martes, 25 de enero de 2011

Voces


En el fondo, todo puede ser cosa de  oír las voces, que, por ejemplo, no  sé cuáles hará falta oir para tratar  de un pacto con el   diablo en el que siempre se sale perdiendo y ni se sabe en  qué forma de susurros siniestros a algunos  habla, pero es que, cuando me enteré de ese  día tan clamoroso de la pasada semana de  lo del conseller y su viaje hacia la indecencia y hacia el ridículo, me puse a leer de  inmediato El Diablo de Papini, que sabía  que el florentino era ducho en demonologías y la ocasión bien lo merecía contando  con un encuentro tan como de aquelarre. Y  vi que decía el agudo Giovanni, que «ese ser  infame y sin embargo famoso, invisible, y  sin embargo omnipresente, unas veces negado y otras adorado, unas veces temido y  otras vilipendiado, que tuvo sus cantores y  sus sacerdotes» (que añado yo que qué gran  verdad cómo de ambos ha tenido a porfía,  oraciones y bendiciones y elegías de cantores populares con alguna vieja canción  usurpada y hecha carne propia), que debió  oír voces el conseller en días previos en poco  a las carnestolendas que son días de diablo según la vieja concepción del ritual cris­tiano fundamentado en la ascesis cristiana de la cuaresma, que era conveniente darse un garbeo por las tierras del Enemigo, que tiene sus preferencias para hacer sus apa­riciones, qué ésa es una parte incógnita de la geografía espiritual y carnal, de por qué hay andurriales que sin saber ni cómo ni por qué ni por dónde gozan o sufren de visio­nes mágicas o esperpénticas, que hay veces en que, dice el polémico Giovanni que «des­de las primeras páginas de la Escritura la serpiente es símbolo y encarnación de Sata­nás», que aparece unas veces con la cabeza aplastada por el calcañar de Eva y en don­de trata de hacer mordisco, que es conde­nación impuesta por Jehová en el huerto ' de Edén (desde entonces guardado por que­rubines), y allí estaban la serpiente y el cáliz, los viera o no los viera el conseller que fía su futuro a las voces y que parece que su capacidad de visión no alcanza muy lejos, que hablando de la serpiente, de la real que rastrea y de la simbólica que aún más espan­ta, tengo que contener mi imaginación que me lleva a su honda significación de la que habla Aleixandre, imagen de la sierpe, sím­bolo fálico y vaginal al tiempo, símbolo de muerte, renovación de vida y hasta de eter­nidad, todo lo cual es comentado a su vez por Valente en uno de los textos de su Pala­bras de la tribu, que aporta, asimismo, esa gran imagen de la poesía aleixandreana en Pasión de la tierra, casi de surrealismo teís­ta, de «la gran serpiente larga que se aso­ma por el ojo divino», imágenes, recuerdos, lecturas, símbolos, que cerrando este capí­tulo de complacencias de la memoria, sería muy conveniente, me parece, no seguir más hablando de ese juego de marionetas y, decir, si se puede, que lo dudo, que así acaba, supongo que sólo por ahora, la fábula del conseller y del Enemigo que me parece que es bueno que se supiera para presentes y futuras generaciones de cómo el virus de la estulticia es fácil que prenda cuando la mente se deja ganar por el orgullo.

Dickinson. Pero en el fondo todo puede ser cosa de oír o no las voces, que de las voces que algunos grandes oyentes escu­charon pudieran escribirse, y de hecho se han escrito, larguísimas epopeyas, histo­rias curiosas. De voces impelida, día tras día y por varias veces a la semana, como dijo ella misma, salió de su jardín, aquella Juana, doncella de Domrémy, que se trajo su juego bélico entre franceses e ingleses allá por el XV, aunque no hace falta irnos tan lejos en el tiempo, que de voces horrí­sonas o taladrantes, o graves, o de seises, o claras de piano o fatigadas de saxo, de voces de razón o de insania parece que se nos llenan los oídos de continuo, y, acaso lo que se busca es una región silente o em­brujada de susurros gratos, húmedas reso­nancias, piar de pájaros y sinfonía de voces como en un «bosque animado» al estilo del de don Wenceslao, voces taumaturgas que pudieran driblar ese reci­tado de la Dickinson que dice que es que morir nos duela tanto, es el vivir lo que nos duele más», que puede ser que sea retornelo para una canción de suicidas.

Unamuno. Pero de voces a las que se fía el futuro pudieran citarse historias mil de una serie de personas, de ritos fami­liares en los que la Biblia reposaba como única Libro en la casa y al lado de la cama para mejor dirigir los actos más elementales de la Vida, el nacer y el morir, por un ejemplo, Y si recalamos por esta vía, quién sabe sien los peregrinos Maryflower como poco, que fiaban todas sus decisio­nes a apertura de la Biblia y a su comienzo de página, se me ocurre escoger y por carambola al corajudo bilbaino Miguel de Unamuno y Jugo que. confíando en el azar, se vio en trance de hacerse  cura y no se sabe todavía qué campana le  salvó, que recuerdo haber leído en mi texto de Carmen Bravo Villasante, Biografía   y literatura (Plaza & Janés, 1969), aquel :  trozo de una su biografía La vida de Don  Miguel, de Emilio Salcedo en donde se  cuenta de los accesos de misticismo que  en su juventud tuvo y, cómo un día después de comulgar, fió su futuro a su libro  de misa y lo primero que leyó fue: «Id y  predicad el Evangelio por todas las naciones», que le produjo una inquietud honda y lo interpretó como mandato, y volvió 1  a escarbar otra vez, en otra ocasión y en  el mismo libro, y le salió, el San Juan 9,  27, «Ya os he dicho y no habéis entendido  ¿Por qué lo queréis oír otra vez?», que ya  resulta definitivo, aunque ni por esas, que  cuando actúa la razón, se da cuenta de que  muchas voces fueron pronunciadas no  sólo en vano sino en su propia contra,  como el conseller ya habrá anotado, se  supone, para estas horas, y como ni Juana ni don Miguel podrán ya anotarlo.

Onfalia


De su estancia en Birmania escribió George Orwell aquella breve  narración de Cuando tuvo que  matar al elefante, estableciendo de esta manera, mentalmente, su trípode  de la libertad que resulta ser un símbolo  adecuado, una emblemática versión de la  cadena y la medalla, que escribía Orwell  que «cuando el hombre blanco se vuelve  tirano es su propia libertad la que destruye».

El escenario que se buscó lo llevamos  tatuado para siempre en la memoria. El  grupo de los birmanos que le miran y esperan su actuación, que él es el actor que ha  de oficiar su ritual de sumo sacerdote; el  elefante, que está entre ellos, entre los birmanos y Orwell; y, sobre su memoria y su  conciencia, el pájaro fabuloso de la libertad que por un momento se queda sin saber  donde parar, se ha alejado en vuelo desconocido y vuelve a planear sobre su cabeza     y los birmanos le miran y el elefante le mira   y no sabe qué hacer y tiene que matarlo. Es  una situación en la que un hombre se ve en  la obligación de mantener el tipo y ahí está  la indefinida definición (un oxímoron con  el que tantas veces nos topamos) de las cadenas y la medalla que se llevan al cuello, que  habría que preguntar y no habría respuesta,  acaso, de qué se ha vendido si no es ven-  derse del todo; qué, entregado, si no es  entregarse del todo a los manes tantas veces  infames de la tribu para que esas medallas  pendan del cuello o del pecho, y que, ante  el espejo irradien luces tan asquerosas que  hagan apartar la vista de su propia podredumbre que será lo que en el espejo se contempla."

Heracles en Lidia. Escribió Rubén   aquello tan inolvidable de «Nada más triste que Titán que llora,/ hombre-montaña encadenado a un lirio», que nos remite a cualquiera de las muchas pinturas que sobre el mito de Heracles y Onfale se realizaron, el semidiós más poderoso que se vendió a si mismo como esclavo a la reina de Lidia por tres años y se pasó ése su tiempo de esclavitud vestido de mujer, con pulseras y collares que le transvestían su imagen original, mientras que era ella, Onfale, la que llevaba la clava y el arco y la piel aquella que le fue arrancado por su manos al león de Nemea.

Estar Heracles a los pies de Onfale es una  imagen que han querido presentar como  la del patetismo insuperable grandes artistas siendo, sin embargo, escena tan corriente en la vida diaria. Porque esas pulseras, arracadas, collares, colgantes, preseas que a Heracles se le pueden ver cuando está a los pies de Onfale, son el precio de su autoventa.

Que, ¿quién es Onfale? Nada más fácil  para saberlo, es decir, colocarse frente al  espejo y mirarse la zona del ombligo y escuchar los rumores de la etimología.

Medallismo. El medallismo, que es vieja enfermedad de la especie humana, está
contenido y expresado en su espíritu, sobre  todo, en los orondos pechos de dictadores  y mariscales luciendo su rico panorama de  dijes, cruces y encomiendas, que ni siquiera sus anchísimos pechos pueden albergar.  Sin embargo, el mayor aprecio al medallismo y el mayor desprecio al esfuerzo personal para lograrlos, creo yo que está en  los estadios donde el atleta no ve nada más  que el brillo de la medalla, no ve, mientras  corre, otra cosa que ese fulgor, seguramente  ni siquiera, como nos lo dijera Alian Sillitoe, el reflejo de la venganza, su revancha,  un alcanzar la bóveda -¿cóncava o convexa?- del cielo, mirando de qué manera el  techo se apiada de sus ansias y puede succionaio a la gloria o desecharlo como detritus.

Aquel soldado de Milciades (¿llamadp Filipides, acaso?), corredor solitario del maratón fundacional, ni siquiera pedía una medalla, ni siquiera el aplauso de sus conciudadanos, sino posiblemente, no otra cosa que una mirada, ni siquiera una mirada complicadamente comunitaria como la de esos ¿celos de algunos Insectos que se parcelan en el asombro y que se reparten en gajos de miradas, en espejuelos que irradian su estupor y desconcierto, ojos de entes entre la inocencia y la gloria que es la ima­gen fotográfica del atleta sudoroso que logró tocar la esquina del cielo, sino una mirada y otra y otra hasta formar montón, y en ellas se redime; mirada que lame toronjas de gloria porque las tropas de Darío han sido vencidas y ahora mismo ya suenan las fiestas.

Oro al cuello. A mama le gustaban mucho las medallas. Las de oro, precisa, mente. En cuanto vela que nuestro enclenque cuello podía con la cadena, que nuestras manecitas ya no eran tan incierta mente móviles como las del bebé que la agarraba y la tiraba con fuerza hasta rom­perla, iba a donde el joyero y encargaban la  medalla con el santo de nuestra devoción, nos la colgaba como marca de fábrica y nos llevaba a donde Figurski. que era un señor polaco que tenía un estudio fotográfico que debía parecerme a mí como un pasaporte a una pequeña disneylandia, con un techo replegable que permitiera sacar fotos con luz natural, con Infinito numero de juguetes para mejor ocupar la atención de los niños y sorprenderlos en ese momento de ensimismamiento que todos los niños presentan en ese momento determinado en que se les asoma el alma, que ahí se con centra, precisamente el arte y la buena mano de un buen fotógrafo, fotografiar el alma de un niño, ¡qué maravilla!. Seguramente una razón, imbricada con la mater­nidad, hizo que mamá quisiese prolongar su onfalismo a través de la cadena y de la medalla como todas las madres, poco más o menos.

Pero, a pesar de todo, mamá nunca con siguió que este hijo suyo llevara la cadena de oro al cuello, que no se sabe por qué, des­de su metahistoria seguramente, le Ilesa ba al niño rebelde que fui, no se sabe que resabios de libertad claudicada con esa Imposición pendular en el cuello, que aca­so, sin haber leído nada ni nada haber oído aún sobre el coro de los encadenados, ni haber sentido nunca el husmo delator de las sentinas de los barcos negreros en sus navegaciones infames, había como un peso de no se sabe que mutaciones genéticas que me advertía que era importante, pienso, no crear uno sus propias ergástulas. que lo digo aquí en éstas que son a modo de memorias de mi tribu y que las agavillo como tales, y sigo diciendo que a las medallas como a las flechas y lanzas y tiros, hay que mirarles su procedencia "su made in" su marca de fábrica, su label como dicen hasta  los euskobritánicos)."su made in" su marca de fábrica, su lábel como dicen hasta los euskobritánicos.


«Por nascer en espino/ la rosa yo non siento/ que pierda,/ ni el buen vino/ por nascer en sarmiento.,,», decía aquel viejo judío castellano, don Sem Tob. tan cargado de pesadumbres por ser Judío y vivir en la Castilla antisemita de su época. Ni a la rosa ni al buen vino, es verdad, es preciso mirar su nascimiento, pero sí a las medallas que importa mucho de dónde vienen, que seguramente nos vendrán tantas veces, de donde empezamos a putrescernos, que miramos al espejo y ¡ay, Dios, con lo que nos encontramos!

Donjuanes


De la decadencia del macho ibérico hay muestras rotundas en algunos de estos donjuanes de importación que, en la actualidad, están arrasando la geografía sentimental de España. De Cuba o de Argentina, de Italia o de los Balcanes, etc..., su verdadera procedencia hay que radicaría en la pantalla televisiva desde donde irradian seducción y embrujo, conscientes de que más valen unos pocos segundos televisivos que una buena estocada en el corazón de su contrincante amoroso, que un mirar suyo desde ese medio puede hacer estallar corazones femeniles. Serán, acaso, donjuanes de pacotilla, de un estilo o modo de ser que acaso los hace impresentables, pero poco importa. En última instancia -Don Juan y el diablo lo saben mejor que nadie, lo único que tiene verdadera importancia es el logro, y si la presa, acaramelada, cae en sus brazos; si los suspiros, pasionales, estallan en la boca de la enamorada; si se habla de Don Juan y se ensalza su figura y se cuentan por menudo sus aventuras, sabe el burlador que lo que le interesa ya está conseguido, que es ese goce de vanidad la que más le adorna y le impulsa a aventuras fantásticas.

La cordialidad. Va ascendiendo pues, de manera notable, el número de donjuanes de importación y lo que a cualquier per­sona medianamente investigadora se le ocu­rre es tratar de hacer un poco de historia, de cómo pudo empezar todo y en qué ha venido a parar la mítica y legendaria estir­pe de Don Juan Tenorio, a pesar de lo que, en abierta oposición opinaba Marañón, defensor a ultranza de su más que ambigua sexualidad que, en este punto, cabria tam­bién hablar del Tigre Juan, de Pérez de Ayala o del Nada menos que todo un hombre unamuniano. Ahora pudiera ser llegado el momento de la revisión, ahora que arra­san en los terrenos de la mafia mediática en la que damas y caballeros de fortuna han optado por ser cordiales, es decir, por dar al corazón im lugar preclaro en la armó­nica desarmonía de este mundo de monstruitos como renacuajos que nadan en la sucia alberca de los estudios televisivos que, en gran medida han contribuido a que esta fauna crezca. El corazón, que dicen que es un noble músculo y que a su latir está supeditada nuestra existencia, ya no es objeto exclusivo de los cardiólogos y de los avezados cirujanos que. con el bisturí en la mano, pueden abrir paso a la por las ateromadas arterias para que su sístole-diástole no se interrumpa, sino que es más motivo de recreo y de maledicencia, de dímes y diretes en los que el periodismo charlatán halla su grato, su cómodo, su bien retribuido asiento, mientras que los monstruitos, a su vez, habiendo vegetado en el líquido amniótico saludable y necesario, han dado en crecer y crecer, en nadar y nadar hasta arriba, hasta transformarse en monstruitos en forma humana o al revés, que demandan la atención de la masa y de su aplauso se alimentan hasta convertirse en bulímicos irredentos.

Hombre sin nombre. Hablando del macho ibérico, a lo que paradójicamente nos conduce el chequeo de este término es a un animal estéril, infértil, el mulo, hijo de caballo y burra o de asno y yegua, que. curiosamente hace pensar que pudiera aproximarse, en su intencionalidad o capacidad sexual, a la psicología del donjuán, cuyas correrías amorosas tampoco tienen ningún norte reproductivo, bastándole el simple goce venéreo mezclado a ese otro de relamida vanidad de embeleco en el que se regodea todo seductor. Pero no es del sufrido mulo del que hablamos, sino del actualizado sucesor de aquel burlador sevillano de cuyas aventuras se hizo eco, en primicias literarias, aquel fraile mercedario, Gabriel Téllez, más conocido por Tirso de Molina, inventor del primero de la gran saga de la donjuanía, extensa familia cuya raíz se puede citar pero que no habría lugar ni tiempo para hablar de sus ramificaciones. Y, en esa obra primera del Burlador Don Juan, se da, a mi entender, la mejor definición de ese personaje, cuando escribe Tirso, y lo pone en boca de Don Juan, la respuesta a aquella pregunta de Isabela, que inquiere: «¿Quién eres, hombre», a lo que Don Juan, contesta: «¿Quién soy? Un hombre sin nombre» y, en esa respuesta, no solamente se encierra todo el misterio de Don Juan, todo el enigma de su  personalidad, sino que se diría que hasta su biología, su genética, su eugenesia, hasta su radiografía hormonal y sentimental en caso de que hormonas y sentimientos pudieran radiografiarse. Es el estampillado indeleble del gozador para quien sólo cuenta fruir el zumo azucarado de ese momento presentizado en el que vive, que recuerdo aquella exégesis que Antonio Prieto hacía en una de las muchas ediciones de esta obra sin- gular (Edit. Magisterio Español, 1974), cuando escribía que «no se trata de un , nombre, sino de la entrega de una acción del presente, del goce en el instante, que partió de un concepto de vida renacentista y que descorre las cortinas del escenario barroco como una tentación para mostrar su engaño. Esa entrega presente (el hoy que vivo) como actitud no puede sentir el futuro (no admite el mañana que no es hoy) y sólo recuerda el pasa- do para fortalecerse en hoy».


Donjuanes de importación. En la actualidad hay donjuanes de importa­ción que han barrido la ilustre progenie de los donjuanes castizos españoles. Aca­so, todo comenzó con la llegada de aquel tren a la estación madrileña y el bigotudo cantor de Jalisco no te rajes, el charro mejicano más apolíneo cuyas canciones eran mensajes amorosos que chis­porroteaban en el corazón de las mujeres, se encontró con una abigarrada manifestación de éstas, lo que le motivó a decir aquellas palabras blasfemas en tierra de Don Juan. Pero, ¿es que en España no hay hombres?». Si aquella vez hu­bo quien, dicen, de un bofetón le cerró la boca, ahora el donjuán de importa­ción ni es tan voceras ni el indígena tan pagado de su hombría, a lo que, si aña­dimos la ayuda tan eficiente de las redentoristas que fomentan el trasiego dedi­cándose a rescatar donjuanes más o me­nos apolíneos en un ejercicio que algo puede tener de resto de prácticas del vie­jo comercio de esclavos, el resultado es el que se puede observar: una colección de donjuanes de buena estampa, seduc­tores de por sí y por su docto magisterio amoroso inserto en su saber del ínclito y latente misterio femenino, que alter­nan su jubilosa y seductora presencia con toda una variada fauna en la que se puede observar la gran riqueza de ten­dencias y matices que ha ido adqui­riendo el panorama sexual, que de las dos únicas alternativas que pudo tener en su origen ha ido desarrollando las complejísimas variantes que no cesan.