viernes, 28 de enero de 2011

Diaconisos


Hablé de diaconisos y me sacaron la tarjeta; roja o amarilla no importa. Hablé de diaconisos que, una vez más, intentaban expulsarme, la espada flamígera en la mano, entretenidos los sumos sacerdotes en sus aburridas melopeas que ya duran un siglo. Hablé de diaconisos y me sacaron la tarjeta diciéndome que no, que los diaconisos no existían, que solamente los diáconos y las diaconisas (que me parece a mí qué será ésta palabra de vida exigua y mutará a diácona, como a sacerdota la sacerdotisa, etc..., que un final en «isa» ya no cabe, que fíjense si no en poeta y poetisa que de éstas no queda ni una a pesar de tantas' mujeres que escriben versos).
Hablé de diaconisos y me sacaron la tarjeta, que aunque ya sabía de su existencia, vi correr por el campo, de banda a banda, a tantos árbitros y jueces, diccionario y gramática y pandectas y catecismo bajo el brazo, cejijuntos, inexorables, el penalti, el guardameta fusilado al atardecer, encuadre de los palos, todos lo padecimos, lo padecemos y sólo unos pocos lo han visto, el guardameta está aterido, solo, el proyectil hará carne, lo teme, lo sabe, se rasca el pecho por donde entrará la bala, hay que tener espíritu de sádico para verlo bajo el sombrajo del palo tan víctima, para vernos (acción reflexiva inevitable). Al fondo, atravesado su cuerpo, está el infinito, ninguna luz verde, ninguna esperanza.. Ante las camas de los paritorios, vaya o no esto a peor como aseguran los agoreros, desafiante para que las vean quienes se asoman y exigen sitio para vivir, para que el naciente las vea y las lea (que todos nacemos sabiendo leer y llorar y, por eso lloramos al nacer y leer lo que está puesto y lo que nos espera), con un par de frases basta. La de Dante ante el infierno. La de Auschwitz. «Por mí se va a la ciudad doliente». «El tra­bajo nos hace libres». A fin de cuentas, ¿qué' es mejor, la verdad o la burla?

Lo Neutro. Hablé de «ánjeles diaconi­sos» y, antes de que me sacasen tarjeta, me acordaba de Juan Ramón, fuerza y poder de su «j» O, preferiblemente, mejor de su honda poesía. Recordemos un poema, aquel poema, el poema: «Se paraba/ la rueda/ de la noche.../ Vagos ánjeles malvas/ apaga­ban las verdes estrellas». La del 27 fue añada de muchos ángeles y muchas estrellas. «Mi pena es porque esas nubes tan negras/  han borrado las estrellas» (León Felipe); notariando la muerte de Antoñito el Camborio «im ángel marchoso pone/ su cabeza en un cojín» (García Lorca), y, en su bala­da ingenua a Santiago, afirma categórico el de Granada que «¡Eran ángeles los caba­lleros!». De Alberti y de ángeles nada digo que no tengo suficiente espacio para contarlo. Etc, etc y etcétera.
Pero me han sacado la tarjeta y me han pitado penalti porque los diaconisos no exis­ten, y entramos aquí ya en un torbellino de contradicciones, de debates, de controversias, quién sabe si de investigaciones sobre  lo neutro en lo angélico, neutro por anto­nomasia. digno de ser adoptado o comen­tado por Blanchot. Me decía el otro día, el amigo Juan, que estaba leyendo la historia del Imperio Romano de Oriente, y leyén­dola en aquel escritor francés de arraiga­das creencias católicas que fue Daniel Rops, ensayista, novelista, historiador, y me con­fesaba esa gran verdad de la que toda una generación puede dar testimonio y que es que, penetrando en un ámbito histórico advertimos la mutilación de que fuimos víctimas, de cómo hay un inmenso parque de un millar de años, como el valle de Josafat de la Historia, que, no se sabe por qué, nos fue vedado, nos dieron dos, tres, cua­tro o cinco nombres (Constantino, Juliano, Teodosio, Heraclio y poco más) y ya todo el gran Parque está desierto, un gran parque que parece ser como el del primer tiempo bíblico, de cuando «la tierra estaba desor­denada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas», un gran parque vedado, desértico, por donde tran­sitaron grandes ciervos reales o basileos, pero que tuvieron que ver, y mucho, con los ángeles, quién sabe si también con las estrellas.

Sexología. Entre si eran galgos o poden­cos loa que se velan venir en lo lejano, los dos conejos de Tomás de Iriarte (1750-1791) fueron despedazados, no importa por quién, si por galgos o por podencos, pero lo que sí ' supimos, a pesar de la veda sobre el Impe­rio Romano de Oriente, es que allá en ' Bizancio no habían aprendido la lección
que luego nos explicaría Iriarte y se dis­cutía sobre el sexo de los ángeles que es asunto que interesa resolver también en hablando de ángeles diaconisos que tanto nos asedian, que tanto nos conturban, que tanto nos aburren en esta tierra de alubias rojas y proclamas levantiscas al estilo de aquel cura don Manuel de Hernialde que acaso no hablaba mucho por su boca pero que a cada paso, que es otra manera de hablar, hacía estremecer las charcas y cro­ar a las ranas y dejaba a los egoscués en decúbito supino sobre las hojarascas de los boscosos caminos mirando, con ojos que ya no veían, al lucero del alba.
Hablar del de los ángeles equivale a hablar, ¿de qué sexo? Del primero, estuvo hablando la Humanidad desde el principio de los tiempos y sigue todavía sin cambiar de monserga. Del segundo, se podría ele­gir, como portavoz de las más autorizadas, a la Beauvoir con la abundante masa que se le ha unido en estos tiempos nuestros, tan solidarizantes. Del tercero y el cuarto, que no se habló en un tiempo lo suficiente, la marea va creciendo imparable. ¿Coloca­mos a los ángeles en el quinto? ¿Hemos lle­gado con ellos a la asexualidad o a la asep­sia? Dice la Biblia que «llegaron, pues, los dos ángeles a Sodoma a la caida de la tar­de (Gén. 19.1), y que cercaron la casa los hombres de la ciudad y llamaron a Lot reclamando que los sacase para que los conociesen (Gén. 19,4 y 5)», qué ya sabe­mos de qué tipo es el conocimiento bíbli­co, lo que nos coloca en mayor confusión todavía a la hora de aplicar los géneros gramaticales, que por eso nos inclinamos por el uso del neologismo «diaconisos» cuando solamente de tres géneros nos habla la gramática y la vida rebasa con creces esa cifra.
Tengo la costumbre, ya inveterada, resabios de mis orígenes sin duda, de que siempre que me ronda una teoría, y cuan­to más abstrusa mejor, en mi intento de
llegar con ella a autogratificarme me pon­go inmediatamente a jugar mentalmen­te a la pelota, ganchos, voleas, besagaiñs, sotamanos, etc. De los pelotazos que el frontis me devuelve, la piel ya abundan­temente sangrante sobre la piedra mono­lítica (y esto no es una película), miro a nuestros ángeles diaconisos y me veo, una vez más y seguramente para siempre, sur­cando fronteras hacia tierras en donde dejen de aburrirme con sus intermina­bles peroratas y fanáticas demagogias.