Como todos sabemos, son muchos y muy
variados los aspectos que se pueden observar y tratar colocando bajo nuestra
mirada analítica, la persona y la obra de nuestro querido amigo Miguel Pelay Orozco,
fallecido, precisamente, hace ahora un año, poco más o menos.
Pero del aspecto del que menos puedo
hablar yo, es justamente del que ahora aquí nos convoca. Porque tengo que confesar,
de entrada, que del exilio de Miguel no tengo ni la más remota idea. Es decir, no
sé ni por qué se fue a América, ni qué hizo allí, ni con quiénes se relacionó,
ni nada de nada excepto de aquello que él mismo dejó escrito en alguna de sus obras.
Por ejemplo, de Iñaki Urreiztieta, a
quien le dedica un capítulo, el primero, en su Diálogos del camino, en donde
dice de él que le conoció casualmente y se hicieron amigos para siempre, y que
termina con unos párrafos dolorosos, no en vano describe en ellos la muerte de
Urreiztieta por medio de una especie de necrológica serena, tamizada y matizada
en igual medida, sentida y esperanzada, porque para hacer sentir, sobre todo,
servía eficazmente el estilo literario de Miguel, y la esperanza, que debe ser
dama de compañía apetecible y que yo jamás conocí, nunca le faltó, en cambio a
nuestro amigo.
Otras referencias suyas de su estancia en
América pueden encontrarse en el último libro que publicó. Ayer y hoy de un
escritor, en donde recoge una serie de trabajos literarios que tienen dos
tiempos de escritura y dos distintas orillas.
“Desde el Caribe” con amplias resonancias
del emigrante nostálgico se nos llena la primera parte.
En la segunda, titulada 'Desde el
Cantábrico, le revolotea todavía, en ocasiones, la memoria caribeña -como en el
caso del breve ensayo "Retrospección y melancolía-, pero de lo que trata
especialmente en este apartado es del País Vasco y de sus hombres, sus obras y
su cultura, sus sentimientos, sus emociones y sus características.
Manifiesta el propio autor en el umbral
de este libro que "he rebobinado mis recuerdos y la evocación resultante
me ha llevado a la Caracas de los años cuarenta". En ese momento y en ese
lugar escribió Pelay, entre otras cosas, sobre las regatas y sobre la bandera
de honor ganada por los de Kiriko; sobre el regreso del viejo Iturbide a su
pueblo y del estupor de su alma disociada entre dos tierras; sobre la tempestad
y la angustia de los familiares de los pescadores, y sobre todo de la Anthoni
en el puertecillo de Urkaitz; inevitablemente también sobre Baroja, Unamuno y
Valle Inclán; sobre el supuesto indiano que, en un banco del paseo, parece deleitarse
en escuchar lejanas tonadas; varios trabajos sobre el euskera; un relato
premiado 'El abuelo y el nieto'; sobre Frav Juan de Zumárraga, Lope de Agirre,
etc.
Esto es, poco más o menos, todo lo que
puedo decir del exilio del amigo Miguel, y está claro que es muy poco. Y ello
me lleva a decir, como descargo de mi poco idónea presencia en esta mesa
redonda, que ya advertí a su organizador, el también querido amigo José Angel
Ascunce, de esta mi abismal ignorancia del vivir ultramarino de Miguel, lo que
no fue suficiente para librarme de este honroso encargo, pues se me dijo que no
se trataba tanto de hablar de su exilio como de su personalidad literaria, a lo
cual accedí, complacido, pues, de otros conocimientos acerca de su persona
puedo considerarme como suficientemente conocedor ya que he sido lector constante
de sus escritos.
Verdaderamente, este conocimiento
libresco de su persona, fue constante. Leía sus libros a medida que iban
saliendo, y así me iba enterando de cómo había ido penetrando en las esencias
del pueblo en que le tocó vivir, en la idiosincrasia de sus gentes, en sus problemas,
dudas, vacilaciones, reflexiones, etc.
A Miguel, desde la señera altura de su
trabajo literario le veo como un experto investigador de toda una serie de
complejos problemas que en el ser vasco se dan, problemas que tienen que ver
con su caracteriología, con su lengua, con sus actitudes, sus gestos, su
ideario, sus filias y sus fobias...
Fue un hombre Miguel, al que le consideré
siempre como un puntilloso defensor de sus ideas en el tema de que se tratase,
un polemista vehemente y valiente, sobre todo, si esas causas tenían que ver con
el alto concepto que él tenía de sus creencias, entre las que estaba, la
confianza, aprecio y amor de su gente vasca.
En este momento, yo, que creo que no creo en
casi nada, me siento un tanto abrumado al hablar de un hombre que creo que
creía en casi todo, y no quiero proseguir por este camino de nuestros mutuos desencuentros
vitales que sería cosa de no terminar, aunque, de todas formas también hay que
aclarar que estas disonancias personales no obstaculizaron el mutuo aprecio que
nos teníamos a pesar de algunos roces literarios epiteliales, más aparentes que
reales, que también los hubo.
De la amplia obra de Miguel hay mucho que
hablar y supongo que alguna de esas personas que se dedican a hacer tesis de
doctorado por ejemplo, dedicará sus esfuerzos, algún día, a tan grata y no muy
difícil tarea. La figura de Miguel está presente aún. y todas sus obras son
asequibles bien en librerías o bibliotecas, y supongo que hasta ésa su novela
inédita. Crimen en los rododendros, algún día podrá ver la luz.
Para el
lector que se asomara por primera vez a su profuso bosque literario, le saldrán
al paso, en primer lugar, una serie de trabajos de creación, Preludio
sangriento (Novela) 1943 La atracción del crepúsculo (Novela) 1946 Retablo
vasco (Cuentos y ensayos) 1946 El ritmo de la época (Novela) 1948 que yo creo
que son algo así como una probatura de fuerzas que un escritor, como atleta de
la pluma que se cree o quiere ser, realiza.
Posteriormente
a esos pulsos que a sí mismo se echa, Miguel empieza a tantear por los caminos
de su obra ensayística, y después de publicar un libro A la sombra del
Aitzgorri (Ensayos) 1951 comienza a escribir una de sus obras capitales, La
ruta de Baroja, que él califica de "Estudio", y que se publicó el año
1962.
Fué
precisamente en el tiempo en que estaba escribiendo esta obra cuando él me
conoció personalmente, aunque yo no a él, y en ocasión de que daba yo una
charla sobre "Baroja y San Sebastián", en la Asociación Artística. Es
un libro en el que resplandece una de las más conocidas admiraciones de Miguel,
la que guardó siempre a su querido maisu de Itzea. Y es señaladamente meritoria
esta admiración por cuanto que nos hallamos ante dos personalidades no
convergentes en muchos puntos, al menos aparentemente; más bien contradictorios
en gran parte de sus actitudes ante la vida y más posiblemente ante la muerte,
pero a los que les unía, sin duda alguna, un similar gusto literario, que creo yo que fue esta sintonía
gustativa la que prevaleció sobre otras notables disidencias.
El resultado
final de esta relación es, para mí, indiscutible: a Miguel se le puede aplicar,
sin temor a equivocarnos, el calificativo de barojiano número 1, porque creo
que es imposible superar el entusiasmo y la admiración que sintió siempre Miguel
por la obra de don Pío. Este fervor barojiano de Miguel lo fue, en primer
lugar, por profunda convicción personal por supuesto, pero también, porque el
ánimo y la ánima de Miguel se templa, acerándose, en una entrega total a sus
filias electivas y es capaz de defender todas esas tendencias y proclividades
personales en favor de sus elegidos con auténtico ardor combativo, lo que
proclama, al mismo tiempo, su alto sentido de la amistad y de sus convicciones
profundas.
Esta fidelidad le lleva a mantener
posturas casi indefendibles en ciertos ámbitos, como le ocurre, por ejemplo, en
este mismo caso de Baroja, un escritor que, en amplias zonas vasquistas, no
solamente fue criticado sino hasta rechazado o marginado. Recientemente, un
artículo de otro gran amigo común, Elias Amézaga, Pelay Orozco, abogado de Pío
Baroja, resaltaba este fervor de Miguel por don Pío, y yo diría que fue más que
abogado o lo fue a la manera de aquellos confesores de sus creencias que las
mantuvieron hasta con peligro de martirio.
De parecida afectividad profunda gozó
igualmente su viejo amigo Oteiza, de quien, mencionándole, nunca se le
desprendió el calificativo de 'genio'.
Aparte de ese gran libro sobre Baroja que
hemos citado, podríamos alargar la mención hacia otro titulado Baroja y el País
Vasco, pero no acaban ahí ni sus menciones, ni sus alabanzas, ni sus comentarios,
casi siempre elogiosos, porque en cualquiera de sus libros, en cualquiera de
sus renglones, en sus citas, etc, el recuerdo de Baroja se hace constante,
permanente, y le defiende hasta en lo que parecería que, en un escritor como
Pelay podría ser hasta indefendible. No importa, su fidelidad tiene un único
eje, la de la amistad, que no repara en diferencias, porque la virtud de la
amistad consiste no en otra cosa que en conocernos profundamente y, a pesar de
ello, querernos, lo que implica una aceptación incondicional de una persona,
que así fue la amistad de Miguel con sus amigos más queridos y ahí hav que
buscar su defensa a ultranza del vasquismo de Baroja. tan puesto en duda en
ciertos ámbitos.
Pertenece este libro, La ruta de Baroja,
a su época del regreso del exilio, y es un espléndido adentrarse, con pasión,
afán y admiración de discípulo, en la gran selva barojiana, un destellar de
intuiciones y adivinaciones certeras (no olvidemos que la intuición era el arma
predilecta de su heterógeno Sotero Bidarte), pero antes de este libro admirable
que fija frontera y límite, ya contaba el amigo Miguel con seis otras obras,
novelas, cuentos, estampas y ensayos, y posteriormente vinieron muchas más
hasta dejar bien colmado su espléndido haber literario.
Al llegar a este punto conviene repetir
que el País Vasco en general, sus hombres, sus costumbres, etc, han encontrado
en su pluma un notario fiel para empezar, un animoso e indesmayable escoliasta
para aclarar puntos más o menos oscuros de cuestiones que a los vascos
particularmente nos atañen, un biógrafo de grandes y pequeñas figuras que componen
la fauna humana vasca, un creador de tipos de feliz estampa...
El amigo Pelav sudo seguir siempre por la
senda debida, ésa que nunca se sabe verdaderamente cual es pero que un buen
baqueano de la literatura lo encontrará a ciegas ya que se trata de caminos
aromados, rutas para las que la mejor
guía es una buena pituitaria que él ha demostrado poseer.
Pocos autores habrá que hayan dedicado
tanto empeño a desentrañar y a dejar explícito ese complejo discurrir del alma
vasca, del mundo vasco. Pocos habrá que como él hayan entendido de qué enrevesada
manera a veces, de qué elementales modos otras, se operan los ejercicios y las operaciones
mentales de nuestros paisanos, qué inextricables ataduras y añudamientos no se
dan en las cavilaciones de los casheros. qué liturgias no se mueve todo el
conglomerado de sus masas, qué vientos violentos o plácidos barren su
psicología, y cuando trata de hincar el rejo de su adivinación más profunda en
sus carnes y en sus espíritus, sabe encontrar sin duda, cuál es y dónde se
encuentra el punto exacto de su atención, cuál sea su afición neta y contrastada.
En este último terreno ahí está su gran
trilogía al deporte vasco por excelencia, la pelota, y con Kcipero y Azcunaga y
sus andanzas, con el primoroso pueblo de Ondarrain como punto de partida, todos
sus lectores nos damos cuenta de que
nos hallamos ante una auténtica epopeya
vasca, no en vano, al margen de las personas, las más queridas esencias y
resonancias de Miguel las guardó para el juego de la pelota, un deporte que ha
tenido, sin duda, grandes panegiristas, muchos de los cuales están incluidos en
esa biblio-biografía El gran libro de la pelota que escribieron Bombín y Bozas Urrutia,
pero, a pesar de todo, no sé si sería posible encontrar un autor que haya
escrito de la pelota con tanto entusiasmo como Miguel y poniendo tanta imaginación
a su servicio, no solamente en ésa su trilogía novelesca, sino también con ese
otro libro que es una maravilla de buena escritura al mismo tiempo que
exaltación casi poética y hasta épica de ese deporte tan señaladamente y tan antonomásicamente
vasco, y que se titula Pelota, pelotari, frontón, que se abre con un prólogo de
Jorge Oteiza y en donde pasa revista no solamente a grandes figuras de ese
deporte sino también a escritores y personajes que algo tuvieron que ver con él,
con valiosas referencias y recogida de textos varios sobre el fenómeno
pelotístico en general.
Pero, si se quiere ir a la búsqueda del
corazón de Miguel, de sus amores v sinsabores, de sus preocupaciones y de sus
gozos; si se quiere tantear su alma lírica, penetrar en su mundo, por otra
parte tan abierto, de sus sentires y sus querencias de hombre vasco y
universal, iríamos a encontrarnos con él en una de las estancias más gozosas de
las que se pudieran encontrar, porque sucede con Miguel lo que con muchos otros
escritores que fueron notarios de un tiempo presente (y se me ocurre citar como
ejemplo preclaro a su buen amigo José de Arteche) que, ahora, desde la lejanía
de aquellos años, sus sentires, sus prosas, sus alegatos, sus luchas, sus perplejidades,
sus observaciones, etc, han ganado el mil por cien, porque muchos de aquellos
temas perecieron, otros perviven, pero se ha operado una especie de
metamorfosis, una destilación en la que el tiempo al perder presentidad se ha
convertido en Historia, y el resultado, contemplado bien desde la historia o
desde la realidad, lo cierto es que se ve que ha tenido un alza espectacular.
Estos libros en los que se puede
encontrar a este Miguel entrañable llevan títulos como Diálogos del camino, El
escritor y su brújula, etc. Estamos tocando con esta lectura, la carne viva del
escritor, y le veremos, por ejemplo en el citado en primer lugar, como el gran
polemista que era, poniéndoles y oponiéndoles frente a frente a Baroja y a
Unamuno por un ejemplo, contándonos sus discrepancias y sus aproximaciones,
colocándoles en la conflictiva encrucijada de tener que manifestar su opinión
sobre cuestiones como el euskera, opinando sobre el verbalismo del uno y la
aticidad del otro, mostrándonos sus pareceres sobre la hombría y la virilidad;
refiriéndose al choque de ambos a propósito de un artículo, precisamente sobre
el euskera, del rector salmantino; habiéndonos de sus dos patrias literarias
comunes, Vasconia y Castilla a propósito de aquella frase tan traída y
comentada de Jaime Brossa de que "el vasco es el alcaloide del castellano",
frase que disecciona Miguel con gran pulcritud y habilidad... es decir, dos
escritores Unamuno y Baroja que, en este punto encontraron la oposición y hasta
la animadversión de Telesforo de Aranzadi; sobre el humorismo en general y
sobre su notable ausencia dentro del quehacer de los escritores vascos, aunque,
curiosamente, cita al tremendo Lope de Aguirre como humorista por aquella su
autodenominación de "el traidor", pasando a hablarnos, con gran
agilidad, del humorismo inglés citándonos a figuras que no se destacaron precisamente
como humoristas como ocurre, por ejemplo, con Shakespeare, Thackeray y Dickens,
pero a los que Miguel sabe encontrarles ese recóndito ángulo de la comicidad en
lo trágico y presentándonos, asimismo, el perfil humorístico de un escritor
frío v científico como Huxlev. despachando en dos líneas, con acertada
síntesis, el humor de Bernard Shaw a quien le descubre un ingenio un tanto
metafórico, conceptuoso y anecdótico, citando dentro del humorismo ibérico a los
Muñoz Seca, Fernández Flórez, Camba y Jardiel, aunque haciendo confesión de fe
de que, para él, el más humorista de todos era Arniches, todo lo cual sirve
como aperitivo para presentarnos el humorismo vasco en su plenitud que, si el
primero que aparece en escena es Vilinch, siendo el comentarista Miguel ya
sabemos que irá a desembocar, como era previsible, en Baroja, y en su conocida
obra La caverna del humorismo.
Analista curioso del alma vasca en sus
distintas vertientes costumbristas, culturales, lexicales, etc, no deja de
comentar cuestiones de tanta riqueza simbiótica y simbólica como las referidas
al individualismo o gregarismo del hombre vasco, al cancionero, al refranero, a
palabras vascas con las que se le hace posible lograr hasta un redescubrimiento
porque practica con ellas una especie de ceremonia de resurrección, despertándolas
del letargo mortal en que estaban, haciendo que brillen ante nuestros ojos, mostrándonoslos
como cometas de ilusión que vuelan hacia aquella edad nuestra dormida también en
el recuerdo, tiempo en el que estas mismas palabras eran de uso corriente y que
presentadas ahora por él parecería que habian sido regadas de una sustancia
milagrosa, como una lluvia de hechizo.
Era (y es, porque sus libros están ahí, insuflados
de vida perenne) el mágico toque de Miguel, una especie de escritor a lo
Poverello de Asís, taumaturgia de rescatar de los fondos del olvido a lo
mínimo, minúsculo o imperceptible, una mirada cálida que hace recobrar a la
vida a naturalezas exangües si no del todo muertas.
Y, si pasamos de estos textos avizores de
una investigación antropológica, a sus cuitas de escritor, nos encontraremos
con El escritor y su brújula, con textos que resultan ser como "túneles
del tiempo", porque en la vida de un escritor hay libros que marcan un
tiempo, y ese tiempo suyo fue nuestro en gran medida, y los autores y
personajes de los que habla, fueron también nuestros en algún modo.
Estamos sin duda, ante un libro
desmitificador en donde un escritor, consciente del riesgo que se corre afrontando
a creadores que están considerados como mitos o genios, no titubea, sin
embargo, en decir lo que piensa, en demostración de una valentía insuperable.
Por otra parte, las figuras que somete a su reflexivo y nada complaciente
análisis, pertenecen a la más rica y variada gama, pues están entre ellos, "el
buen Papa Juan" (como él designa a Juan XXIII), Ingmar Bergman. Cela,
D'Ors, Fleming, Proust, Chejov, Dickens, Lin Yutang (que haremos aquí un paréntesis
para dejar en claro las muchas veces que le citó en sus escritos), Ibsen,
Camus, Kafka, Ruskin, Pereda, Palacio Valdés, Picasso, Salgan, Ortega y Gasset,
Blasco Ibáñez, Oteiza, Arniches, Somerset Maugham, Madariaga, Dostoievski,
Huxley, Unamuno, etc.
Es un curioso libro éste, como todos los
suyos en definitiva, que nos sirven para adentrarnos por el alma un tanto
seráfica de Miguel, un autor de talante vivaz e inquieto, valiente en mostrar y
demostrar sus sentires, y de cuyas obras trasciende, sin duda, a la vez que
amena enseñanza, una cierta sensación de paz y de sosiego.