martes, 8 de febrero de 2011

Tres caras



   Como es costumbre, entre el Viejo y el Nuevo año, se me representan caras de las que elijo tres. La más orgullosa, la del ahorcado, la soga al cuello, el prurito que puede ser ejemplo de estética moral de no dejarse tapar los ojos, al fondo las palabras, de perecederas resonancias, del festín de Baltasar, Mene, Tequel, Parsín, que ni siquiera hace falta que Daniel nos las interprete. Lamas vidriosa, la del boxeador sonado que creyó, iluso, que bastaba con sonreír al adversario y, en cambio, se le quedó cara de pasmo. La más compungiva la de una madre, tan ciega que veía con claridad el naufragio total de la esperanza que para ella residía en su hijo, ahora destrozado por una máquina asesina infinitamente más ciega que ella misma. Tres caras que, en este caso al menos, pueden hacer buena la incierta teoría de que las imágenes valen más que las palabras. 



El orgulloso. - 

   Se trata de saber dónde, en qué lugar del cuerpo humano, se aposenta el orgullo, que no creo que coincida, en todo al menos, con ese pecado capital que aprendimos de Astete, don Gaspar, que lo enumeraba como el primero de la lista, es decir, la soberbia, una ideal imagen como de serpiente cobra, la cabeza siempre alta, retadora. El problema de la ubicación del orgullo en nuestro cuerpo, se me aparece como anexo inevitable de esa imagen de un antaño poderoso individuo colgando de una soga que se anuda a su cuello, una cuestión de señores de horca y cuchillo como se decía en tiempos pasados supuestamente más bárbaros, pero que pervive aún, como se ve, aun desaparecidas las cenizas del mítico juez Lynch. A deducir de esa última imagen contemplada, la ubicación del orgullo que puede estar, como siempre hemos pensado, en los ojos, pero haciendo que éstos sean fanales de un pensamiento fanático de sí mismo, del que creyó, nunca se sabe por qué, que se es distinto y superior a toda la fauna varia que conforma la tierra. 



El iluso.- 



   Duelen los golpes pero peor es la secuela que dejan. El que nació escéptico, está menos expuesto que los crédulos a las frustraciones inevitables y, por eso, a algunos nada nos sorprende. Más aún, el escepticismo nos puede ser manantial de satisfacciones. Ya, para cuando ocurre el percance, se ha alcanzándola inmunidad. Dicho esto, habrá que seguir diciendo que entiendo que escuchar a un iluso soltando sus azucaradas deyecciones mentales puede enfermarnos, es cierto, Puede hacer que la náusea se nos vaya subiendo desde lo más hondo y denso de los jugos gástricos y que la vomitona nos inunde. Pero, qué regodeo de revancha cuando al poco tiempo le escuchamos a ese piante pájaro de alegres gorjeos cantando la palinodia, su perorata de optimista sin remedio hecha unos zorros, atravesada su perenne sonrisa en boca de oreja a oreja por la línea gris del desengaño, un sabor amargo como nos parece adivinar que sentirá en sus papilas y algo como un desconcierto grave en sus erráticas pupilas, el síndrome del boxeador sonado mientras baila, ante la alcachofa mediática y su angosto, cuadrilátero, su baile de fracasos mientras su contrincante es como el mosquito inencontrable zumba que zumba, que resulta que no estoy describiendo el trazado en el aire de las líneas de un perfil imaginario sino tan real que se sabe que, durante mucho tiempo seguirá persistiendo en las páginas de las publicaciones; que, cuando el apóstol de las teorías imposibles baja de su cátedra de despropósitos puede sentir envidia por la desenvoltura de ese charlatán de los congresos al aire libre y ante la multitud de curiosos en la plaza pública y a quien le importa un rábano que le hayan escuchado o no ya que él vertió sobre el apresurado u ocioso público su pensamiento más o menos iconoclasta o más o menos ortodoxo o hetero (que los hay de todo tipo), y lo que hace al final de su discurso es empaquetar su lengua y su caja de verborreas, bajarse de sus bancos-peanas, componer la figura, subirse los pantalones que se le bajaron unos centímetros con el fuego de sus ideas, ponerse su chaqueta o chaquetón de errante bohemio y encaminarse a su retiro. Pero, en parecidas circunstancias, otra es la estela del iluso fracasado a quien se le ha quedado cara de panoli y sus anteriores palabras son pelotas de pím, pam, pum que le botan y le resuenan en el frontón de su memoria, mientras como en tinieblas, va oyendo como sonajas de nuevas mentiras con las que tratar de embaucar nuevamente a los incautos, que es ardid de quien pudo creer que los demás eran tontos y que desde su lujuriosa vanidad es posible que lo esté creyendo todavía, que es que, cuando se es así, la cosa no tiene remedio. ! 



La ciega.- 


   ¡Me quiero ir juntito contigo, "m'ijo' lindo'!, dicen que decía. Mejor, dicen que lloraba, Pero ni siquiera hacía falta asomarse a sus palabras. Bastaba con mirar hacia sus ojos, comidos por una enfermedad genética, opacos a toda luz de mínima esperanza, más ahora, cuando la última se le esfumaba encerrada en una caja que dejaba ver su cara apagada, que la muerte no tolera que ninguna víctima suya ni mínimamente resplandezca. Mejor asomarse a sus lágrimas, sobre todo. "Ojos hay para sólo llorar', decía aquél verso de poema desconsolador, uno de los más, vertido como un cucharón de plomo hirviente sobre la condición humana. Lo ocurrido en la 
T-4 de Barajas tiene las características de una de las más sórdidas crueldades que es posible imaginar. LaT-4 es como cubil de aeropuerto donde se reúne más que el turismo la / inmigración, la pobreza más que la abundancia; sea dicho todo y sin ningún ánimo de discriminar, muy al contrario. Que la serpiente ponga ahí su estallante huevo, ya es maligno, ya es maldad reconcentrada por principio, que siempre es lo más vil, por menos peligroso y más abyecto, pisar y victimar al humilde. Con todo, la ceguera física puede resultar menos cruel que la psíquica. A la madre, ante el féretro, se diría que no le duele tanto su ceguera física como este penar de sus ojos del alma que le hacía recitar, espontánea cual ninguna, la oda de su desolación suprema. En su aldea de San Luís, parroquia de Picahiua de la provincia de Tungurahua (Ecuador), descansa el cuerpo -trasladado tras el responso que ahí, en Torrejón, dicen que hasta se le quiso negar como se le negó a sus gentes la presencia de los que, por su simbólica autoridad, pudieran darle quién sabe qué consuelo-, de Carlos Alonso Palate, hijo de Basilia Seilena, cuya imagen doliente supera a la más dolorosa compungida que pudo aparecer en televisión, de corazón apuñalado por la crueldad más abominable. Acaso valdrían también para su hijo, como para la otra víctima suprema, Diego Armando Estacio, ecuatoriano igualmente, algunos trozos del" Réquiem' que José Hierro escribió por Manuel Del Río, natural de España. Por ejemplo, que es una historia con pobreza y trabajo y que termina en una caja mortuoria. Y, que, 'Vino un día/ porque su tierra es pobre. El mundo/ Libérame Dómine es patria. RIP. 



En penumbra



Un, llamémosle procónsul (que lo digo por el sentar conjunto más o menos en conciliábulo o cónclave con otros de su misma laya y en tiempo limitado que era el pánico hervor de todos los procónsules de la pax); un procónsul, repito, de la Iglesia católica apostólica romana/ española (que es exigible la matización en momentos como éstos en los que la variedad de creencias, cultos y latrías y de nombres de lugares diría que nos desborda); un procónsul, que requerrepíto, prímus ínter pares (por supuesto), ha elegido acertadamente un término en la rica floresta del diccionario RAE y del común decir, para indicarnos dónde estamos, o cómo estamos, o en qué estamos en esa bandeante travesía del proceso de marras, que, en el hampa político, si para algunos, más o menos siempre han pintado oros, ahora parece que puede ser oro desteñido o quién sabe si solamente oropel, mientras que para otros, lo que pinta es bastos o hasta espadas. Una situación idónea para utilizar ese término del procónsul antedicho que además no puede tener mejor evocación que en el ámbito de los edificios más eclesiales, vale hablar de las antesalas donde se va notando su presencia, cabe la ermita de adornos florales silvestres a la que llegan los cánticos, silvestre! también como era de esperar; la iglesia del pueblo que suda los sudores del cerviguillo de sus feligreses; o, la catedral, tan envanecida de las riquezas de su fábrica arquitectónica si no de otra cosa. El término, digámoslo ya aunque el posible lector lo habrá adivinado, es "penumbra', una palabra que nos coloca, diría yo, ante un auténtico encaje de bolillos, que se el encaje indica precisión, el bolillo nos trasvuela al campo de las maravillas, ese edén que vivirá mientras lo soñemos ya que en nuestra capacidad para el oneirismo se halla su único soporte. La penumbra, que es como media luz que poco promete, como un entre dos luces, algo corno el titilo en el limbo entreverado en el ser y no ser, es, sin embargo, refugio y efugio para almas temerosas* para las que sintiéndose heridas de luz se adscriben a entornos grisáceos, como gafas negras tan proclives a piraterías femeninas a pesar de que tanto delatan, un como gato negro en la atardecida que se confunde con una sombra, simple fantasma. Y, como era de esperar, más que de temer, en timbra nos ha dejado la penumbra, que al escribirlo y al recitarlo, se sienten como goznes plagiados, un como canto de funerales que como mejor les cae a las elegías es la rima aconsonada, que se sale al campo y se observa el horizonte penumbroso, el mar en procela (que es coloración de algún grado en la densidad distinta de la de penumbra), las estrellas como caedizas porque al aprendiz de pirotécnico le estallaron los fuegos en las manos y se armó el triquitraque, tanto puede la resonancia de la rima. Queda aún la longitud o latitud de la preposición que es como la de aquella duda barojiana, duda preposicional de cómo andar en zapatillas, de si "en" o de si "con", que exigió hasta la intervención del mismísimo Ortega y Gasset, don José. 



Con amore.- 



Probemos con el con que puede ser adminículo como maleta que el malo de turno lleva al escenario de sus fantasías. De cuando leía yo novelas policíacas sin descanso -que aquel tiempo que parecía eterno y todo lleno de orillas de ocio quisiera tener ahora-, recuerdo una de particularísima trepidación de un singularísimo autor, el canadiense Frank L.(ucius) Packard (1877-1942), creador, sobre todo, de una criatura literaria inolvidable, Jim Dale, o "El sello gris', o "Larry el Murciélago' (que todos estos nombres y sobrenombres usaba). Sin embargo, y dejando aquí mí homenaje testimonial a este personaje que tan indehiscentemente soldado ha perdurado en el nudo de mis meninges, de lo que pretendo hablar ahora es de otro título suyo, Con amore' (Editorial Letras: Zaragoza, 1937), que no sé por qué circunstancias yuxtapuestas, se me viene a la mente al hilo de estas letras que voy escribiendo. "Con amore' era la fórmula exquisitamente burilada y maldita que, también en penumbra, como las pinzas del alacrán bajo la piedra aleve, usaban los mañosos para cercenar el gañote de los mensajeros a los que se les proveía de ese pasaporte hacía la eternidad no sé bien si clamorosa o silenciosa, o cabe las dos propuestas al mismo tiempo, un caballero de los cuentos de antaño que viaja con su arma presta para alancear enemigos que pueda encontrar en su carrera y, sin embargo, el enemigo está dentro, nos socava desde las mismas entrañas (que esa es la clave en la que no se repara lo suficiente), todos caminamos con el "con amore' escrito por Nicolás Capriano, gángster aposentado en el inmóvil sofá de los años pero la memoria ayuda, a su viejo compañero de gang Dago George para eliminar al mensajero, que, en definitiva, todo consiste en matar al mensajero para que la odiosa noticia no nos abochorne, que el bochorno, ya se sabe, con los poros todos del cuerpo inhalando la peste de las mutuas complacencias innobles, es siempre peor que la muerte, siempre. Escribía aquel judío, uno más de la diáspora semítica alemana ante el empuje nazi, Franz Werfel (1890-1945), autor de una novela "La canción de Bemadette' que desde el libro y desde la pantalla, con la ayuda de "la piadosa Jennífer Jones" batió récords de lágrimas en las mejillas de multitudes sentimentales, y de aquella otra, sin duda más excelsa literariamente, "Los cuarenta días de Mussa Daghs': escribía, sigo diciendo, en el epílogo de un relato breve titulado "El culpable no es el asesino sino la víctima' (y que, también es aprovechable), un aviso tan poco tenue, que parece que estuviere escrito a brochazos y que dice que" ¡Guardaos de los sueños de los encorvados, pisoteados, torcidos, chistosos, sedientos de venganza cuando venden sueños como actos creativos'!', que escrito y leído tal cual, sólo queda aplicarlo donde convenga, cosa nada difícil. 



El desprecio.- 

De los delirios de los alzheimeres, se dice de, cómo en ese trance, se llega a acordar más de lo más lejano que de lo más próximo, que debe de haber pocos afectados de esa patología se piensa, cuando se hinca con la memoria como lo estamos viendo, más en la posguerra (más cercana), y menos en la anteguerra (un poco más lejana), que entre estos dos contingentes se está presentando uno de los últimos frentes de la guerra peninsular, que, de seguir así, será una nueva refundición de Ja guerra de los cien años, guerra de entierros a pelo ahora y de esquelas. De todas formas, se quisiera poder colocarse, una vez más, en la penumbra de todo, en esa luz entre luces que media entre amor y odio, que, al llegar a este punto en nuestra meditación orbicular (que también la memoria es redonda, y su examen), que. en todo caso, no se sabe bien si para vivir, pero para sobrevivir, acaso mucho más útil que el odio y el amor resulta serio el desprecio. 

El sexto sentido



   Creo que fue W. Somerset Maugham el que escribía, no me acuerdo dónde, que el dinero es el sexto sentido, sin el cual no se puede disfrutar de los otros cinco, y es algo que debía de saberlo muy bien, ya que ganó sus buenas sumas con las obras que salieron generosamente de su pluma, que paseó por el mundo entero su fama de triunfador con incursiones de sus personajes por las pantallas, y se retiró, ahíto de glorias y de tesoros como un pirata de buena fortuna, allá por donde en ese tiempo de ese siglo se atrincheraban de toda incomodidad los grandes triunfadores, es decir, en la lujuriosa (por lujo y por lujuria, por supuesto) Costa Azul donde se escribían todas las páginas cuché de la época (donde también el nabab que llegó a ser Vicente Blasco Ibáñez, muy lejano ya de 'barracas' y de "tartanas'), en el lugar denominado de Saint-Jean Cap Ferrat, nada menos que a sus noventa y un años, R.I.P" 

   Supongo que muy pocos, excepción hecha de los anacoretas y gentes de ese apoteósico vivir en el aire al que conduce el éxtasis de las creencias, podrán no reconocer la razón que le asistía a don William. Pero lo que ocurre es que, como sucede casi siempre en todas las grandes revelaciones, dejó de decir que, generalmente, los estados de riqueza a los que llega ese sexto sentido ya así configurado, se daban antes, al menos, a toro pasado, es decir, que cuando se llegaba a tener ese dinero, los otros sentidos servían para poco, que es que la vista adolecía ya acaso de algo más grave que esas cataratas que pudieran competir con las de Niágara y si en aquellos otros tiempos estuviéramos, sin los adelantos de la oftalmología y la benéfica intervención de la ONCE, estaríamos asistiendo a un renacimiento espectacular de los cantares de ciego, en cada esquina de los tantos feriales que ahora se prodigan, el puntero del ciego contándonos los escabrosos detalles del crimen consabido, un crimen claro está, de los que ahora se dan con harta frecuencia, el, de género, como se ha dado en decir, la impulsiva e incansable navaja hurgando en las tripas con las artes del sacamantecas que parece que es el que ha resucitado en tantas relaciones más o menos amorosas o desamoradas de las que hablan las morbosas pantallas, sobre todo. En lo que al oído se refiere, afortunadamente no tendríamos otro medio que el recrearnos exclusivamente casi en la música interior, que así se las arreglaba para bien de los devotos melómanos hasta el mismo Beethoven, y, en parecida decadencia se solaza el olfato que, para lo que hay que oler, y sin querer seguir las elucubraciones asesinas de Suskind, especialista en ese apartado, lo mejor es obliterarnos ante el hedor de sentina que tan ampliamente se percibe, que no sólo es en Dinamarca, querido Hamlet, donde huele a podrido. Queda, eso sí, el gusto en sus dos vertientes (tanto el espiritual como el físico, que, de lo primero, visto lo que sucede, se diría que el desplome ha sido universal, una zambullida en el mal gusto que es como un buceo en aguas abisales, y, en cuanto al material, pasa que, infatigable, busca la lengua aquellos viejos sabores que los más avispados promotores de productos alimenticios no se recatan de pregonar, digamos que "el caldo de la abuela', "la tortilla de mamá', "los dulces de la tía Anttoni, etc, y que, digamos como colofón lo de la teta materna', ésa que ha sido puesta últimamente en sospecha por un para mí indeterminado doctor a quien le leía hace poco que resulta ser que esa leche nutricia natural era la causante de casi todas las piorreas que nos aquejan insuperables, que hay que ver cómo se obstinan algunos en convertírnoslo todo en infierno. 

   Y nos quedaría, como último reducto, el tacto, que hay muchas cosas sedosas que tocar, ya lo creo, que la piel humana usa a veces de esos caprichos y la caricia es preclaro don para grandes voluptuosos, y se da en añadir aún otros pelajes quizás más sensuales tan bien defendidas por tribus ecologistas, pero ¿cómo privarle de su placer sensorial supremo del 'noli me tangere' (la gloria de Jesucristo resucitado en ascensión al Padre, Magdalena a punto también ella de transfigurarse ante la maravilla, que lo escribe Juan en su evangelio (20,17), que le dice Jesús 'No me toques, porque aún no he subido al Padre"), cuando hay veces en que también la intimidad quiere guardar mejor su solitariedad que su solidaridad y tiene perfecto derecho, y aún además, conviene saber y mucho, a quién tender la mano que es señal de amistad y hay quienes con su contacto nos ensucian de manera que no nos podremos ya lavar nunca. 

   La teoría del dinero, como casi todo en el mundo, es la de la redondez, y su fórmula última es el gasto, que, en los tiempos navideños en los que estamos, todos sabemos que se vuelve aún más redonda, más dispuesta a ir dando vueltas y más vueltas por comercios de todo tipo. Claro que hay quienes poco les importa ese gasto ya que lo inmensamente que ganan crea otra redondez específica bajo la que se resguardan, y de esa manera consiguen cumplir totalmente con el aserto de Somerset Maugham, ya que ganando ese dinero mayúsculo a temprana edad, lo logran antes de que se marchiten los otros cinco sentidos. Ocurre, por decirlo así, que todo en este mundo es redondo y bien lo decía Juan Villoro en un título, y lo decía confundiendo sabiamente el balón con el dinero que produce, que 'Dios es redondo' (Anagrama, 2006). La fuerza de su afirmación, está, creo yo, no tanto en ese ¡ooooooooooh! de la boca de las multitudes que se forma en los estadios, o quizá sí, una exclamación de redondos oes a quienes no se sabe quién dio en ponerles al fin esa "h" interjectiva que es como contenedor de ímpetus sublimes, que resulta que ese ¡oooooooh! labial de admiración se torna en dinero, en mucho dinero hasta el punto de que nadie pudo pensar que lo hubiera tanto en ese balón, en esa pelota, una mutación instantánea que, ya soltado el admirativo, se ve cómo el dinero fluye por todos los lados del estadio y va a parar el diosecillo que se mueve sobre la hierba o sobre la arena o sobre hierba batida o sobre lo que sea, que son varios los grifos de dinero abiertos por motivo de ese dios llamado deporte en sus varias manifestaciones ante una multitud que da más importancia al banal resultado de meter un balón, una bolita, en un determinado lugar que a cualquiera de los grandes descubrimientos que el ser humano haya podido llevar a cabo y los ha llevado muchos; que el dinero tiene la extraña afición de aposentarse en los que practican oficios inverosímilmente inútiles y cuya finalidad se borra inmediatamente después de que haya terminado el partido, que es verdad que todos más o menos estamos jugando en este mundo ese partido absurdo que nadie sabemos para qué sirve, pero que puestos a examinar nuestro inútil destino, esa nuestra pasión inútil que dijo el otro, pudiera decirse que sería posible dirigirlo más acertadamente.