lunes, 31 de enero de 2011

Antifonario


   Falleció la Fallaci y la prensa se encendió en obituario ardiente, punteando luminosos los pabilos de los cirios de no se sabe que (de tristeza supongo que no que hasta tanto casi nunca llega el corporativismo periodístico; de alegría tampoco es de sospechar, pues que tampoco van por ahí que no las odas aunque tampoco endechas; de admiración difícilmente cuando en este oficio lo normal es adscribirse al grupo de los narcisos, floralia de vanidosos y egoístas), Séase así con ella o no. todos los adioses de coetáneos nos producen variadas sensaciones en nuestra intimidad, que puede ser que. en el primer momento, nos nazcan acordes o cadencias undosas de vernos libres de un peligro que era ése en la que ese otro que soy yo, cayó, es decir, la alegría espontánea del animal que se ha visto en peligro y acaricia su osamenta, a lo que. sigue como un tabaleo de años en las cuentas de la memoria y un como gusano acezante de angustia por la proximidad del otro peligro parejo a que el futuro nos aboca, acaso también la envidia hacia el occiso que ya cumplió con el deber que a todos se nos tiene asignado y cuando a nosotros nos pende aún la deuda, pensamientos tan naturales que los vemos girar como en rueda de feria. Pero lo cierto es que falleció la Fallaci y la prensa se convirtió en un jardín no diría yo que de cipreses ni de vesperinas ni de crisantemos que son todas plantas mortuorias en mayor o menor medida sino en especie de coronas bien entretejidas las más, que en hacerlas vistosas se han entretenido los mejores artesanos del papel prensa y de columna diaria y la antología necrológica se enriqueció sobremanera; Todos llevamos acuñado -entre ceja y ceja algunos-, el diseño de ese jardín ideal por cuyos senderos nunca caminamos y del que alguna vez pienso escribir si el corazón y los pulsos no se me desmayan por la cargazón de los años, y acaso por ese modelo ideal substanciado casi en nuestros genes no podemos por menos de girar una visita no sé si romántica, no creo que excesivamente sentimental, sobre las hespérides sobre las que ejercía su cuidadosa vigilancia del manzano de oro de su profesión la italiana de pluma daga (que en determinado momento toda metáfora tiene que ir directa al grano, ¡fuera las comparaciones metafóricas con ayudas adverbiales! aunque sea esto un oxímoron, no importa). Falleció la Fallaci y los más preclaros espadachines de la prensa entraron en duelo (no 'de lágrimas vertiendo' tipo garcilasesco) sino de justa o torneo como lo pudiera narrarnos uno de los muchos seguidores que a esta hora le han salido al gran Scott, don Walter, señero inventor del género, y, porque a tal señora tal honora, o porque ya se lo saben todos que el estro de Zorrilla amaneció del vientre del cadáver sombrío y macilento' de Larra y aun supurando ellos mismos glorias literarias abundantes, nunca deja de ser lugar conveniente la sombra del copudo árbol que, en este caso, ha podido adquirir la yacente figura de la periodista italiana, tan célebre que entrevistó a la mismísima Gran Señora llamada la Historia en sus arterias y venas principales ninguna de las cuales se atrevió a no recibirla, que lidió de tú a tú con los antipáticos (entre los que colocó a la Duquesa por antonomasia por herencias acumuladas que no por esencias propias y a Antonio Ordóñez representante supremo en tal momento de lo más ostentoso de la torería, poniéndolos a los dos como chupa de dómine, que se decía aunque ya no sé si se sigue diciendo), asistió a todos los conflictos que se dieron en el siglo pasado y recaló en éste para dejar testimonio, a ultima hora, de sus profundas antipatías al Islam desde su conciencia alerta de atea cristiana como se proclamaba, clónica del modelo preconizado hace siglos por Arrio, Al desearla el consabido y tópico RIP me queda algo más que la duda de si no será crimen léxica y de intenciones contrapuestas desearla el descanso a tan activa guerrera. De sus muy abundantes trabajos de prensa y literatura, extraigo solamente, como acierto de selección por supuesto que no de creación que aquí nos entra en ronda Platón y su 'Apología de Sócrates', la cita que antecede a su complejo texto literario de "Un hombre', una novela admisible en variados géneros como asegura la autora que quiso que fuese, un libro sobre la soledad del individuo, sobre la tragedia del poeta que no quiere ser y no es hombre masa, un libro sobre el héroe que lucha solo por la libertad y la verdad sin rendirse nunca, etc, etc, que, yéndonos por fin a la cita, escribe Platón por boca de Sócrates, que 'Ha llegado la hora de partir. Cada uno de nosotros sigue su propio camino: yo a morir, vosotros a vivir. Qué sea mejor, sólo el dios lo sabe”. Que dudo mucho yo de que la Fallaci ahora, como antes tantísimas legiones humanas y las que vendrán, podrán allegarse nunca a tan supremo conocimiento.

Ratisbona.-
    De los asertos varios de la Lección Magistral impartida por Ratzinger en Ratisbona, espigo dos. La una, por lo que tanto ha dado que hablar. La otra, por lo que tan poco. Y, creyendo yo, que debiera ser al revés.  
   La cita de Manuel II Paleólogo con la que Benedicto ha creado tantos escozores en la siempre sensible piel islámica, me hace releer la-Historia, lo confieso, más cuando el Imperio bizantino nos es y nos ha sido siempre, no se por que, mucho más desconocido que el romano. Materialmente, yo diría, esa cita resulta más peligrosa, en los presentes tiempos, que una cascabel en las proximidades del calcañar y con el aumentativo de ir descalzo, que quién sabe si servirá para mejor calibrar las excelencias de la Guardia Suiza (que, por cierto, ni siquiera sé si siguen vegetando por el Vaticano). Pero mentalmente, es decir, en los terrenos de la razón, la otra referencia a ese posible engrane entre racionalidad y creencia, me es más insondable. Claro que será que la teología tendrá sus secretas razones que la común razón no entiende.               

La palinodia.-     

   Guardo esta última antífona para la inmigración, que si Ratzinger no puede cantar la palinodia (que chirriarían así sus cuerdas vocales y los de toda la cristiandad en suma) de ese menester de freno y marcha atrás parece que se están encargando unos gobernantes salidos de una factoría de novatos imposibles, que solamente aciertan cuando se desdicen. Mientras tanto, la inmigración, a pie de guerra, con el cuchillo del hambre en sus dientes, ha entrado y sigue entrando a la carga por los cuatro puntos cardinales, que también habría que releer la Historia en busca de algo parecido que no sería posible encontrar porque lo de ahora supera lo de cualquier tiempo pasado en materia de inmigración aun contándose las invasiones todas, godos, ostrogodos, visigodos, almohades, almorávides, benimerines, etc, etc.

Músicas


   Por supuesto que hay música (músicas) en la montaña como bien se hace ver y oír en el filme 'Niwemang' del kurdo Bahman Ghobadi. En las montañas y en los valles por un decir, que si yo hubiera sido o montañero o montañista (que no sé cuál monta más o si montan tanto), la habría oído al comienzo de cualquier ascenso (un balido de ovejas entre tintineantes esquilas o un mugido de recental acaso, un tanteo de notas humildes como gotas de lluvia que deja perladas las hojas) para ir creciendo luego su diapasón, su trémolo, la ocupación de notas 3 todo lo hondo del cerebro,, venablos de acordes que se hayan concentrado en la cúspide, la mano de Dios (Júpiter y sus rayos prestos) en su soberano concierto de las cumbres, que Dios habla en música como nos decía esta pasada semana desde la pantalla el Beethoven-Ed Harris de Agmeszka Holland, la música extremada/ por vuestras sabías manos gobernada1 como en la rosácea visión de Fray Luis en su Oda a Salinas', la música con la que Dios llena la cabeza de los hombres a los que quiere ofuscar y que viene a ser como una ecuación que establece una igualdad límite de que el delirio humano por la música puede ser el deliquio de Dios o al reyes y que hace que El les llene de locura musical a sus melómanos como al gran sordo, que, en este punto, nos amanece la diatriba del Borges ya ciego: “ Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dió a la vez los libros y la noche', que con parecido juego irónico se emplea en la juerga con Beethoven, una cacerola hirviente de músicas para quien nunca puede oir, que es la sarcástica crueldad sólo posible en mente divina.


Niwemang.-  
  
 Naturalmente que hay música en las montañas como lo sabía el Mamo de Bahman Ghobadi o aún él mismo (¿participa el creador en el entrañamiento de sus criaturas?), en 'Niwemang' (una de las películas premiadas en este festival número 54, póngalo quien quiera si de gracia o de desgracia), las montañas como protagonistas de una historia de humanas hormigas rampantes por sus anfractuosidades, dentadas sierras, gargantas, collados, que el instrumento músico es en esta ocasión una especie de sierra de violín sobre broncas cuerdas, el panorama a contemplar una exaltación, las viviendas humanas ventanas montañosas, el autobús renqueante por senderos de cabras, en el fondo yo diría que del corazón "fruto amargo' (I. Aldecoa) de Mamo, un personaje de viejo y pobre estilo con mucha música dentro de sus entretelas, la fuerza de una música de no se sabe qué sublimidades cuando un concierto crea tantas dificultades y se dice que hay una multitud expectante ante este concierto prometido que solamente desde una explosión sublime de amor pueden creerse tales emanaciones populares. Y hablo de las músicas de estas películas de este festival porque a mí, que nací como blindado de opérenlos auditivos al parecer, como con taponamientos de cerúmenes insuperables, me da por pensar que esta edición 54 del Festival ha sido más un exponente musical que otra cosa, una manifestación de sonidos quizá como todo en la vida, pífanos en la sala pero mucho más a la hora de otorgar consideraciones que si lo escrito antes hemos escrito acerca de la película adornada con el lesión (y supongo que también fiestón) de la Concha de Oro. en parecidas estrofas pudiéramos regolfarnos al hablar de su par a par en el jolgorio de los premios, ese filme de procedencia francesa "Mon fíls á moi' de Martial Fougeron (con la mano izquierda de la Moreau moviéndose hábilmente en el ábaco de los lauros hacia sus escalofríos chovinistas suponemos), que si hemos hablado ya de la música de las montañas nos toca ahora alentar o auspiciar o soplar la música estridente del hogar, la ceñida odisea en cantos casi lúgubres de la atroz posesión maternal, más estremecedora, por supuesto, que la del demonio haya o no exorcismos...

Molinos. -

  Escribía aquel Miguel de Molinos (1628-1696), considerado como heresiarca que vaya usted a saber, inmerso en la "infusión del espíritu divino' y como símbolo del quietismo en campos de mística, en su "Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce al interior camino para alcanzar la perfecta contemplación' que hay que tener lástima a las almas que no se les puede persuadir que es el mayor bien la tribulación y el padecer', que los perfectos siempre han de desear morir y padecer; siempre muriendo y siempre padeciendo', que podría hacer suya esta pragmática existencia! ese muchacho llamado Julien que tuvo la inmensa perplejidad anímica de toparse con una madre posesiva en la antedicha película de Martial Fougeron, tanta que todo conato de esclavitud palidece ante esta muestra. Con Julien y su madre, en su casa, en esa preclara al mismo tiempo que deleitable mansión como un calabozo de los plomos (y nunca mejor empleado el símil) sala de tortura lo que evidentemente aparece como lugar apacible, las notas imbeles del piano a pesar de ser percutidas por manos infantiles, todo un regazo de hogar que sin embargo puede convertirse en ergástula al menor atisbo de rebelión, se oye, sin embargo, una música de hogar que no es, por supuesto, el dickensiano del grillo cri, cri, cri, por las estancias que a medida que pasan los años infantiles y van trocándose en juveniles se vuelven opacas aún de tan transparentes como parecían. De esa música atroz del que habla ciertamente la paremiología o la psicología educacional mal entendida (¿'quien bien te quiere te hará llorar'?) Sin duda que sí para algunas madres.


La Callas.-

   De la vida, nos lo dijo en incomparables estrofas el poeta, sólo queda el don preclaro de evocar los sueños'. Y digo, salvando si salvarse pudieran los insuperables abismos y distancias, que, con el tiempo, y siempre que la memoria nos ayude en el menester, de la vida solamente nos quedan las referencias. Musicales, si se quiere, cuando todo se puede volverse música como en esta evocación que ahora hago de unas pocas películas, premiadas algunas que tanto no merecieron y sin premio otra que sí, todo lo cual entra en ese submundo de la delincuencia de la vida, que cierro la evocación ahora con la más precisa y preciosa, un cementerio cerca de la ciudad, gentes que acuden allí en reclamo de memorias tanto gozosas como dolorosos, un sabor agridulce de saber cómo la vida se nos despeñará por semejantes avenidas, las referencias de hombres y mujeres y de sus frases cargadas de sentido, una sensibilidad de mujer que va leyendo libros y pasajes capitales, haciéndose y haciéndonos oír músicas calladas y prietas o tan resonantes como la de la Callas desde su cenotafio, un joyero para una voz que vuela y que vuela...

A la hora de la siesta


Aquel 18 de julio de hace ya setenta años, ha sido siempre, para mi, el día de la desbandada. El día de las cabras, si vale la metáfora, o, el día de los cameros, si nos dejamos atrapar por la sugestión de Panurgo. Las cabras, ya lo dice el refrán, tiran al monte, y eso es lo más parecido a lo que vi aquella tarde a la hora de la siesta, frente a la casa familiar, unas sillas sacadas afuera para mejor gozar de la sombra de la casa y de una ligera especie de brisa, y, en cuanto a los carneros de Panurgo, su suicidio colectivo guarda relación con ese humano sentido de la multitud que, para suicidarse al menos, mejor es hacerlo en montón, despeñamos por los riscos del monte en compañía. Aquel 18 de julio de hace setenta años, se estaba marcando en el reloj de la narrativa y de la poesía y del teatro y de toda la historiografía en general, una fecha cumbre mientras yo y toda mi familia estábamos sentados a la puerta de casa y no cesaban los grupos de gente que iban al monte, una especie de frenesí montañero, ¡que viene la guerra!, decían, ¡vamos al monte, al monte!... y se perdían por la esquina de Pottone y Ducatene, especie de ajorca de endriago, puerta de stargate, entrada al misterio de lo incongruente...'Pero, de aquel 18 de julio, hace ya setenta años, se ha hablado mucho, se han escanciado sus licores, amargos para algunos y para otros no tanto, se han escrito demasiadas páginas, y a algunos que fuimos testigos, ya con razón y conciencia formada para aquel entonces, la evocación no queremos que nos traiga otro viento que el de la estampida sin ton ni son, las montañas como meta de salvación no sé por qué porque es muy difícil saberlo, y más que ganas de seguir hablando del evento, de cerrar el portillo que es, en definitiva, lo que ahora hago.

Don Rodrigo.-     

    A setenta años de aquella efemérides guerrera, y con otras guerras abriéndose como nunca han dejado de abrirse, el personaje que me viene a la memoria, ya sé por qué es Don Rodrigo. Y, su concepto del orgullo. 'En estos mis últimos momentos me basta mi orgullo', debió de pensar Don Rodrigo cuando caminaba hacia la horca, terne en su soledad y en su altivez, toda una larga tradición de personajes sustentándole en su paso a paso hacia la infame horca que, sin embargo, sentía él que la infamia en la que le querían anegarle le era postiza, que el orgullo se apuntala por dentro y hay que mantenerlo erguido, sin miedo a claudicaciones, que sirviéndolo así, un orgullo de gesta o de hazaña, además de conformar un tipo racial, mantuvo también ese orgullo así entendido o malentendido todo un imperio, en plena gloria primero y en más o menos largos años más tarde dando tumbos y más tumbos, que traigo a colación esa figura irredenta de Don Rodrigo por serme (o sernos) su nombre, antonomástico acaso, porque le sobreabundaba y le seguirá sobreabundando el orgullo por entre sus cinchas de hombre, porque a pesar de la horca y de su cuelgue letal (mandaba la pragmática que fuese "degollado por la garganta' hasta que sobreviniese su muerte natural), sigue viviendo Don Rodrigo no en sólo la Historia sino en su más hondo aún, en la Intra-Historia misma. De cualquier forma, esos y otros, símbolos humanos indeclinables, es decir, el nombre más que el hombre, tan aposentado en su mayúsculo onomástico que es como un blasón intransferible: que es así como se distancian los títulos personales de los familiares, el individuo sobre el clan mientras le llevan sobre el mulo o carro de la infamia, los versos esproncedianos pidiendo la merced de una limosna 'por el alma del que van a ajusticiar'. Para ser breves: Don Rodrigo es como Don Juan, como Don Tancredo, como Ramón (que solamente sufrió la amputación del "Don' quién sabe si para mejor aletear aún como la mariposa agujereada que es sacrificada al colorido de sus irisaciones), el raudo misterio de un nombre aromando todo un tiempo de historia, si cabe, por haber sabido ser orgulloso. 



W. Fernández Flórez.-

    Se hace difícil pensar en quién maquinó la inclusión de la soberbia entre los pecados capitales sino es el Dante, siete pecados como siete soles, los siete motores del mundo, en definitiva, que sin los pecados capitales el inundo se desmoronaría y habría que salir en cántico con el 'felix culpa' agustiniano, una versión más de la justificación del mal, de Judas en su traición (y búsquense modelos en tomo que los hay abundantes), sobre la infamia que nos gravita, onerosa. El orgullo es hermano del amor propio, de la estima personal, de ese ápice de conciencia que nos hará miramos cada mañana al espejo para, a través de esa mirada decirnos que podemos o no soportamos, que acaso, no es solamente el orgullo lo que ahora nos falta sino también un buen espejo.; Aquel amargo humorista, maestro en su ironía, su neurastenia y su escepticismo y que se 'llamó don Wenceslao Fernández Flórez, ya había visto, con antelación sorprendente (Xas siete columnas' Editorial Atlándida, 1926), que la felicidad del hombre se basa en la práctica de los siete pecados capitales como le arroja a la cara, como restos de res pútrida, Olivan al anacoreta Acracio porque tuvo éste la audacia insensata de anatematizarlos y de raerlos de sobre la tierra, que, en lo que respecta a nuestro tema, le dice que al desaparecer la soberbia, se detuvo el motor de muchas buenas acciones' que "sobre la soberbia descansaba una gran parte de la organización humana', y si no se tiene el suficiente orgullo, añado, la figura que se dibuja (o, mejor, que se desdibuja) es el de una especie de guiñapo que se sonríe hasta contracorriente porque se trata de una sonrisa complaciente, de frunces vergonzosos, una sonrisa mendicante que va pidiendo compasión o conmiseración mientras deja sus vergüenzas al aire.

Con el saco al hombro.-

 Contemplando los nefandos despliegues de la llamada política (que, en verdad, debiera llevar otro nombre más pertinente para no sentirnos tan abochornados), las mentiras con las que abrocha sus vestimentas, sus abominables encuentros, los diálogos cuyas esquirlas nos hieren, las mesas compartidas, las conversaciones intuidas, los acuerdos infames, los silencios que hacen sospechar tanto, etc, etc, toda su parafernalia de compra y venta a la que al final va a parar todo, al do ut des o chalaneo, la burla desatentada y chulesca, etc, etc, se tiene la sensación de que lo que hace falta tener es alguna dosis de orgullo, el mínimo básico de orgullo, en definitiva, para evitarnos caer en ciénagas de oprobio. De tener un mínimo de orgullo y usar de él en el momento oportuno, se evitarían muchas grandes vergüenzas, pienso. Y me quedo, mano en mejilla, en la evocación de aquella hora de la siesta de hace setenta años, con el crepúsculo tan cerca y tan iluminado y la vida detrás como saco al hombro...