viernes, 28 de enero de 2011

Notas. 1


Pasadas, ¡al fin!, las navidades, cabe hablar, de una alteración en sus costumbres. Políticamente, todos sabemos que nuestra más preclara guerra de tribu está establecida entre nacionalistas y no nacionalistas, en una confrontación que hasta los más optimistas pudieran pensar que no tendrá ni próximo ni buen fin. Pero, ¿la otra guerra, la de las costumbres? En este terreno importa, y mucho, mirar hacia Olentzero, observar qué se ha hecho con el carbonero pantagruélico, con su pipa de arcilla que melló sus dientes, sus botellas de vino bailando el ariñ-ariñ como preludio de la borrachera que no tardarán en traspasar a su amo, a sus comilonas cocinadas con el viejo recetario de las amonas, esas buenas señoras que, procedentes de la ascética escuela de la posguerra, lo que sacaron en consecuencia después de tanta escasez, fueron las fórmulas generosas para llenar vientres insaciables aunque sin olvidar, por supuesto, su esclarecida calidad de siempre. Aunque su reinado (el de Olentzero), tan breve, y su territorio, tan mítico y legendario, estuvo secularmente centrado en la comarca del Bajo Bidasoa, y su origen pudiera buscarse en las estribaciones de Ayako Arria, en alguna cueva de los alrededores del Erroilbide, Txurrumuru, Irún mugarrieta, etc, lo cierto es que, últimamente, sus andanzas se han extendido mucho y ya parece como que todo el País Vasco le ha adoptado como tótem navideño, dando lugar, con ello, a una secesión tripartita en una distorsión de su caracteriología y su personalidad. Olentzero, habrá que decirlo para insertarlo en su vieja mitología rescatándolo de la actual, ya no es lo que era. En el trémulo reino de la tradición y de las costumbres, tan intocable, se ha llegado a dotarlo de un simbolismo que nunca tuvo y, automáticamente, hemos asistido a una transmutación, tanto pueden las sinuosidades partidistas. A Olentzero, que nunca regaló nada a nadie; a Olentzero, que parece como que siempre hizo alarde de acendrado egoísmo; a Olentzero, cuya sensibilidad, si alguna vez la tuvo, la perdió entre báquicos regüeldos, y que, según la vieja tradición, solamente hay que adjudicarle el papel de mensajero de la Buena Nueva (de ahí, seguramente, lo de Onentzero), se le ha puesto a competir con Papá Noel y con los Reyes Magos, y, de tragón y de maneras toscas y sin tacto, se le ha hecho obsequioso y amable. De esta manera, por Navidad y en el País Vasco, en la guerra de las costumbres, se asiste desde hace algunos años, al menos, a tres frentes: noelistas, olentzeristas y triárquicos. Acaso, puede ser que los beneficiados por todo ello sean los que tengan la costumbre de reci­bir regalos, que ahora les pueden provenir de esas tres fuentes, lo que no deja de ser un logro indiscutible de la sociedad de consumo.

El hombre de la Lambreta.-

El Bidasoa, que de siempre ha sido un río con mucha corriente cultural (y no es cosa, ni tengo espacio suficiente, para hacer su apología en este terreno que, por otra parte ya está hecha por personas mucho más competentes, entre las que cabría colo­car en primerísimo lugar a s biógrafo por antonomasia, Luis de Uranzu), ha tenido, como todo en la vida, tiempos de flujos más o menos densos, y alguno de gran hervor transcurrió, precisamente, cuando un hom­bre, montado en su Lambreta, andaba por Irún revolucionándolo todo gracias a sus humores expansivos, preocupados e indomeñables. Este hombre, inquieto como ser, aparentemente atrabiliario por su conducta, próvido y generoso en intuiciones e inven­ciones, fue un escultor que ha quedado anclado en la Historia. Habrá que consig­nar, también, que fue uno de los polos de una simbiosis magnífica entro él y la estirpe cultural de la ciudad de Irún. Se llama­ba, Jorge Oteiza.
Escribo esto, a raíz do haber recibido un libro de parte de Jaime Rodríguez Salís, viejo compañero en el Internado de San Martín de Oronoz Mugaire regido por los Hnos. Maristas y 'patroneado' sin discusión alguna -boga que boga hacia un modelo de educación rigorista pero eficaz ante los tribunales de examen por el también legendario y mítico Don Segundo. De Oronoz, donde Jaime y yo y una gran tropa de alumnos estudiamos, a Lecároz, donde lo hiciera Jorge, la distancia es escasa, unos pocos kms. nada más, los métodos educa­tivos distan algo más y no solamente en cuestión de libros sino también en depor­tes (primacía del fútbol en Lecároz y de la pelota en Oronoz-Mugaire), pero, acaso, lo que de verdad nos une. seguramente, es la sal común del internado, esa fagocitosis de los tiempos muertos en espera de no se sabe qué redención, el patio de juegos desde don­de atisbar mejor el futuro que desde la pro­pia aula mientras sollozaba nuestra ansia de libertad en el vuelo de las palomas hacia las redes de Echalar o libradas de ellas ya en vuelo fugitivo pero firme, años de infan­cia sumergidos en un tiempo de tierras cal­cinadas por la guerra en Europa. Agradezco a Jaime Rodríguez Salís -de casta le viene la pluma como descendiente de su notable padre, Luis de Uranzu, y de su madre, maes­tra en 'exilios (1936-1945), Dolores Salísel envío de este libro de obligada meditación para mí, Oteiza en Irún 1957-1974, editado a expensas de la necesaria ayuda econó­mica de la dicha ciudad de Irún, por impul­so del organismo cultural 'Luis de Uranzu Kultur Taldea', y por la profesionalidad de editorial Alberdania, que recoge, en primer plano material, a ese hombre sobre su Lambreta (su situación económica no daba para más y aún así le originaba incomodi­dades manifiestas con la Administración de las que se hace eco amarga e irónica­mente); y, en el espiritual, su esforzada lucha para vivir en arte, en ebullición artís­tica expansiva y contagiosa, en permanente vigilia personal y en evidente mala leche (perdóneseme la expresión) por hacer que ésa su fiebre artística prendiera en todos aquellos con los que trataba, con toda la ciudad en suma. 'Poéticamente mora el hombre sobre la tierra', cantó Holderlin. Poética y artísticamente habitó Jorge Otei­za en Irún en esos diecisiete años de los que da cuenta, en breve sinopsis, este libro, cuyo envío, repito, tan hondamente agradezco, y que me ha hecho revivir andanzas de cuando podía sentirme joven aún, de reu­niones artísticas como la celebrada en el Carlos V ondarrabiarra y en donde recuer­do que estaban figuras como María Paz Jiménez, Rafa Ruiz Balerdi, Amable Arias, José Antonio Sistiaga, Remigio Mendiburu, etc, y en las que se debatía, sobre todo, el bifronte problema del arte en aquel momento de si de tendencia abstracta o figurativa, semanas de arte, etc, etc. Un libro que nos hace revivir el pasado, ¡ay! tan cercano pero tan lejano...