martes, 1 de marzo de 2011

El exílio



Albert Camus, una lúcida mente del siglo XX, nos sirvió su concepción del exilio en seis relatos, L'exil et le royanme, pero a pesar de todo, y según el recuerdo que de ellos tengo, no creo que recogen, más que en una mínima parte, el amplio panorama de los exilios. No, al menos, en algo similar al ruido de las maletas, que ya se sabe que, en algunas ocasíones, antecede al de los sables, y en otras, lo sigue, pero menos aún en el exilio como esperanza, que hunde sus raíces en una insufrible situación con la que es preciso terminar de una vez, quitarse de encima tanta monserga de tantos años y des- cansar de tanta chinchorrera politiquería con que nos estragan la mente y el guto.






La situación, en última cadencia, ya se sabe que está en el suicidio, que es una apelación para decir adiós a la mentecatez ambiente, pero es una solución ante la cual la razón suele mostrarse absolutamente irrazonable que creo que es una situación perfectamente explicada desde los manuales de la psicología o no sé si de la psiquiatría, y se resiste a usarla y evoca los distintos trances por los que pasar que, como mínimo, no resultan ser muy cómodos y de ahí acaso el origen de nuestra resistencia. De todas formas, creo que el del exilio es un fantasma que muchas veces se hace presente, y tanto nuestra consciencia como hasta nuestra inconsciencia no dejan de pensar en él, que a mi se me antoja como el caso de aquel personaje de Iván Bunin que se compró un féretro y lo guardaba en su dormitorio, que no sé si lo dice o no el gran escritor ruso, pero sospecho yo que, como Drácula, dormía muchas veces dentro de él, es decir, todas esas veces en que rondaba ese fantasma antedicho y lo más razonablemente defensivo era adoptar el gesto emblemático del avestruz de enterrar la cabeza bajo tierra.






Las dos fórmulas. Aparte de la del suicidio, que puede ser solución inapta para pusilánimes, creo tener no una fórmula sino al menos dos, para dar remate a tanta tabarra con las que nos atosigan. Claro que las dos tienen que ver mucho con las maletas, con aquellas ya viejas maletas que saqué a colación hace algún tiempo -que reivindico que fui el primero, como lo pueden refrendar las hemerotecas- y que se pusieron tan de moda que no había ni político, ni comentarista de la ídem que no las mencionase, aunque sin pagarme los derechos de autor, no hace falta decirlo. Pero, de todas maneras, me parece que es conveniente siempre recordar algo de lo que la maleta ha supuesto en la historia Universal, en la historia de España, en la historia de todos los pueblos y de todas las gentes y, por supuesto, en este reducto territorial en la que tanto les cuesta dejarnos vivir en paz.










Un poeta británico, Edwin Brock, inclui­do en una antología de Antonio Cisneros (Poesía inglesa contemporánea, Barral Edi­tores, 1975), habla en su poema de cinco maneras de matar a un hombre, y asegura, con punzante ironía, que el método más sencillo, directo y limpio es asegurarse de que vive en algún lugar y dejarlo ahí, pero es que tampoco habla del método del hom­bre con la maleta que quizás es más atroz, del hombre a quien se le da una maleta para que camine, para que vaya haciendo jor­nadas no se sabe adónde, no se sabe a qué, hombre errante por caminos que descono­ce y que lo único que sabe es alejarse, irse yendo cada vez más lejos que es el señuelo que guía al que vive en determinadas zonas como en las que vivimos. De quien trujo esta situación mejor es que no hablemos, que ya se sabe que acaso es que se me per­mite decir una pequeña parte de la verdad pero no toda, por lo que es preciso pedir cierto discernimiento y hasta cierta intui­ción al lector.






De todas formas culpables hay muchos, de entre los que fueron maestros en el aban­dono y de entre los hábiles en la rapiña, y lo que es evidente es que no vale lamen­tarse de premuras y de excusarse diciendo que fueron inducidos a error, un lamento, un grito clavado en el fango de los arre­pentimientos que solamente pueden ser perdonados por Dios porque «ése es su ofi­cio» como decía aquel maestro en ironías que me Heinrich Heine, que puestos a recordar recordaríamos muchas cosas que a algunos les convendría no recordar.






La maleta. Tampoco es cosa de hacer una apología de la maleta, pero sí de decir que al menos para mí es objeto al que le guardo un recuerdo entrañable. De male­tas y maletines podría escribir todo un tra­tado y me extraña mucho que ahora que tanto se habla de viajes no se hable tanto de la maleta, que me parece que es que otros elementos viajeros, han optado por la mochila, y así les va. La mochila es impe­dimenta de explorador, acaso proveniente de esos muchachos que fueron educados como boy scouts según los mandamientos de Baden-Powell, muchachos exploradores que podemos encontrarlos en cualquier sitio, incluso hasta en pasajes de Indiana Jones.






Pero, en lo que a mí respecta, otras han sido mis maletas, como aquel maletín que se me enreda en la memoria de los viejos tiempos del romanticismo y de las dili­gencias que los he vivido en la lectura de tantas novelas, un maletín de médico de familias o donde imagino que guardaba sus herramientas Jack el Destripador, de cue­ro revirado o hasta de cartón piedra si se tercia que se guardaba en una oculta ala­cena de mi casa y con la que inventé, de niño, crímenes terribles, y hay una male­ta que es la maleta de los tiempos pobres, la maleta que servía de asiento en los duros y traqueteantes trenes de la anteguerra, guerra y posguerra, maleta para ir de sol­dado o a la emigración, la maleta con la que escribió su libro reportaje de una España que se quedaba flaca de gentes, de pueblos vacíos, de «adiós, mi España querida» en las coplas de Juanito Valderrama creo, aquel escritor que se llamaba Angel María de Lera y que tuvo sus momentos de gloria literaria pero que es gloria tan efímera ésta, que ya quién se acuerda de Lera, quién de estaciones de tren abarrotadas con gentes que se iban a la Alemania del milagro eco nómico, a la Europa bella que el toro espa­ñol embistió como nuevo Zeus para dejaro la encinta, que me acuerdo ahora de que, con tantas cuestiones y tantas maletas y tantas referencias me he olvidado de poner aquí las dos fórmulas de nuestro remedio o de nuestra salvación que, pensándolo bien, pienso que es mejor que no las pon­ga, que, acaso, de esta manera todos podre­mos dormir más tranquilos que es de lo que se trata, aunque sí diré que son fórmulas que tienen que ver con el exilio, fórmulas de exiliarse antes de que nos exilien, una retirada a tiempo para que un dios justi­ciero, si lo hay, limpie nuestras moradas y limpias las encontremos a nuestra vuelta.