jueves, 27 de enero de 2011

La estatua


De quién, las plazas, los jardines?. Gessler plantó en mitad de la Gran Plaza de Altford, su poder, es decir, su sombrero. Basta un sombrero (o, da lo mismo una boina) para testimoniar un acto de conquista, igual que un Cortés o un Pizarro clava la bandera y la cruz en las arenas de la playa incorporando mares y territorios al imperio, gesto plagiado hasta por navegantes espaciales a instancias de Arthur C. Clark y Stanley Kubrick. El episodio de la conquista de la plaza de Altford, nos lo dejó escrito Schiller y lo musicó Rossini, y echando la vista hacia atrás, muy atrás, pensamos algunos que Gessler dejó su sombrero en plena calle para que diera ocasión a la Historia para que hiciera surgir el héroe, ese Guillermo Tell, ballestero de pro, que era previsible que por dicha calle pasara, y que llevaba dos flechas, como luego se supo, en busca de corazón, el de la manzana en primera instancia y el de Gess­ler en su segunda en un por si aca­so, tensos los músculos del brazo para que no hiciera falta más que una, pero tensa también la aten­ción y la emoción en la intención del héroe para que, en el caso de que fallase y reventara la cabeza del hijo, explosionara el segundo proyectil, raudo y certero, en el corazón de Gessler.

La boina. Colocar una boina en el corazón de un jardín es posible que sea una forma de conquista, da lo mismo mandada plantar o por Gessler o por Guillermo Tell. Aunque no sea nada más que eso, puede significar mucho para los sedientos de la libertad que son muchos en esta tierra, planta de la libertad que no crece por mu­cho que se la quiera regar por unos, que ha habido y habrá otros que la pisarán descaradamente. Y, de todas formas, quien puso la boina en el jardín, siempre Gess­ler ya sea disfrazado de Guiller­mo Tell o de Gessler (que siempre será lo mismo y el mismo), lo que quería era conquistar el jardín, que es como el corazón de la tie­rra con manos de rapiña y tratar de amedrentar, en ejercicio de aco­so continuo, a los sedientos de la libertad, que ésa sería no sé bien si la segunda o primera o tercera flecha en la aljaba de Tell, que es verdad que me pierdo. (¡Dios!, y qué laberintos se ve obligado a transitar el pobre escribidor para que su escrito pueda ver la luz sin despertar sospechas. ¿Quizás, más que en los viejos tiempos de la artesanía interlineal?)

La adularla. Ellery Queen (seu­dónimo de Frederic Dannay y Manfred Bennington Lee, maes­tros en el arte de la novela crimi­nológica) nos decía en su libro de relatos Calendar of Crime y en el episodio de La aventura del ojo de la aguja correspondiente a agos­to, que la adularía, una variedad de mineral ortosa transparente considerada como joya, «era un objeto sorprendentemente moral, que a sus legítimos dueños les aca­rrea el bien» y de propiedades tan singulares algunas que «si se la ponen en la boca las noches de luna llena, les revela el porvenir», además de que excita al amante y enfría al acalorado, cura la epi­lepsia, hace fructificar los árbo­les. etc... Pero ¡ay! del que se apo­dera de ella siendo una mano ladrona, porque invoca y desplie­ga entonces todo el tenebroso lado de su naturaleza y descarga sobre el ladrón calamidades sin cuento.
No sabemos si el hombre de la boina en el jardín poseyó alguna vez la adularia y, si así fuera, lo mantuvo alguna vez en su boca, aunque habría que concederle la duda de que, de ser así, no pudo augurar, pese a todo, el porvenir de la manera como ahora lo ve­mos, con tan lúgubres tonos y aún peores presagios que sería nece­sario recurrir a Bacon para acer­tar con sus tonalidades, o a qué director de escena acudir para que nos diera la versión aproximada de este pandemónium de despropósitos en donde entran en liza hasta los himnos, que no diré que la trompeta del Apocalipsis ya está tocando por nuestras antípodas el Himno de Riego, pero sí que las músicas de la conquista, sin las cuales nada se puede pretender en este país de melómanos per se, bien educados musicalmente por ochotes y orfeones, parece que quisieran desceñirse del son anteriormente adoptado y que a todos nos sirvieron mediante la ley del embudo, y no contentos con ello, quieren arrebujarse rescatando viejas tonadas guerreras.

Ionesco, Zunzunegui, Celaya. La suerte de las estatuas es pere­cedera. De las que conocemos la más admirada puede que sea la de Espartero, no por el general sino por los atributos de su caballo. En cuanto a la representación de la conquista del jardín por el hom­bre de la boina, puede recordarle a alguno quién sabe si alguna obra teatral a lo Eugene Ionesco, que es como decir de personas que se transforman en rinocerontes; o, quedarnos, mejor, en las leves suti­lidades satíricas de un Zunzune­gui, el portugalujo que nos habló del hombre que iba para estatua, que él, bien que sabía que «todo pueblo que se tenga por tal debe tener por lo menos, una» y, que, «un pueblo sin estatua es como un nuevo rico sin querida»; o, el más definitivo de Gabriel Celaya que en El relevo nos confesó, a modo de divertimento poético, de esa estatua que está en el parque público, que «desde niño tuvo vocación de estatua», que nos avi­sa de que no creamos que una estatua no sirve para nada, que ^una estatua no son otra cosa que una especie de pisapapeles, sino que hace profesión de fe,  y hace decir a esta amable estatua de su jardín poético, que «si las estatuas no brindáramos el ejemplo de nuestra aplomada vulgaridad y de nuestra voluntarlo convencio­nalismo, el orden se descompon­dría y todo el mundo cedería a la tentación de hacer lo primero que le viene en gana, que los tenderos escribirían poemas, las colegia­las se fugarían con los taxistas, los obreros fumarían habanos, los Intelectuales se volverían minis­tros, y los locos acabarían por tener razón», que prosigue dicien­do que «¡Aaaah, señoras y seño­res!. El viento vacío de la fantasía amenaza hoy mas que nunca con el desorden, pero aquí estamos las estatuas, con todo nuestro peso, obligando a que las cosas sigan donde estaban, y a que hoy sea como ayer, y siempre igual», que es lo que algunos piensan y quie­ren pensar, y de ahí la conquista de los jardines por medio de esta­tuas que más parecen estantiguas, ¡qué cosa!.
 adversarios ni por aquéllos cuya representatividad se arrogan.
Josu Ikatzategi
(DNI: 15.114.584-L)

Las mujeres. La sociedad se preocupa más del terrorismo, del paro, de las hipotecas, y otras cosas, pero la ver­güenza social es de la violencia de género que cada día lleva al sufrimiento a más mujeres. Pare­ce que determinados hombres, que no merecen llamarse tales, se han vuelto tan materialistas que se creen que las mujeres en vez de ser personas son objetos de los que ya no sólo se puede hacer uso 'a lo machito', de usar y tirar, sino que se puede ejercer de tirano con algún semejante, que no se dan cuenta que son perso­nas igual que nosotros.
Lo peor de todo es que la gran mayoría de la sociedad ni siquie­ra las ve. Las mujeres están ahí, han estado toda la vida y quien es capaz de no verlas, hace falta ser bruto, insensible, inhumano y no ser persona, para no ver en la mujer otra persona, hace falta ser un criminal, no ser persona para ejercer violencia contra una mujer, contra otra persona.
Cada día se escucha una bar­baridad nueva, una más bárbara, de la que es protagonista un ser que no ve a las mujeres, que mira, pero no ve, que es tan cobarde que



Bibliotecas


De parecida manera a como Don Quijote y Sancho topaban con la iglesia (El Quijote, II parte, IX cap.), tenemos algunos la suerte, no sé si tan aciaga o venturosa, de tropezamos frecuentemente con las quintas, villas, chalés, edificaciones varias, setos florecientes o florecidos, alamedas umbrías, lápidas doradas, farolas relumbrantes, epitafios ingeniosos o simplemente de obligado cumplimiento de la casa de los muertos que, como no estoy hablando de muertos en vida, nunca será tan tétrica como la pintada por
Y uno de los cementerios que he revisitado esta semana pasada fue la de los libros, algo que encoge el ánimo, no hay duda, que es toda una gran fantasía echada a tirar por los suelos, una teoría de stands a dos bandas frente al edificio llamado antiguamente Diputación (que ya ni sé ni quiero saber como se llama), en la plaza que se llamaba de Guipúzcoa (pero que eso era antes de la epidemia de las 'k'es). Me pareció que era, digo, como un gran balde de amor o de aguas amorosas que una desconsiderada fregatriz hace derramar o desembocar sobre las losas de la calle en los amaneceres fríos, grises, solapadamente hostiles, o en las de los veranos calurosos, qué más da la estación; o, una piscina de sueños y ensueños que se va llenando de otoñales hojas y el encargado de su limpieza, con su larga adarga de escudriñador de suciedades, de hurgador de copromaterias en el fondo depositadas va despertando; o, una ' mina de fabulosas historias desperdigadas ' a modo de albañal, la siniestra ciudad en donde se hace posible pisar lo más sagrado, manosear lo más limpio y puro, regatear hasta nuestra misma conciencia ahí escrita, volumen tras volumen, toda la historia, el acontecer, el derecho, la monografía, la psicología del humano, su fe y su increencia, su maldad sin bondad que la compense que es prudente no esperarla nunca del hombre si no se quiere perderse por ingenuo, el panorama anímico de ese mortal de carne translúcida que es el hombre y que deja a la vista, precisamente en los libros, su testamento entre sombras y luces temblequeantes, un pabilo y otro y otro, muchos libros ya sin nombre de ellos que dejan reflejar hilos de luz por entre las húmedas paredes, la babosa que se remansa en los intersticios y asciende lenta, trabajosa, viscosa de babas prensiles hacia la bóveda.
De peor cariz este cementerio, el mundo del libro fenecido, muerto el impulso del que cogió la pluma y creyó que iba idean­do no importa si historias de ficción o de realidad, de delirios y quimeras o de tragedias vivas, un mundo de tumbas pero sin la ácida Ironía que ellos como en gotas destilaban desde lo mejor de sus encandecidos cerebros, quiero decir de aquellas tumbas de Ambrose G(winet) Bierce o de los emparedamientos de Edgar Alian Poe, puro amontillado el de éste y un padre topo ente­rrado en su borrachera por una esposa fugi­tiva a cualquier intento de forenses que qui­sieran poner mano y análisis en los entie­rros en profundidad, que hadan que sus tumbas se cavasen en grutas que de por si eran catafalcos, no los plácidos cemente­rios en el boscaje humilde que todo los días es alegrado por el canto riente de los pája­ros, de la brisa y de soles adolescentes, el riente camposanto que se solaza a los ledos vientos del sur, coronas de flores, farolas de luces con la vela que irá agostándose en el humo de la bendición que no cesa. Tene­mos algunos la suerte, no sé si aciaga o ven­turosa, de topar a cada paso con un cemen­terio, y es que vamos camino de Polloe y todo lo que hallamos al paso tiene que ver con esa ciudad tan soñada.

BOOkCrossing. La noticia se la debo a 'faro47'. que así se llama como BoohCrosser oficial, el amigo Fabian Rodriguez con el que comparto lo que para mi es una afición nefanda digna de incluirse en el Necro nomicon de aquel árabe loco que se llamaba Abdul Alhazred, que fue escrito en Damasco en el año 730 de nuestra era y que, en su original, se llamaba Al Azif, como nos informara H(oward) P(hillips) Lovecraft y que tiene una larga lista de traducciones y de adaptaciones. La nefanda afición, com­parable a la más insólita perversión que pudiera albergarse en mente humana, se desdobla en dos, que una de ellas es la más inocente y que se puede apagar bien por falta de oxígeno que es el tiempo y el interés y las neuronas que se nos van perdien­do como gotas de cerebro licuado camino de la estación de repuesto o del garaje más próximo y que es la lectura, y la otra es la del libro así considerado, un objeto que es el feroz enemigo al que nos abrazamos fie­ramente posesivos y fieramente poseídos, el libro que, desde las estanterías, anaque­les, plúteos rebosantes nos arroja millones de ácaros que son las letras, que son las fra­ses, que son las ideas, que son las historias.
Y, digo que la noticia de este nuevo cementerio me la ofrece, a su manera encantadora, “faro47”, es decir, el antedicho Fabián Rodríguez que, impertérrito, sigue con su costumbre (que seguro que algún dios avieso o algún demonio amigo se lo tomará en cuenta) de publicar un libro anual en su admirable colección Bonsai, de Ediciones El Minino, y cuyo último títu­lo, éste que se acaba de publicar, es Manu­misión. Sucede que, entre las aterradoras imágenes que le pueden acosar a un biblió­mano están éstas que le han asaltado al ami­go Fabián Rodríguez, que ha sido que ha visto a sus libros como esclavos, como sujetos a su potestad omnímoda de dejarlos mudos en las alcancías, en el castigo y tor­tura que se supone que puede ser el de un libro cuya misión primera y última, defi­nitiva y decisiva, es la de abrirse al lector con todas sus hojas al viento, y no poder hacerlo así puesto que se ven en la obliga­ción de permanecer cerrados, que linda, acaso, con ese prepotente dueño de una rica pinacoteca y que hurta de su visión a todos menos a él.
Hay libros insepultos que nos piden aca­so un lugar que no podemos darles por fal­ta de espacio, y conozco yo a aquel que. teniéndolos y no pudiéndoles dar lugar, los introducía en una bolsa de plástico y se iba a una iglesia de bancos recónditos, el ambiente bisbiseado por rezos, la luz de la hornacina chispeando de cuando en cuan­do y haciendo notar la presencia de su due­ño y señor, y se quedaba el hombre en la umbría mirando solapadamente en su tor­no y genuflexeaba en la despedida y deja­ba el paquete de libros como la soltera par­turienta de las viejas historias y el torno del convento, que sucede que al joven cole­ga, Fabián, le está llegando la hora de las decisiones valientes y ha encontrado la manera de dejar que los libros vayan des­granando su simiente de ideas manumiti­dos de su prieta estancia en los estantes de la biblioteca por procedimientos informá­ticos que sobrepasan mis nulos conocimientos en la materia.

Ojos


El rapsoda, en la noche donostiarra, daba nueva forma a la expresión popular, tan nueva que procedía sin duda de la misma cuna de la lengua, desde el aparente balbuceo de las jarchas si cabe, allá por donde la muwahaxa árabe, ya hablaba de ojos, como en aquella en la que la belleza de la amada lo es en parte por habérselos robado a la gacela, versos y ojos en la lengua recién parida. Y no se daba cuenta, posiblemente, del importante paso que estaba dando bajo el apremio de la necesidad que es tan exigente como buena mentora, porque, ¿qué hacer ante la desnuda agresividad de la vida, de la noche con los alfileres de un futuro tan incierto y deprimente cuando la naturaleza no quiso otorgarle el oido musical y la voz se estrella contra el aire como el vuelo de un pájaro de alas quebradas?

El rapsoda, en la noche, ante el Cantábrico que avanzaba y retrocedía como tímido amante frente al paseo de la Concha, marea y resaca, luces en lo oscuro de la montaña tan cerca, reinventaba la vieja teoría de los juglares que yo le oí recitar alguno de esos viejos poemas que todos llevamos tan firmemente tatuados que dudo si hasta el alzheimer se atreverá a disputamos, una larga travesía de versos que se nos han quedado en los istmos de la memoria, encallados en laberintos de neuronas fugitivas. Es, como se sabe, éste que vivimos, tiempo de cantares más que de versos, de músicas más que de palabras, y los que rendimos culto únicamente a éstas últimas y no a las primeras, nos solazamos con la venida de este juglar no sé si con laúd o sin él que monta su recital frente a las olas, cabe al esquivo paso de los viandantes que caminamos de pri sa sin urgencia alguna de tener que llegar— a ninguna parte, miserables esclavos de un tiempo que nos sojuzga implacable.

¿Habló esa noche y todas las demás, de ojos, el juglar de la Concha? No tendrá duda alguna quien tuvo el antojo de adentrarse en la literatura que es siempre ojosa, argos en metáforas que se enredan entre la belleza y la inquina, entre la seducción y el aojamiento, que si sigue ahí el juglar, desde la sombra de los árboles cualquiera podrá escucharle y saberlo más de fijo.

El monje Yunxia. Celebro haber leído estos días pasados en estas páginas (un periódico es siempre como veste incon­sútil, es decir, sin costurones desde su pri­mero hasta el último número), que la míti­ca sabiduría de los monjes taoístas que hace mil años vivían como ermitaños en las montañas sagradas de China habían descubierto no solamente interesantes cla­ves de la publicidad y otras argucias comerciales (sobre todo en forma de esos encantadores trozos literarios que suelen ofrecer los medicamentos a manera de prospectos y cuya lectura es uno de los mayores placeres a los que tan difícil es sustraerse), sino que, uno de ellos, el mon­je Yunxia (Nubes de colores), que murió en el año 928 y que formaba parte de una escuela de ermitaños-doctores llamados los danding que aún pervive más de mil años después, crearon «un gran número de fármacos para los ojos capaces de curar la miopía, las cataratas e incluso evitar que los globos oculares lloren debido al viento».

Acaso los nuevos métodos de compra y venta de internet nos haga posible esa compra tan necesaria de medicamentos tales que estamos tantos tan enfermos ocu­larmente que cuando viene umo con «los ojos limpios» (que él lo dice que así viene y tanto nos cuesta y nos costará y no le creeremos que de esa manera vino), es cuando más nos damos cuenta de nues­tras máculas oculares, cataratas, légañas, estrabismos, ojerizas y otros espantos múl­tiples, empañada nuestra mirada en tela­rañas de odio y sumergida en piscinas de rencor.

«La lámpara del cuerpo es el ojo; si tu ojo es limpio, todo tu cuerpo será res­plandeciente», escribe Lucas (11,34), pero aparecer con bandera blanca como es la mirada limpia en el campo de batalla, en tierra donde se dirimen cruentas luchas como entre güelfos y gibelinos, yorkerianos y lancasterianos, capuletos y món­teseos, agramonteses y beamonteses, todas las facciones enemigas que recordar se pudiera, y tan lejano el abrazo si no es para hundir el puñal entre las costillas y aproximación solamente la mínima para disparar los consabidos dos tiros en la nuca y de remate el tercero para el abati­do en tierra, es ejercicio de ingenuidad como poco, de iluminación tan beatífica que hasta pudiera hacer pensar que fue­se posible aún el mirifico hecho del lobo de Gubio, que alguien tendrá que decir alguna vez, aunque con la boca en espu­ marajos de rabia sea, que es el nuestro, viento que arrastra arenas de guerra y que seca y hasta socarra el globo ocular y hace que se derramen lágrimas que pudieran semejar regueros de amargura, ojos para llorar sin duda, lámparas vela­das o hasta apagadas.

Polifemo. Dicen algunos que, de todas formas, más práctico que tener los ojos limpios es tener ojo de buen cubero y hay hasta quienes se inclinan por el ojo del buen estibador, no sea que el barco, ya en la mar, se escore demasiado. Pero esto es no conocer el mandala del ambicioso, del que traza sus propios círculos y traza sus coordenadas, que un experto navegante debe saber interpretar las señales que se marcan en su bitácora o aguja de marear, en la que se ha de ser experto.
En lo que a ojos se refiere, hemos teni­do, creo, una buena exposición en este fes­tival de cine que ha finalizado. Eran ojos de humillado perpetuo por su baja esta­tura los del enano Finbar McBride que tuvo que buscar la zona muerta de una abandonada estación de tren en New Jer­sey para que le dejaran tranquilo, y ni por esas; ojos temerosos siempre las de la mujer maltratada en su hogar y en ese fil­me cuyo título habla de ojos y de donación; ojos de observador de lo cotidiano en el realizador de esa Suite Habana, ya ciudad desmitificada; «ojos que no ven» en el Perú de Fujimori...; en cualquier caso ha sido semana de ojos la pasada, de lámparas diá­fanas o turbias proyectándose en la pan­talla.
En retorno hacia Itaca, Ulises barrenó con antorcha encendida el ojo único de Polifemo, pero, a fin de cuentas, más que a Ulises que debió proceder así por su sal vación y la de los suyos, debió echar la cul­pa Polifemo a su padre Poseidón, dios aciago que tuvo la humorada trágica de poner­le un solo ojo en su frente cuando hay tanto que mirar y llorar que un solo ojo no puede dar abasto.
Y, tratando de sacar lección válida de la vida más que de la fantasía, cómo no preguntarse si vale la pena vivir ciego (y mudo e inmóvil, además) inserto en la estupidez y en la crueldad o, si no será mejor, como en el caso de Vincent Hum­bert, y aunque no tengamos mater salvatoris como él, buscar esa eutanasia que nos libere de tantos pajarracos siniestros como nos sobrevuelan.