jueves, 3 de febrero de 2011

El ventilador


      Chamfort (1741-1794), suicida de mala suerte que, sin embargo, se murió por causa de ese intento de suicidio malogrado, decía que había tres cosas que le importunaban, es decir, el mido, el viento y el humo; tres cosas, añado, que son como un solo viento, viento de mido, viento de viento y viento de humo; tres cosas de las que dos, nos arroja el verano a bocanadas, y la tercera, el viento del viento, intentamos que sople en nuestro entorno para que nos refresque, que así se propicia el tiempo de los ventiladores para tórridos calores veraniegos como los presentes, que, al mismo tiempo que nos exudan los poros, los lectores que fuimos de aventuras increíbles por los desiertos humanos nos acordamos muy expresa e intensamente de ellos, no solamente de los corporales como el del caminante que sueña con rescatar la pluma de su cobardía, memoria perenne, sino también de los anímicos, el desierto de la soledad por ejemplo, que nunca me ha parecido tal desierto sino hasta al contrario como la historia que contaba Felisberto Hernández de aquel hombre que era él mismo, de aquel hombre tan solitario que se conformaría con la amistad de un árbol, que míresele por dónde, la sobrina de aquella casa donde "nadie encendía las lámparas' contó la historia más bonita que sobre los árboles contara nadie, de cómo los árboles se arreglan para acompañarnos en nuestros paseos y es repitiéndosenos a largos pasos, es decir, un árbol aquí, otro a un poco más, a más poco todavía el siguiente, que, después, "todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar', que es el mejor paisaje que nadie haya contado nunca y hasta con voz de terciopelo como lo imaginamos, pero que ni siquiera hacía falta porque más acongojante aún es la desertídad de la multitud, ese desierto en el que el codazo del vecino nos golpea en el mesenterio, que, si mientras se escribe esto se mira al diccionario se enterará el que así lo hiciere que se trata del redaño, es decir, la sede del ánimo animal, una reduplicación de ánimos por así decirlo que tampoco sabría decir si no es, igualmente, de ánimas, la santa compaña de nuestros humores por el baldío por donde cruzan, cimas de collados como lomos de caballerías relucientes en sudor de ébano, los bailarines de la danza de la muerte que todos somos, el dies irae como salmo, el zurriago arrancando túrdigas de piel, Ingmar Bergman al fondo como conciencia rectora de una fe en no se sabe qué si no es en el medievalísmo solamente por serlo si no fuera por la semántica del espectáculo que es lo primero que hay que ir a buscar, por la tradición del rito y del dolor expiatorio igualmente, la muerte en los zancajos que pisan la peste, que hace falta colocar sabiamente nuestras* estibas de amor propio para que no nos fallen sobre aguas tan movedizas, quedamos a la espera de que nos fermenten los humores y no nos permitan tolerarlo intolerable par un ejemplo, dicho"todo lo cual a modo de este aturdido collage que por encima de esta línea de escritura he dejado preceder, seguiremos el débil hilo argumental diciendo que, durante estos estíos de sofocos demoledores, los moradores de viejas casas pueden acordarse, por la cuenta que les trae, del consuelo del ventilador, que es la herramienta más socorrida de las gentes pobres o aun de la mesocracia una vez que el abanico perdió su profesionalidad y pasándose a otros empeños como los de lances amorosos o celestineos, la coquetería iluminando sus plumas de boato, la muñeca torciendo aún más cimas y depresiones sinusoidales, la ecuación de la parábola pero sobre todo de la hipérbola, la picardía que se esconde detrás de sus entretelas, el guiño si se tercia y que siempre será una esperanza, la tercería que por entre esos frunces anda el arcipreste del buen amor (fiz llamar Trotaconventos, la mi vieja sabida/ presta e placentera, de grado fue venida'), y, porque, en realidad o en definitiva para cuatro días que va a haber bochorno tampoco merece la pena de echar mano de aliviadores más sofisticados que, además, pueden provocar problemas respiratorios, dios nos guarde. 


El salto.- 

   No para el ventilador que sigue dando vueltas y más vueltas como el mundo mismo sobre su eje ideal que no sabernos qué puntos de apoyo lo sostienen que no sé si es cosa de llamar a la puerta del viejo filósofo y llevarle a la vez una palanca y un punto de apoyo y, de esta manera, acaso se logre mover el mundo mejor de lo que intentan hacerlo ese grupo de saltimbanquis que propicia, dicen, la asignatura aparentemente demencial de un tal Hans Peter Niesward, profesor del Dpto. de Física Gravitacional de Munich, que dice que saltando podemos alterar el movimiento espacial de este mundo llamado Tierra, y está consiguiendo que la gente se ponga a saltar, que tampoco es logro memorable cuando, como el flautista de Hamelin, pasó por estos pagos, no hace mucho, un fotógrafo que dejó a la ciudad en cueros, que no hay que achacar el evento a méritos del fotógrafo sino a las ansias de desfogue de la ciudadanía, un querer mirar cara a cara a la Historia y adscribirse a alguno de sus ciclos cambiantes que siempre los tiene, pasar del pudor a la naturalidad física, de la ni siquiera visión del tobillo solamente permitida a los traumatólogos a la accesibilidad a los nidos de oropéndola (¡qué bien suenan los esdrújulos!) de-las entrepiernas, todo un juego de equinoccios y solsticios, de luces y sombras. Y, 'mutatis mutandis'. Como el ventilador, en definitiva. 


La pájara.- 

   Y ya que de oropéndolas hemos hablado y de sus nidos, que es faceta de hembras, conjugados en distintas gradaciones de tonos que van del oscuro al claro según exigencias (que de eso sabía lo suyo Malaparte y lo dejó transcrito en "La piel'), hablemos también de la pájara, temible enemiga siempre y que desde la mitología misma canta en agraz, es decir, en ácida, en desazón, en amargura, arpía con alones que quisiera romper la jaula aunque se le mellen las garfias de sus patas, voz que es rezongo, graznido, voz en impotencias o embargada o sumida, que de esta imagen de animal aliquebrado por sus propias desidias podemos pasar a la otra pájara del verano, ésa que puede aparecer en los caminos solitarios del ciclista, el artilugio que aún en estos tiempos de motor y de tecnologías avanzadas pide el viejo émbolo de las piernas, nuevamente los viejos físicos en liza, Arquímedes y Pitágoras y etc, etc, las piernas en zumba, los pulmones en juego, la pájara es esa esfinge que nos asalta en el camino y como siempre está de broma, siempre con el juego macabro haciendo retozos de malabarista siniestro, le propone su adivinanza a ese señor (de las Américas, nuevamente) que la supo vencer en su camino de gloria que, como la flor del edelweis, anida por las cumbres, lugares de águilas. Nuevo edipo, sin duda.