lunes, 31 de enero de 2011

A la hora de la siesta


Aquel 18 de julio de hace ya setenta años, ha sido siempre, para mi, el día de la desbandada. El día de las cabras, si vale la metáfora, o, el día de los cameros, si nos dejamos atrapar por la sugestión de Panurgo. Las cabras, ya lo dice el refrán, tiran al monte, y eso es lo más parecido a lo que vi aquella tarde a la hora de la siesta, frente a la casa familiar, unas sillas sacadas afuera para mejor gozar de la sombra de la casa y de una ligera especie de brisa, y, en cuanto a los carneros de Panurgo, su suicidio colectivo guarda relación con ese humano sentido de la multitud que, para suicidarse al menos, mejor es hacerlo en montón, despeñamos por los riscos del monte en compañía. Aquel 18 de julio de hace setenta años, se estaba marcando en el reloj de la narrativa y de la poesía y del teatro y de toda la historiografía en general, una fecha cumbre mientras yo y toda mi familia estábamos sentados a la puerta de casa y no cesaban los grupos de gente que iban al monte, una especie de frenesí montañero, ¡que viene la guerra!, decían, ¡vamos al monte, al monte!... y se perdían por la esquina de Pottone y Ducatene, especie de ajorca de endriago, puerta de stargate, entrada al misterio de lo incongruente...'Pero, de aquel 18 de julio, hace ya setenta años, se ha hablado mucho, se han escanciado sus licores, amargos para algunos y para otros no tanto, se han escrito demasiadas páginas, y a algunos que fuimos testigos, ya con razón y conciencia formada para aquel entonces, la evocación no queremos que nos traiga otro viento que el de la estampida sin ton ni son, las montañas como meta de salvación no sé por qué porque es muy difícil saberlo, y más que ganas de seguir hablando del evento, de cerrar el portillo que es, en definitiva, lo que ahora hago.

Don Rodrigo.-     

    A setenta años de aquella efemérides guerrera, y con otras guerras abriéndose como nunca han dejado de abrirse, el personaje que me viene a la memoria, ya sé por qué es Don Rodrigo. Y, su concepto del orgullo. 'En estos mis últimos momentos me basta mi orgullo', debió de pensar Don Rodrigo cuando caminaba hacia la horca, terne en su soledad y en su altivez, toda una larga tradición de personajes sustentándole en su paso a paso hacia la infame horca que, sin embargo, sentía él que la infamia en la que le querían anegarle le era postiza, que el orgullo se apuntala por dentro y hay que mantenerlo erguido, sin miedo a claudicaciones, que sirviéndolo así, un orgullo de gesta o de hazaña, además de conformar un tipo racial, mantuvo también ese orgullo así entendido o malentendido todo un imperio, en plena gloria primero y en más o menos largos años más tarde dando tumbos y más tumbos, que traigo a colación esa figura irredenta de Don Rodrigo por serme (o sernos) su nombre, antonomástico acaso, porque le sobreabundaba y le seguirá sobreabundando el orgullo por entre sus cinchas de hombre, porque a pesar de la horca y de su cuelgue letal (mandaba la pragmática que fuese "degollado por la garganta' hasta que sobreviniese su muerte natural), sigue viviendo Don Rodrigo no en sólo la Historia sino en su más hondo aún, en la Intra-Historia misma. De cualquier forma, esos y otros, símbolos humanos indeclinables, es decir, el nombre más que el hombre, tan aposentado en su mayúsculo onomástico que es como un blasón intransferible: que es así como se distancian los títulos personales de los familiares, el individuo sobre el clan mientras le llevan sobre el mulo o carro de la infamia, los versos esproncedianos pidiendo la merced de una limosna 'por el alma del que van a ajusticiar'. Para ser breves: Don Rodrigo es como Don Juan, como Don Tancredo, como Ramón (que solamente sufrió la amputación del "Don' quién sabe si para mejor aletear aún como la mariposa agujereada que es sacrificada al colorido de sus irisaciones), el raudo misterio de un nombre aromando todo un tiempo de historia, si cabe, por haber sabido ser orgulloso. 



W. Fernández Flórez.-

    Se hace difícil pensar en quién maquinó la inclusión de la soberbia entre los pecados capitales sino es el Dante, siete pecados como siete soles, los siete motores del mundo, en definitiva, que sin los pecados capitales el inundo se desmoronaría y habría que salir en cántico con el 'felix culpa' agustiniano, una versión más de la justificación del mal, de Judas en su traición (y búsquense modelos en tomo que los hay abundantes), sobre la infamia que nos gravita, onerosa. El orgullo es hermano del amor propio, de la estima personal, de ese ápice de conciencia que nos hará miramos cada mañana al espejo para, a través de esa mirada decirnos que podemos o no soportamos, que acaso, no es solamente el orgullo lo que ahora nos falta sino también un buen espejo.; Aquel amargo humorista, maestro en su ironía, su neurastenia y su escepticismo y que se 'llamó don Wenceslao Fernández Flórez, ya había visto, con antelación sorprendente (Xas siete columnas' Editorial Atlándida, 1926), que la felicidad del hombre se basa en la práctica de los siete pecados capitales como le arroja a la cara, como restos de res pútrida, Olivan al anacoreta Acracio porque tuvo éste la audacia insensata de anatematizarlos y de raerlos de sobre la tierra, que, en lo que respecta a nuestro tema, le dice que al desaparecer la soberbia, se detuvo el motor de muchas buenas acciones' que "sobre la soberbia descansaba una gran parte de la organización humana', y si no se tiene el suficiente orgullo, añado, la figura que se dibuja (o, mejor, que se desdibuja) es el de una especie de guiñapo que se sonríe hasta contracorriente porque se trata de una sonrisa complaciente, de frunces vergonzosos, una sonrisa mendicante que va pidiendo compasión o conmiseración mientras deja sus vergüenzas al aire.

Con el saco al hombro.-

 Contemplando los nefandos despliegues de la llamada política (que, en verdad, debiera llevar otro nombre más pertinente para no sentirnos tan abochornados), las mentiras con las que abrocha sus vestimentas, sus abominables encuentros, los diálogos cuyas esquirlas nos hieren, las mesas compartidas, las conversaciones intuidas, los acuerdos infames, los silencios que hacen sospechar tanto, etc, etc, toda su parafernalia de compra y venta a la que al final va a parar todo, al do ut des o chalaneo, la burla desatentada y chulesca, etc, etc, se tiene la sensación de que lo que hace falta tener es alguna dosis de orgullo, el mínimo básico de orgullo, en definitiva, para evitarnos caer en ciénagas de oprobio. De tener un mínimo de orgullo y usar de él en el momento oportuno, se evitarían muchas grandes vergüenzas, pienso. Y me quedo, mano en mejilla, en la evocación de aquella hora de la siesta de hace setenta años, con el crepúsculo tan cerca y tan iluminado y la vida detrás como saco al hombro...