lunes, 28 de febrero de 2011

La patada


En la historia de la coz, que viene a ser como una patada retroactiva, una de las mayores notoriedades la ostenta, creo yo, la de la muía del Papa durante su cismática estancia en Avigñón, según nos contó Alphonse Daudet en su Cartas desde mi molino (1866). Pero la historia de las patadas es extensa e incontable y de muchas de ellas se puede decir que se producen en los estadios y en sus alrededores, patadas a millones de euros en ocasiones, patadas que pueden quebrar la suerte de un jugador de excepción, duras botas que van en busca de la tibia del contrario, o, también, patadas que se prodigan alrededor del campo de fútbol, como en el caso de esa victima reciente a quien, cerca del estadio de San Lázaro en la «troyana» (como la llamaría Pérez Lugin) ciudad de Compostela, le explosionaron el hígado de una patada.

Juzgo que, ante episodios como éste, cualquier frase de tonos ligeros pudiera parecer demasiado cruel por la manera como se han puesto algunos deportes, muy especialmente el fútbol. Acaso habría que subrayar también el hecho de que el deporte dejó de serlo cuando pasó del amaterismo al profesionalismo, que sospecho que fue entonces cuando el fair play se mutó en supporterismo, aunque no estoy muy seguro. Y, lo que cabe, solamente, es asis­tir a esa especie de ceremonia de la confusión en el que deporte y violencia se han visto enredados, aunque el fenómeno no es de aho­ra mismo y cuenta, anteriormen­te, con episodios difícilmente supe­rables, con treintenas o hasta cen­tenares de muertos en algunos estadios, aunque para ilustrarnos sobre este punto, nada mejor que cederle la palabra a ese ilustre reportero de la calamidad mun­dial, que resulta ser el polaco Ryszard Kapuscinski.

Amelia Bolaños. La historia de Amelia Bolaños y la de la gue­rra real que se estableció entre El Salvador y Honduras allá por 1969, fue a propósito de un doble parti­do de fútbol -en El Salvador, uno; y, en Tegucigalpa, otro que pue­de servir de espejo impar. Escri­be Kapucinski, en su reportaje titulado La guerra del fútbol (Edit. Anagrama, 1992): «Cuando el delantero centro del equipo hondureño, Roberto Cardona, metió en el último minuto el gol de la ' victoria, en El Salvador, una muchacha de dieciocho año8, Amelia Bolaños, que estaba viendo el partido sentada frente al televisor, se levantó de un salto y corrió hacia el escritorio, en uno de cuyos cajones su padre guardaba una pistola. Se suicidó de un disparo en el corazón». Aunque parezca que ese episodio de la muchacha Amelia Bolaños -dieciocho años tan insuperablemente envenenados e inundados por el virus del fútbol ocurre en un caso de intimidad, de arregostado sentimiento de soledad de una joven recluida en su casa, sería percepción equivocada suponer que así fue.

Pascal, siempre.. No, no fue un caso de soledad el de Amelia Bolaños a pesar dé estar en su casa y parecemos que fuera ella fiel cumplidora de aquella máxima pascaliana que afirma que «toda la desgracia de los hombres proviene de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación» y que «no se buscan las conversaciones y las diversiones de los juegos más que porque no causa placer perma­necer en casa» (Pensamientos, 136. Divertimiento), ya que lo cierto sería decir que ni estaba en casa ni estaba sola, entro otras cosas porque lo verdaderamente difícil en los tiempos en que vivimos es estar en casa y estar a solas, cuan­do, por ejemplo, un artilugio como el de la televisión, que será cosa del diablo seguramente que lo hayan convertido en algo tan estúpido cuando nos ofrece tantas posibilidades, hace que pocos, muy pocos, puedan sentirse solos y en casa y sí, en cambio, relio7.a. dos de ruidos y sabores y olores, fritangas de gentes que acuden a actos multitudinarios y los que no acuden por su propio pie partici­pan sin embargo de parecidas masificaciones por medio de la televisión.

La ubicuidad. A pesar de todos los pesares se hace posible creer que Amelia Bolaños no estuviera en su casa sino en el estadio rebo­sante de voces y de ruidos mil en el momento en el que Roberto Caí dona, delantero centro del equipo hondureño, metió su gol en el último minuto del partido. Pero también sería ésta una percepción equivocada porque tampoco estaba en el estadio ni en mitad de In multitud que había acudido a ver el partido, como tampoco estaban en el estadio esos miles de ciudadanos que habían me a ver un partido. Acaso es que la ubicuidad no es un don solamente reservado a los dioses, y, cualquier mortal, sobre todo si es aficionado al fútbol, puede gozar de ese don. Por que lo verdaderamente trágico para Amelia Bolaños es que ella estaba colocada en un sitial mucho más alto, lo cruelmente trágico es que cataba en el mismísimo corazón sangrante del patriotismo salvadoreño, justamente en la misma diana donde la herida se hace mortal de necesidad y su sangre empapa su bandera y llegado a ese punto, cualquier nauseabundo milagro puede florecer porque siempre ha sido el fanatismo uno de los mejores fertilizantes del absurdo. El mismo Kapuscinski, en su reporta­je nos da la clave del enigma cuando nos informa del titular que, al día siguiente al trágico suceso publicaba el diario sal­vadoreño El Nacional: «Una joven que no pudo soportar la humillación a la que fue some­tida su patria», que éste fue el epitafio que coronó el suicidio, tan espontáneo y desnaturaliza­do, de Amelia Bolaños.

De Compostela a Teguci­galpa. Pero me temo que harí­amos mal terminar aquí, con este trozo, la lectura del repor­taje de Kapuscinski. Y no sólo porque a aquel que quiera saber de qué manera la actualidad explota con toda su parafernalia de masas en trepidación, de horrores multitudinarios y de espantosas tropelías de todo tipo, le conviene leer a Kapuscinski, sino simplemente porque la historia de la violencia en el fútbol  continúa en las siguientes line as, pero coloreándose de tiznes  bélicos cuando se prolonga hasta las mismas interioridades de  la guerra -guerra real entre El  Salvador y Honduras. Porque el  reportaje de Kapucinski no es la  crónica de un partido de fútbol,  sino que éste, el partido, sola mente ocupa su comienzo, y, de  todas formas, si cualquiera pudiera llegar a pensar que desde ' Amelia Bolaños a Manuel Ríos (el aficionado del Depor muerto por una brutal patada en el hígado) haya mucha distancia, y que sería posiblemente la misma o más que hay entre El Salvador y Santiago de Compostela, habría que mostrarle que la distancia, tratándose de fútbol, y no se sabe por qué milagros de transformaciones difícilmente inteligibles, no es tanta, y que la patada dada cerca del estadio San Lázaro de Compostela pudiera ser como ese aleteo de mariposa que se convierte en guerra real al llegar a Tegucigalpa.

Adioses


En tiempo de adioses como el dé ahora, cuando Polloe se ha mostrado tan florido y visitado en la festividad de los difuntos que mejor que me los imagine en plena melopea cantando aquello de «pobrecitos los borrachos que están en el camposanto» (que «melopea» quiere decir «borrachera», por supuesto, pero también «canturria»); cuando, por esta época, en un quicio en donde charlan los cipreses se ve la sombra del convidado de piedra y el viejo pecado capital de la lujuria se disfraza de seducciones; cuando Don Juan enlabia y requiebra a doña Inés no importa si con versos y frases de Tirso o de Zorrilla o de Moliére, etc...; mi primer adiós quisiera dirigirlo, en vuelo más alto, a saludar con tristeza, por la pérdida que supone para la literatura en general, a ese gran escritor que fue Perucho (Barcelona, 1920-2003), mago de la palabra pero aún más de la imaginación, singular personaje cuya pluma tantos momentos deliciosos me deparó y espero que así sea en la inevitable relectura. «Adiós a todo eso», nos dijo, pues, Juan Perucho, como nos lo había enseñado a decir Robert Graves (cuya viuda, Beryl Pritchard fallecía a los 88 años esta semana pasada) en su obra de este título, y con un medio adiós, que es como ese «me voy pero me quedo» de El rayo que no cesa del oriolano Hernández (Miguel también), se nos despedía de estas páginas este domingo pasado, el querido compañero y amigo Miguel Vidaurre que, según sus palabras, me entregaba el testigo del decanato de periodismo en esta ciudad, que nunca sabría llevarlo con la prestancia y don de gentes que él, por lo que mi ruego es que siga llevándolo con la soltura y naturalidad que hasta ahora, y que, aunque esporádicamente sea, no nos prive de su magisterio.


Letizia. Al revés que ella (que va por la «z»), me inclino yo, más bien, por la «c», Leticia, que también es verdad que cada quién puede escribir su nombre como quiera. Leticia (así, con «c» suave, de Letitia, de como nos suena a los que estudiamos las reglas de la pronunciación latina cuando en el bachillerato se incluía el latín como asignatura, y era palabra que nos daba como «alegría», que es lo que significa, con ramificaciones tan consoladoras como el verbo laetifico, as. are, que les debía ser grata palabra al Dr. D. Blas Goñi y al Lic. D. Emeterio Echeverría, cuyo texto de Gramática latina estudié, puesto que lo mencionan desde los primeros ejercicios, «Pluvia prata laetíficat», «Ortus solis laetificat homines», etc...). Letizia (ahora con «z» porque ella así lo quiere), ha protagonizado la última versión de  Cenicienta de Perrault, suponemos que ha alegrado el corazón del príncipe que ya no sabía qué hacer con ese zapatito de cristal que no había forma de calzárselo a nadie, y ha soliviantado de alegría corporativa a los 'profesionales' del periodismo cuyo corazón ha estallado en sus rellenos de miel y rosas. Queda al fondo, aun sin cumplir pero menos, una comilona de perdices como previsto final de los cuentos populares.

Anjeles. Ahora que ya puedo llamarme inmigrante, que, ¡gracias, doña Anjeles! (que me imagino que serán 'anjeles' juanramonianos por lo de la «j» que, siendo así, los imagino también «vagos ánjeles malvas» que «apagaban verdes estrellas», parece que se me da mayor perspectiva para hablar desde una cierta distancia, no inmerso en los miasmas de la tribu sino a prudencial alejamiento, sin formar parte de la homogeneidad del pueblo y sí, en cambio, desde la heterogeneidad de la sociedad, formada ésta por - inmigrantes e indígenas y toda clase de faunas familiares y exóticas, ovejas latxas y pottokas pero también cangu­ros y okapis, por im decir.

El indigenismo tiene sus cosas, no hay duda, pero me temo que no deja ver con el preciso detenimiento o dis­cernimiento -la luz de la razón iluminando nuestros reco­vecos tradicionales-, los verdaderos perfiles de nuestro locus, loci particular, ni siquiera de qué magmas estamos hechos, qué oscuras cabriolas del destino nos han confi­gurado de ésta o de aquella manera, mientras que ser inmigrante, creo yo, nos ofrece un panorama mucho mas amplio, un ver todo como de golpe que es lo que dicen que nace la mirada divina, la mirada eterna, la mirada de fin de cur­so en esta vida que, dicen los que se creyeron que murieron y a pesar de ello pudieron contárnoslo, que vieron como en un filme instantáneo el decurso de su vida total, ese descorrerse el ciclorama de la vida y encontrarse inmer­so en aguas lústrales, la palabra que no es preciso pro­nunciar para que se entienda, el vuelo que se para en la indeterminada extensión y dimensión de lo inmóvil, la ola de mar que nunca se fue contra las rompientes ni sobre la arena de la playa y es ola inmadura pero perenne, acaso por eso mismo, porque es ola, que. como escribo a muy poco tiempo del día de los difuntos, repito, del 'Jálovin' estremecedor sajón también importado o inmigrante, es posible que me haya dejado llevar por la fascinación de la llamada de los muertos, del Polloe que cada cual llevamos colgando de las escápulas de nuestra memoria ontogéni ca. que leía yo hace poco, no se dónde, que hasta in muerte es una prueba deportiva para la que hay que estar preparados, con los músculos mentales debidamente masajeados que en eso consiste el investigar sobre los territorios de nuestros miedos o de nuestras vehemencias, que agradezco, repito, a doña Anjeles y a todos nuestros ánjeles custodios color malva, esta oportunidad de colocarnos en tierra de inmigración en el mismo lugar en donde naci­mos y moramos durante 75 años y aun con el hierro de pertenencia bien marcado en las posaderas como a ternero de grandes praderas después de que Manitú muriera, con el muuuú del dolor enlabiándosenos en lengua indígena también, en la misma en la que celebrábamos nuestras reuniones infantiles al amparo del maizal aaaaaaaaaei verde de las najas y el blanco de las gotas de la lluvia que no lograban besar el suelo y el oscuro del atardecer veteado de nubes de gracia-, una reunión como de apaches o de sioux niños, el poblado a nuestras espaldas y el idio­ma -nuestro idioma propio, tan arcaico pero tan perfectamente incrustado y machihembrado- chispeando de lengua en lengua, ensayando alguno, ron gracia natural, has­ta algo más que los escarceos del bertsolarismo.

Agradezco a doña Anjeles. repito y vuelvo a repetir y a los ánjeles malvadiaconisos del encuentro del placer ines­perado, esta posibilidad de sentirme inmigrante en mi pro pia tierra, que considero que es mucho más que lograr la cuadratura del círculo, mucho más que conjugar el absur­do y su quimera, más que ceder a las tentaciones de la ubicuidad siéndonos isócronamente allí y aquí ¡Que los dio­ses del sentido común nos rescatan,!

Cine

   En tres exclamaciones (¡Ah!, ¡Eh!, ¡Ooooh!, comprimo mis impresiones generalizadas hasta ayer mismo en esta 55 edición del Festival de Cine de Sn.Sn., desde aquellos viejos tiempos (70 años ha) en que en el viejo colegio (creo que con total inconsciencia de sus rectores, y de la mía, por supuesto) me tragué, como poco, gran parte de la magnífica fílmografía alemana de los años 20, que fue obligada secuela del escoreo español hacia el germanismo, no en vano los soldados de la zona llamada 'nacional', preferentemente los de infantería y falange, cantaban el 'Yo tenía un camarada' de inequívoca procedencia tudesca en su versión celtíbera, no sé si revestidos del espíritu a lo Viriato o a lo Don Pelayo... 

¡Ah!.- 

   Mientras exclamo ' ¡Ah!' no sé qué cara poner. ¿De horror? ¿De espanto? O, simplemente, ¿de sorpresa?... David Cronenberg agarra al toro por lós cuernos desde el primer envite o lo recibe a portagayola, da lo mismo. Lo importante es impactar al personal. Va uno al cine, encuentra una localidad (cosa nada fácil dada la gran concurrencia), espera unos pocos minutos, se apaga la luz, aparece la cara de esa señora nada afortunada en nada que lo preside todo en esta edición y comienza la sesión con una gran inundación de sangre. Es decir, algo que da corisistencia sanguinosa a una de las grandes mafias que operan en un mundo donde todo se diría que está supeditado a las fuerzas mafiosas, que es verdad que es un milagro de supervivencia, seguramente un milagro de concesión de permiso de vivir en el que tantos , vivimos, es decir, los mafiosos que vivimos formando parte de la gran mafia de los incautos, los débiles, los pusilánimes que creemos no pertenecerá ninguna mafia lo que es imposible porque todos estamos condenados a ser mafiosos, a vivir bajo las condiciones que marcan las grandes mafias. Decía pues, que uno se pone perdido de sangre desde el primer momento. El escenario elegido, no por ser tan conocido, deja de tener su fuerza de choque. El sillón de un barbero, de uno que maneja con destreza la navaja de afeitar y la afila en el cuero mientras una aviesa sonrisa se le va insinuando en los ojos, en el entrecejo, en la comisura de los labios, es el lugar idóneo para que la sangre salte irrefrenable desde el gaznate rebanado, que a uno le da por pensar que un sillón de barbero como éste, una blancura de los viejos hospitales que eran blancos hasta el que verde se fue insinuando como color preferido de los quirófanos, es el mejor escenario para que se nos insinúe una sensación de recelo y de inquietud, para que se nos vaya cargándosenos el ánima de no se sabe qué espéra de estupor hasta que se produce el rebanamiento, la raja abierta en el pescuezo, la sangre que ha saltado y se derrama por todo donde le gusta ser derramada, por las blancas telas que se apretaron sobre la nuez, por nuestras entretelas sensibles que ya esperaban la efusión pero que es ahora cuando se produce. Respira uno un poco que la congoja ya pasó y, hace cabalgar una pierna sobre la otra en el poco espacio que nos lo permite la exigua distancia entre localidad y localidad, pero antes de que haya tragado la suficiente saliva como el caso requiere, a la continuación de un breve diálogo entre dos bergantes y el barbero en cuestión, aparece de nuevo otra de esas inundaciones sanguinosas, esta vez en una farmacia, una pobre joven embarazada, con el frunce de brazo y antebrazo acribillado por la aguja hipodérmica que no deja lugar a dudas, se desangra en un sos que ni siquiera le es posible anunciar más que débilmente, algo como un maullido de pobre gata. ¡Ah!, le sale a uno sin querer, y eso es todo. 



¡Eh!.- 


   Me da por hacer la frase: 'La mentira del cine me pudo más que la verdad de la vida'. Viene ahora la evocación, y sigo: 'por ese motivo, me refugié en los lugares oscuros, en las salas de cine en las que reinaban las sombras y una única luz en turbión sobre la pantalla excepto los tímidos fanales que servían para dar con nuestra localidad o para salir afuera que era como la tijera que corta la vestidura de la ficción y el frío y la hostilidad de la vida toda mientras ahí dentro, en nuestro amado infierno, nos entreteníamos tan opíparamente con las historias fantásticas ya realizadas y las reales fantásticamente falsificadas, recoveco íntimo, lugar idóneo en cualquiera de esas salas para que un joven sin ambiciones, inerme ante las híspidas crueldades de la vida nunca comprendidas, se encerrase en su caparazón, y, desde debajo de él, extendiese su programa de negaciones a lo real, daba lo mismo a todo que a nada. Fue ésa, una manera de enfocar la vida desde la niñez, y los adictos del cine sabrán qué difícil era sustraerse al encanto de esta droga, cómo las imágenes no cesaban nunca y volvían a proyectarse en el sueño, en la comida, en las relaciones familiares, pero sobre todo, en lo íntimo más sensible, allá donde la bestia cinéfaga se refocilaba en sus sueños, ¡bendita (o, maldita) mentira! Hicieron falta muchos años, muchos sueños, muchos delirios, muchas indolencias continuadas para que esa adicción al cine fuera menguando, quizás perdiéndose no se sabe dónde, sí seguramente en ese pozo grande donde acaban todas las frustraciones, todas las quimeras, también todos los miedos. A la edad senecta -me dice el amigo Ramón en un diálogo ocasional en plena calle-, se topa, dice, con un encanto añadido que no consiste en otra cosa que en ir viendo cómo las nuevas generaciones hacen las mismas tonterías que nosotros hicimos. Un amargo encanto pues, un envenenado encanto en caso de que encanto fuere aunque más bien certidumbre y consternación de lo fútil que es la vida en su natural decurso, en su proyección y seguimiento año tras año hasta llegar a esa (ésta) cima de la senectud en donde todo se empieza a ver de otro sesgo, entrando yá con paso firme en ese tiempo prometido en el que lo que antes se veía en sombras se vé ahora con nitidez, la caverna platónica dejada atrás, a espaldas si así se quiere entender. Faltaba, acaso, que alguien me dijera entonces:' ¡Eh, que no es por ahí!'. Y dejarlo. Nada más. 



¡Ooooh!.- 


   Se dice que fueron mil, alguien los contó, que profirieron esa exclamación al enterarse de que El venía. Acudía, claro está, a recibir el sahumerio de las gentes, a aspirar el humo del incienso aunque los pebeteros arden siempre bajo la peana de los dioses y ellos debieran estar ya hartos de humo. Pero habrá siempre llegadas, como la del ángel a la piscina probática, que hacen mover las aguas y se hacen milagrosas. Abrir la boca, ya se sabe, es de papanatas, pero la enfermedad se agrava muchísimo cuando la boca es un buzón que se abre ante una fruslería que algunos lo llaman glamur, que viene a ser lo mismo. Pero de lo que pueda ser o no una fruslería seguro que no lo saben bien los boquiabiertos. ¡Ooooh, los boquiabiertos! 



25 – IX - 07