miércoles, 26 de enero de 2011

Un plan en Vitoria


Tener un plan, aunque fuese en Vitoria (no llamada entonces Gasteiz por casi nadie), era, en los viejos tiempos, un motivo de satisfacción y de exultación, y no de amenaza, como lo es ahora.
      Recuerdo que se cogía el tren ilusionado, entusiasmado, enamorado y que- daba un buen tiempo para el deleite mental, que también estaba prohibido por los inexpugnables diez mandamientos divinos o eclesiásticos, aunque en éstos se hablaba de los pensamientos «impuros» y los nuestros no lo eran aclaro que no, sino purísimos!- que lo que únicamente variaba era nuestro concepto de la pureza, qué le vamos a hacer.
     Se cogía el tren, digo, se sentaba uno en el duro banco que parecía como de galera turquesa de Dragut en Marbella -¡gracias, don Luis!, por la estampa del forzado-, y nos sumíamos en pensamientos blandos, dulces, opíparos, como banquete solamente de postres y de resonancias caseras éstos, el arroz con leche, las torrijas, el tocino de cielo... era toda una constelación de dulzuras la que nos acompañaba en nuestros arrobos y por abigarra- do que estuviere el vagón ninguna agresión dialogal nos molestaba, ni siquiera la de los fieros cazadores, especie de tartarines que con tanta gracia describió Daudet y que, como es natural en esta gente eran mayúsculos embusteros al hablar de sus piezas cobradas en anteriores gestas, y que era tal su sed de tiros que bastara ver un simple tordo en tierra o en vuelo para que, desde el mismo tren le cosieran a perdigones.
     Discurría así el tren en su itinerario por zonas fragosas y montuosas, a través de estaciones perdidas como de juguete, por alturas y gargantas, pero los que teníamos un plan, aunque fuese en Vitoria (no llamada entonces Gasteiz por casi nadie) parece que viviéramos en otro mundo distinto que así son las condiciones a las que nos empuja el enamoramiento, mientras íbamos en busca de la joven que prefería acudir a la estación a vernos llegar, con brillo en los ojos aun sin ayuda de lentillas, un cálido aura emanando de su persona (que así nos gusta pensar aunque sepamos que es mentira), bajándonos en la estación con pie aéreo, mirando hacia la única dirección en la que sabíamos que estaría, sin sentir siquiera el contraste de la sobria temperatura de la llanada que ya se sabe que a un corazón enamorado le sonríe siempre la primavera y la historia de la ventisca que nos contó Pushkin sola­mente pudo ocurrir en la Rusia de los zares y en sus estepas heladas.
     Era gran suerte, gran cosa, tener un plan, aunque fuese en Vitoria (no llama­da entonces Gasteiz por casi nadie) y no como ahora en la que no existe el éxtasis sino el miedo, existe solamente la ame­naza que es como una bestia informe y deforme, una masa que se hincha y ocu­pa todos los espacios de esta zona de tie­rra en la que tan sojuzgadamente vivimos, que si de siempre recordamos haber esta­do amenazados, cada día se agudiza esta presión hasta niveles difícilmente sopor­tables, aunque solamente sea por el aburrimiento que nos produce.

La amenaza incesante. No sé si es que nací algo paranoico, como casi todos, pero tengo la impresión de haber vivido siempre bajo la amenaza, una amenaza sutil en ocasiones y cargada de pesantez en otras. Las amenazas, en todo tiempo. han sido de todo tipo: de cuerpos y espí­ritus, opacos, transparentes, translúcidos, sacados, acaso, de ese maremágnum de seres que pueblan nuestras pesadillas y con trasvase a la vida real.
Primero fue, seguramente, la amena­za de mamá a la que no se le hace mucho caso, porque mamá, por ciencia infusa creo, sabe amenazar con ternura, con cari­ño, con rebasado amor, cuando dice que no hagas eso, que eso no se hace. La ame­naza de mamá es como un sendero por el campo abierto, a los lados hay hierbas sil­vestres, un matojo de musgos recubrien­do las piedras, la sombra de Caperucita, de Pulgarcito, de Blancanieves, abuelita, bruja y enanitos, elfos y hadas, bambis de mirada azul celeste, gnomos que guardan maravillosos secretos en sus casitas de hongos. La amenaza de mamá se pierde sendero adelante, hacia el palacio encan­tado, hacia la tierra del nunca jamás por el nunca volverás, ¡qué tristeza!
      Pero de repente, casi sin transición, la amenaza se vuelve torva, es como un tor­nado, un huracán, la peste que despide el Savonarola con brazos como aspas, son los días que parece que nunca se acaban de la simiente espiritual y ésta se esparce por medio de la palabra desde ese habitáculo insólito que era pulpito palpitante y ya esmero adorno en las iglesias pero que daba aposento a la voz, la del enviado del Ser siempre iracundo («no estés por siempre enojado, perdónales. Señor» dice el pue­blo que canta), la voz ungida de trémolos airados que nos señala con el dedo como el objetivo en el que tiene que hacer dia­na la venganza del Ser también torvo al que se le incita y se le excita diciéndole a ése, a ése, que, después de la larga nave­gación de tantos años por desiertos y bal­díos, por tantos lugares de desolación y de frustradas quimeras, uno se da cuenta de que lo que le mostraron con mayor insidia fue esa cara amenazante mientra se entonaban los tremebundos versos tro­caicos de ocho silabas del dies irae dies illa...
Pero el fluir de las amenazas, que comienzan con la dulce reconvención de mamá y nos esperan en la última esquina del camino con el Kempis abierto en el capitulo XXIV en el que nos avisa que 'en la cosa en que peca el hombre será mas gravemente castigado' resulta ser a lo largo de la vida un río constante de amena- zas con crecidas e inundaciones varias, pero que nunca remite.

     El plan obsesivo. Abrir una mañana cualquiera el periódico significa, simple mente, toparse con la amenaza en sus varias formas! amenazas medicales que nos avisan de las enfermedades que se asientan en el aire del entorno que nos hacen recordar aquella greguería de Ramón Gómez de la Serna que asegura que «al que se ha hecho una radiografía le ha penetrado una mirada de Juicio Fina», y se piensa aun sin querer pensar en los varios helores, el de la enfermedad y el de la muerte por un ejemplo, que pue­den ser como rejones que se nos clavan en lo más doliente y nos dejan ateridos; ame­nazas ahora que habíamos doblado hace mucho tiempo el cabo de Berbería y no son sólo los piratas del Prestige los que nos descargan la podre de sus bodegas sino que dicen que fulminarán a cien mil de entre los infieles (que quiénes no lo somos por estos pagos) que nunca podremos cre­er en las huríes del Profeta, amenazas, en fin, como la de algo tan tenebroso como un plan ideado o implantado en la mente de un obseso y que merodea sobre nues­tros cráneos con agobiadora y aburridora insistencia

Robinson


Su corazón se aferraba a la idea de seguir siendo hasta la muerte rey de su minúsculo reino». La frase está escrita, y subrayada, en un libro de tapa azul veteada de grises y blancos y rosas, como era el diseño habitual de la cubierta, a cargo de Enric Satue, en la colección Literatura Alfaguara de los años 80. Lleva el número 249 y como título Foe. Su autor, J.M.Coetzee, flamante Premio Nobel 2003 (como ahora ha sido proclama- do). Se trata de un breve libro (213 páginas), eminente por varios conceptos, pero, sobre todo, por el juego intraliterario o metaliterario que se trae. El robinsonismo es detalle placentero añadido. Los que sufrimos bajo el peso de la bota del robinsonismo agreste de ciertos 'jaunchos', sabemos apreciar estas cosas, cuando acaso vemos (o que- remos ver) ironía, epigramatismo, burla, en lo que no es, acaso, nada más que el leve vuelo de una mariposa o el zigzagueo de la libélula del donaire literario que pasa o se posa en las páginas que nuestras manos y nuestros ojos acarician despaciosamente.

Mahfuz, Xingjiang, Coetzee. Ya sé que lo correcto y cortés es hacer la vista gorda con el fenómeno Coetzee, que se me antoja a mí que, como en tantas otras oca- siones y con tantos otros escritores, ha resultado ser para algunos, como si la Academia Sueca hubiese optado por colocar arbitrariamente un autor a la adoración pública, a la manera como aquel tirano, (Jessler, colocó su sombrero en la plaza de Altdorf para ser reverenciado por todos y que dio lugar a que Guillermo Tell fuese encumbrado a la categoría de héroe nacional suizo.

No opino así, y, en todo caso, creo que la labor de la Academia Sueca, en la que tan- tas veces ha fallado tan lastimosamente, no es tanto conceder lauros a autores conoci- dos como descubrirnos y señalarnos a los menos conocidos, como últimamente en el caso de los Mahfuz o Xingjiang, etc..., ilustres desconocidos por el tiempo en que nos fueron mostrados pero que, después de conocidos, siguen siéndonos ilustres o has- ta ilustrísimos. Si no se da igual circunstancia que ante los dos citados en el caso de Cíoetzee es porque el sudafricano no era ningún desconocido antes de ahora que, por el contrario, ya tenía su vitola de más que estimable escritor en todo el mundo occidental aunque le pueda venir bien ser además premiado con este galardón. En todo caso, me parece a mí que la misión de la Academia está en hacer fijarnos más en el desconocido que en el conocido, pues que a éste no hace falta que nos lo presenten.

Deföe y Unamuno. Leyendo pues por aquellos viejos tiempos a Coetzee, y leída, creo que, con cierta intención o afán intuitivo y deductivo (y quién sabe si hasta in­ductivo) ésa su mentada obra donde se atre­ve a recrear la figura de Robinson Crusoe, creo que le sería posible a cualquiera como me fue a mí, seguirle en sus imaginaciones metaliterarias que me hicieron ponerme a subrayar, con intensa tinta roja, algunas memorables frases como ésta: «El hecho de ir envejeciendo en su reino insular sin nadie que le llevase la contraria había estre­chado de tal modo sus horizontes -¡siendo el horizonte a nuestro alrededor tan vasto y majestuoso como era!- que había llega- do a la convicción de que ya sabía del mundo todo cuanto había que saber».

Para el que no haya leído esta novela habrá que decir que la que asume el papel de la narradora es Susan Barton, hija de un francés cuyo verdadero apellido era Berton, que huyó a Inglaterra para escapar de las persecuciones de Flandes. La madre de Susan era Inglesa, y, como se ve, usaba un apellido levemente cambiado (aunque en la traducción por parte de Alejandro García Reyes del texto coetzeeano, se diga que 'corrompido'). Yendo al Nuevo Mundo en busca de su hija raptada por un inglés, de vuelta a Lisboa, desesperada de no haber podido hacer nada, tuvo la mala suerte de que la tripulación de su barco se amotina­ra, abandonándola a ella junto al cadáver del capitán, en un bote a la deriva. Bien podía decirse, como decía Susan en la nove­la de Coetzeee y aplicando una frase bra­sileña, que «el corazón del hombre es una selva oscura», que parece como si sincró­nicamente a la lectura de la famosa novela de Daniel Defóe, Coetze hubiese estado leyendo a Dante. Lo que sucede a conti­nuación pudiera compararse ron aquella entrevista que Don Miguel Unamuno sostuvo en Niebla con su criatura 'nivolesca' Augusto Pérez sobre los entes de ficción, condición a la que todos hemos sido condenados a ser en verdad, personajes de 'nivola' que no hemos sido liberados de salir de la niebla en la que vivimos sin «vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme» como se le queja a don Miguel su Augusto Pérez, que no Robinson Crusoe ante Daniel Defoe pues que se muere antes de que el buque mercante John Hobart que se dirigía a Bristol con un cargamento de añil y algodón, echara anclas frente a la isla, pero sí, en cambio Susan Barton, que llega a Londres y tiene ocasión de encon­trarse con el autor del robinsonismo, un encuentro tan felizmente metaliterario que nuevamente nos satisfará en extremo.

Conrad, Baroja, Jarry. Pero las que más me valen para este momento y hora, son esas frases subrayadas que anterior­mente cité por cuanto que me colocan ante esta incertidumbre que en este reino en donde tanto padecemos nos ocurre, que hay historias muy claras, de novelística fasci­nante, en donde se nos habla de hombres que quisieron ser reyes, a la manera de aquellos que se proclamaron reyes en leja­nas tierras como de algunas de las crea­ciones de Conrad o hasta de Baroja o de Alfred Jarry se infiere (dirigiéndose algu­no al «corazón de las tinieblas», y con per­sonajes como Paradox y Ubu en otros), pero la metaliteratura se nos convierte en dura lastima de nosotros mismos, en alarido y trémulo estertor ante los esperpénticos sucesos ocurridos en esta comunidad que no pediré que Dios la maldiga porque ya debe de estar maldita por todo lo que ocu­rre y va ocurriendo y es que a alguien se le metió en la cabeza optar a reyezyelo y la metástasis ha ido desarrollándose de uno a otro personaje como tumor de obsesión y así siguen entreteniéndonos a bufonadas olvidándose de tantas tragedias como han sucedido por pertinacias tan obscenas como detestables.

Como colofón de la lectura de Foe y de esas palabras por mí subrayadas en aquel tiempo (que me dió por pensar que eran y son muy indicativas a lo que tanto nos atañía y nos atañe), cabría hablar de un como concurso de fácil adivinación, el de intentar saber lo que tan en evidencia queda de a quién podríamos colocar ahora, y entre nosotros, el remoquete de Robinson, de tan aferrado como se muestra a querer ser rey hasta la muerte en su minúsculo reino.

El exilio


Albert Camus, una lúcida mente del siglo XX, nos sirvió su concepción del exilio en seis relatos, L'exil et le royanme, pero a pesar de todo, y según el recuerdo que de ellos tengo, no creo que recogen, más que en una mínima parte, el amplio panorama de los exilios. No, al menos, en algo similar al ruido de las maletas, que ya se sabe que, en algunas ocasiones, antecede al de los sables, y en otras, lo sigue, pero menos aún en el exilio como esperanza, que hunde sus raíces en una insufrible situación con la que es preciso terminar de una vez, quitarse de encima tanta monserga de tantos años y des- cansar de tanta chinchorrera politiquería con que nos estragan la mente y el gusto.

La situación, en última cadencia, ya se sabe que está en el suicidio, que es una apelación para decir adiós a la mentecatez ambiente, pero es una solución ante la cual la razón suele mostrarse absolutamente irrazonable que creo que es una situación perfectamente explicada desde los manuales de la psicología o no sé si de la psiquiatría, y se resiste a usarla y evoca los distintos trances por los que pasar que, como mínimo, no resultan ser muy cómodos y de ahí acaso el origen de nuestra resistencia. De todas formas, creo que el del exilio es un fantasma que muchas veces se hace presente, y tanto nuestra consciencia como hasta nuestra inconsciencia no dejan de pensar en él, que a mi se me antoja como el caso de aquel personaje de Iván Bunin que se compró un féretro y lo guardaba en su dormitorio, que no sé si lo dice o no el gran escritor ruso, pero sospecho yo que, como Drácula, dormía muchas veces dentro de él, es decir, todas esas veces en que rondaba ese fantasma antedicho y lo más razonablemente defensivo era adoptar el gesto emblemático del avestruz de enterrar la cabeza bajo tierra.

Las dos fórmulas. Aparte de la del suicidio, que puede ser solución inapta para pusilánimes, creo tener no una fórmula sino al menos dos, para dar remate a tanta tabarra con las que nos atosigan. Claro que las dos tienen que ver mucho con las maletas, con aquellas ya viejas maletas que saqué a colación hace algún tiempo -que reivindico que fui el primero, como lo pueden refrendar las hemerotecas- y que se pusieron tan de moda que no había ni político, ni comentarista de la ídem que no las mencionase, aunque sin pagarme los derechos de autor, no hace falta decirlo. Pero, de todas maneras, me parece que es conveniente siempre recordar algo de lo que la maleta ha supuesto en la historia Universal, en la historia de España, en la historia de todos los pueblos y de todas las gentes y, por supuesto, en este reducto territorial en la que tanto les cuesta dejarnos vivir en paz.


Un poeta británico, Edwin Brock, inclui­do en una antología de Antonio Cisneros (Poesía inglesa contemporánea, Barral Edi­tores, 1975), habla en su poema de cinco maneras de matar a un hombre, y asegura, con punzante ironía, que el método más sencillo, directo y limpio es asegurarse de que vive en algún lugar y dejarlo ahí, pero es que tampoco habla del método del hom­bre con la maleta que quizás es más atroz, del hombre a quien se le da una maleta para que camine, para que vaya haciendo jor­nadas no se sabe adónde, no se sabe a qué, hombre errante por caminos que descono­ce y que lo único que sabe es alejarse, irse yendo cada vez más lejos que es el señuelo que guía al que vive en determinadas zonas como en las que vivimos. De quien trujo esta situación mejor es que no hablemos, que ya se sabe que acaso es que se me per­mite decir una pequeña parte de la verdad pero no toda, por lo que es preciso pedir cierto discernimiento y hasta cierta intui­ción al lector.

De todas formas culpables hay muchos, de entre los que fueron maestros en el aban­dono y de entre los hábiles en la rapiña, y lo que es evidente es que no vale lamen­tarse de premuras y de excusarse diciendo que fueron inducidos a error, un lamento, un grito clavado en el fango de los arre­pentimientos que solamente pueden ser perdonados por Dios porque «ése es su ofi­cio» como decía aquel maestro en ironías que me Heinrich Heine, que puestos a recordar recordaríamos muchas cosas que a algunos les convendría no recordar.

La maleta. Tampoco es cosa de hacer una apología de la maleta, pero sí de decir que al menos para mí es objeto al que le guardo un recuerdo entrañable. De male­tas y maletines podría escribir todo un tra­tado y me extraña mucho que ahora que tanto se habla de viajes no se hable tanto de la maleta, que me parece que es que otros elementos viajeros, han optado por la mochila, y así les va. La mochila es impe­dimenta de explorador, acaso proveniente de esos muchachos que fueron educados como boy scouts según los mandamientos de Baden-Powell, muchachos exploradores que podemos encontrarlos en cualquier sitio, incluso hasta en pasajes de Indiana Jones.

   Pero, en lo que a mí respecta, otras han sido mis maletas, como aquel maletín que se me enreda en la memoria de los viejos tiempos del romanticismo y de las dili­gencias que los he vivido en la lectura de tantas novelas, un maletín de médico de familias o donde imagino que guardaba sus herramientas Jack el Destripador, de cue­ro revirado o hasta de cartón piedra si se tercia que se guardaba en una oculta ala­cena de mi casa y con la que inventé, de niño, crímenes terribles, y hay una male­ta que es la maleta de los tiempos pobres, la maleta que servía de asiento en los duros y traqueteantes trenes de la anteguerra, guerra y posguerra, maleta para ir de sol­dado o a la emigración, la maleta con la que escribió su libro reportaje de una España que se quedaba flaca de gentes, de pueblos vacíos, de «adiós, mi España querida» en las coplas de Juanito Valderrama creo, aquel escritor que se llamaba Angel María de Lera y que tuvo sus momentos de gloria literaria pero que es gloria tan efímera ésta, que ya quién se acuerda de Lera, quién de estaciones de tren abarrotadas con gentes que se iban a la Alemania del milagro eco nómico, a la Europa bella que el toro espa­ñol embistió como nuevo Zeus para dejaro la encinta, que me acuerdo ahora de que, con tantas cuestiones y tantas maletas y tantas referencias me he olvidado de poner aquí las dos fórmulas de nuestro remedio o de nuestra salvación que, pensándolo bien, pienso que es mejor que no las pon­ga, que, acaso, de esta manera todos podre­mos dormir más tranquilos que es de lo que se trata, aunque sí diré que son fórmulas que tienen que ver con el exilio, fórmulas de exiliarse antes de que nos exilien, una retirada a tiempo para que un dios justi­ciero, si lo hay, limpie nuestras moradas y limpias las encontremos a nuestra vuelta.