viernes, 18 de febrero de 2011

La escalera

   Con prologo en Londres, y llegada al día siguiente a Cantérbury, arrancó de nuevo ese monstruo anillado, ya languidescente, que, pese a todo, sigue llamándose, creo, el Tour, que en esos días primeros, me da por pensar que homenajea, para mí al menos, a dos figuras: a Geoffrey Chaucer (1340-1400), en primer lugar, quien corrió dignamente a la sombra del gran Bocaccio (1313-1375), y en cuyo honor me veo obligado a releer, ahora mismo, alguno de sus 'Cuentos de Canterbury'; y, a Tom Simpson, un hombre que intentó ser robot y se quedó a un lado de la carretera, mirando al cielo tan cercano desde su cumbre, y sin darse cuenta, seguramente, qué le había ocurrido a su portentosa máquina pedaleadora. He citado el término 'languidescente' al principio y ha sido porque creo que la languidescencia, casi sin excepción, suena a clarines proféticos, y digo clarines, que es instrumento taurino, y no atabales para darle ornato apropiado o conveniente a este preciso momento en que vivimos: el verano madurándose y con él, el calor, las fiestas, las muchedumbres al sol. Quería y quisiera decir, sobre todo, que el Tour, ya a estas alturas, está no pudiendo soportar esa calamitosa fiebre de denuncias de drogas sin fin; que van a la catástrofe de querer hacemos imaginar los arcenes de las carreteras llenos de fantasmas boquiabiertos que es que el hiperesfuerzo les dejó su carátula de agónicos tremendistas. 



El pan.- 


   Pero habrá que decir que todo es droga, hasta el pan, si bien se mira. 'La droga nuestra de todos los días, dánosle hoy' que dijo el chamán, y llevaba un trozo de pan en la mano, que ni siquiera el pan ázimo, pan sin levadura, pan del caminante que tiene prisa en ponerse a caminar, sino el pan que llega a obsesionamos, aquel pan, por ejemplo, de la posguerra que la mujeruca escondía bajo falda cabe la esquina de la calle y que no era la trotera y la callejera de ese tiempo que, por entonces, había muchas mujeres haciendo la calle pero bajo sus faldas, en vez del sexo a vender, había o una panadería o una tabaquería, y, de esta manera se vendía esa otra droga llamada pan que nos gudo obsesionar, la droga del obseso pues más que la del que se vuelve obeso, del panfílico pánfilo hasta que los panaderos nos enseñaron a decir que el pan no engorda que ni siquiera ese 'pan con pan' comida de tontos, que la mención de ese alimento por antonomasia nos lleva al fulgor recordatorio de los panes de la posguerra española, el verde botella de la harina de bellota, el oscuro de la de la algarroba, panes de todo tipo que la inventiva de la escasez nos ofrecía, alimentación de ganado en suma que acaso por eso andábamos tan rozagantes y magníficamente esbeltos, la pobreza de la vestimenta y los manjares y nuestra exultante sanidad en contraste. De viejos tiempos pueden sacarse lecciones de provecho y si en lo físico supimos mantenemos enhiestos (con la 'h' intercalada sirviéndonos de rodrigón y no de muleta) también en lo psíquico se nos aguzaron los ángulos y los acentos circunflejos de la experiencia, y la sabiduría de los siglos que es como chorro de la miel no sabemos en qué redoma guardada, nos asperjó para la vida que al mismo tiempo es la muerte, que a esta consideración de epitafio y de gloria me llevan estas dos eflorescencias de la actualidad más rabiosa que contaba en la parte primera de estos textos en dos fechas adosadas como lo son el Tour y los Sanfermines, que es aquí como todos los años sucede, en la 'Pampilóna urbs est antíqua et nóbilis', como me enseñó la' Gramática Latina' (Edit Aramburu, Pamplona, 1939) del Dr. D. Blas Goñi y el Lic. D. Emeterio Echeverría, donde la vida y la muerte se confunden como en una antinomia necesaria, como la planta saprofita del muladar que establece relaciones directas con la materia orgánica en, descomposición, que, acaso quién sabe si no es que viendo la fiesta veía la muerte, o al revés, aquel gran impulsor de la capital navarra en fiestas que fue Papá Hem, al escribir una de sus novelas más populares, que sí que yuxtapuso muerte y gloria, muerte y tarde, sol y aplausos, sudor y bota de vino, espadas y picas en ese otro libro suyo escrito a pie de tablas (que es a donde se retira el bamboleante navío del toro a morir que será siempre nuestra querencia, es decir, de los toros y cabestros qu¡e somos todos), su magnífica estampa de hombre para la clásica estampa de imprenta, aunque también pienso ;en ese brindis al sol que es ese su Tiesta' como se le vino a llamar en castellano para la posteridad a lo que en realidad, y año tras año, es puro y simple homenaje a la adrenalina. 



Arsaces.- 


   Abría pues yo esta mi reflexión con la memoria del Tour, sabiendo que en sus dobleces de carreteras a transitar, de cimas descollantes a subir, de descensos vertiginosos a salvar, están escondidos los gérmenes de la muerte y de la vida, ambas hermanas, que de ahí, a considerar que todo su devenir que a veces pueda parecer tan misterioso puede esconderse en los tramos de una escalera, media solamente un paso y bien corto. Porque escalera lo es todo en la vida, es decir, ascenso y bajada, y si alguna maravilla del mundo tuviera yo que escoger, me inclinaría por una que no figura en el catálogo (ni en el mundo, habrá que decir), que me decantaría por una escalera o escala que ocupó mis mas íntimos sueños (que, por más íntimos, también más preclaros), la escala de Jacob que, desde el lugar llamado Betel, ascendía al cielo y que compendia toda relación entre hombre y dios, desde las pirámides (soberbia de la piedra ascendente) a los teocalis sangrientos; desde babel hasta el zigurat; desde los megalitos prehistóricos hasta los ovnis, etc, etc. Sólo que, lo que en la vida, ocurre está en abierta contraposición con lo que en el Tour sucede, débeme yo mismo explicarme por qué, que mientras que en ello me entretengo, estoy seguro que se me descabalgarán otras insinuaciones de metáforas y arritmias retóricas, y es que ya me veo asomando por el entrecejo de las disquisiciones en las que tuvo que enzarzarse, supongo, aquel un tal Arsaces, fundador del imperio de los Partos allá por los años 250 a. de C., de quien queda constancia de que tenía un buen entendimiento de la diferencia que cabe entre caer y descender, que anda por ahí una anécdota contada por un autor francés, Jean Le Royer, que allá por 1560 vino a escribir y poner en escena la tragedia \Arsace', en donde se dice que, al abandonar el trono, vino a pronunciar estas palabras: Je pourrais en tomber, j'aime mieux en descendre', que será siempre lección a añadir a la suma de lecciones de cualquier vida, que la diferencia entre la vida y el Tour está en que la ascensión es gozosa en la primera y harto dura en la segunda, mientras que en el descenso ocurre lo contrario, que una vez llegada a la cima de la vida vamos dejando pingajos en el descenso sin atrevemos a bajar a tumba abierta. 
10 – VII - 07 

Plaza Pinares

   Sin ella saberlo. Peor aún. Pensando ella que me invitaba al agape (sin la tilde, por favor, sin la gráfica burilación innecesaria del acento que agudiza las palabras, las toma en saetas, punzantes armas cuando lo que se desea es un mundo romo, discretamente apacible a pesar de todo, sin venablos que nos lastimen y nos dejen lisiada la sensibilidad minimamente necesaria para soportar tantos embates). Fui invitado al agape, decía, que cualquier iluso optimista puede pensar que se puede celebrar en plena pradera, Manitú y sus obsequiosos saludos en sus obsequiados búfalos y bisontes; muy al fondo, ya de retirada, William Frederick Cody, poco antes de que emprendiera el camino a los escenarios de lentejuelas, oriflamas y oropeles del ínclito Barnum bajo el apelativo de Buffalo Bill; más allá aún, estampidos del Big 50 Sharp (ciento diez gramos de pólvora impulsando la mortífera carga de cuatrocientos perdigones de gran calibre) la siniestra herramienta del exterminio del fabuloso animal totémico, maná de los espacios ilimitados; en el comienzo no fue la palabra sino la pradera, los mares de hierba y el sordo in crescendo de la estampida cuando se va acercando y más acercando (y, para más detalles se sugiere la lectura de Zane Grey), todo hacia el camino abierto de la violencia de los mocitos bravos cara de niño que sentían dedos de rayo al imantado de los Colts 45, colgantes; cual pelotamen en las caderas. Sin ella saberlo, repito, ahí, en la plaza Pinares -cabe el espacio entre el vendedor de los boletos de la Once y el quiosco vendedor de prensa, al filo del mediodía que con tanta impaciencia espera la sirena así como los campanarios para dar su rotundo placet, diecisiete grados para esta mañana nublada en el panel alternativo-, me convocaba a esa reunión fastuosa que otros la ubican en el Valle de Josafat, reunión al último toque de aviso, la hora de los jueces que igual es que también se llaman garzones y a la Señora Justicia (a la que la pintan con los ojos vendados y la balanza en las manos, tan impropiamente) la harán tambalearse como si se hubiera sumergido en anís chinchón tan seco propio para damas de pelo en pecho y voz aguardentosa (nunca mejor empleada la palabra y la metáfora). 



Jankélévitch.- 


   Hace ya algún tiempo que cuando se me cae un libró a las manos, antes de la debida alegría (o pesar) por tal regalo (a veces envenenado), miro no tanto el nombre del autor sino el año en que éste nació. Una manía que, como tantas, creo que tiene su fundamento. Porque hay espacios de tiempo en los que, no se sabe por qué (o no sé yo por qué), florecen grandes escritores, grandes pensadores, y, consecuentemente, grandes libros. " Dejando en su habitat de olimpos incuestionables a los clásicos que son como eternas i eminencias del firmamento mental humano, se puede Encontrar ahí, en el quicio de los siglos XIX al XX, una serie de nacimientos felices, como si con los dones de la eugenesia más sublime se hubieran regado a gran parte de sus neófitos, años que diría yo, por un fijar límites infijables, que comprenden la cuarta parte, última y primera, de ambos siglos. Sin distinción de razas y tierras, pero si de Centroeuropa; trata, mejor, ^paso presente este libro que leí hace ya algún tiempo, 'El perdón', (Editions Montaigne, 1967- Seix Barral, 1999), salió de la mente o mientes de Vladimir Jankélévitch (1903-1985), discípulo de Bergson y autor de una serie de obras de gran predicamento a juzgar por los temas, -bien morales, bien musicales, bien biológica y exudablemente humanos-, que tocan, y de entre los que espigo ésta sobre el perdón, que ya sé por qué ventolera se me viene a la memoria y a las manos, porque tengo leído uno de estos días pasados, que el Parlamento (que no sé por qué me dan tentaciones de escribirlo en minúscula) vasco, con dinosaurios temblones en el kinetoscopio, bastante abruptamente me parece, con parto distócico y dejando en la criatura la marca del fórceps, con tardanza culpable ya es una culpa más a añadir a tantas otras), con la equidistancia que era de suponer, con un aire de mezquindad evidente (que es mejor así para que se entrevea que 'los malditos' siguen siendo 'malditos', pues que en la suma de 'desprecios' se aquilata el valor de la 'malditez' y en su permanencia cuasieterna como tal), ha acordado ' pedir perdón' dícese que solemnemente (es decir, con todos los requilorios para que la farsa siga siendo farsa aunque a algunos no se lo parezca que así sea), cuando se sabe que una petición de perdón es la acción más inútil que pudiera hacerse y que nada remedia, que Jankélévitch, experto al parecer en la materia, habla del perdón situándolo en su verdadera dimensión y sustancia, del que se puede o no dar, que dice él, que 'puede que un perdón limpio de toda restricción mental no se haya concedido jamás en este mundo' pero pasa olímpicamente del hecho de 'pedir perdón', sólo un absurdo intento de autolavado de conciencia en el que, pide esa petición de un imposible que no pasa de ser, en el mejor de los casos, un pequeño gesto de cortesía que ni siquiera eso. 



Heine.- 


   Creo que puede venir aquí a cuento aquella anécdota de Heine en su irónica valoración del oficio divino (que me da por contaría por si alguien no lo supiera, aunque me parezca imposible que eso ocurra). Que, dícese que estando el poeta alemán presto al último viaje y con el pie en el estribo, oía al cura que le hablaba de la bondad de Dios y de cómo podía esperar de El el perdón de sus pecados, a lo que Heíne no dudó en ofrecer una de sus más ingeniosas perlas, a modo de 'mot d'esprit', tan dado a cultivar tales joyas: 'Pues claro que Dios me perdonará; es su oficio', que és muy posible que el Parlamento (que no sé por qué vuelvo a escribirlo en mayúscula) vasco tenga de las victimas del terrorismo parecida idea de la expresada con tanto donaire un tanto irrespetuoso por Heine acerca del oficio de Dios, qué, por qué no será, como deben de pensar los parlamentarios y parlamentarias también según la gramática de Vitoria-Gasteiz) que las víctimas del terrorismo están para eso precisamente, para perdonar y aguantar todo lo que haga falta que ése es su oficio. Y termino la relación volviendo a situarme en la mañaná antedicha en Plaza Pinarés, ella que, sin saberlo, me ofrece el postvita no a la manera del póstcoito que se dice que tanto entristece sino exultante de alegría, que cómo nos volveremos a encontrar todos en esas praderas de Manitú o en casa Jósafat y uno piensa que ya sera desgracia que a muchos de ellos, después de haberlos aguantado durante tanto tiémpo volvamos a encontrarlos toda la eternidad que, aun siendo en el cielo (que no será), difícil será pensar en peor infierno. 

9 – X - 07 

La lectura

   ¿Ha visto alguien recoger con palas de oro la basura? Acaso ocurra así en los reinos de Jauja donde el oro era materíal barato y ataban los perros con longaniza, se me dirá; o, en los pueblos regidos por Midas, rey nigromante del oro, quien, aun siendo así, dícese que mandaba alear sus útiles con otro metal más duro a pesar de que le era misión imposible; tantas veces que los tocaba, tantas que le refulgían como preseas; los aurífices en desconsoladoras jornadas laborales, maldiciendo a su vez la objetiva maldición de servir a tal señor que de manera tan desmesurada hacía virtud de la desmesura en sus innumeras transformaciones; y todo porque el patrón oro se había asentado en su reino de liliput, ¡qué desgracia!, y le bastaba con tocar para que todas las miríficas transformaciones alquímicas se realizasen sin otra virtud que su propia alquimia. Pero la metáfora no sé hasta qué puntó me sirve para desarrollar lo que quiero, que es sobre una de las muchas formas de la pornofrafía, la de las nobles herramientas arrastrandose por el albañal... 



Babel y Alejandría.- 


   Que yo sepa, las dos más grandes y pugnaces edificaciones que se alzaron contra el monoteísmo fueron Babel y Alejandría, las dos joyas de la libertad humana alzándose como cabezas de sierpe de cobra ante la majestad divina y barbotando la frase hispida del 'non serviam' del ángel rebelde. Babel y Aléjándríá pues, es decir, la lengua y el alfabeto, la protesta desgañitada y los churretones de tinta sea como graffiti o como volúmenes en plúteos. Y el monoteo ya supo lo que había que hacer para contrarrestar ese ataque a su soberanía: creó el caos y el analfabetismo. Pero seguramente hasta el propio monoteo se equivocó como otros muchos nos equivocamos y seguimos equivocándonos. Hoy en día, cualquier torre (y no es preciso recaer en los endecasílabos del caro don Rodrigo cantando el derrumbe de itálica) puede abatirse por medio de un par de ángeles negros puestos a volar por otros teos de la aniquilación (véase el caso de las torres gemelas), pero es mucho más difícil luchar contra el analfabeto alfabetizado (con el que ya entramos en el terreno del símil del oro y de la basura), que analfabetos que superaron la cartilla y el catón hay muchos, y no sé si será necesario poner sobre la mesa algunos ilustrativos episodios del momento presente. 



Potter.- 



La bienaventuranza de un vivir bonancible es posible que nos haya hecho ilusionistas ya que la ilusión es un globo hinchado que va navegando por el pais de los sueños, un mongolfier lleno de tañedores de violas mágicas. Así, sepramente, en el caso de ese Harry Potter que a pesar de ser el ceniciento en una familia tiránica, posee poderes ocultos que es lo que hoy en día se lleva, que habrá que decir que ha inundado salas le cine y sofás de televisiones, la varita mágica de las hadas de antaño ha quedado reducida a un trasto viejo más aún que la lámpara de Aladino, y a los magos y magas de hoy les bastan los pases mágicos, la fijeza de la mirada, la incontrastable energía de sus deseos. El resultado está a la vista: millones de libros vendidos en todo el mundo, hileras de compradores haciendo cola que para algunos serán colas de ignominia y no sé si hará falta decir por qué, muchedumbres hambrientas de la basura de soñar en no se sabe qué delirios, millones de libros sobre las mesas y los plúteos que bacen falta muchas palas de oto para librarlas de su peso pero hay tantas palas y todas se afanan en comprar libros e ir comprando hasta el infinito, y hacen falta muchos ojos para ir leyéndolos renglón a renglón pero hay tantos ojos, los hay, que al menos, dice el adulto más conformista, que la ya fenecida costumbre de leer vuelve por sus fueros y se ha ganado ese importante round en el que la vieja afición lectora recobra sus ímpetus y pone contra la cuerda a los textos sin papel, ésos que se marcan fulgidos pero también fuliginosos en la pantalla, niños y más niños ávidos de curiosidad por saber qué le está ocurriendo a su héroe, que dice el adulto avinagrado que alfabetícelos usted para eso, pero ésa es otra historia... 



La niñez.- 


   Acaso es que se está clavado, o en mitad o en centro, en los puros reinados de la infancia. Escuchaba yo el otro día el verbo encendido de un agitador de multitudes de edad niña, un peruano de nombre Nezareth creo recordar, que inflamado de verbo divino, elegido entre todos para dar testimonio del Señor, lanzaba al aire trenos bíblicos, remedos de aquella altisonante lección tribunicia del gran Castelar que terminaba su alocución con su 'Grande es Dios en el Sinaí', que dejó a la gente embargada de emoción sublime y de chorretones admirativos hacia su labia, y dice Rubén que a Manterola (nuestro Manterola) pensando 'si no tendría ante sus ojos un nuevo Saulo"'. Hemos rescatado, sin duda, la tradición imperecedera del niño prodigio con sus luces y sombras, acaso más éstas que aquellas, pero que, de todas formas, habrá que felicitar a esa señora que, gracias a esa su criatura literaria, ha conseguido hacer escalar su status fimanciero hasta los más altos guarismos del Forbes. Que se haya encaramado ahí gracias a una no muy loable práctica del alfabeto no culpabiliza a la tal señora por la razón de que culpar de los estropicios a las causas primeras resulta ser una constante equivocación achacable más bien a los métodos filosóficos al uso. Pero, de verdad, ¿de qué culpabilidades estamos hablando? ¿Qué tipo de aberración o perversión puede haber en que un excelso músico rebuzne, o un egregio filósofo suelte alguna simpleza? No hace mucho tiempo (en 1999), se publicó un libro curioso, 'El estupidiario de los filósofos' (Edic. Cátedra)-, en donde se resaltaban los negros momentos de las grandes mentes en forma de citas desaladas y paupérrimas de grandes personajes recogidas por Jean-Jacques Barrére y Christian Roche. Es un libro que, al menos, nos puede enseñar cómo en nuestro interior debiera de asilarse como planta parasitaria la humildad, cuando se deja en evidencia cómo las mentes más preclaras son capaces de decir memeces. Ante el fenómeno social de una turba enfervorizada (que 'viene a ser lo mismo que estupidizada) ante la salida de un libro solo cabe lamentarse del mal uso de una noble herramienta como es la del alfabeto, con la única excusa, si cabe, de que la niñez es una enfermedad de la que, segura y lamentablemente, quién sabe, uno llega a curarse, y seguramente también de sus lecturas, aunque nunca dejen de remecemos sus evócaciones, héroes de nuestra niñez que nos los volvemos a encontrar en cualquier parada del camino, ésas en donde el viajero dirige la mirada hacia atrás y la encuenda llena de gozosos recuerdos que quién sabe si para estas generaciones serán los de Harry Potter aunque a nosotros nos parézcan tan desgraciados. 

24 – VII - 07