viernes, 21 de enero de 2011

Animaladas


    Gracias a que, desde el principio, uno supo que el hombre es un animal, «humano animal» como bauticé a un libro de poemas hace ya muchos años. Pero, para saber de animaladas, basta con observar que de la vida irradian una serie de negros fulgores que nos dejan los ojos como alucinados, miradas opacas ante la maravilla o el esper­pento, que pongo a considerar mi atención -no sé si también mi conciencia- en esa imagen de una anciana nonagenaria y aquejada de demencia senil, de pie primero, y sentada en una silla después, en la acera de una calle. No, no pongo mi conciencia que, como todas, es tan subjetiva que me hace engañar a menudo, que la conciencia es como el trémolo de una canción de horro­res que nos hace ponernos trémulos; un estremecer de notas, rapidísimas, que fun­den y confunden la razón.

    La conciencia no sirve ni siquiera apoyada en las mule­tas de quien está libre de pecado, la mano que escribe en la arena, la multitud que cede en su ira y vuelve sobre sus pasos. No , pongo ante esa imagen de la nonagenaria mi conciencia porque es ésta arma de ani­quiladora potencia que lo mismo puede dis­parar por el cañón que por la culata hacia el objetivo que hacia lo subjetivo, y me bas­ta con imaginarme a la anciana en su silla ante la casa, ante la calle, ante la comuni­dad, una voz que grita desde las estancias del abandono en donde la dejaron, grito de desguace, que nace el animal humano llo­rando y si no muere gimiendo es por que el compasivo Alzheimer o el tembloroso Parkinson le robó, primero, el sentido, como Nemoroso pedía en la égloga de Garcilaso.

    Shipman. Este marinero -a la traducción de su apellido me remito- de la muerte lla­mado Harold (y también, Dr. Muerte), dicen que ha hecho su última travesía colgándo­se de una especie de liana fabricada con sábanas. Acaso, puede preguntarse la con­ciencia colectiva (¡otra vez y siempre la con­ciencia!), si darse la muerte a sí mismo vale para redimir una pena.

   Los familiares de las víctimas piensan que no debe ser así y que ha sido parvo castigo ofrecerse como fruta madura en su celda de la prisión de máxima seguridad de Wakefield. Harold Shipman, Dr. Muerte, tras sus doscientos y pico de asesinatos realizados con inyecto­res cargados con dosis letales de morfina en algunos casos, ocuparía lugar de prefe­rencia en parecido diccionario de crimi­nales como los de los Colín Wilson, René Réouven, Oliver Cyriax, etc..., barajado jun­to con criminales de serie y de seriales, que están en la nómina de la gran lista de ase­sinos de este tipo que ofrece la tradición inglesa, lo que vendría a dar la razón a aquella frase del mejicano Rodolfo Usigli, de que «los crímenes son como libros; se les escribe en su momento, y otros los pla­gian», o esta otra de Charles Perrault, que entre historias como las de Caperucita, Cenicienta o Pulgarcito, nos llega a decir que «las tiernas hijitas del ogro lucían un cutis sonrosado, ya que, como su padre, también comían carne fresca» (citas ambas escogidas por René Réouven ante cada correspondiente letra de su diccionario). De la animalidad del asesinato, por otra parte, no caben muchas dudas, que las túni­cas del depredador son varias y cuando el animal humano baja a su selva particular; su ferocidad supera a la de las alimañas, que ya dejó dicho Gracián aquello, de que «no hay león, no hay tigre, no hay basilis­co que supere al hombre, a todos les gana en fiereza» (que no sé si me ajustó al texto, pues que escribo de memoria).

    El imán. Mustafá Kamal, imán de Fuengirola, ha sido condenado a quince meses de prisión por enseñar a pegar a las muje­res, que es enseñanza que sobra para los tantos animales humanos que levantan la mano, cocean y hacen cosas mucho más abominables sobre la carne femenil imbe­le ante los azotes. Una bestialidad que aquí sí que se puede poner a palpitar la con­ciencia ciudadana, la colectiva, la mediá­tica, todo tipo de conciencias, y no impor­ta que esa enseñanza del imán proceda des­de las mismas fuentes coránicas, que, en tal caso, urge ponerse al día.

    Y, sin embargo, y no quisiera que por decir esto me metieran en la cárcel, entre los métodos para conseguir el placer erótico figura la azotaina, sólo que sabiéndola dar en el lugar preciso. Lo dice, aparte de la expe­riencia de cada cual, un curioso libro escrito por un tal Jaques Serguine, bajo el titulo Eloge de la Fessée (Edit. Gallimard, 1973), y traducido al español, Elo­gio de la azotaina, y publicado por Edic. de Blanco Satén (1990). Jacques Sergui­ne no parece ser, por supuesto, un azotador al estilo sádico ni a estilo imán de Fuengirola, sino, al contrario, un refina­do dador de placer, hombre que sabe que, en francés, de las nalgas procede etimo­lógicamente la azotaina -de fesse a fessée-, como en una natural escala fruitiva, y que son las nalgas femeninas «una de las más nobles conquistas del hombre», y que para exaltarlas y honrar esa bella parte anatómica, «ofrecida y cerrada sobre sí, colmada y exasperante, Cándida y casi intolerablemente provocadora; tan insul­tante, alegre, burlona, serena y perver­sa», es preciso usar la mano, la desnuda mano, una especie de tabaleo musical, casi como una sinfonía placentera que se desarrolla entre la levedad del golpe y la suavidad de la caricia, que, perdóneseme, ' no quiero ir más allá en la evocación y en la fraseología erótica, que bastará con decir que es de esta forma como se debe ejercitar el noble y gratificante ejercicio de la azotaina bien dada.

    FlaubertMe acuerdo de la semblan­za-crítica que Mauriac hizo de Flaubert, que viene bien para sazonar este guisote de la animalidad humana. En este aspecto del análisis flaúbertiano hay que ir a parar, decididamente a Bouvard y Pécuchet, y darnos cuenta de qué mane­ra Mauriac protesta al contemplar el ingente trabajo emprendido por Flaubert para ir a parar en dos entes como los que dan título a una de sus más sonadas nove­las.


    En su pasión analítica, observa Mau­riac a Flaubert en su estudio: «En el tris­te gabinete de Croisset, una vida se con­sume en la lectura de miles de volúmenes. Flaubert traga todo lo que se refiere a filo­sofía, religión, historia, mecánica, artes aplicadas, no para aprender (... ) sino para transformar esa inmensa adquisición en pesadillas e ideas falsas con las que relle­nará los cerebros de (... ) de Bouvard y de Pécuchet (... ) El esfuerzo de los siglos con­duce a estas profundas caricaturas». Y piensa uno si no será que lo que realmente pasó con la creación humana es lo que le ocurrió y sobre ello escribió Flaubert.

De lo dicho





  Dice Kunga Tenzin, monje budista, en entrevista con Cristina Turrau (DV, 10-1-04), que «casi todas las religiones buscan llegar a estados de felicidad y paz», y, en ese adverbio, «casi», creo que puede estar el caso de los que nacimos y crecimos y vivimos en un ambiente de torsiones religiosas, en las que ni el mejor oteador hubiera podido ver nada tendente a la felicidad.

  Será cuestión, lo imagino, de sacar de nuevo del viejo baúl o cofre, la excusa de los pájaros de negro lustre que por aquí parece que anduvieron, que es que no me estoy refiriendo solamente a los Jansenio, Saint Cyran, nacionalcatolicismo, etc, para decir que en lo que nos enseñaron no era la felicidad el objetivo perseguido, que la felicidad estaba muy lejos, acaso por entre aquellas montañas que recortaban nuestra amplitud de visión y aposentada en algún utópico lugar, algún otro Shangri-La o Erewhon o cualquiera de las tantas y tantas ciudadelas del placer sensato, que alguno pensará que placer y sensatez puedan ser incompatibles o hasta contradictorios, pero que, quién sabe, y pienso que mejor me hubiera valido a mí también, adoptar ante lo que me enseñaban, esa frase del don Juan de Tirso que echa a voleo y a la lontanidad toda una filosofía del vivir con la frase de «Cuán largo me lo fiáis», que, pensándolo bien, y aquí está el nudo del problema, tampoco es verdad porque ni es tan larga esa fianza, que uno avanza en la vida y ve que se le queda como manejada por arte de jíbaros y de todo lo pasado nos quedan solamente jirones de memoria, que es, ésta, la memoria, como un arpa o guitarra que apenas se deja rasguear como uno quiere, que asoman flecos desde las avenidas del pasado, lejanísimas avenidas, y en cambio, desde la cercanía del hoy mismo o del ayer no más, se nos pierden en el breve camino, y nos quedamos con esa mirada un tanto alucinada del viejo, como queriendo apresar en el aire ese fugaz colibrí del recuerdo que ya se nos soltó libre y se resiste a venir a consolarnos cuando escoge mejor volar y volar lejos y más lejos, a libar su lengua larga en otras corolas. En cambio, sobre la palabra «temor», que también aparece en esta entrevista, sí que sabemos mucho, así como de sus sinonimias, metonimias y sinécdoques con las que juega, habilidosa, la semántica.

  Bobbio. Dice, y por escrito, Norberto Bobbio (que ahora me entero, por la prensa, de que ha muerto a sus 94 años, que parece que son muchos pero que también es verdad que, los años, pocas veces sacian si no es a personajes como el judio errante o el conde de Saint Germain), que «cuando uno se hace viejo, importan más los afectos que los conceptos». Lo dejó escrito en su Autobiografía (Taurus, 1998, pág. 271)- en donde también se hace referencia, claro está a su otra obra, De Senectute, libro que guardo con gran afecto, puesto que las cosas, y más especialmente aún los libros, se pueden guardar con afecto, con odio o hasta con indiferencia y, para el De senectute de Bobbio guardo mis más exquisitas deferencias.

  Resalto ese dicho de Bobbio porque ya algo más allá (o, más acá, según de donde se mire) de la vejez, me da pie para un análisis breve. Ir sustituyendo los conceptos por los afectos, puede parecerme una declinación hacia el sentimentalismo que, una mente lúcida, aun dándose cuenta de que cualquiera puede caer en sus pozos y posos, creo que haría bien en tratar de evitar. Y lo digo un tanto impresionado por esta escritura de un hombre que tan sólidos conceptos, tenía sobre cuestiones tanto políticas como filosóficas, y en quien, de manera tan dispar, acaso, parece obrar su 'lúcida senilidad' (que no tiene por qué ser esto un oximoron), que dicho lo anterior tendría que decir, asimismo, que mi acercamiento a Bobbio no se ha producido tanto por sus ideas filosóficas ni por sus conceptos políticos -que las cimas siempre me han producido vértigo, y aún las colinas, si cabe-, sino por esa especie de mafia en la que todos vamos entrando en la vejez y nos va colocando juntos, y por ser Bobbio un buen referente en este terreno, pues que se trata de un personaje que resulta ser uno de los pocos que han escrito, por conocimiento directo y prolongado, de ese tema o acontecimiento de la senilidad, que hasta el famoso De senectute ciceroniano, por un ejemplo, fue escrito por un hombre joven, sin duda. Mucho sabía Bobbio sobre esa «aventura de envejecer» como la llama Teresa Pámies en su deliciosa obra de este mismo título (Edic. Península, 2002), una aventura que no precisa de espíritu aventurero para iniciarse en ella, que subraya Pámies, que «bastá con resignarse a los imponderables, a los tópicos sobre la ancianidad; tener un mínimo de amor propio para asumir el reto, mucha curiosidad por todo lo que ocurre en el entorno familiar y social, local e internacional, esforzarse por entenderlo, y perseverar en el intento a cada tropezón, encajando autocríticamente los errores para no repetirlos».

  Las hordas. Dicen de Cantón (China), que se han sacrificado 3. 300 kilos de civetas para evitar la transmisión del virus de la neumonía atípica o SRAG, ése que carnavaliza hasta a la muerte pues que antes de morir hace poner máscaras de defensa a los humanos. Pero la matanza de las civetas que puede ser un efectivo ataque contra esa enfermedad, lo puede ser, también, contra el paladar chino que encontró en ese vivérrido carnívoro auténticas exquisiteces culinarias. Las civetas, a las que antiguamente se las llamó «gatos de algalia» por ser productoras de la substancia algalia, de utilidad en perfumería, nada han dicho, naturalmente, sino que se han dejado matar, que ya se sabe que hay a quienes les matan por hablar y a otros por callarse, ¡qué mundo!. Civetas pues, y ratas y cucarachas y moscas (las cuatro pestes, según Mao) son objeto de exterminio en China como en casi todos los lugares, aunque, a pesar de todo, se estima que las ratas pudieran ser la horda de los futuros amos de la tierra, que no sé si éso nos importará mucho en los reinos de los topos o en el de las cenizas a los que estamos destinados.

  Y, dicen, también, desde Estados Unidos y Canadá, que en Europa se están criando los salmones más sucios del mundo, salmones intoxicados e intoxicadores, salmones cancerosos y cancerígenos a los que no se les oyen sus gritos por el agua en que se mueven, salmones como vacas locas acaso, pero que no deben de ser de aquellos que le movían al ditirambo a Rex Beach, que los llamó «horda plateada», si no, esos otros que disuelven su tedio y espera pregastronómica en las quietas aguas de las piscifactorías, carne rosa no obstante y un estadio más en la feroz miscelánea de los alimentos adulterados, que nos congela las quijadas a la hora de dar nuestros necesarios y diarios bocados.

Un lugar en Europa



Peter Schlemihl -nos lo contó Chamisso- fué el hombre que consin­tió en que le comprasen su sombra. Se la vendió al hombre de la levita gris, y pudiendo cambiarla por la mandrágora, por el auténtico sello de Salomón, por la varita encantada, por el yelmo de Mambrino, por las fichas mágicas, por el paño del paje de Roland o, por el hombre­cillo ahorcado, prefirió quedarse con la bol- sita de la suerte de Fortunato que, cada vez que metía la mano en ella, la sacaba llena de monedas de oro. Pero sería ésa una ven­ta sin gran importancia si no fuera por lo que, inmediatamente después, ocurrió, y es que el hombre de la levita gris se apo­deró de lo que ya era suyo, es decir, de la sombra, cortándosela. Y, la plegó y enrolló silenciosamente y la metió en su bolsillo.

Es una singular historia contada por un singular escritor, quien nos sigue diciendo que, acto seguido, Peter se dio cuenta de la hostilidad del mundo, de la hostilidad en forma de burlas, al principio; de la hostili­dad del odio, después. ¿ Por qué? En su maravillosa historia de Peter Schlemihl, Chamisso no nos cuenta el por qué de la importancia de la sombra, que no sabemos si la sabía pero que debió figurársela, pero de la que no debió de darse cuenta de sus verdaderas dimensiones simplemente por no haberla vivido como todavía hoy, en un lugar de Europa, se vive.

No debió de dar­ se cuenta del lujo que suponía poder ven­der su sombra, separarse de la sombra, caminar sin la sombra bajo el sol, bajo la luna, respirando a pleno pulmón aires y auras de libertad. Y, no debió de darse cuen­ta de la tremenda, de la onerosa, de la pesa­da condena de tener que llevar detrás de sí, indespegables, no una sino más sombras, una y otra sombra al menos, derecha e izquierda al menos, a la debida distancia detrás y a los lados en una nueva acepción de la equidistancia tan querida por estos lares, acumulo de sombras, proliferación patogénica de sombras como cepa, como fronda, que de eso sabe mucho ese ciuda­dano que, todos los días, antes de salir a la calle, llama por teléfono a ése que va a ser su sombra a lo largo de las horas de todo el día, sombra inseparable, garantía de su supervivencia como ser vivo y no sólo como recuerdo y memoria de las gentes en un más o menos olvidado rincón del cemen­terio.

La calle. «Acaso -ha debido decirse algún despistado viajero después de haber leído no se sabe qué y no se sabe dónde- debe de haber un lugar, en Europa, en el que no todo hombre puede salir a la calle impunemen­te, no todo hombre puede pasear sin llevar cosida su sombra, no todo hombre puede aventurarse por toda calle, por toda ala­meda, por todo paseo, por todo bulevar, no sentarse en todo asiento, desear tener los ojos de Argos mil y uno, sentir el taladro de los insomnes ojos de las pistolas, de los amaneceres en sangre con coágulos de ase­sinato, de cenas interrumpidas por la bron­ca tos de la muerte súpita que resulta ser un tiro para el abatimiento y otro y otro para el despene o el remate, con la memo­ria de un holocausto sublime durante tan­tos y tantos años que nunca tiene trazas de terminar, años de tinieblas, años de miedo, años de ignominia. Pudo decir, acaso, el despistado viajero, que, leído que hubo la curiosa referencia de tal lugar, de su exis­tencia por increíble que pareciere, anduvo en su busca por toda Europa para apuntarlo y clasificarlo en su libro de notas, y si no lo encontró, acaso, fue porque, en el ámbito de ese lugar, en su verdeante lujuria, pudie­ran imperar algo como fuerzas catatónicas, fantasmas del miedo y fantasmas del silen­cio, la insondable paz de los cementerios en definitiva antes o después de morir, que se dice que los muertos no hablan aunque no sea del todo cierto, que los muertos se nos quedan en un rincón del camposanto humildemente inhumados en una tierra que sabe mucho de silencios hasta el momento en que sean llamados a hablar que hablarán, pero lo que sí es silente es el miedo y se calla aun cuando no se debiera, no solamente ante el estampido de las armas sino también ante las voces tenantes y tro­nantes de iluminados gurús que alzan sus brazos en declamatorios ademanes, enar­can las cejas en ira y quisieran adoptar poses airadas de moiseses sinaícos.

El manifiesto. A todo esto, la cobardía del miedo y la cobardía del silencio qui­sieran imponerse. Algo como una nube, como una cortina densa, como un ciclora­ma que tapa clamores de horizonte e infi­nito. Con la conjunción concesiva «aunque» por delante, doce intelectuales de nombradía, americanos y europeos (con algún español inserto entre estos últimos) rasgaban ese silencio y firmaban la semana pasada un manifiesto denun­ciando una situación intolerable que se vive en un lugar de Europa, en un único lugar de Europa, y eso es lo que había leído el viajero, y, a tenor de esa denuncia, iba buscando lo que busca­ba, es decir, ese lugar en donde una especie de pesadilla del terror y del horror había ido cayendo sobre muchos de sus habitantes, sucum­biendo algunos de ellos a la ignomi­nia del miedo y ofreciendo otros, por el contrario, un perfil de gallardía, ése que manifiestan invariablemente los valientes ante el peligro cotidiano y de todo momento.

Guerra de eméritos. Habrá que repetirlo una y otra vez hasta la exte­nuación que la cobardía y el silencio se imponen. Hace no mucho tiempo se presentaba el diseño de Arquíloco de Paros, de cuya vera efigie de cobarde sin remedio no me sería difícil hallar tangencias en cercanías, y ahora ha surgido una guerra de eméritos por­que, uno de ellos ha hecho el elogio del silencio cobarde, la loa de ese silencio vergonzoso del que ve el crimen y no lo denuncia, el elogio de ese mutismo villano, no importa que las calles se hayan llenado de asesinados que, ya se sabe que los muertos hablan más tarde cuando los vivos se obstinan en taparles la boca. «No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo», escribía Quevedo allá por el Siglo de Oro en epístola cen­soria que dicen que el Conde-Duque halló bajo su servilleta, que, a lo que se ve, muy lejos nos cae tan dorada edad propicia a heroicidades pues que hay ahora, quien revestido de supues­tos carismas eméritos, alaba lo tan nefando como es el callar ante el cri­men.

Dícese que, cuando lo especta­cular o lo escandaloso rompe la línea ideal de la mesura, hasta las mismas piedras hablan, que me pregunto yo cuándo en este lugar de Europa en el que vivimos empezará a entonarse el canto inenarrable de las piedras, sus salmos de dolor y de lamento, un inter­minable espiritual que rasgue ese silen­cio de los cobardes que algunos profe­sores de ética nos proclaman como deseable, un dolorido aullar que rom­pa el muro del vergonzoso silencio que, durante tantos años, ha servido para ir hundiéndonos, cada vez más, en una cierta cloaca de indignidad y cobar­día.

Lecturas navideñas







Leo a diecisiete autores en veintiún relatos que urden sus historias en torno a la Navidad (Cuentos de Navidad, selección de Marta Rivera de la Cruz, Espasa, 2003), y siento la comezón de preguntarme sobre el por qué de ésta mi elección cuando tantas y tantas obras esperan su turno que estoy seguró que no podré conceder más que a unas pocas, pues la otra orilla me está próxima. Es decir, ahora que las navidades son poco más que una excusa para felicitarnos anualmente, leo a veintiún autores de máxima proyección literaria y no sé lo que busco.

¿Simplemente una recreación? ¿Acaso, una afilada espada para matar al ocio cuando nunca he sentido este virus? ¿Qué persecución de qué esencias que sospecho como existentes en una vaga resonancia, un ámbito fantasmal que desconozco? O, éste pudiera ser, por fin, el hallazgo: esa música tenue, de Íntimos arpegios teñida, la mano en el corazón como tanteando latidos soñados, una capilla, unas voces angélicas, el «venite, adoremus» como una paloma que más parece como un colibrí que se ha hecho gigante y se mantiene en el aire volando sin volar, el misterio de la levitación en suma Y seguro que no estoy hablando de la remembranza de aquel lamento de Núñez de Arce (1834-1903) buscando los restos de su fe perdida que sería recoveco de pesar, prado en el que amanecen deseos mutilados de una edad que se quedaron en el aire como flores sin tallo. No sé por qué -pues que es obvio que no tienen relación alguna-, hay muchas moléculas de variadas esencias que se mueven y nos acosan en el ambiente de las navidades que son, sobre todo, época de resonancias como vuelos de pájaros vagos (¿acaso, más como murciélagos que como pájaros propiamente dichos, aunque siempre volátiles, siempre tenues, siempre como translúcidos?.

De O'Henry a Valle Inclán. Leía yo ayer, no más, un cuento de Navidad de reciente factura y me acordaba de O'Henry que, en el antedicho libro, nos escancia esta frase: «Cabría decir que ya no se pueden contar nuevas historias de Navidad», que, escrita por O'Henry sabemos que será mentira ya que su imaginación puede con todo, que ahí está, para demostrárnoslo, esa historia de la hija del millonario y su muñeca de trapo y su búsqueda por Fuzzy, uno de los tantos caballeros del infortunio de la fauna narrativa del autor.

Y, de O'Henry, que nos deleita aún con otra historia ocurrida en El Chaparral, se nos invita a pasar a los manes de Dickens

(ya no, con su mítico Mr. Scrooge, sino con Gabriel Grub y los sepultureros, historia sacada de sus inolvidables Papeles postumos del Club Pickwick y, de propina, con Los siete viajeros pobres en el asilo de Rochester, todo tan dickensiano); el pecado de la gula, que es pecado muy presente en la Nochebuena es un factor de antítesis tragicómico en ese especialista de diseños de personajes llanos y cordiales que fue Alphonse Daudet, inimitable creador de tantas historias de su Provenza; y, si Leopoldo Alas Clarín (¿cómo un debelador de las hipócritas costumbres de Vetusta con tan ácidas e implacables prosas, acometiendo un cuento de Navidad?) se nos desvia un poco y nos habla del señor Baltasar, tampoco importa, que ese desvío a los Reyes forma parte también del paquete navideño, ¡quién lo duda!; y el gran Dostoievski nos habla de esa fiesta en el seno de la alta

burguesía rusa, de la que tantas historias nos contaron la élite de los grandes narradores eslavos; con un regalo en la navidad sarda nos deleita Grazia Deledda; Maupassant, malabarista en audacias imaginativas, se atreve a introducir en ese guión pautado de lo navideño, detalles o factores nada circunspectos de erotismo, tocología y acoso, estridencias que tan poco riman con la fecha, pero sin embargo..., y, nos traslada, en otro relato, a la mar y a Año Nuevo, un naufragio entre la isla de Re y Biarritz, la aventura amorosa con una rubia inglesita; y, qué tiene que decirnos don Jacinto Benavente de las navidades, si no es introducirnos en ese salón de la marquesa de San Severino donde los invitados maquinan cómo poder marcharse cuanto antes; y, en cuanto a Georges Lenótre, ¿a dónde nos iba a llevar si no, que a los tiempos de la revolución francesa de la que fue

notario especialmente ameno?; y, en cuanto a doña Emilia Pardo Bazán, si se atrevió con todo cuando la mujer a tan poco se atrevía, se nos adentra, también, en la fiesta de los Reyes, y nos cuenta, la tragedia navideña de un jugador, pero con el sentimentalismo ganándole la partida; Colette, la dulce Sidonie Gabrielle que tardó en librarse de Willy que tanto abusó de su habilidad escritural y de su paciencia de esposa pero que, cuando lo hizo, no tardó en subirse al escenario del Moulin Rouge para interpretar una obra de inspiración lesbiana, nos habla de cuatro aspectos navideños llenos de encanto; y, Scott Fitzgerald, que habló del Gran Gatsby pero también de Pat Hobby y de cómo puede sentirse un deseo de Navidad en los estudios de Hollywood; y, Jaroslav Seifert, el nobel checo del 84, se inspira en el mercado de la plaza Staroméstské en tal fecha; y, Chéjov, nos dice en qué sueñan los niños rusos después de leer a Mayne Reid que, naturalmente, es en huir a América, y añade, en otro relato, la historia de navidad del huérfano Vanka; y, la historia del hermano Longinos, debida a la pluma de Rubén Darío; y, a Provenza nos lleva, también, Fréderic Mistral en sendos relatos de navidad y reyes; y llegamos al final con Valle Inclán que, quien haya leído su volumen de relatos Jardín umbrío, recordará esa estampa de recreación escénica de la adoración de los Reyes.

El gran atracón. Son lecturas éstas que nos señalan modos y maneras de pasar y repasar las fiestas navideñas en variados lugares, costumbres que mantienen en gran parte, como toque hegemónico, ese sentido lúdico de los atracones, de manjares, de regalos, de esencias familiares, la mesa patriarcal si el patriarca vive, el rosario de hijos, nietos, parientes, los fantasmas de los muertos al estilo Joyce, el fantasma de Gargantúa como dios lar, que todo eso y mucho más se nos asoma por la esquina de las navidades, viandas, recuerdos, fotos del viejo álbum que mamá o la abuela guardan como oro en paño.

Pero queda aún por redargüir la afirmación de O'Henry ¿Se puede aún escribir una historia de navid a -en tiempos pasados que todos los años se me resucitaba-, una época de atracón de libros, de vacaciones en las que leer era el único, sabroso plato que me enajenaba, y lo que no dejo de pensar es que, escríbanse o no nuevas historias, lo que sí queda es, al menos, la posibilidad de darse grandes atracones aún, leyendo lo más posible de lo mucho ya escrito.