viernes, 28 de enero de 2011

Mitrídates en su isla


Ahora que nos agoniza el año me apetece mirarlo como a un río, henchido e inundado de noticias, aguas que entraron bajo el túnel de su molino y pudieron salir, o tenebrosas y sanguinolentas, o doradas en el milagro de la harina molturada que, antes de depositarse, fue o nube o cendal o gasa o misterio volandero. Todos los seres y cosas soñamos con volar, y algunos, como la aurora o ese polvo de harina de las noticias, o los rayos de sol que lo coronan, lo consiguieron previamente.

Un río llamado Carlos. Quedarse a la orilla del río contemplando su fluir puede ser oficio de soñadores, sin duda, de los que algunos fueron tocados con el don poético y nos quedamos otros, en cambio, con la boca boba y abierta, con los ojos rojos y abiertos, con oídos que no oyen y lengua que ni balbucea. Ante el Duero se quedó Gerardo Diego con su estrofa hurgando, como con palo quebrado y cerco de ondas, no en sus aguas sino en su soledad de río sin compañía («Río Duero, Río Duero,/ nadie a acompañarte baja;/ nadie se detiene a oír/ tu eterna estrofa de agua»); y, a un ^ío llamado Carlos -Charles River, allá en Cambridge (Massachusetts)se le quedó mirando Dámaso Alonso y lo encontró fluyendo y lleno de tristeza, que sí que es verdad que dos ríos siempre anhelan futuro», como clamaba y reclamaba Dámaso ante ese río, pero que no por eso no fuese tristeza gris lo que veía sobre su haz, que es «porque sólo fluye en el mundo la tristeza», ^ como esas noticias de este año pasado nos manifiestan.

Ti-Chin-Fu. Ahora que el año agoniza y nos dicen que el Beagle 2 no contesta, sería , el momento adecuado, creo, para pensar en aquel hombre que, evadiéndose del delito, se fue a Portomarte (no me acuerdo ya si con Hilda o sin Hilda), como nos decía Bradbury En realidad, todos los que cometimos el delito de matar hemos tratado de amartizar en Portomarte. El viaje ha sido largo, pesado, de denso tránsito de millones de objetos volantes no identificados y frecuentes chaparrones de aerolitos que chocaban contra la nave, la herían en su caparazón, penetraban en sus intimidades. Pero la cuestión era llegar a Por tomarte, con Hilda o sin Hilda. La verdad es que somos muchos los que hemos cometido asesinato y en Por tomarte hay parecida congestión de tráfico como en la avenida de Everest, en su plena cima, que quizás los montañeros de alta montaña ya son tantos como los asesinos. Naturalmente, de quienes ahora hablo es de los asesinos mentales, de los asesinos consentidores que, si no llegamos a matar no fue por falta de ganas, asesinos en potencia por así decirlo aunque no lo fuésemos de acto, encuadrables en la extensísima lista en la que figura, en lugar de honor, aquel pobre amanuense llamado Teodoro el encanijado' que paraba en la casa de huéspedes de doña Augusta en la trave­sía de la Concepción, número 106 de la Lis­boa de Eca de Queiroz y a quien, lector empedernido, le fue dada la gracia de tocar la campanilla letal para el Mandarín, el pobre Ti-Chin-Fu, a quien, cuando estaba en su jardín tratando de hacer volar a un papagayo de papel le sorprendió el tilintín de la campanilla y se quedó muerto sobre la hierba verde vestido de seda amarilla y a orillas de un arroyo susurrante, mientras un fru-frú de dinero contante y sonante, que era su capital inmenso, volaba hacia los pobres bolsillos de Teodoro.


La anestesia. Los dineros, si son sufi­cientes, pueden anestesiar, pueden aletar­gar cualquier conciencia. Los dineros, como se sabe, son varios y pueden encuadrarse, asimismo, en la abundantísima relación de los 'idola' de los que trató, con atractiva exposición, aquel maestro de la Lógica que fue el barón de Verulamio, dineros de mone­da, de poder, de fanatismo... Y, matar es fácil cuando se acostumbra, una sucesión de ase­sinatos con la misma daga, el mismo cue­llo. el mismo corazón, la misma sangre, ase­sinatos mentales que se convertirían y se convierten en reales cuando la conciencia ya es ángel domesticado o bestia domesti­cada. Así, los ríos están vestidos de las mis­mas aguas y una muerte es continuación de otra y comienzo de otra, nada más que un eslabón. Matar es, en definitiva, una cadena cuando ya se ha matado al Manda­rín y allá, en el fondo de la China milena­ria, en los lejanos confines de la Mongolia, en su jardín de fantasías inenarrables, ha florecido de nuevo aquel fruto que tanto se parecía a aquella única y enana naranja dorada, un sabor único por nada sustituíble, la ambrosía que solamente se servía como plato singular en aquel restaurante chino, de entrada que tilintineaba como la campanilla letal para el Mandarín, un recuerdo entero y neto de un día más que fragmentado, un sabor que siempre nos sabrá a dulce sabor de desquite que no de revancha (que es galicismo) y que nunca podremos marginar cuando nos estorba.

Islas. A Hölderlin no le bastaba mía isla sino que soñaba en archipiélagos («Creta se yergue y Salamina verdea; alboreada de laureles, florecida de rayos, levanta Délos a la hora del amanecer, entusiasmada, su cabeza; Tenor y Chios abundan en frutos purpúreos; de las embriagadas colinas mana el vino de Chipre, y en Calauria se precipitan arroyos de plata»). Ulises, señor del itacaísmo, no es insular, sin embargo, sino nauta, que es todo lo contrario, mien­tras que sí lo fué, y con cuánta amargura final. Napoleón, a quien el destino convir­tió en islero, en isla nacido y en isla no muerto sino recluido, que nunca comete­remos el sacrilegio dé decir que alguna vez Napoleón pudo morir siéndose inmortal. Y, de islas, vamos aprendiendo todos en la. vida cuando los años pasan y nos sentamos en ese banco de la estación y vemos pasar los trenes (andrajosos estos trenes nues­tros, qué duda cabe, cuando otros mejores nos ofrecen para algún venidero año que no disfrutaremos o no penaremos, según se mire). Acaso, la percepción de la isla como celda, como caja que se estrecha y nos ahoga, es lo que estamos sintiendo aquí más vivamente mientras existimos, mien­tras vivimos, mientras vegetamos, mien­tras sufrimos tanto acoso tan intermina­blemente.
Y vamos sintiendo el síndrome de Mitrídates en su reinado del Ponto (¿habrá que decir a estas alturas quién era Mitrídates. quién es Mitrídates, mientras se me ago­tan en mí ábaco los días de este año y no me alientan las enjundias para los venide­ros?). Mitrídates, en su reino del Ponto, viendo el paso de los días, que son como los ríos, como los trenes, bebía su dosis diaria de veneno para inmunizarse que es lo que hacemos regularmente tantos viendo pasar los días, que son como ríos, que van como trenes y quisiéramos inmunizarnos. ¿Habrá que decir, digo, quién es Mitrídates, ence­rrado tantos años en su isla, en su caja que se le va estrechando, cuando las calles son espejos y nos van reflejando?...