jueves, 27 de enero de 2011

Bibliotecas


De parecida manera a como Don Quijote y Sancho topaban con la iglesia (El Quijote, II parte, IX cap.), tenemos algunos la suerte, no sé si tan aciaga o venturosa, de tropezamos frecuentemente con las quintas, villas, chalés, edificaciones varias, setos florecientes o florecidos, alamedas umbrías, lápidas doradas, farolas relumbrantes, epitafios ingeniosos o simplemente de obligado cumplimiento de la casa de los muertos que, como no estoy hablando de muertos en vida, nunca será tan tétrica como la pintada por
Y uno de los cementerios que he revisitado esta semana pasada fue la de los libros, algo que encoge el ánimo, no hay duda, que es toda una gran fantasía echada a tirar por los suelos, una teoría de stands a dos bandas frente al edificio llamado antiguamente Diputación (que ya ni sé ni quiero saber como se llama), en la plaza que se llamaba de Guipúzcoa (pero que eso era antes de la epidemia de las 'k'es). Me pareció que era, digo, como un gran balde de amor o de aguas amorosas que una desconsiderada fregatriz hace derramar o desembocar sobre las losas de la calle en los amaneceres fríos, grises, solapadamente hostiles, o en las de los veranos calurosos, qué más da la estación; o, una piscina de sueños y ensueños que se va llenando de otoñales hojas y el encargado de su limpieza, con su larga adarga de escudriñador de suciedades, de hurgador de copromaterias en el fondo depositadas va despertando; o, una ' mina de fabulosas historias desperdigadas ' a modo de albañal, la siniestra ciudad en donde se hace posible pisar lo más sagrado, manosear lo más limpio y puro, regatear hasta nuestra misma conciencia ahí escrita, volumen tras volumen, toda la historia, el acontecer, el derecho, la monografía, la psicología del humano, su fe y su increencia, su maldad sin bondad que la compense que es prudente no esperarla nunca del hombre si no se quiere perderse por ingenuo, el panorama anímico de ese mortal de carne translúcida que es el hombre y que deja a la vista, precisamente en los libros, su testamento entre sombras y luces temblequeantes, un pabilo y otro y otro, muchos libros ya sin nombre de ellos que dejan reflejar hilos de luz por entre las húmedas paredes, la babosa que se remansa en los intersticios y asciende lenta, trabajosa, viscosa de babas prensiles hacia la bóveda.
De peor cariz este cementerio, el mundo del libro fenecido, muerto el impulso del que cogió la pluma y creyó que iba idean­do no importa si historias de ficción o de realidad, de delirios y quimeras o de tragedias vivas, un mundo de tumbas pero sin la ácida Ironía que ellos como en gotas destilaban desde lo mejor de sus encandecidos cerebros, quiero decir de aquellas tumbas de Ambrose G(winet) Bierce o de los emparedamientos de Edgar Alian Poe, puro amontillado el de éste y un padre topo ente­rrado en su borrachera por una esposa fugi­tiva a cualquier intento de forenses que qui­sieran poner mano y análisis en los entie­rros en profundidad, que hadan que sus tumbas se cavasen en grutas que de por si eran catafalcos, no los plácidos cemente­rios en el boscaje humilde que todo los días es alegrado por el canto riente de los pája­ros, de la brisa y de soles adolescentes, el riente camposanto que se solaza a los ledos vientos del sur, coronas de flores, farolas de luces con la vela que irá agostándose en el humo de la bendición que no cesa. Tene­mos algunos la suerte, no sé si aciaga o ven­turosa, de topar a cada paso con un cemen­terio, y es que vamos camino de Polloe y todo lo que hallamos al paso tiene que ver con esa ciudad tan soñada.

BOOkCrossing. La noticia se la debo a 'faro47'. que así se llama como BoohCrosser oficial, el amigo Fabian Rodriguez con el que comparto lo que para mi es una afición nefanda digna de incluirse en el Necro nomicon de aquel árabe loco que se llamaba Abdul Alhazred, que fue escrito en Damasco en el año 730 de nuestra era y que, en su original, se llamaba Al Azif, como nos informara H(oward) P(hillips) Lovecraft y que tiene una larga lista de traducciones y de adaptaciones. La nefanda afición, com­parable a la más insólita perversión que pudiera albergarse en mente humana, se desdobla en dos, que una de ellas es la más inocente y que se puede apagar bien por falta de oxígeno que es el tiempo y el interés y las neuronas que se nos van perdien­do como gotas de cerebro licuado camino de la estación de repuesto o del garaje más próximo y que es la lectura, y la otra es la del libro así considerado, un objeto que es el feroz enemigo al que nos abrazamos fie­ramente posesivos y fieramente poseídos, el libro que, desde las estanterías, anaque­les, plúteos rebosantes nos arroja millones de ácaros que son las letras, que son las fra­ses, que son las ideas, que son las historias.
Y, digo que la noticia de este nuevo cementerio me la ofrece, a su manera encantadora, “faro47”, es decir, el antedicho Fabián Rodríguez que, impertérrito, sigue con su costumbre (que seguro que algún dios avieso o algún demonio amigo se lo tomará en cuenta) de publicar un libro anual en su admirable colección Bonsai, de Ediciones El Minino, y cuyo último títu­lo, éste que se acaba de publicar, es Manu­misión. Sucede que, entre las aterradoras imágenes que le pueden acosar a un biblió­mano están éstas que le han asaltado al ami­go Fabián Rodríguez, que ha sido que ha visto a sus libros como esclavos, como sujetos a su potestad omnímoda de dejarlos mudos en las alcancías, en el castigo y tor­tura que se supone que puede ser el de un libro cuya misión primera y última, defi­nitiva y decisiva, es la de abrirse al lector con todas sus hojas al viento, y no poder hacerlo así puesto que se ven en la obliga­ción de permanecer cerrados, que linda, acaso, con ese prepotente dueño de una rica pinacoteca y que hurta de su visión a todos menos a él.
Hay libros insepultos que nos piden aca­so un lugar que no podemos darles por fal­ta de espacio, y conozco yo a aquel que. teniéndolos y no pudiéndoles dar lugar, los introducía en una bolsa de plástico y se iba a una iglesia de bancos recónditos, el ambiente bisbiseado por rezos, la luz de la hornacina chispeando de cuando en cuan­do y haciendo notar la presencia de su due­ño y señor, y se quedaba el hombre en la umbría mirando solapadamente en su tor­no y genuflexeaba en la despedida y deja­ba el paquete de libros como la soltera par­turienta de las viejas historias y el torno del convento, que sucede que al joven cole­ga, Fabián, le está llegando la hora de las decisiones valientes y ha encontrado la manera de dejar que los libros vayan des­granando su simiente de ideas manumiti­dos de su prieta estancia en los estantes de la biblioteca por procedimientos informá­ticos que sobrepasan mis nulos conocimientos en la materia.