Gracias a que, desde el
principio, uno supo que el hombre es un animal, «humano animal» como bauticé a
un libro de poemas hace ya muchos años. Pero, para saber de animaladas, basta
con observar que de la vida irradian una serie de negros fulgores que nos dejan
los ojos como alucinados, miradas opacas ante la maravilla o el esperpento,
que pongo a considerar mi atención -no sé si también mi conciencia- en esa
imagen de una anciana nonagenaria y aquejada de demencia senil, de pie primero,
y sentada en una silla después, en la acera de una calle. No, no pongo mi
conciencia que, como todas, es tan subjetiva que me hace engañar a menudo, que
la conciencia es como el trémolo de una canción de horrores que nos hace
ponernos trémulos; un estremecer de notas, rapidísimas, que funden y confunden
la razón.
La conciencia no sirve ni
siquiera apoyada en las muletas de quien está libre de pecado, la mano que
escribe en la arena, la multitud que cede en su ira y vuelve sobre sus pasos.
No , pongo ante esa imagen de la nonagenaria mi conciencia porque es ésta arma
de aniquiladora potencia que lo mismo puede disparar por el cañón que por la
culata hacia el objetivo que hacia lo subjetivo, y me basta con imaginarme a
la anciana en su silla ante la casa, ante la calle, ante la comunidad, una voz
que grita desde las estancias del abandono en donde la dejaron, grito de
desguace, que nace el animal humano llorando y si no muere gimiendo es por que
el compasivo Alzheimer o el tembloroso Parkinson le robó, primero, el sentido,
como Nemoroso pedía en la égloga de Garcilaso.
Shipman. Este marinero -a la
traducción de su apellido me remito- de la muerte llamado Harold (y también,
Dr. Muerte), dicen que ha hecho su última travesía colgándose de una especie
de liana fabricada con sábanas. Acaso, puede preguntarse la conciencia
colectiva (¡otra vez y siempre la conciencia!), si darse la muerte a sí mismo
vale para redimir una pena.
Los familiares de las
víctimas piensan que no debe ser así y que ha sido parvo castigo ofrecerse como
fruta madura en su celda de la prisión de máxima seguridad de Wakefield. Harold
Shipman, Dr. Muerte, tras sus doscientos y pico de asesinatos realizados con
inyectores cargados con dosis letales de morfina en algunos casos, ocuparía
lugar de preferencia en parecido diccionario de criminales como los de los
Colín Wilson, René Réouven, Oliver Cyriax, etc..., barajado junto con
criminales de serie y de seriales, que están en la nómina de la gran lista de
asesinos de este tipo que ofrece la tradición inglesa, lo que vendría a dar la
razón a aquella frase del mejicano Rodolfo Usigli, de que «los crímenes son
como libros; se les escribe en su momento, y otros los plagian», o esta otra
de Charles Perrault, que entre historias como las de Caperucita, Cenicienta o
Pulgarcito, nos llega a decir que «las tiernas hijitas del ogro lucían un cutis
sonrosado, ya que, como su padre, también comían carne fresca» (citas ambas
escogidas por René Réouven ante cada correspondiente letra de su diccionario).
De la animalidad del asesinato, por otra parte, no caben muchas dudas, que las
túnicas del depredador son varias y cuando el animal humano baja a su selva
particular; su ferocidad supera a la de las alimañas, que ya dejó dicho Gracián
aquello, de que «no hay león, no hay tigre, no hay basilisco que supere al
hombre, a todos les gana en fiereza» (que no sé si me ajustó al texto, pues que
escribo de memoria).
El imán. Mustafá Kamal, imán
de Fuengirola, ha sido condenado a quince meses de prisión por enseñar a pegar
a las mujeres, que es enseñanza que sobra para los tantos animales humanos que
levantan la mano, cocean y hacen cosas mucho más abominables sobre la carne
femenil imbele ante los azotes. Una bestialidad que aquí sí que se puede poner
a palpitar la conciencia ciudadana, la colectiva, la mediática, todo tipo de
conciencias, y no importa que esa enseñanza del imán proceda desde las mismas
fuentes coránicas, que, en tal caso, urge ponerse al día.
Y, sin embargo, y no quisiera
que por decir esto me metieran en la cárcel, entre los métodos para conseguir
el placer erótico figura la azotaina, sólo que sabiéndola dar en el lugar
preciso. Lo dice, aparte de la experiencia de cada cual, un curioso libro
escrito por un tal Jaques Serguine, bajo el titulo Eloge de la Fessée (Edit.
Gallimard, 1973), y traducido al español, Elogio de la azotaina, y publicado
por Edic. de Blanco Satén (1990). Jacques Serguine no parece ser, por
supuesto, un azotador al estilo sádico ni a estilo imán de Fuengirola, sino, al
contrario, un refinado dador de placer, hombre que sabe que, en francés, de
las nalgas procede etimológicamente la azotaina -de fesse a fessée-, como en
una natural escala fruitiva, y que son las nalgas femeninas «una de las más
nobles conquistas del hombre», y que para exaltarlas y honrar esa bella parte
anatómica, «ofrecida y cerrada sobre sí, colmada y exasperante, Cándida y casi
intolerablemente provocadora; tan insultante, alegre, burlona, serena y perversa»,
es preciso usar la mano, la desnuda mano, una especie de tabaleo musical, casi
como una sinfonía placentera que se desarrolla entre la levedad del golpe y la
suavidad de la caricia, que, perdóneseme, ' no quiero ir más allá en la
evocación y en la fraseología erótica, que bastará con decir que es de esta
forma como se debe ejercitar el noble y gratificante ejercicio de la azotaina
bien dada.
Flaubert. Me acuerdo de la semblanza-crítica
que Mauriac hizo de Flaubert, que viene bien para sazonar este guisote de la
animalidad humana. En este aspecto del análisis flaúbertiano hay que ir a
parar, decididamente a Bouvard y Pécuchet, y darnos cuenta de qué manera
Mauriac protesta al contemplar el ingente trabajo emprendido por Flaubert para
ir a parar en dos entes como los que dan título a una de sus más sonadas novelas.
En su pasión analítica, observa Mauriac a Flaubert en su estudio: «En el triste gabinete de Croisset, una vida se consume en la lectura de miles de volúmenes. Flaubert traga todo lo que se refiere a filosofía, religión, historia, mecánica, artes aplicadas, no para aprender (... ) sino para transformar esa inmensa adquisición en pesadillas e ideas falsas con las que rellenará los cerebros de (... ) de Bouvard y de Pécuchet (... ) El esfuerzo de los siglos conduce a estas profundas caricaturas». Y piensa uno si no será que lo que realmente pasó con la creación humana es lo que le ocurrió y sobre ello escribió Flaubert.