jueves, 27 de enero de 2011

Ojos


El rapsoda, en la noche donostiarra, daba nueva forma a la expresión popular, tan nueva que procedía sin duda de la misma cuna de la lengua, desde el aparente balbuceo de las jarchas si cabe, allá por donde la muwahaxa árabe, ya hablaba de ojos, como en aquella en la que la belleza de la amada lo es en parte por habérselos robado a la gacela, versos y ojos en la lengua recién parida. Y no se daba cuenta, posiblemente, del importante paso que estaba dando bajo el apremio de la necesidad que es tan exigente como buena mentora, porque, ¿qué hacer ante la desnuda agresividad de la vida, de la noche con los alfileres de un futuro tan incierto y deprimente cuando la naturaleza no quiso otorgarle el oido musical y la voz se estrella contra el aire como el vuelo de un pájaro de alas quebradas?

El rapsoda, en la noche, ante el Cantábrico que avanzaba y retrocedía como tímido amante frente al paseo de la Concha, marea y resaca, luces en lo oscuro de la montaña tan cerca, reinventaba la vieja teoría de los juglares que yo le oí recitar alguno de esos viejos poemas que todos llevamos tan firmemente tatuados que dudo si hasta el alzheimer se atreverá a disputamos, una larga travesía de versos que se nos han quedado en los istmos de la memoria, encallados en laberintos de neuronas fugitivas. Es, como se sabe, éste que vivimos, tiempo de cantares más que de versos, de músicas más que de palabras, y los que rendimos culto únicamente a éstas últimas y no a las primeras, nos solazamos con la venida de este juglar no sé si con laúd o sin él que monta su recital frente a las olas, cabe al esquivo paso de los viandantes que caminamos de pri sa sin urgencia alguna de tener que llegar— a ninguna parte, miserables esclavos de un tiempo que nos sojuzga implacable.

¿Habló esa noche y todas las demás, de ojos, el juglar de la Concha? No tendrá duda alguna quien tuvo el antojo de adentrarse en la literatura que es siempre ojosa, argos en metáforas que se enredan entre la belleza y la inquina, entre la seducción y el aojamiento, que si sigue ahí el juglar, desde la sombra de los árboles cualquiera podrá escucharle y saberlo más de fijo.

El monje Yunxia. Celebro haber leído estos días pasados en estas páginas (un periódico es siempre como veste incon­sútil, es decir, sin costurones desde su pri­mero hasta el último número), que la míti­ca sabiduría de los monjes taoístas que hace mil años vivían como ermitaños en las montañas sagradas de China habían descubierto no solamente interesantes cla­ves de la publicidad y otras argucias comerciales (sobre todo en forma de esos encantadores trozos literarios que suelen ofrecer los medicamentos a manera de prospectos y cuya lectura es uno de los mayores placeres a los que tan difícil es sustraerse), sino que, uno de ellos, el mon­je Yunxia (Nubes de colores), que murió en el año 928 y que formaba parte de una escuela de ermitaños-doctores llamados los danding que aún pervive más de mil años después, crearon «un gran número de fármacos para los ojos capaces de curar la miopía, las cataratas e incluso evitar que los globos oculares lloren debido al viento».

Acaso los nuevos métodos de compra y venta de internet nos haga posible esa compra tan necesaria de medicamentos tales que estamos tantos tan enfermos ocu­larmente que cuando viene umo con «los ojos limpios» (que él lo dice que así viene y tanto nos cuesta y nos costará y no le creeremos que de esa manera vino), es cuando más nos damos cuenta de nues­tras máculas oculares, cataratas, légañas, estrabismos, ojerizas y otros espantos múl­tiples, empañada nuestra mirada en tela­rañas de odio y sumergida en piscinas de rencor.

«La lámpara del cuerpo es el ojo; si tu ojo es limpio, todo tu cuerpo será res­plandeciente», escribe Lucas (11,34), pero aparecer con bandera blanca como es la mirada limpia en el campo de batalla, en tierra donde se dirimen cruentas luchas como entre güelfos y gibelinos, yorkerianos y lancasterianos, capuletos y món­teseos, agramonteses y beamonteses, todas las facciones enemigas que recordar se pudiera, y tan lejano el abrazo si no es para hundir el puñal entre las costillas y aproximación solamente la mínima para disparar los consabidos dos tiros en la nuca y de remate el tercero para el abati­do en tierra, es ejercicio de ingenuidad como poco, de iluminación tan beatífica que hasta pudiera hacer pensar que fue­se posible aún el mirifico hecho del lobo de Gubio, que alguien tendrá que decir alguna vez, aunque con la boca en espu­ marajos de rabia sea, que es el nuestro, viento que arrastra arenas de guerra y que seca y hasta socarra el globo ocular y hace que se derramen lágrimas que pudieran semejar regueros de amargura, ojos para llorar sin duda, lámparas vela­das o hasta apagadas.

Polifemo. Dicen algunos que, de todas formas, más práctico que tener los ojos limpios es tener ojo de buen cubero y hay hasta quienes se inclinan por el ojo del buen estibador, no sea que el barco, ya en la mar, se escore demasiado. Pero esto es no conocer el mandala del ambicioso, del que traza sus propios círculos y traza sus coordenadas, que un experto navegante debe saber interpretar las señales que se marcan en su bitácora o aguja de marear, en la que se ha de ser experto.
En lo que a ojos se refiere, hemos teni­do, creo, una buena exposición en este fes­tival de cine que ha finalizado. Eran ojos de humillado perpetuo por su baja esta­tura los del enano Finbar McBride que tuvo que buscar la zona muerta de una abandonada estación de tren en New Jer­sey para que le dejaran tranquilo, y ni por esas; ojos temerosos siempre las de la mujer maltratada en su hogar y en ese fil­me cuyo título habla de ojos y de donación; ojos de observador de lo cotidiano en el realizador de esa Suite Habana, ya ciudad desmitificada; «ojos que no ven» en el Perú de Fujimori...; en cualquier caso ha sido semana de ojos la pasada, de lámparas diá­fanas o turbias proyectándose en la pan­talla.
En retorno hacia Itaca, Ulises barrenó con antorcha encendida el ojo único de Polifemo, pero, a fin de cuentas, más que a Ulises que debió proceder así por su sal vación y la de los suyos, debió echar la cul­pa Polifemo a su padre Poseidón, dios aciago que tuvo la humorada trágica de poner­le un solo ojo en su frente cuando hay tanto que mirar y llorar que un solo ojo no puede dar abasto.
Y, tratando de sacar lección válida de la vida más que de la fantasía, cómo no preguntarse si vale la pena vivir ciego (y mudo e inmóvil, además) inserto en la estupidez y en la crueldad o, si no será mejor, como en el caso de Vincent Hum­bert, y aunque no tengamos mater salvatoris como él, buscar esa eutanasia que nos libere de tantos pajarracos siniestros como nos sobrevuelan.