esa horrenda mitología del primogénito y su panache' de vencedor vanagloriado desde los mismísimos surcos nacederos maternos que es herencia bíblica sin duda, las triquiñuelas de Rebeca en pro de Jacob ante el engañado por ciego patriarca Isaac, que de la misma forma o idénticas razones a las que las feministas aducen para denostar la Ley Sálica, denostamos los segundones todos, esa ley que puede ser entropía social por la que los primogénitos se hacen herederos, ipso facto| de los sacros imperios sucesorios que se relevan, bien sea en masculino o en femenino, sobre esta terrosa superficie. Ha barrido, pues, los ogros literarios, como la tal Rawling, a todos los héroes de pretéritas infancias {incluido a un tal Guillermo tan proscrito como conquistador y oíros etcéteras, que nos lleva a pensar tanto en la fluencia del tiempo corno en nuestra propia marcha hacia el despeñadero inevitable, en las diferencias generacionales de roturas incosibles, toda una gran mescolanza de mitos, parafernalias, etc, que me recalan, no sé por qué, en el pequeño salvador de sus hermanos que fue Pulgarcito (piedras blancas en los bolsillos que son como hilo de Ariadna para alejarse de monstruos mil de la noche, las migajas de pan que los pájaros del cielo se las comen que tampoco hay que fiarse de los habitantes del cielo ¡pobre Pulgarcito!, que hay ogros por todas partes pero no siempre ogresucas niñas con las que engañar a su padre (de ellas), una acerba historia narrada por Perrault, viejo cuentista de moral quebrada en soluciones inmorales; una historia de muchos pulgarcitos de la literatura que juegan con palabras y pensamientos sus pegos candorosos sabiendo o sin saber que no son ellos sirio ogros insaciables los que en el bosque mandan y se comerán los frutos.

El limbo y el sursum corda



Al menos, digo yo, ¡que nos dejen el limbo!. Un lugar, sigo diciendo, que me parece garante de una larga pérdida de la memoria tan lesionada por tan agredida, que lo diré mejor con dos títulos cernudianos, lugar 'Donde habite el olvido' (1935) y 'Desolación de la quimera (1962) al mismo tiempo, que la quimera es sueño en dos de sus acepciones por lo menos, en las lindes de la teratología cuando nos hiere la pesadilla y aun cuando nos adentra en el mundo de la ficción, que tan poco nos promete a los que no somos capaces de entrar de lleno en sus cauces. De los infiernos hablaron tantos que sería locura tratar de mencionarlos todos, zahúrdas tétricas de tortura de zurriagos que por añadidura se revestían de la pena de daño y pena de sentido, los suplicios más allá de los que Octave Mirbeau (1850-1917) imaginó para su jardín; y la ausencia de Dios, que es la más tenebrosa oscuridad del alma; y la eternidad, piélago sin orillas; que, ante este panorama, uno se imagina a los Santos Padres compitiendo en el malévolo concurso de quién inventar mayores tormentos para los precitos que a esa sima se nos hacía asomar respecto a nuestra escuálida condición humana; y, en cuanto a los paraísos, solamente creen en ellos los islámicos de eróticas evocaciones de huríes o los que hacen del nirvana budista su fin supremo, pero en cuanto al limbo, ¿cómo compensarnos mínimamente de su ausencia? Diré pues, aun creyendo oir siempre los borborigmos ventrales maternales que nos son vitalicios, que yo conocí el limbo de la edad madura cuando me caparon la vesícula biliar y amanecí en un campo poblado de camas hospitalarias vacías que me pareció un como santuario solemne, un silencio de tumba alrededor, la blancura de las sábanas como fondo escénico. Era el limbo, digo, ese lugar tan ensoñado... 






Mairena.- 






Mientras en el mundo ocurren cosas, algunos no hacemos otra cosa que mirar al infinito. También a eso le llamo yo estar en el limbo, que suele ser como mirar con una especie de telescopio mellado, de lentes antichoc unas con otras en pugna, de manera que las imágenes se confunden, cosa que tampoco importa mucho por ser tan banales. Mientras tanto, puede que el mundo sea tan pequeño o grande como nosotros queramos. O, como queramos vivirlo. El de don Camilo (un saludo a Guareschi), por ejemplo, era pequeño por propia definición pero, en realidad, muy grande, porque estaba situado en la extensión desconocida, que es ese lugar en donde la realidad y la ficción conjugan su más sabroso fielato, peso y medida sin definir. Mi mundo, en el que habito usualmente, me temo que sea ése en el que se me engaña; no sé si mejor decir, donde me engaño, ¿Podría pluralizar y decir que donde nos engañamos?. Creo que este es nuestro mundo pequeño, lleno de politiqueros, guerras de lenguas y de banderas, fútboles, mesas indecentes, aránzazus, trueques a iniquidades, todo lleno de máculas y máscaras, esdrújulas a gogó. Los mundos nos son concéntricos. Como en una cebolla, epitelio tras epitelio. En el mundo lejano, no sé si en el más profundo o en el más superficial (que todo es por dónde se empieza) hay tifones, huracanes, explosiones subterráneas, tensiones, guerras, petróleos, cadáveres, sobre todo mucho cadáveres. Los dos mundos, el pequeño y el grande, tienen, al menos, un común denominador, no sé si máximo o mínimo: la estupidez. Y, en ambos, imperiosa, nos emerge la tentación del suicidio. A pesar de todo, más tentaciones en el mundo pequeño que en el grande, porque el reparto es inversamente proporcional, es decir, más estupidez en el mundo pequeño que en el grande. Hay una teoría, una de las muchas del Juan de Mairena rnachadiano, que nos coloca en el punto preciso de nuestra relación con el mundo. Escribe don Antonio: sólo la Nada, el gran regalo de la Divinidad, puede ser igual para todos. En su dominio empieza, y en él se consuma, el acuerdo posible entre los hombres que llamamos objetividad. En él se inicia también la actividad específicamente humana del sujeto, que es, precisamente, nuestro pensar de la Nada. Digámoslo todavía de otro modo: Dios sacó la Nada del mundo para que nosotros pudiéramos sacar el mundo de la nada'. ¿Valió, vale, valdrá la pena?... Y, ¿por qué no terminar el párrafo con cita de Garcilaso puesta en boca de Salicio, que dice que siempre está en llanto esta ánima mezquina/ cuando la sombra el mundo va cubriendo/ o la luz se avecina'? Es que, ¿da para más la prospectiva?... 












Sursum corda. - 






Es decir, ¡arriba los corazones!', que es lo que decía el sacerdote ante el altar, en el prefacio (creo recordar) de la misa de rito tridentino, de tan exigua prolongación que llegó a durar solamente poco más de los cuatro siglos. Y es ahora, no de Trento (ciudad hermanada con nuestra proteica no confundir el término con "poética'- Donostia, si no estoy mal informado) sino del mismísimo Vaticano de donde nos llega el cálido aliento que Ratzinger (encasquetada ya la tiara de Benedictos XVI) nos regala 'urbi et orbi', con el latín resurrecto, asignatura problema (textos de los Julio César, Cicerón, Horacio, Virgilio, etc) de mis años de bachiller políglota y por cuyo conocimiento, podría tratar de vender ahora un trozo de mi alma si lo tuviera y en caso de que hubiere comprador. Y es que la noticia se nos hace fulgurante, lúcida, apasionadamente evocadora, hasta el punto de que, quién sabe si no volviera a arrodillarme en el reclinatorio de una iglesia, bajo el coro como para disfrazarme en sombra de hornacina acaso y recitar la congoja de Núñez de Arce, don Gaspar (1834-1903) sobre la fe perdida, que nos dice, en Tristezas' aquello de cuando recuerdo la piedad sincera/ con que en mi edad primera/ entraba en nuestras viejas catedrales,/ (...) por hallarla otra vez, radiante y bella/ como en la edad aquella,/ ¡desgraciado de mí!, diera la vida'!. La posible vuelta del latín a los ritos eclesiales es, como poco, altamente evocadora, y me quedo pensando en el batacazo creencial que supuso para una cierta gran parte de creyentes el drástico cambio de costumbres y lenguas promovida desde el Vaticano II, que hay quien pudo suponer (equivocadamente, por supuesto, ¡faltaba más!), que se trataba de un gesto demagógico de la Iglesia, un nadar en piscinas públicas con bañadores de "aggiornamiento", mientras allá, en .Econe (creo recordar), al tenaz Lefebvre le llegaban toda serie de burlas y anatemas, no sé si peor las primeras que las segundas. Lástima que tenga dispuesto y escrito para mi obituario (tan cercano ya) y con el fin de no incordiar a mis conocidos, que no se me hagan funerales, que tengo por seguro, si no fuera así, que recomendaría para esa ocasión, una misa a la antigua, con los trenos del Dies irae' como fondo musical y una misa en latín que sería como paladear una vieja esencia, mi madalena proustiana, sin duda. Lo dicho, 'sursum corda',pues. Y, 'habémus ad Dóminum" como contestaba el monaguillo.

Mujeres

   

El asesinato, ahí por Moscú, de una sin duda brava mujer, arroja, una vez más, un clarificador rayo de luz sobre la condición femenina, que ya sabemos que no hay que generalizar, que no se debe confundir el todo con la parte que eso seria incurrir en las trampas coloquiales de la sinécdoque, es decir, algo que hace confundir lo real con lo figurado. Leo, sí, que una brava mujer (que de esa su cualidad bravía no creo que haya muchas dudas), ha sido asesinada en el ascensor mismo de su propia casa, y algo se me conturba no sé dónde, no sé en qué parte de mi organismo, que no es fácil que encontremos sin más la zona de ubicación de nuestros humores o amores, bien sea en el corazón, mítico músculo de enjundias amorosas en agitado latir: o en las entrañas en revuelta y la bilis tactándonos la úvula palatina si a mano viniere; en los pies flojos acaso como presagiadores del desmayo cuando se está a punto de ocurrir ese deliquio; o, acaso mejor, la mente veloz, miles de neuronas agitándose en coctelera y centrando su espéculo sobre este asesinato no sé si tan oscuro o nada más claro, que sobre este punto hay división de opiniones así como sobre su por qué y sobre su quién. Resultaría ser también, acaso, que el sexo de esas dos personas no tiene importancia alguna o, aún peor, que su resonancia obedece expresamente a su condición femenina y que si no, no se diera, aunque siempre nos quedaría, supongo, un ejemplo de valor que tanto a hombres como a mujeres pudiera servirles de modelo. 










Anna Politkovskaya.- 






Dícese pues, entre las noticias de este fin de semana, que Anna Politkovskaya (Nueva York, 1958-Moscú 2006), ha sido asesinada (¿ejecutada?, y ¿por quién, o mejor aún, por qué?) en su misma casa, y no sé por qué, un otro nombre de mujer se me asocia de inmediato, el de una mujer asesinada por la Vida (como todos lo seremos) a temprana edad que ésta de la edad es la única incógnita ante la muerte y cuanto mas se víva menos incógnita irá siendo en nuestro definitivo final de carrera). Añado, aunque no sea preciso mencionarlo por ser fácilmente inferido, que este segundo nombre es, también, el de una periodista eminente, Oriana Fallad, que tampoco será preciso decir, supongo, que no trato de hacer aquí ningún epicedio de ninguna 'mujer coraje' aun siéndolo mucho las dos, ni de las periodistas coraje que lo son muchas, sino la intención de expresar una mera opinión, en la que va incursa la loa si al caso atañe, de un género, el femenino, que, a veces, pudo mostrarse injustamente preterido, aunque creo yo que no se trata de otra cosa que de un espejismo. De todas formas cabe formular que coraje y valentía ambas han demostrado tener con creces. Enfrentándose Politkovskaya a poderosas fuerzas, más o menos ocultas, que han terminado por abatirla aunque no por callarla definitivamente que su voz todavía suena (y resuena, que la muerte en tantas ocasiones no es otra cosa qué altavoz y no silenciador); habiéndonos dejado la Fallaci, por su parte, su golpe de rabia, que siempre lo mantuvo contra aquello que, por lo que sea, la molestaba, y, en su último momento contra los procedimientos del Islam y sus motivos guerreros. Dos mujeres incursas, por lo tanto, en acciones arriscadas por medio de sus plumas, que eran sus armas, a entidades que, según su punto de vista, les parecieron monstruosas como formas de tiranía, en potencia o en acto si hubiera necesidad de calificarlas según categorías filosóficas, con la ventaja a su favor, en el caso de la Fallaci, de haber sido ya condenada y en inminente espera de ejecución a cargo de un mal superior como su cáncer mortífero. 








Judith.- 






Es posible que el ejemplo de estas dos mujeres empeñadas como bayardas (no sé si sin miedo y sin tacha, que el miedo siempre es libre) en sus luchas y afanes ideológicos autorice o no a formular ninguna teoría generalizadora. Ni siquiera a agitar en el aire, una mínima banderola de eso que se llama el "eterno! femenino' que, en definitiva, todas las menciones y distinciones en este sentido no llegan a ser otra cosa que discriminaciones. Pero, de una u otra manera, lo que sí creo que se puede estimar (en el mundo occidental, al menos) es que el viejo concepto del patriarcalismo bíblico ha cedido en sus estamentos y, en cambio, el del matriarcado, que nunca periclitó, se está sedimentando cada vez con mayor fuerza. O, más aún, y es que, diría yo que lo del patriarcalismo bíblico mismo no deja de ser una filfa, y también en los opimos campos de la Biblia a pesar de lo que superficialmente parezca y pese a la abundancia de deformadores de imagen, el matriarcalismo ha caminado a sus anchas, con ejemplos tan sublimes como el de que, desde sus primeras lineas, Eva despliega sus redes de seducción, engaña Rebeca al ciego Isaac en beneficio de Jacob, y si de los terrenos de la seducción pasáramos a los de la guerra, pudiéramos presentar grandes hitos, que nos bastaría, posiblemente, con uno de los más significativos como lo es la de una Judith bífronte, seducción y fuerza, que salva a la ciudad de Betulia de las muy superiores fuerzas asirias llevando en su mano de heroína sin par la cabeza de Holofernes y dejando en mal lugar la valentía de su co-ciudadanos todos, de lo que se podría deducir, asimismo, que lo en la Biblia se muestra a pesar de ser considerado como un manual del machísmo, si bien se mira, no es otra cosa que una concesión femenina, cosa que ocurre con gran parte de la gran tragicomedia del mundo, que todo es un teatro de títeres, fantoches que nos movemos según los tirones que recibimos y las manos que manejan los hilos conductores son, inevitable y mayoritariamente femeninas, y los personajes principales o protagonistas también lo son, toda una amalgama de féminas cortando el pastel, distribuyendo a su antojo los trozos de tarta, otorgándonos a su venia la porción que nos corresponde. Y, si algo o mucho en la vida parece moverse por otros cauces no es por otra causa que porque a ellas no les importa conceder y firmar su nihil obstat igual que sucede con el prelado que nunca leyó el libro que le presentan para que dé su beneplácito, pero es que mira a su comodidad y ni olfatea siquiera las páginas que ya se sabe que lo nefando huele a agrio y él prefiere aspirar los efluvios de la toallita impregnada de perfume con la que se lava los pulpejos después de haber estampado 












El ventilador


      Chamfort (1741-1794), suicida de mala suerte que, sin embargo, se murió por causa de ese intento de suicidio malogrado, decía que había tres cosas que le importunaban, es decir, el mido, el viento y el humo; tres cosas, añado, que son como un solo viento, viento de mido, viento de viento y viento de humo; tres cosas de las que dos, nos arroja el verano a bocanadas, y la tercera, el viento del viento, intentamos que sople en nuestro entorno para que nos refresque, que así se propicia el tiempo de los ventiladores para tórridos calores veraniegos como los presentes, que, al mismo tiempo que nos exudan los poros, los lectores que fuimos de aventuras increíbles por los desiertos humanos nos acordamos muy expresa e intensamente de ellos, no solamente de los corporales como el del caminante que sueña con rescatar la pluma de su cobardía, memoria perenne, sino también de los anímicos, el desierto de la soledad por ejemplo, que nunca me ha parecido tal desierto sino hasta al contrario como la historia que contaba Felisberto Hernández de aquel hombre que era él mismo, de aquel hombre tan solitario que se conformaría con la amistad de un árbol, que míresele por dónde, la sobrina de aquella casa donde "nadie encendía las lámparas' contó la historia más bonita que sobre los árboles contara nadie, de cómo los árboles se arreglan para acompañarnos en nuestros paseos y es repitiéndosenos a largos pasos, es decir, un árbol aquí, otro a un poco más, a más poco todavía el siguiente, que, después, "todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar', que es el mejor paisaje que nadie haya contado nunca y hasta con voz de terciopelo como lo imaginamos, pero que ni siquiera hacía falta porque más acongojante aún es la desertídad de la multitud, ese desierto en el que el codazo del vecino nos golpea en el mesenterio, que, si mientras se escribe esto se mira al diccionario se enterará el que así lo hiciere que se trata del redaño, es decir, la sede del ánimo animal, una reduplicación de ánimos por así decirlo que tampoco sabría decir si no es, igualmente, de ánimas, la santa compaña de nuestros humores por el baldío por donde cruzan, cimas de collados como lomos de caballerías relucientes en sudor de ébano, los bailarines de la danza de la muerte que todos somos, el dies irae como salmo, el zurriago arrancando túrdigas de piel, Ingmar Bergman al fondo como conciencia rectora de una fe en no se sabe qué si no es en el medievalísmo solamente por serlo si no fuera por la semántica del espectáculo que es lo primero que hay que ir a buscar, por la tradición del rito y del dolor expiatorio igualmente, la muerte en los zancajos que pisan la peste, que hace falta colocar sabiamente nuestras* estibas de amor propio para que no nos fallen sobre aguas tan movedizas, quedamos a la espera de que nos fermenten los humores y no nos permitan tolerarlo intolerable par un ejemplo, dicho"todo lo cual a modo de este aturdido collage que por encima de esta línea de escritura he dejado preceder, seguiremos el débil hilo argumental diciendo que, durante estos estíos de sofocos demoledores, los moradores de viejas casas pueden acordarse, por la cuenta que les trae, del consuelo del ventilador, que es la herramienta más socorrida de las gentes pobres o aun de la mesocracia una vez que el abanico perdió su profesionalidad y pasándose a otros empeños como los de lances amorosos o celestineos, la coquetería iluminando sus plumas de boato, la muñeca torciendo aún más cimas y depresiones sinusoidales, la ecuación de la parábola pero sobre todo de la hipérbola, la picardía que se esconde detrás de sus entretelas, el guiño si se tercia y que siempre será una esperanza, la tercería que por entre esos frunces anda el arcipreste del buen amor (fiz llamar Trotaconventos, la mi vieja sabida/ presta e placentera, de grado fue venida'), y, porque, en realidad o en definitiva para cuatro días que va a haber bochorno tampoco merece la pena de echar mano de aliviadores más sofisticados que, además, pueden provocar problemas respiratorios, dios nos guarde. 


El salto.- 

   No para el ventilador que sigue dando vueltas y más vueltas como el mundo mismo sobre su eje ideal que no sabernos qué puntos de apoyo lo sostienen que no sé si es cosa de llamar a la puerta del viejo filósofo y llevarle a la vez una palanca y un punto de apoyo y, de esta manera, acaso se logre mover el mundo mejor de lo que intentan hacerlo ese grupo de saltimbanquis que propicia, dicen, la asignatura aparentemente demencial de un tal Hans Peter Niesward, profesor del Dpto. de Física Gravitacional de Munich, que dice que saltando podemos alterar el movimiento espacial de este mundo llamado Tierra, y está consiguiendo que la gente se ponga a saltar, que tampoco es logro memorable cuando, como el flautista de Hamelin, pasó por estos pagos, no hace mucho, un fotógrafo que dejó a la ciudad en cueros, que no hay que achacar el evento a méritos del fotógrafo sino a las ansias de desfogue de la ciudadanía, un querer mirar cara a cara a la Historia y adscribirse a alguno de sus ciclos cambiantes que siempre los tiene, pasar del pudor a la naturalidad física, de la ni siquiera visión del tobillo solamente permitida a los traumatólogos a la accesibilidad a los nidos de oropéndola (¡qué bien suenan los esdrújulos!) de-las entrepiernas, todo un juego de equinoccios y solsticios, de luces y sombras. Y, 'mutatis mutandis'. Como el ventilador, en definitiva. 


La pájara.- 

   Y ya que de oropéndolas hemos hablado y de sus nidos, que es faceta de hembras, conjugados en distintas gradaciones de tonos que van del oscuro al claro según exigencias (que de eso sabía lo suyo Malaparte y lo dejó transcrito en "La piel'), hablemos también de la pájara, temible enemiga siempre y que desde la mitología misma canta en agraz, es decir, en ácida, en desazón, en amargura, arpía con alones que quisiera romper la jaula aunque se le mellen las garfias de sus patas, voz que es rezongo, graznido, voz en impotencias o embargada o sumida, que de esta imagen de animal aliquebrado por sus propias desidias podemos pasar a la otra pájara del verano, ésa que puede aparecer en los caminos solitarios del ciclista, el artilugio que aún en estos tiempos de motor y de tecnologías avanzadas pide el viejo émbolo de las piernas, nuevamente los viejos físicos en liza, Arquímedes y Pitágoras y etc, etc, las piernas en zumba, los pulmones en juego, la pájara es esa esfinge que nos asalta en el camino y como siempre está de broma, siempre con el juego macabro haciendo retozos de malabarista siniestro, le propone su adivinanza a ese señor (de las Américas, nuevamente) que la supo vencer en su camino de gloria que, como la flor del edelweis, anida por las cumbres, lugares de águilas. Nuevo edipo, sin duda.