martes, 1 de marzo de 2011

Antifonario



Falleció la Fallaci y la prensa se encendió en obituario ardiente, punteando luminosos los pabilos de los cirios de no se sabe que (de tristeza supongo que no que hasta tanto casi nunca llega el corporativismo periodístico; de alegría tampoco es de sospechar, pues que tampoco van por ahí que no las odas aunque tampoco endechas; de admiración difícilmente cuando en este oficio lo normal es adscribirse al grupo de los narcisos, floralia de vanidosos y egoístas), Séase así con ella o no. todos los adioses de coetáneos nos producen variadas sensaciones en nuestra intimidad, que puede ser que. en el primer momento, nos nazcan acordes o cadencias undosas de vernos libres de un peligro que era ése en la que ese otro que soy yo, cayó, es decir, la alegría espontánea del animal que se ha visto en peligro y acaricia su osamenta, a lo que. sigue como un tabaleo de años en las cuentas de la memoria y un como gusano acezante de angustia por la proximidad del otro peligro parejo a que el futuro nos aboca, acaso también la envidia hacia el occiso que ya cumplió con el deber que a todos se nos tiene asignado y cuando a nosotros nos pende aún la deuda, pensamientos tan naturales que los vemos girar como en rueda de feria. Pero lo cierto es que falleció la Fallaci y la prensa se convirtió en un jardín no diría yo que de cipreses ni de vesperinas ni de crisantemos que son todas plantas mortuorias en mayor o menor medida sino en especie de coronas bien entretejidas las más, que en hacerlas vistosas se han entretenido los mejores artesanos del papel prensa y de columna diaria y la antología necrológica se enriqueció sobremanera; Todos llevamos acuñado -entre ceja y ceja algunos-, el diseño de ese jardín ideal por cuyos senderos nunca caminamos y del que alguna vez pienso escribir si el corazón y los pulsos no se me desmayan por la cargazón de los años, y acaso por ese modelo ideal substanciado casi en nuestros gones no podemos por menos de girar una visita no sé si romántica, no creo que excesivamente sentimental, sobre las hespérides sobre las que ejercía su cuidadosa vigilancia del manzano de oro de su profesión la italiana de pluma daga (que en determinado momento toda metáfora tiene que ir directa al grano, ¡fuera las comparaciones metafóricas con ayudas adverbiales! aunque sea esto un oxímoron, no importa). Falleció la Fallaci y los más preclaros espadachines de la prensa entraron en duelo (no 'de lágrimas vertiendo' tipo garcilasesco) sino de justa o torneo como lo pudiera narrarnos uno de los muchos seguidores que a esta hora le han salido al gran Scott, don Walter, señero inventor del género, y, porque a tal señora tal honora, o porque ya se lo saben todos que el estro de Zorrilla amaneció del vientre del cadáver sombrío y macilento' de Larra y aun supurando ellos mismos glorias literarias abundantes, nunca deja de ser lugar conveniente la sombra del copudo árbol que, en este caso, ha podido adquirir la yacente figura de la periodista italiana, tan célebre que entrevistó a la mismísima Gran Señora llamada la Historia en sus arterias y venas principales ninguna de las cuales se atrevió a no recibirla, que lidió de tú a tú con los antipáticos (entre los que colocó a la Duquesa por antonomasia por herencias acumuladas que no por esencias propias y a Antonio Ordóñez representante supremo en tal momento de lo más ostentoso de la torería, poniéndolos a los dos como chupa de dómine, que se decía aunque ya no sé si se sigue diciendo), asistió a todos los conflictos que se dieron en el siglo pasado y recaló en éste para dejar testimonio, a ultima hora, de sus profundas antipatías al Islam desde su conciencia alerta de atea cristiana como se proclamaba, clónica del modelo preconizado hace siglos por Arrio, Al desearla el consabido y tópico RIP me queda algo más que la duda de si no será crimen léxica y de intenciones contrapuestas desearla el descanso a tan activa guerrera. De sus muy abundantes trabajos de prensa y literatura, extraigo solamente, como acierto de selección por supuesto que no de creación que aquí nos entra en ronda Pláton y su 'Apología de Sócrates', la cita que antecede a su complejo texto literario de "Un hombre', una novela admisible en variados géneros como asegura la autora que quiso que fuese, un libro sobre la soledad del individuo, sobre la tragedia del poeta que no quiere ser y no es hombre masa, un libro sobre el héroe que lucha solo por la libertad y la verdad sin rendirse nunca, etc, etc, que, yéndonos por fin a la cita, escribe Pláton por boca de Sócrates, que 'Ha llegado la hora de partir. Cada uno de nosotros sigue su propio camino: yo a morir, vosotros a vivir. Qué sea mejor, sólo el dios lo sabe”. Que dudo mucho yo de que la Fallaci ahora, como antes tantísimas legiones humanas y las que vendrán, podrán allegarse nunca a tan supremo conocimiento.






Ratisbona.-


De los asertos varios de la Lección Magistral impartida por Ratzinger en Ratisbona, espigo dos. La una, por lo que tanto ha dado que hablar. La otra, por lo que tan poco. Y, creyendo yo, que debiera ser al revés. 


La cita de Manuel II Paleólogo con la que Benedicto ha creado tantos escozores en la siempre sensible piel islámica, me hace releer la-Historia, lo confieso, más cuando el Imperio bizantino nos es y nos ha sido siempre, no se por que, mucho más desconocido que el romano. Materialmente, yo diría, esa cita resulta más peligrosa, en los presentes tiempos, que una cascabel en las proximidades del calcañar y con el aumentativo de ir descalzo, que quién sabe si servirá para mejor calibrar las excelencias de la Guardia Suiza (que, por cierto, ni siquiera sé si siguen vegetando por el Vaticano). Pero mentalmente, es decir, en los terrenos de la razón, la otra referencia a ese posible engrane entre racionalidad y creencia, me es más insondable. Claro que será que la teología tendrá sus secretas razones que la común razón no entiende. 






La palinodia.- 






Guardo esta última antífona para la inmigración, que si Ratzinger no puede cantar la palinodia (que chirriarían así sus cuerdas vocales y los de toda la cristiandad en suma) de ese menester de freno y marcha atrás parece que se están encargando unos gobernantes salidos de una factoría de novatos imposibles, que solamente aciertan cuando se desdicen. Mientras tanto, la inmigración, a pie de guerra, con el cuchillo del hambre en sus dientes, ha entrado y sigue entrando a la carga por los cuatro puntos cardinales, que también habría que releer la Historia en busca de algo parecido que no sería posible encontrar porque lo de ahora supera lo de cualquier tiempo pasado en materia de inmigración aun contándose las invasiones todas, godos, ostrogodos, visigodos, almohades, almorávides, benimerines, etc, etc.

El exílio



Albert Camus, una lúcida mente del siglo XX, nos sirvió su concepción del exilio en seis relatos, L'exil et le royanme, pero a pesar de todo, y según el recuerdo que de ellos tengo, no creo que recogen, más que en una mínima parte, el amplio panorama de los exilios. No, al menos, en algo similar al ruido de las maletas, que ya se sabe que, en algunas ocasíones, antecede al de los sables, y en otras, lo sigue, pero menos aún en el exilio como esperanza, que hunde sus raíces en una insufrible situación con la que es preciso terminar de una vez, quitarse de encima tanta monserga de tantos años y des- cansar de tanta chinchorrera politiquería con que nos estragan la mente y el guto.






La situación, en última cadencia, ya se sabe que está en el suicidio, que es una apelación para decir adiós a la mentecatez ambiente, pero es una solución ante la cual la razón suele mostrarse absolutamente irrazonable que creo que es una situación perfectamente explicada desde los manuales de la psicología o no sé si de la psiquiatría, y se resiste a usarla y evoca los distintos trances por los que pasar que, como mínimo, no resultan ser muy cómodos y de ahí acaso el origen de nuestra resistencia. De todas formas, creo que el del exilio es un fantasma que muchas veces se hace presente, y tanto nuestra consciencia como hasta nuestra inconsciencia no dejan de pensar en él, que a mi se me antoja como el caso de aquel personaje de Iván Bunin que se compró un féretro y lo guardaba en su dormitorio, que no sé si lo dice o no el gran escritor ruso, pero sospecho yo que, como Drácula, dormía muchas veces dentro de él, es decir, todas esas veces en que rondaba ese fantasma antedicho y lo más razonablemente defensivo era adoptar el gesto emblemático del avestruz de enterrar la cabeza bajo tierra.






Las dos fórmulas. Aparte de la del suicidio, que puede ser solución inapta para pusilánimes, creo tener no una fórmula sino al menos dos, para dar remate a tanta tabarra con las que nos atosigan. Claro que las dos tienen que ver mucho con las maletas, con aquellas ya viejas maletas que saqué a colación hace algún tiempo -que reivindico que fui el primero, como lo pueden refrendar las hemerotecas- y que se pusieron tan de moda que no había ni político, ni comentarista de la ídem que no las mencionase, aunque sin pagarme los derechos de autor, no hace falta decirlo. Pero, de todas maneras, me parece que es conveniente siempre recordar algo de lo que la maleta ha supuesto en la historia Universal, en la historia de España, en la historia de todos los pueblos y de todas las gentes y, por supuesto, en este reducto territorial en la que tanto les cuesta dejarnos vivir en paz.










Un poeta británico, Edwin Brock, inclui­do en una antología de Antonio Cisneros (Poesía inglesa contemporánea, Barral Edi­tores, 1975), habla en su poema de cinco maneras de matar a un hombre, y asegura, con punzante ironía, que el método más sencillo, directo y limpio es asegurarse de que vive en algún lugar y dejarlo ahí, pero es que tampoco habla del método del hom­bre con la maleta que quizás es más atroz, del hombre a quien se le da una maleta para que camine, para que vaya haciendo jor­nadas no se sabe adónde, no se sabe a qué, hombre errante por caminos que descono­ce y que lo único que sabe es alejarse, irse yendo cada vez más lejos que es el señuelo que guía al que vive en determinadas zonas como en las que vivimos. De quien trujo esta situación mejor es que no hablemos, que ya se sabe que acaso es que se me per­mite decir una pequeña parte de la verdad pero no toda, por lo que es preciso pedir cierto discernimiento y hasta cierta intui­ción al lector.






De todas formas culpables hay muchos, de entre los que fueron maestros en el aban­dono y de entre los hábiles en la rapiña, y lo que es evidente es que no vale lamen­tarse de premuras y de excusarse diciendo que fueron inducidos a error, un lamento, un grito clavado en el fango de los arre­pentimientos que solamente pueden ser perdonados por Dios porque «ése es su ofi­cio» como decía aquel maestro en ironías que me Heinrich Heine, que puestos a recordar recordaríamos muchas cosas que a algunos les convendría no recordar.






La maleta. Tampoco es cosa de hacer una apología de la maleta, pero sí de decir que al menos para mí es objeto al que le guardo un recuerdo entrañable. De male­tas y maletines podría escribir todo un tra­tado y me extraña mucho que ahora que tanto se habla de viajes no se hable tanto de la maleta, que me parece que es que otros elementos viajeros, han optado por la mochila, y así les va. La mochila es impe­dimenta de explorador, acaso proveniente de esos muchachos que fueron educados como boy scouts según los mandamientos de Baden-Powell, muchachos exploradores que podemos encontrarlos en cualquier sitio, incluso hasta en pasajes de Indiana Jones.






Pero, en lo que a mí respecta, otras han sido mis maletas, como aquel maletín que se me enreda en la memoria de los viejos tiempos del romanticismo y de las dili­gencias que los he vivido en la lectura de tantas novelas, un maletín de médico de familias o donde imagino que guardaba sus herramientas Jack el Destripador, de cue­ro revirado o hasta de cartón piedra si se tercia que se guardaba en una oculta ala­cena de mi casa y con la que inventé, de niño, crímenes terribles, y hay una male­ta que es la maleta de los tiempos pobres, la maleta que servía de asiento en los duros y traqueteantes trenes de la anteguerra, guerra y posguerra, maleta para ir de sol­dado o a la emigración, la maleta con la que escribió su libro reportaje de una España que se quedaba flaca de gentes, de pueblos vacíos, de «adiós, mi España querida» en las coplas de Juanito Valderrama creo, aquel escritor que se llamaba Angel María de Lera y que tuvo sus momentos de gloria literaria pero que es gloria tan efímera ésta, que ya quién se acuerda de Lera, quién de estaciones de tren abarrotadas con gentes que se iban a la Alemania del milagro eco nómico, a la Europa bella que el toro espa­ñol embistió como nuevo Zeus para dejaro la encinta, que me acuerdo ahora de que, con tantas cuestiones y tantas maletas y tantas referencias me he olvidado de poner aquí las dos fórmulas de nuestro remedio o de nuestra salvación que, pensándolo bien, pienso que es mejor que no las pon­ga, que, acaso, de esta manera todos podre­mos dormir más tranquilos que es de lo que se trata, aunque sí diré que son fórmulas que tienen que ver con el exilio, fórmulas de exiliarse antes de que nos exilien, una retirada a tiempo para que un dios justi­ciero, si lo hay, limpie nuestras moradas y limpias las encontremos a nuestra vuelta.

Músicas



Por supuesto que hay música (músicas) en la montaña como bien se hace ver y oír en el filme 'Niwemang' del kurdo Bahman Ghobadi. En las montañas y en los valles por un decir, que si yo hubiera sido o montañero o montañista (que no sé cuál monta más o si montan tanto), la habría oído al comienzo de cualquier ascenso (un balido de ovejas entre tintineantes esquilas o un mugido de recental acaso, un tanteo de notas humildes como gotas de lluvia que deja perladas las hojas) para ir creciendo luego su diapasón, su trémolo, la ocupación de notas 3 todo lo hondo del cerebro,, venablos de acordes que se hayan concentrado en la cúspide, la mano de Dios (Júpiter y sus rayos prestos) en su soberano concierto de las cumbres, que Dios habla en música como nos decía esta pasada semana desde la pantalla el Beethoven-Ed Harris de Agmeszka Holland, la música extremada/ por vuestras sabías manos gobernada1 como en la rosácea visión de Fray Luis en su Oda a Salinas', la música con la que Dios llena la cabeza de los hombres a los que quiere ofuscar y que viene a ser como una ecuación que establece una igualdad límite de que el delirio humano por la música puede ser el deliquio de Dios o al reyes y que hace que El les llene de locura musical a sus melómanos como al gran sordo, que, en este punto, nos amanece la diatriba del Borges ya ciego: “ Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dió a la vez los libros y la noche', que con parecido juego irónico se emplea en la juerga con Beethoven, una cacerola hirviente de músicas para quien nunca puede oir, que es la sarcástica crueldad sólo posible en mente divina.










Niwemang.- 





Naturalmente que hay música en las montañas como lo sabía el Mamo de Bahman Ghobadi o aún él mismo (¿participa el creador en el entrañamiento de sus criaturas?), en 'Niwemang' (una de las películas premiadas en este festival número 54, póngalo quien quiera si de gracia o de desgracia), las montañas como protagonistas de una historia de humanas hormigas rampantes por sus anfractuosidades, dentadas sierras, gargantas, collados, que el instrumento músico es en esta ocasión una especie de sierra de violín sobre broncas cuerdas, el panorama a contemplar una exaltación, las viviendas humanas ventanas montañosas, el autobús renqueante por senderos de cabras, en el fondo yo diría que del corazón "fruto amargo' (I. Aldecoa) de Mamo, un personaje de viejo y pobre estilo con mucha música dentro de sus entretelas, la fuerza de una música de no se sabe qué sublimidades cuando un concierto crea tantas dificultades y se dice que hay una multitud expectante ante este concierto prometido que solamente desde una explosión sublime de amor pueden creerse tales emanaciones populares. Y hablo de las músicas de estas películas de este festival porque a mí, que nací como blindado de opérenlos auditivos al parecer, como con taponamientos de cerúmenes insuperables, me da por pensar que esta edición 54 del Festival ha sido más un exponente musical que otra cosa, una manifestación de sonidos quizá como todo en la vida, pífanos en la sala pero mucho más a la hora de otorgar consideraciones que si lo escrito antes hemos escrito acerca de la película adornada con el lesión (y supongo que también fiestón) de la Concha de Oro. en parecidas estrofas pudiéramos regolfarnos al hablar de su par a par en el jolgorio de los premios, ese filme de procedencia francesa "Mon fíls á moi' de Martial Fougeron (con la mano izquierda de la Moreau moviéndose hábilmente en el ábaco de los lauros hacia sus escalofríos chovinistas suponemos), que si hemos hablado ya de la música de las montañas nos toca ahora alentar o auspiciar o soplar la música estridente del hogar, la ceñida odisea en cantos casi lúgubres de la atroz posesión maternal, más estremecedora, por supuesto, que la del demonio haya o no exorcismos...






Molinos. -






Escribía aquel Miguel de Molinos (1628-1696), considerado como heresiarca que vaya usted a saber, inmerso en la "infusión del espíritu divino' y como símbolo del quietismo en campos de mística, en su "Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce al interior camino para alcanzar la perfecta contemplación' que hay que tener lástima a las almas que no se les puede persuadir que es el mayor bien la tribulación y el padecer', que los perfectos siempre han de desear morir y padecer; siempre muriendo y siempre padeciendo', que podría hacer suya esta pragmática existencia! ese muchacho llamado Julien que tuvo la inmensa perplejidad anímica de toparse con una madre posesiva en la antedicha película de Martial Fougeron, tanta que todo conato de esclavitud palidece ante esta muestra. Con Julien y su madre, en su casa, en esa preclara al mismo tiempo que deleitable mansión como un calabozo de los plomos (y nunca mejor empleado el símil) sala de tortura lo que evidentemente aparece como lugar apacible, las notas imbeles del piano a pesar de ser percutidas por manos infantiles, todo un regazo de hogar que sin embargo puede convertirse en ergástula al menor atisbo de rebelión, se oye, sin embargo, una música de hogar que no es, por supuesto, el dickensiano del grillo cri, cri, cri, por las estancias que a medida que pasan los años infantiles y van trocándose en juveniles se vuelven opacas aún de tan transparentes como parecían. De esa música atroz del que habla ciertamente la paremiología o la psicología educacional mal entendida (¿'quien bien te quiere te hará llorar'?) Sin duda que sí para algunas madres.










La Callas.-








De la vida, nos lo dijo en incomparables estrofas el poeta, sólo queda el don preclaro de evocar los sueños'. Y digo, salvando si salvarse pudieran los insuperables abismos y distancias, que, con el tiempo, y siempre que la memoria nos ayude en el menester, de la vida solamente nos quedan las referencias. Musicales, si se quiere, cuando todo se puede volverse música como en esta evocación que ahora hago de unas pocas películas, premiadas algunas que tanto no merecieron y sin premio otra que sí, todo lo cual entra en ese submundo de la delincuencia de la vida, que cierro la evocación ahora con la más precisa y preciosa, un cementerio cerca de la ciudad, gentes que acuden allí en reclamo de memorias tanto gozosas como dolorosos, un sabor agridulce de saber cómo la vida se nos despeñará por semejantes avenidas, las referencias de hombres y mujeres y de sus frases cargadas de sentido, una sensibilidad de mujer que va leyendo libros y pasajes capitales, haciéndose y haciéndonos oír músicas calladas y prietas o tan resonantes como la de la Callas desde su cenotafio, un joyero para una voz que vuela y que vuela...