LA MUJER DE LOT


 Hay diminutas velas blancas que surcan sobre el mar azul, cuando te dirijo este recuerdo, oh Nelly, pálida mujercita; hay oropéndolas que picotean con fruición entre los frutos maduros de las higueras igual que este picotear fruitivo de mis memorias sobre el ancho páramo de tus proyecciones, oh Nelly, clorótica y anémica mujercita; y hay una gran alacridad, una luminosa y radiante alacridad cuando me veo del otro lado de tu zona de influencias.
    
     Estás del otro lado y siento la tentación inecuánime de saltar. Estás del otro lado y es que la sangre me co munica un hervor, una pasión, una fiebre, un desatado jolgorio interior en el que el corazón me canta unas desatadas arritmias de jovialidad suma; me siento joven, oh Nelly, seca efige de una Parca insondable, la Parca del trabajo, de la actividad a ultranza, del no reposar.

     En su evocación, evoco asimismo, nuestra imagen de La Casa. Ahora que ya no podremos construirla más, ahora que su imagen se me esfuma también liberándome de su pesadilla, no tengo ninguna prevención en erigirla aquí, en el castillo de mi narración que es testigo, de ese momento que ya no quiero que sea mío; ya no quiere, ya puedo decirte que nunca he querido escalar tus almenas; que mi amor no ha fenecido', puesto que nunca existió; y en vez de aquella Casa que tú y yo soñamos, está esta otra morada de la felicidad en que ahora vivo, ya que, la fugaz huida de mi amor, que entonces em­prendiste, fue, al mismo tiempo, y sin yo saberlo, mi feliz y afortunada huida.

     Porque así se hilan los paralelos de la existencia. En la ignorancia, en la felicidad de un instinto que se nos hubiera adormido está escondida la fruta gozosa de nuestra tranquilidad. Y cuando nos allegamos a ella^ cie gos, sonámbulos, la alegría nos explota en dardos de efervescencia.

     Estoy aquí, en la playa, contemplando el paso de los velámenes blancos sobre el índigo de las aguas y la oro
péndola me picotea el blando higo de las meninges. La memoria subterránea de un amor que fue y dejó de exis­tir quiere alzarse entre el calor de estas dunas. En las bañistas que contemplo, hay irrestañablemente, una tem­peratura de trópicos, también unos sudores y unas sucie dades de trópicos. El calor es sucio, oh Nelly, pálida, y clorótica, y anémica mujercita, y tú sabes cómo el calor nos circundaba de crasitudes imposibles, nos sumergía en esa especie de albañal andante que el cuerpo humano es. Es curioso que se nos pierda la lontananza de los diez férvidos de pasión, de cuando nos sentíamos sin la moles­tia de los cristales de arena entre los dos cuerpos juntos, de cuando las batallas de amor concluían en los límites de las olas que nos bañaban, y la resaca se llevaba, mar adentro, la espuma de nuestros juegos amatorios. Y es de resaltar cómo lo que se nos queda en la contempla­ción es, simplemente, un halo de suciedad, sucio tu cuer­po, oh Nelly, con olores tránsfugas que se te marcan a través de las vestiduras, que te delinean un rastreo, un husmeo y sucio también mi cuerpo en tu memoria.
     Desde las arenas, oh Nelly, veo el debatir de nuestros cuerpos huyendo de la soledad en la que, finalmente, concluirían. La soledad es el gran pozo que se nos tenía destinado, pero, justamente, he de añadir que nunca lle­gué a creer que, en la soledad, iba a encontrar tanta alegría.

     2.—Es seguro que entendiste el amor, oh Nelly, des­de las estructuras de la posesión. Hay anillos de ergástulas que te cierran el horizonte amoroso, y no te das cuen­ta de que lo que las ergástulas encierran es a ti propio. No te quisiste quedar por dentro de las almenas que fui­mos construyendo con los ladrillos de los sueños, pero la verdad es que ya estabas presa, sentías el abrazo del amor en cada pálpito de tu ser, y mientras más se te iba acrecentando a ti el amor, con tu ausencia de mí, más me iba liberando yo. Me iban naciendo otros surcos más fértiles; me potenciaba, lejano a ti, en caminos cuyo paso se me alfombraba.

     Detrás de nosotros quedaba el ensueño de nuestra casa. La casa ideal, entrevista por los dos una tarde, se difuminaba en un incendio de ocasos. Habíamos dejado nuestro amor en pavesas y ya no quedaban ni siquiera rescoldos cuando te decidiste venir a mí por segunda vez. Yo miré hacia el calor que podía haberse acunado entre los dos y no lo hallaba. En las manos sentía el hueco cóncavo de los dedos sin nada: se me había fluido tu amor entre los dedos y ya nada me quedaba sino esta zozobra de verte venir, no evanescente como te había imaginado en los primeros momentos de tu alejamiento, no como un fantasma álgido y en cuya frialdad se me helaba cualquier impulso, sino real, corpórea, llamándo­me concreta desde el quicio de una puerta, con urgencias que te apresuraban el jadeo de tu pecho.

     Pero no quería acudir a tu demanda. No podía. Algo se había quedado helado entre las dos, y yo creía que, al menos tú tenías que saber qué era ello, cuando sabía y pensaba que tú eras la causante de todo.

     Oh, Nelly, lo ridícula que eras. Se te había muerto el amor entre las manos, la tenías ahí entre tus manos prin­gosas de un linfatismo desmayado y acudías al acto de ri­tual de resucitarlo como si eso fuera posible.

     No, no era posible, como tampoco era posible volver al sueño de la Casa, que había ido desmoronándose a me­dida que tú te alejabas. Yo la había visto caer, aunque si te lo hubiera dicho antes me hubieras dicho que era un visionario. No, la Casa cayó desmigajada. Yo fui habi­tante de sus salones mientras las piedras caían, igual que postemas de una herida que se va curando. Pero por den­tro de la destrucción nada quedaba. Debajo de la cons­trucción, no quedaba ni siquiera el esqueleto de un amor consumido, ya que la consumición había agotado hasta el mismo recuerdo.

     ¿A qué venías tú, viajera de sentimientos distintos, a hurgar en los míos? ¿Con qué derecho podías pensar que era tuyo cuando, híspido, todo mi ser te rehuía?

     Pero estabas allí, agazapada en el quicio del portal, con miradas de alimaña acorralada que te fluían morte­cinas. Estabas y era como un naufragio al que asistía im­pávido. Porque hay naufragios en los que flotan los cuer­pos sin esperanza y así era el naufragio al que asistía, tu cuerpo batallando contra el embite de las olas, pero vol­vía a encontrarme, nuevamente, con la visión ya olvidada de mis fantasmas de pesadilla, de aquellos momentos en los que me pesaba, todavía, la carga infructuosa de tu abandono.

Naufragio inclemente el que te cupo en suerte. Hay cuerpos de náufragos sobre el mar, que son como deyec­ciones de monstruos, olas y olas batidas y rebatidas. Deyecciones, por ejemplo, del gran monstruo de Loch Ness que nadie ha visto pero que todos hemos visto, como de cualquier monstruo que todos hemos visto debatirse en los mares agitados de nuestra imaginación. Monstruo tú en los mares incólumes de mi indeferencia, cuando se piensa que ahí estás tú como ahí está el mar, ese mar cuyas puertas se abren y todo es imaginación, como todo imaginación era tu sombra de amor en que creías, que después todos llegaron a ser monstruos y ni siquiera pre­téritas resonancias.

     Pero me bastaría solamente el recuerdo, la evocación de aquel estúpido amor que creí que sentía, para no abu­rrirme. Los círculos, las espirales de la iluminación me rodean, oh Nelly, cuando soy testigo de este gran nau­fragio del que me llamas, del que quieres levantar tu mano blanda y lánguida para que tire de ella^ te hale ha­cia la salvación, hacia la paz, y la meta, y la seguridad de la orilla, cuando ya no hay paz ni meta en ninguna ori­lla ya, ya nunca más habrá orillas para los náufragos como tú que naufragaron en el pequeño pozo de tus mezquinos egoísmos, que quisieron prenderse de unas seguridades inexistentes y se chapuzaron en el Gran Mar del Abu­rrimiento, en los Grandes Lodos en donde perecen.

     Ya nunca ninguna playa para tí, oh Nelly, sólo rocosas orillas inclementes conteniéndote, afilados cuchillos de roca que te sajarán las carnes si intentas acercarte —los grandes cuchillos como montes, los grandes montes como cuchillos— y nubes, y nubes, y más nubes, hasta que el paisaje se te amarillea.

     Te irás poniendo amarilla, oh Nelly, amarilla de en­vidia, te chapuzarás en un mar amarillo, se te echará en­cima una nube amarilla, te cubrirán de un monte amari­llo, y es entonces cuando caminarás hacia aquel amor que me tuviste, porque eres imantado ser que caminas, me esperas en el quicio de una esquina como la vulgar ramera del amor que eres, ramera de tu propio amor que le ven­diste a quien lo destrozó entre los dedos, y ya todo en tí será de un solo color, tendrás la cara igual que en las viejas fotos de la familia, un color de tiempos que pasa­ron, y tomarás hasta la expresión y la pose de las foto­grafías que se quedaron colgando de los tiempos idos, bañados en su pátina de ocasos decrépitos, convertidas un poco las personas en tallos y ramas arborescentes, lignificada tu cara en los rictus de una ira crucial, y si te miraras ahora en el espejo, verías que tienes el mismo aire que tu abuelo tiene en la vieja foto de familia, convertida la boca en una desdentada sonrisa de calavera, tu cabelle­ra evidentemente descaecida, con los pelos ralos y leves, canos como un polvo de tiempos posado sobre tu cabeza, las manos colgando en la exacta expresión del que no sabe qué hacer con ellas, aquellos brazos suyos tuyos es­cuálidos, y con la pelleja arrugada, pendulares frutos alar­gados, oh Nelly, y el amarillo de tu faz cuando te miras te hace recordar todos los amarillos de tu existencia, y cuando me acechas desde ahí, desde la esquina de la calle en donde, ramera de tu propio amor, me aguardas, ves que la foto que no tendrás más remedio que contemplar, foto de los amarillos, la foto de las pátinas, será para siem­pre tu telón de fondo en la vida que has escogido, cuatro paredes que te cierran cualquier horizonte, porque el ho­rizonte lo has cerrado tu misma, con esa improvisada ur­gencia de una mañana en que te has despertado con una mano convertida en garra, en una voluntad mutada en asesina, con los nervios tirantes de una tensión insomne de horas que ves cabalgando en el mapa redondo del reloj, toda la noche convertida en un reloj que cabalga hacia tu locura, toda la mañana cuajada en sudores, en sangres que te van dando una desazón, una destemplanza.

     El telón de fondo de tu vida, oh Nelly, será ese ci­clorama que se te irá ya desgranando en grises, después de que lo vistes en tus manos destellando en carmesíes. Será, para siempre la balada sentimental de los años pa­sados; todo lo pasado tiene otro color, tendrás que reco­nocerlo; el otoño se te proyecta como el gran peso de to­dos los renunciamientos —hojas que renunciaron a for­mar parte de las ramas, el día que se contrae lentamente queriéndose despegar del tiempo— piensas que, de alguna manera, algo de primavera te sonríe desde la foto, quizás tu propia primavera agostada, tu propia primavera que te dejaste arrebatar, lo pusiste en sus manos para que te lo trizara, pero creías que no era así, creías que recogías en vez de darte, en vez de entregarte, y ahora te ves como la planta recién plantada en este erial amarillo, todo es amarillo en torno tuyo, oh Nelly, amarillos despeñándosete sobre tu cabeza, amarillos que te inundan.

     3.—Ya no tienes Casa ni Tabernáculo en donde rega­zar tu amor, pero eso es algo que te cuesta entenderlo. Porque, sin posible remisión, sigues viendo la Casa, neta, larga, oscura, densa, solitaria y silenciosa, tal como juntos lo vimos, como algo que hacía presagiar una morada de encantamiento.

     Había, lo recuerdas, un largo y vasto dominio alrede­dor, pero la Casa recogía, de una manera íntima, un de­lantal de huerto, una franja de verde, una fuente de agua. En derredor, había piedras sueltas —dientes sin alvéolos—, y briznas de hierba, matojos, más lejos, sobre el talud del monte, escalonados, prestos a zambullirse en el mar, la azul silueta de los pinos desde la lejanía. La casa era una larga ala de avión, nada más que una ala; una hoja de espada aventurándose hacia el horizonte sin per­der nunca su recato y su presencia mínima, y por arte de una sugerencia honda, dejaba en la mente no se sabe qué memoria de reguero de pisadas por el sendero de arenisca que conducía a ella, y había como un amago de bostezos letárgicos de un perro colosal y guardián cuyo aullido en la noche traspasaba las fronteras del miedo.

     Te quedaste de piedra, clavada ante la casa y su re­cuerdo te perdura. Aquella casa te prestaba tu libertad cóncava, y si algo no te hubiera torcido los derroteros del amor, sería la casa en que clavarías tus raíces, y lo triste es que lo clavaste. Desperdigaste, oh Nelly, tus fuerzas simbióticas, y si el cuerpo se fue por un lado, fijas que­daban la memoria y la voluntad —que son amor— en el otro. Ya fuiste dos personas desde el momento en que te fuiste desde tí misma hacia los terrenos de Louis; él te atrapó en esa maligna morbosidad, que le fluía, y sin remisión ya, fuiste viviendo vidas disímiles, vidas que sin ser paralelas, no podían encontrar ningún punto de fu­sión, ya que algo hondo y poderoso no cuajaba en tu seno.

     Creíste que podías embestir al mundo circundante, oh Nelly, y que ni tu amor ni su edificio podrían quemarse nunca. Pero no te fue posible. Cuando vuelves la mirada hacia otro amor, hay montañas de sal que te amenazan. Te quedas petrificada, tensa hasta el límite en los cami­nos de una insensibilidad mineralizada, hasta que, resuci­tado también el mismo mineral, se te llenan las manos de insanias estremecidas. Te manaba el pus de unas fie­bres irreprimibles, cuando aquella mañana, ramera del amor, me saliste al camino. Llevabas la imagen de una Casa perdida, de un amor que también estaba perdido aunque tú preferías no creerlo, y entre los dos estaba, no la presencia de Louis como tú lo presumías, sino el conocimiento de una indiferencia que yo tardé en darme cuenta, y la viva agonía de tu amor, que estaba predes­tinado a una imposible soledad.

     Puedo decirte ahora, oh Nelly, en que la verdad no importa. Nunca existió mi amor hacia tí, y tú viniste con tu huida, a darme esta certeza que te agradezco.

     4.—Detrás de todos los mares, oh Nelly, se halla la Gran Gruta. Y en la Gran Gruta está tu Araña, tu Gran Araña, tu Gran Louis, el fláccido Semental agonizante...

     Hay ríos que parten de su cuerpo, oh Nelly, y son ríos que te salpican. En tus manos te ha crecido, acaso, una flor grana, pero dentro de tí, en el socavón de la soledad, sientes una raíz agria y dura.

     Y  cuando los largos cuchillos de esta soledad te van clavando en un único recuerdo del que no podrás libe­rarte, volverás siempre y siempre a esa encrucijada de un amor que nunca debiste abandonar, porque cada amor es una túnica distinta, y tú lo sabes. Lo sabes ya ahora, cuando nada tiene remedio, cuando empiezas a sentir ese frío que no se sabe de dónde viene, frío que te nace en el pie, te sigue por el calcañar, por la pantorrilla, sientes el asedio de una frialdad incógnita, como si las neblinas de la mañana, con su tacto frío se te hubieran ido con­densando, te hubieran ido momificando.

     Y eres una momia fría, habitante para siempre de una esquizofrenia de mundos antagónicos, cuando me sales al paso, es decir, me llamas con urgencia, quieres resu­citar tu amor, y me tiendes la débil y blanda mano como una pescadilla...


UNO

     Si te dices que debieras decírselo y no se lo dices ce­rrándote en torno a la pequeña almendra que guardas y que sabes positivamente que es la pequeña almendra de la venganza es que quieres saborear esta venganza tibia­mente evanescente que es como si algo no existiese pero que sí existe, es que quieres paladear la vaga, pequeña y mezquina molécula de venganza que en todo corazón hu­mano vegeta y que vive alimentándose de recuerdos; de plantas, flores y lianas de un pasado que nunca pasó del todo, como nunca pasó del todo ningún pasado nunca, para que nos alimente en el desnudo naufragio de nues­tros días.

     Ahora, cuando te ofrece la mano, y es la cera de unos dedos de Cristo desclavados, el azul, o desvaído o insi­nuado de sus venas, sencillamente como una sombra de raíces de dedos en la tierra de su mano, sientes la mano igual de inerte y caediza como esa mano apuntalada sobre la puerta y que sirve de aldaba, y que la primera vez que la observaste, te evocó un temeroso y romántico cuento de mutilaciones,la mano trasparecida por los aires de un encantamiento, la solitaria casa, los solitarios árboles, la inerte y caediza mano de la aldaba urgiendo ante la puerta, el rumor de pasos al otro lado, el cuchicheo de labios al otro lado, la furtiva seda de unas alas como una caricia del viento, y lentamente, acom­pasada a la lluvia de un tiempo que veías caer, —inexorable­mente mojadora la lluvia del tiempo sobre las espaldas— caían en los mundos del tiempo y del sonido los golpes de la aldaba, los golpes de la mano mutilada caediza e inerte, el grito que traspasa la cortina de lo irreal, después, un lamento quejumbroso, ese film de horror, y de angustia, y de desola­ción, los largos corredores, los largos cuchillos, las largas almas amedrentadas, el paso del suave y tremebundo celuloide por los asfixiados paisajes del alma; desde el travelling de los horizontes soñados venía la almena, y la almena, y la almena, y una, y otra, y otra; la aldaba de la mano mutilada que es­taba fija y clava (no quiero decir clavada, quiero decir y digo, clava; participando de lo clavado sin pasividad, como un estar de la mano en su esencia extática y actuante) por la muñeca en la puerta que daba al sendero sobre el jardín, el vuelo musical de las hojas en la cítara de la brisa; de todas formas, la flor de la mano era una flor tronchada, una flor decapitada que se agitaba en el aire cerosa y seca; un capitán de bandoleros lo había mutilado de la ventana de los sueños iluminados por luz de luna llena para ofrecerse como botín de guerra cuando nunca llegaba a pensar que esta mano iría a secarse paulatinamente para ir a acabarse, no en la bandera que él soñaba, que también ella, la dueña de la mano había soñado, sino para acabar, y acabar, y acabar, y nunca acabarse en el triste destino de todas las manos, que es la garra coges la mano entre las tuyas y es como si la mano de cera de Cristo desclavado hubiera participado de la blanda textura de los monstruos de Lovecraft; te das cuenta de que lo que estrechas entre las manos es como una lánguida y blanda pescadilla, y te dices entonces, cómo el tiempo puede ser medido de formas tan distin­tas; por el tic-tac del reloj inexorable en su ruidito tur­bador, por las arrugas que nos van poblando de interrogaciones ese campo de ajedrez del futuro que es la cara, por la desplantación del cabello en nuestras sienes, y también, sin ningún reloj, el paso del tiempo inexorable en las cualidades marinas que han ido agregándose a la cera y al marfil-cristal (y digo cristal de cristo por su fría y transparente condición de místico), las submarinas blan­duras de un cuasihabitante de Innsmouth, que, si bien se piensa, no ha sido otra cosa que un largo recorrido sobre la pista del reloj del amor; en el reloj del amor han dado, querida, las 24 horas, el día ha muerto, nunca más amanecerá ningún día de esperanza en el reloj de un amor muerto, que es lo que debías de haber sospe­chado desde el principio.

     Es por eso, acaso, que las palabras de ella te cogen en los desiertos caminos del cansancio; por eso que te cogen cansado. Los grandes animales heridos por el amor si­guen comiendo su ración de verde y jugosa hierba, si­guen batiendo con ambición de campeones olímpicos los récords sobrenaturales de la soledad; suelen ir despetarlando las florecillas silvestres entre sus pezuñas llenas de ternura indagando de esta manera del siempre incierto futuro la curación de sus penas.

     Pero a ti, a quien la venida, la vuelta del pródigo amor te encuentra cansado, no te interesan para nada los grandes animales heridos por el amor ya que tú estás curado, y hasta piensas, por ese revés de la trama que la vida siempre acaba por ofrecernos, que nunca estu­viste herido por tal amor, que las palabras que segura­mente dijiste aquel entonces, y que, en aquel entonces las dijiste con sinceridad, eran mentira; te das cuenta ahora de que lo más difícil, al contrario de lo que entonces creías, no es decir a una mujer que no se la quiere sino decirla que no se le ha querido nunca; en fin, mientras tienes en las manos, en tus manos, este simulacro de pescadilla de sus manos de ella por las cuales no sientes ni remotamente, ni siquiera aquella ilusión o ilusa sensación del pasado, vas viendo, sin quererlo remediar, que no te interesa la reversión de los amores, que si alguien se entretuvo en matarlos no irás tú a resucitarlos, y que, si ahora, el gran animal herido de amor es otro, tú te con­solarás pensando que ni era tan grande la herida, ni tan grande el amor, ni tan grande el animal, como llegará a ver, a su tiempo, con los óptimos catalejos de la memoria, y cuando el futuro se le convierta en pasado, este otro animal que ahora cree que sufre.

     Pero tienes que empezar contando de ese salto impre­visto en tu cama, cuando el teléfono ha empezado a aullar —cualquier llamada a esa hora es un largo aullido ven­teando tragedias— cuando con esa irrupción explosiva en tu intimidad, que siempre usa la vida, te han despertado.

     Has cogido el teléfono en la mano, intentas abrir los ojos que por un milagroso caleidoscopio te los imaginas como los de un apos, soldados al duro cemento de la ca­lavera, y dejas escapar por el largo hilo que atraviesa la mañana tu bostezo de protesta. Hay que decir que es una mañana bastante fría para ser de junio la que ves por la abierta ventana de tu habitación, el mismo verdemonte de siempre como panorámica, el mismo árbol que desde siempre hace guardia frente a tu ventana, después del ladrido del teléfono sientes el mordisco del frío en tus carnes desnudas, que siempre duermes desnudo y no te importa aunque a algunos les parezca algo grosero, y oyes la voz de Nelly, tan intemporalmente afectada como siempre, disfrazado como siempre el acento por una falsa alegría de contacto.


     —Ramón, hola...

     y tú le das una alegría convexa y rutilante cuando te atreves a adivinarla el nombre, cuasives que hay encima de su cabeza como un manantial de delicias, el caño gordo de la fortuna derramándose en miel y arrope, ella se pa­ladea en esta fuente de delicias, se lame el corazón que es como una masa siruposa.

     —Ah, hola Nelly, ¿qué tal estás?

     que es como si le hubieras dicho, no el simple «te amo» que es para ella el artículo de fe sino mucho más todavía, porque según su Diccionario de Palabras No Di­chas, tú le acabas de decir:

     —Te he querido, te quiero y te querré siempre,

     que es con lo que ella ha estado soñando en esta hú­meda noche de vacilaciones, mientras siente la vagina llena de una ternura tibia, que no es que se haya hecho pis aunque sí lo ha temido, ha temido el bochorno en la múltiple cara de las niñas señalándola, señalándola todas con su dedito hacia arriba:

     —Es de Nelly, es de Nelly, Nelly, Nelly,
    
     ha temido ese gran coro de la vergüenza que, con música de «Mambrú se fue a la guerra» va diciendo que «Nelly se mea en la cama», la tienen a ella rodando en el gran corro de las niñas sádicas que son todas las niñas del colegio, también lo son todas las monjas malolientes señalándola a ella, ha tenido ese miedo de ver colgado allá arriba, como una bandera  al viento, su pobre colchón húmedo, los deditos de las niñas se­ñalándola, los dedos de las monjas malolientes señalándola, el pobrecito colchón húmedo como una bandera la pobrecita vagina húmeda que, cuando ha desper­tado de la áspera opresión de la pesadilla, que cuando ha despertado oyendo el roncar desaforado de su marido, ha pensado inmediatamente en su San Jorge invencible, en el caballero que siempre la querrá y la defenderá, es preciso levantarse antes de que este bastardo des­pierte, se viste rápidamente tres trapajos, y en silencio, en absoluto silencio, con la misma sigilosa cautela de la alimaña ágil por entre las brozas del bosque, va hurtando su cuerpo a los fastidiosos tropiezos: la hostil geometría de la mesilla de noche que puede hundírsele, dolorosa, en el costillar; el desorden de las maletas desventradas que están como tiradas por el suelo, hablando de un can­sancio de llegada, de carreteras y polvo, de un constante sol persiguiéndoles como un ave de presa que planea amenazadora; todavía siente este acoso del sol como una mugrienta sensación de sudor a pesar de haberse bañado a puerta cerrada la noche anterior, detrás de la puerta ronfla la bestia bastarda con sus sucias intenciones; la osmosis de la suciedad cala en las intencio­nes, sube como una gran marea hacia el espíritu, la intención, la voluntad, el deseo, todo se impregna de la marea negra; en las playas solitarias del cerebro, después del gran naufragio del petrolero matrimonial, las aves acuáticas del pensamiento arrastran sus débiles alas mojadas de légamo, de arena y frío; la gran bestia sucia intentará penetrar siempre en la intimidad de la mujer, ya sea en el baño, ya sea en la cama; tendrá que cerrar perennemente la tenaza de las piernas como una bivalva inaccesible, aquí y allá no se da cuenta, acaso, que esta mugrienta sensación de sudor que le domina no es sino como el manto pesado del ambiente, un ambiente de bochorno en la mañana en­tre fría y desapacible, un ambiente de humedad copiosa que hace que en su natural movimiento de prisa, todo le empiece a sudar, la frente sudada, las axilas sudadas, las caderas sudadas, la entrepierna sudada; afuera, en la des­nuda calle, le parecerá como si los hombres fueran aban­donándose al ritmo de un ballet inédito; todas las maña­nas se despliega sobre la calle la gran tramoya de la vida, hombres que andan, hombres que corren, hombres que saltan, el escenario está montado, los personajes surgen, ella va caminando por la calle, corriendo por la calle, desolada, urgente, apremiada; llega al lugar de la cita y se ovilla allí como algo balbuciente que necesita pro­tección. ..





DOS

     Incidentalmente te has convertido en autor-protago­nista de una novela y lo sabes. En torno a ti la anécdota ha ido creciendo. Y ya puedes ver, con claridad que ni soñaste, cómo la vida, al igual que las novelas, se hace sola: el personaje secundario que siempre has sido se convierte en protagonista, el anterior protagonista ha ido a convertirse en villano de drama mientras tú ascendías al papel de galán-caballero, y la heroína que acaparó las atenciones de ambos está ahora, triste y sola, y desampa­rada, cuando la evocas te viene la música de una tonada estu­diantil, la estampa de los tunos que tú odias en su ridículo ropaje de otras épocas, la vencida lluvia que cae con total des­aliento, lluvia de plomizas nubes, de esperanzas frustradas, de anhelos caducados la vida le cobra ahora a ella su factura de felicidad consumida y te entrega a ti un cheque en blanco a la esperanza que, paradójicamente también, no sabes en qué emplearlo, más bien sospechas que tu personaje se ha evadido de las páginas de esa novela; has ido a engrosar, a tono con esa facilidad de autor prolífíco que usa la vida, las páginas de otra novela; has entrado tú, ahora, en otra novela, en otro amor, mientras ellos, los antiguos perso­najes de la antigua novela se debaten y se queman todavía en la suya tratando de arrastrarte hacia sus llamas cuan­do ya tú sabes que eso no es posible, hay grandes paredes insalvables que te preservan, y solo el amor que todavía podría rescatarte ya murió, ya no hay amor que te venga bien, querida, cada amor es una túnica distinta, y en la gran boutique de las novedades recién importadas he comprado la túnica de mi último amor que a tí no te sirve; ella, mi maravilloso amor de ahora va por la calle con la túnica ceñida que para ella he comprado en la última boutique, para ella nada más, cada amor es una túnica distinta, nada más que eso, cuando la ves en el quicio de la puerta —hurta así su presencia a la gente de la calle, todavía no habían abierto la puerta de la gran cafetería a donde te ha citado— qui­zás no te haces a la idea de lo que esta mujer ha tenido que hacer para venir aquí a verte, vistiéndose rápidamen­te, eludiendo sistemáticamente el obstáculo de las maletas, la incisiva hostilidad de la mesilla de noche,
no puedes saber porque tu ya vives fuera de ella, de sus problemas y sus congojas que, en el último momen­to, un poco antes de ir a abrir la puerta, le había parecido que su marido se rebullía en la cama, el preludio del zarpazo del oso, mecánicamente como una foca en sus sábanas de hielo, como el gran pez abisal plano y pesado, Louis baila la gran danza de Poseidón en sus dominios marinos; bajo el gran abrazo se puede sepultar la débil arqui­tectura de su cuerpo, teme a este abrazo hecho de sudor y ca­lenturas, de babas que le viscosean la cara; si se despierta al abrazarle, la gran masa carnosa se echará sobre ella, querrá fundir su débil carne asustada en el temblor y el magma de la otra carne llena de efervescencia; por la mañana, por la gran presión de la vejiga, el sexo está tirante y él interpreta la ti­rantez como la demanda urgente del deseo y a su lado está el colchón animal que para nada más sirve ya esta mujer si no es para ir ahogando este deseo; dormido todavía casi sin que pueda ver esta mirada de desprecio de ella, esta mirada de asco y repulsión, sepulta en el mismo abrazo su cuerpo y su mirada, su asco y su repelencia, hasta la excita este asco y repelencia que él sabe, se desayuna, amanecida la mañana, esta almeja posada a su vera el gran Poseidón de los húmedos reinos, ella se ha quedado inmóvil, con una atenta vibración en cada músculo de su cuerpo, de pie, las manos alargadas en el largo paralelismo del cuerpo, se queda así creyendo escuchar el ronquido animal, pensando «que no se des­pierte», «que no se despierte»; no, no, y no, no se había despertado pero seguiría oyendo siempre y siempre y siempre aquel ronquido animal de su marido, monótono y blando,
últimamente estaba enfermo, el gran hígado pintándole la cara de una sombra pálida, la blanda y blanca cara como la de un muerto, un muerto gordo abrazándola lascivamente podía seguir viendo la cara de su marido que le pa­recía como barnizada por el pegajoso sudor del bochorno que se quedaba ahí detrás como atrás quería dejar toda esa vida pasada, había abierto la puerta cuyo rechinar temía, pero al menos le pareció que no había pasado nada, había abierto y cerrado la puerta, le parecía como seguir oyendo, cada vez más fuerte, más fuerte, más fuerte, tam­bién mientras bajaba las escaleras, cada vez más fuerte, más fuerte, más fuerte, el monótono ronquido de Louis, (no se ha despertado, no se ha despertado), ya era como traspasar la frontera de otro país, algo iba persiguiéndola como la sombra de un ala, el miedo acaso a algo, había salido a la calle y se había tropezado con la neblina y la humedad, la mañana despertándose,
cuando la ves en el quicio de la puerta, (siempre verás ya esa puerta de huecos, una puerta giratoria, los cuatro huecos de la máquina tragapersonas, ella te atraca con su sonrisa, ves y verás la blanda y blanca desnudez de ella avanzando, es un fantasma de carne blanducha que te sonríe, retienes su pescadilla entre tus manos para que ella crea sentir tu aprecio), te entra de repente un vago sentido de conmiseración, quisieras rescatar a esta mujer de su mundo de dolor y sombras pero sin necesi­dad de hurgar en la etiología de sus equivocaciones, pero no puedes hacer otra cosa que sostener blandamente la pescadilla de sus manos entre las tuyas, no puedes hacer que no mire hacia atrás, quisieras que ella cami­nara siempre sin ver sus pasos sobre la arena, cuando sabes y te dolió que sobre la arena las dos pisadas se separaban de ti en un dirección contraria, como sabes y te duele ahora que ella no puede por menos de mirar hacia atrás, hacia las pisadas en la arena, y te ve despi­diéndote, con tu espalda de hombre anegado por el su­frimiento de tu despedida a una hipótesis de amor, hun­didos los hombros, las colgantes manos de simio se te antojan como cansadas, como cansado es todo en tu marcha contraria a la pareja; ni siquiera piensas que esto es como la marcha de un duelo a pistola, que a pasos, tú te darás la vuelta, te encontrarás con la otra pareja vuelta hacia ti, verás alzada la mano de él y no tendrás más remedio que alzar también la tuya con la pistola amartillada, y sonará el tiro, porque cuando caminas lo más difícil de pensar para ti es que alguna vez volverás la cabeza, como tampoco vuelves ahora, que es solamente ella quien lo hace con esa profunda convicción de que siempre podrá rescatar el tiempo perdido desde su ce­menterio de horas, quizás suceda que, fundamentalmente, hay que ser una mujer para seguir pensando así, para seguir pen­sando que ya no existen más mujeres en la tierra que ella misma, todas las demás mujeres pálidas sombras de su presencia cautivante; hay que ser mujer para poseer esa retromirada hacia una Sodoma soñada, lotianas todas las mujeres con un sueño, como una gran lapa succionadora, en sus entrañas, mayor el sueño de sí misma que cual­quier otro sueño, sabes que en toda mujer,
más allá de los espacios unisexuales, dentro de la corteza cerebral que, aunque a veces lo hayas dudado llegaste a poder afirmar que también seguía siendo mujer, mujer también la corteza cerebral de la mujer, mujer toda ella, el gran sexo fe­menino, el gran ovario regando todas las parcelas de la per­sonalidad femenina hay más de Circe que de Gran Gallina Aovadora, que de Gran Mamífera lánguida que va arrastrando sus odres lácteos sobre el Gran Coso de la Vida,
la arena está seca de sol y pasiones, hierve sobre el albero la tremenda codicia de la sangre, sangre del toro, sangre del hombre, sangre de las banderillas que roban gotas carmesí de la gran corona triunfal de la tarde, sangre en la pica avara del gran monstruo homosexual que monta sobre el toro sacramental el cruel falo de hierro con la ayuda de los mamporreros mono-sabios, cualquiera de esas mujeres que ha llegado a la plaza con contoneo de jaca perezosa, que ha soñado con recibir la gran herida-placer del cuerno-sexo mucho más de Circe, encantadora y maga, la que cree que será ella quien seguirá cautivando eternamente a tra­vés de su seducción.
No se da cuenta, y te preguntas cuándo se dará cuen­ta y qué ocurrirá entonces. Tiene que darse cuenta en algún momento que los paralelos del amor han variado, que tú estás haciendo lo posible para que su conocimiento del fenómeno se produzca sin brusquedades, para que algo vaya cavando en la mente de esta mujer que sí hay más mujeres en el mundo, que no es solamente ella la Circe seductora, que, de cualquier forma, ser la depositaria de un amor significa ser también la guardiana de ese amor, que esta planta viva del amor necesita de un cuidadoso riego diario, y que nunca el menosprecio puede ser un fértil abono, y que es menosprecio siempre el pen­sar que un hombre, el enamorado de algún tiempo les estará aguardando siempre con paciencia jobiana mien­tras ellas se ensayan como coperas del momento en las mesas de unos y otros.

     Aparece desde el quicio de la puerta como la fusión de las cuatro oquedades en una sombra, y avanza hacia él con algo que quiere ser una sonrisa desplegada en abanico cuando no es mas que la máscara de su tristeza, y de su aburrimiento, y de su hastío, y que se hacen más manifiestas en el contraste de esta mañana en la que ama­necen todas las rastreras secuelas de la mañanas post­fiesta, como hemos dicho el calor-frío de los bochornos-nieblas, húmeda la calle de una mugre barrosa, los brazos péndulos de hombres penduleantes levantando a pulso que es como una gran grúa de brazos a la mañana que, como siempre pasa en esta época del año, allá para el mediodía, ya aparecerá hasta día lozano y hermoso cuando al amanecer no era otra cosa que asquerosilla y mojada.

     También ella viene mojada en la sucia humedad de las nieblas y de su sonrisa,

     —Hola— dice.

     —Perdona— trae él preparada la respuesta, una ex­cusa que es como si todas las carreteras fuesen recorridas por grandes bandadas de mamouths; él sorteando esta insoportable fauna mecánica, llenándose los puños, y los ojos, y el corazón del largo trepidar mastodóntico; to­da la carretera que es como una larga cinta rota, rota por todos los lados la gran cinta de la carretera, rota de ruidos, rota de obstáculos, y no es más que por eso que he llegado tarde, si tú sabes que yo nunca llego tarde si no es por la carretera,

     —Es que la cafetería no se ha abierto todavía —ar gumenta ella como para dar paso también a la excusa de esta apariencia de pajarito huérfano que trae, blanda siempre como una avitaminada criatura, con el color blan­do y blanco de siempre que es como si a la blancura na­tural de una clara de huevo fuésemos a añadir el amarillo pálido de la yema, —naturalmente que una yema escogi­damente pálida— de manera que presentándose de esta manera no se sabe bien dónde está la mayor palidez, si en la palidez natural de la clara, o en la palidez antinatural de la yema escogidamente pálida, como venía ella con esa blandura del huevo, gelatinosa, como algo de mucus derramándosele por todo su contorno, exactamente un poco parecida a la gallinita joven que fuera capaz de poner ese huevo en la aséptica granja, venía ella como dando saltitos como una pelotita que era así como la veía venir, como una pelotita de goma que avanza dando saltitos, la mano de la pelota a su encuentro, vagamente metamorfoseada en goma también,
había también, naturalmente, como en toda calle que se precie, la hilera larga de los coches que era como un resbalar de la mañana en la ecuación ciudadana, que le hizo imaginar, por un momento, cómo una ciudad, en el momento en que vivía, podría conservar aires de ciuda­danía, que era como conservar sus propios aires de se­ñorío sin el concurso de los coches que duermen toda la noche en el gran garaje de la calle y que sucede que amanecen a las mañanas con un poco de pátina de polvo relente,

     —¿Dónde tienes el coche?— dijo ella, que era que sabía que estaba allí, que le había visto salir de él cuando hacia la espera ante la puerta giratoria de las cuatro • oquedades pero que, sin embargo, se pregunta no se sabe por qué, quizás porque la geometría de la recta dirigién­dose sin más al objeto, a la meta, tiene algo de obscena, o al menos, cualquier persona trata de alguna manera de agazaparse en las curvas, en las inflexiones de la voz, en no  querer demostrar desde un principio la gravedad del caso ,como este momento de ella en que no quería decir nada, que sabía que le acababa de sacar de la cama, que había recorrido unos cuantos kilómetros para verse con ella, que de alguna manera había llegado a saber también, —por cartas que le había dirigido— cómo el gran naufragio del paquebote matrimonial estaba en el aire, más bien en el agua, hudiéndose irremediablemente, sin que por ello hubiera motivos para que nadie se aco giese al refugio de las curvas,

     —Aquí, aquí mismo— dijo él.

     —Mejor que vayamos lejos del centro, ¿no te parece?

     —Como tú quieras— dijo él.

     —No es que me importe, pero lo prefiero, ¿te im­porta a ti?

     —No, mujer, donde tú quieras.

     que también sucedió que cuando él enfiló el coche a la dirección señalada, y se enfrentaron con el mar —la larga barandilla blanca, las eternas balizas inmóviles, toda la bahía abierta como una gran rodaja pulposa de algún fruto—un afán de posesión; se abren los ojos y es nuestro el agua, y la arena, y los árboles; y es nuestro el paisaje también como una colección de cuadros que permitimos que la vean nuestras amistades, siempre todo desde el ángulo de mi, tu, su posesión, de  nuestros,  vuestros,   suyos  paisajes, la mano de ella se le había aferrado, aferrar debiera venir de fierro, de hierro, la mano que era tan débil y tan blanca y tan blandamente marina como una gelatinosa especie piscícola de la casi legendaria Innsmouth, los antecesores de los habitantes de la princesa marina que producía después manos semejantes a esta mano amorfa y blanda que ahora se aferraba a su brazo con total imperio, el hierro tiene siempre algo de imperial en  su esencia y él se dio cuenta de cómo en ciertos casos aquella personilla debía ser imperiosa y exigente, de cómo el tegumento, la piel de la personalidad era algo que se disolvía sin exacta idea desde la fuerza misteriosa del cerebro, el cerebro dirigiendo esta energía vital de los brazos hacia sus voliciones más íntimas, forzando o el ángulo, o la trayectoria de sus pasos que también iban dirigidos desde el imperativo sin voz de los deseos ningún paso —había llegado a pensar más tarde— es errá­tico y vago, nadie anda por andar las calles de una ciudad aunque así lo crea, las plazas llenas de bancos y árboles, sino que hay como una oculta fuerza que guía, índices que nos asaltan desde las paredes, no solamente una invitación, o un consejo, o una ayuda, sino algo imperativo o dictatorial todo emperador es un dictador aristócrata —había pensado también en alguna ocasión— como todo dictador es un em­perador demogénico lo que equivalía a decir que nadie nos advierte de nada sin mandamos. A la omnímoda voluntad se le tenía aherrojado bajo advertencias y consejos que, en su esen­cia, eran órdenes solamente, algo imperativo siempre que podía proceder, como en este caso, de la sociedad como encarnación abstracta de una entidad más abstracta todavía: el orden, o desde los postulados de la propia conformación de la mente humana que necesitaba del monotipo modélico, siempre —había pensado también muchísimas veces— la mente humana tiene necesidad de amo, su supervivencia se da, solamente, desde ángulos de esclavitud que, por paradójico que parezca, es la búsqueda de un descanso ante la preocupación y la responsabilidad porque, en cierto modo, el índice marginal que nos asalta al paso es sólo índice conminatorio desde nuestras tolerantes debilidades, desde esa voluntad de esclavo ahogada entre el miedo y la pasividad ante ese alguien o alguienes simbolizados por el índice tipomodélico, o acaso, solamente un solo alguien resultante de muchos alguienes embotellados que eso era la sociedad, (cuando veía un índice marginal asaltante a su con­ciencia de esclavo veía siempre delante, detrás, bajo, sobre la gran botella, la gran redoma encantada dentro de la cual pululaban los cuantiosos diablos cojuelos de la so­ciedad, diablos por pobres cojuelos y cojudos por pobres diablos), se decía —como excusándonos— que, de cualquier manera, a un cojo no le cabía otro remedio que endiablarse, que era como quedarse mirando al mundo desde el ojo en discordia del bizco: ver al mundo un poco como en tambaleo, cuando se da un paso la tierra se mueve y es que la línea inmóvil del horizonte se ha ladeado, que aún cuando el mar se agite con­tinuamente, sin embargo y, la línea del horizonte es una raya extática y estática, el éxta­sis de lo inmóvil siempre, la línea del horizonte inmóvil; que aún cuando el mar se alborote en olas engullidoras, sin embargo y, la línea del horizonte se perfila como el perfecto trazo de la serenidad, pero la línea del horizonte del cojo está siempre móvil y cambiante, se está viendo el mundo siempre desde el ojo díscolo del bizco, el capitán Patapalo sobre la borda de su navio —«Al abordaje, hermanos»— todo el gran falansterio de cojos al abor­daje del horizonte inmóvil al que nunca inmovilizarán desde su díscolo ojo de bizco, que es que caminarán siempreviendo móvil la inmóvil línea del horizonte
(porque el índice no había nacido por espontánea ge­mación, ni era que se había puesto la simiente y el índice había ido creciendo, apurando los espacios del cartel, en­grosándose el gran índice, el gran imperativo sobre las bastardas conciencias miedosas del individuo YoTuEl)
como esa mano que se había aferrado a su brazo (afe­rrar debiera venir de fierro, de hierro) el hierro no de su mano que era blanda y amorfa, gelatinosa, como la gorde zuela mano de cualquier especie marina, pero con el hierro de su voluntad de niña mimada le iba dirigiendo a donde ella quería, que era hacia los espacios marginales de la sociedad que coincidían con los espacios marginales de la ciudad, lejos de ese viviente hervor que es el centro, y en donde cualquier cara conocida podría sorprenderlos, que aunque,

     —No, no me importa nada que me vean, ¿que más da? ¿Te importa a ti?

     —No, a mí nada, ¿de qué?

     pero que, de todas formas, ahí estaba el índice giró­vago de la sociedad apuntándoles, y las dos conciencias solitarias e inocentes se sentían forradas por dentro con una piel de responsabilidad, de manera que la mano de ella, dentro del coche, dentro de la responsabilidad sin responsabilidades en la cual ambos navegaban se decidió por una presión más íntima y dulce, como algo coloquial y amoroso, que hay presiones que dicen, y besan, y acarician,

     —Por ahí no, ¿te importa?
     que era que la interrogación era el azúcar en el amar­go café del mandato; que sabía que, naturalmente, a él no le importaba ni le había importado nunca acatar sus mandatos, porque aunque queramos engañarnos, de al­guna manera para eso se nace hombre, para seguir aca­tando con una sonrisa de bestia dócil, de escudero o pala­frenero, los mandatos de la dama,

     —No, qué va, donde tú digas.

     —Bueno, por aquí arriba, ¿te parece?
que fue cuando a él le retozó una sonrisa de seguri­dad, ya que sabía que su vieja técnica de dejar escoger a la otra persona lo que él quería que escogiese siempre daba fruto.

     —Bien, me parece bien.
     Era una carretera sinuosa, bacheada, que iba ascen­diendo por entre un verde insultante, algo como ese ver­de de las orillas de musgo, verde de ranas, verde de ter­ciopelo brillante, la firme y neta cara de ella se estrellaba continuamente contra las sombras de los árboles, él la miraba como adivinándola la decisión, pensando hasta donde llegaría por quitarse de encima el marido, ese marido que era como un quiste que hay que sajar, (es preciso la separación; el abogado mirándola, mi­rándoles; pues la legislación española no nos ayuda mu­cho; el abogado echando la culpa a los seculares años del atraso nacional; tiene que entender, de esta manera es imposible la convivencia; el abogado retomando entre sus manos gordezuelas de gordezuelo cabezón el puro inter­minable que se lo fumaba interminablemente también, un puro dando fuego al nuevo puro, el mito fenix-ícaro, la resurrección del humo como esa resurrección del fue­go nuevo en la pascua cristiana; veremos, veremos lo que se puede hacer) y que él veía en sus labios, firmes y delgados labios, que llegaría a sajar, fríamente, el quiste pustuloso del marido, se arrancaría de sí misma el marido como algo que se arranca y se tira, y cuando la mira, siente, sin saber cómo, la extraña alegría de aquel que cree haber escapado de un peligro, diciéndose que él pudo ser ese quiste a punto de ser lanzado a los perros, que pudo ser el suyo ese amor a punto de quiebra; por otra parte nunca tendrás la suficiente vergüenza de tu errada seguridad, piensa.

     Piensa, también, en aquellas palabras que le cuelgan desde la percha de la memoria mientras el taxi va reco­rriendo los veinte kilómetros que les separan de la frontera, puede recordar también la germanófila nuca del taxista que parece no oír nada, estar inmerso en un mundo de algo­dones, ese silente mundo del taxista que le da una impresión de buceador perdido entre aguas, clausurado entre herméticas aguas de  cristal cuando ha querido, en ese mundo de tres personas que es el taxi, pulsar la nota inquietante de una posibili­dad quebradiza, ha querido insinuar que los muros de la felicidad puedan estar construidos desde elementales y quebradizos cimientos, sencillamente una incursión en la antigua y siempre vigente teoría de las fragilidades, de las hipótesis iconoclastas; decirla sencillamente que los ejercicios a una mano en el teclado de la felicidad no siempre tienen un sonido acorde y duradero, y mientras el liso cogote germanófilo del taxista es, quizás, el único punto de apoyo de su mirada, le describe, como en una lección de sociopolítica las coordenadas de cierta clase social en la que ella está a punto de ingresar, y en la que desea vehementemente su ingreso.

     Descuelga, otra vez, la percha de la memoria,
la descuelgas, que eres tú, siempre tú, la primera, y la segunda, y la tercera persona, siempre tú descolgando memorias ya que tú  las viviste y ahora te viene a la imaginación y comprendes por qué su exclamación cuando, aquella tarde, ibas con ella, habíais rebasado la gran cuesta, estaba el festón de los vallados, el verdísimo pasto, los preciosistas caballos como de un pintor ágil, y se había quedado un rato mi­rándolos, te había hecho parar y os habíais acodado los dos, paralelos vuestros dos cuerpos en la inevitable geo­metría de la materia sobre los vallados, y ella te había dicho qué representaban esos caballos que se veían ahí, entre los vallados, sobre la hierba verde, y tú le habías dicho:

     —Son caballos de carrera, de pura raza.

     Lo que también le había servido a ella, a esta gran snob, para hablarte de Longchamps, del Gran National, de sus habilidades ecuestres, entresacando de la vieja historia de los caballos, de la vieja historia de los ca­balleros, de esa desdeñable aristocracia que entretiene su vacío de todo con la afición a los caballos; y había un desdeñamiento falso en sus labios como si intentara acer­carse a las formas de tu mundo desdeñador, de tu mundo que por no ser aristócrata, por provenir del demos más oscuro y bajo te hacía nacer esta forma de desdeñamiento, cuando era solamente en la superficie que se te acercaba esta gran snob, pues se complacía en decir que:

     —Le conocí en la Hípica, ya lo sabes,
que era algo así como haber buscado el lugar, quizás único, únicamente idóneo para su primera cita de amor, porque pertenecía también a esa clase de personas que en cada gesto hacen historia y por ello tienen un exquisito cuidado en escoger el tiempo, el lugar y la hora de su acontecer vital; naturalmente que la Hípica era el lugar que ella hubiera elegido entre mil lugares convenientes, y el hecho de que el azar se lo hubiera brindado con ese prócer gesto magnánimo solo quería decir que también el azar estaba coadyuvando a su destino aristocrático, que de alguna manera el río de fuerzas se juntaba y estaba de su lado, y que a ella no le quedaba otro deber que ir yendo en la gran masa de agua, siempre a favor de la corriente, y que, aquellos pequeños promontorios de tierra con que se tropezaba —y tú sabes que tú eras uno de esos pequeños promontorios— no indicaban otra cosa que la débil fisura humana en su corazón de diosa pero que nunca llegaría a penetrarla tan adentro como para inquie­tarla, para que la inundación afectiva pueda llegar a ahogarla; no, nunca; hay que actuar de la misma manera que con la perra de excelente pedigree en su época de celo, hay que encerrarla, hurtarla a la contaminación de los perros callejeros no sea que el excelente pedigree de la perra —de esta perra de lujo que se cree ser ella— se contamine con el anónimo perro de raza anónima que eres tú; sólo te permitirá que le husmees bajo el rabo para que los perros callejeros como tú se enteren de cómo y qué bien huelen las perras con pedigree, pero en las sábanas nupciales ha de campear el escudo de armas de la familia del perro consorte, el anagrama piratesco de la familia, que para eso ha vendido su cuerpo de perra con pedigree, sus ovarios de perra con pedigree, y es para señalarte las distancias que te dice:

     —Le conocí en la Hípica, ya lo sabes,

     que es como decir que, «le conocí en el Gran Templo de la «jet-set», allá donde los niños bien persiguen a las niñas bien, y las niñas bien se dejan perseguir por los niños bien que es una variante de persecución también»; un vago sonido de relinchos en la tarde, las gradas llenas de sol y gente —perdón, mi exquisita snob, las gentes como tú no son gentes bien lo sé— uniformada la tarde con los mil uniformes —ya siempre, mi exquisita snob, estarás rodeada de informes, uniformes en tu boda, uni­formes a lo largo y ancho de la galería de tu casa, desde las paredes, desde las gradas, desde el césped— y te lo dice, como bien lo sabes, para romper ese mun­do que tú has construido, ese mundo de dos personas: Tú y ella, únicos seres en el paisaje, únicos seres en el coche, únicos seres racionales ante el hípico mundo swiftiano; cuando crees haber logrado que existáis solamente dos personas en el mundo; ella, desde el abisal mundo de los recuerdos, emergiendo la fosforescente cabeza de fantasma desde la bola de cristal de todas las resurrecciones, desde la velada espiritista en donde las almas se hacen voz y mensaje, te trae la imagen del otro, adornado, para mayor escarnio tuyo, con la cimera ostentosa de la tarde, de la Hípica, de las linajudas señoritas que baten palmas a las hazañas sin nombre de su héroe encantador; todo con ese mundo de arrequives palaciegos que no te va, que lo des­deñas a fuerza de odiarlo si quieres (también tú, como el pobre cojuelo, has llegado a verlo todo desde el ojo díscolo del bizco) no tienes más remedio que tragarlo, tragártelo todo entero como se traga ese pequeño pez albardado que te cosquillea en la garganta, aunque para engañarte te dices que te apasiona jugar con los juegos de ella, dejar que ella se haga la snob mientras tú la vas estudiando, la ves describiendo oralmente su mundo mental que co­noces, te dices que lo conoces mejor que ella, antes de que lo diga ya has recorrido su paisaje mental, elementalmen-te, en esta tarde, ante el hípico mundo swiftiano, ante tu tierra verde y húmeda, desceñidos, o sajados, o hendidos, exactamente como con un tijeretazo los ambos mundos en donde pululáis noctámbulos (para ti ya va siendo pura noche la vida a fuerza de querer tú mismo que sea así, y en ella en cambio, el túnel se abre sin que ella lo sepa a través del laberinto de sus vanidades aristocráticas), porque ya sus palabras no están ni siquiera en la me­tonimia ni siquiera en la semántica, sino más bien en una pura metátesis kantiana, jugando siempre en la segunda dimensión, en las frases de la consecuencia, que son como libélulas en los espacios de ese paraíso artificial que le gusta tanto, ese paraíso de las apariencias, le vas analizando el gesto, sabes que trazará en el aire, con el convexo cincel de su barbilla, el ficticio escalón de las envidias en las que ella cree, hará y no dirá un vacío que regalará para que lo llenes de tus dolorosas disquisiciones,no sabes, tonta, tonta, tonta, te dices, rematadamente tonta, que te dejo jugar, pero a pesar de todo, me duele, te dolía aquella tarde en el hípico mundo swiftiano, y no te duele ahora, porque lo sientes más bien como una lisa raya de alegría que te produce la superación del dolor, con la conciencia de que, efectivamente, como enseñan los viejos tratados de la experiencia, el tiempo lo cura todo, y que entre aquel ayer doloroso y el hoy cínico y burlón, están las dos mismas personas que todavía siguen jugando aunque con distintas cartas.
Porque tú quieres consolarte diciendo que lo que siem­pre amanecía a la superficie, como una gran cabeza de náufrago, eran las mentiras con que ella misma se enga­ñaba y tú lo veías: la mentira de su mutuo amor que tú sabes que nunca se tuvieron, la mentira de su no-ambición social que era una avarienta ambición, la mentira de la absoluta seguridad de su amor, que eso fue lo que te soltó para hacerte callar cuando erais dos estatuas separa­das dentro del taxi, el cogote plano del taxista como el único paisaje tolerado.

     Y también lo que siempre amanecía a la superficie, como una gran cabeza de ahogado esta vez, (inerte y pasivo y por eso decimos que como una gran cabeza de ahogado) era tu conformismo, que bien podía parecerse a ese abandono total en las manos del destino que siempre te había tentado: dejarse estar como la eterna piedra en los prados de la intemperie, ese conformismo un poco cobarde en ocasiones, pues habías llegado a creer que era la cobardía lo que te hacia mantenerte fuerte y er­guido con la misma virtud del mimbre que se abate ante el viento, se deja peinar por él, pero cuando ha pasado su furia, otra vez los tallos ágiles se levantan.

     Recuerdas, por tanto, cuando te pusiste tierno, con esa ternura que tiene algo de falso, no se sabe bien si de teatralidad o de engaño, lo cierto es que te pones teatral y engañas, y un poco a estilo del niño chiquilín, la qui­siste apartarle de él, exactamente con los chantages del niño chiquilín, te demostró su firmeza y su rotundidad, te dijo que a ti te quería ciertamente pero más a él, y eso no era verdad y tú lo sabías, también que ella iría con su verdad-mentira hasta el fin,
y te dijo más, que te dijo que lo que te interesaba era hacerte muy amigo de él, del otro, porque ahí estaba la posible continuidad de vuestra amistad, de vuestras re­laciones, cuando estaba visto que no había forma de que alguna vez, aún en algún tiempo de siderales evoluciones, tú pudieras ser amigo de aquel ente inerte y fofo, su novio-marido, cuando nada os unía, nada más que esa relación en común con la misma mujer, sólo que se su­ponía que él rozaba el mismo cuerpo que tú rozabas, pero que, también todo el mundo sabe, que son relaciones que en vez de unir, alejan.

     Pero sí que te dijiste que, desde luego, ella no podía haber tenido mejor suerte, ya que también era él, el novio-marido quien demandaba tu amistad, que tú no querías, mientras ella te miraba desde el distante gesto burlón con que se sonreía, como diciendote algo sobre Fernando VII, mientras te dabas cuenta de que no te serviría nun­ca, para nada, tus chantages de niño chiquilín.

     Tenías en tus manos las manos de ella. Las mismas manos blandas de pescadilla de siempre, pero como en esta ocasión en que se habían aferrado a tu brazo (aferrar debiera venir de fierro, de hierro) tenaces en su postura de no cejar; de manera que tenías entre tus manos las manos de ella, pero sabías también que no tenías otra cosa; nunca como en ella habías notado aquella honda di­sociación de su persona, capaz de irse dándote a trozos pero sin ofrecerte la médula, de manera que tenías la vaga sensación de que cuando te ofrecía una mano te ofrecía un guante —siempre con ella se tenía esta vaga sensación de coleccionador de piezas anatómicas— y tam­bién aquella vez, mientras aquellas manos-guantes esta­ban entre las tuyas, acabaste de decirla,

     —palabra más, palabra menos— una bella frase que en aquel momento se te ocurrió, y que

     hasta creíste que fue sincera en aquel entonces,

     —Lo único que he deseado siempre es tu felicidad, Nelly, y eso es lo que te deseo ahora.

     Que era también como un poco a manera de despe­dida, pues esa felicidad deseada era un poco como un adiós a las esperanzas en común. A lo que contestó:

     —Seré feliz, no te preocupes.

     Y al soltar tú la siguiente frase, que era un poco como una declaración de amor, también una especie de anclaje en la fortaleza de ese mismo amor, proyectado tú desde las batientes de un sentimiento honrado y fiel que en aquel momento te penetraba, diciéndola que,

     —si sabe hacerte feliz, le estimaré, pero le odiaré por lo contrario.

     A lo que ella contesto que,

     —no te preocupes pues tengo la absoluta seguridad de que me hará completamente feliz.

     Palabras sólo palabras las tuyas y las de ella, y que, ahora, en el viento del tiempo, vuelan vacías y sin sentido.



                                                                                   TRES


     Te paras a pensar, y en el vértice de unos fugitivos minutos, te imaginas tu vida con ella: el cataclísmico ho­rror de una mujer en plena actividad siempre. Sabes que nunca acabarías de comprender lo que ella busca en el trabajo, ni siquiera el llenar el vacío mental o tratar de evadirse de la vida, sino trabajar y trabajar sin otra meta, tener las manos, y los pies, y la cabeza del que está a su lado; no soportar nunca ningún momento de inactividad en nadie.

     Solo en el trabajo sexual —pues que tú siempre creíste que cuando ella hacia el amor lo hacía desde ángulos de actividad laboral— en esa actividad en la que, casi únicamente vibráis los perezosos, permanecía ella, al contrario, como inerte y litogenada, una yacente escul­tura en la que si el marfil ganaba la batalla del color, indudablemente era el mármol el que ganaba la de la frialdad.

     Y ya se podía hurgar en ella que de ninguna manera trepidaba. Sólo se podía notar el unto de su humedad viscosa en las yemas de los dedos, mientras que hasta sus muslos se quedaban inmóviles como piedra, como trozos de peña a quienes en su conjunción les brotase un ma­nantial.

     Pero si tiene ironías la vida, una de ellas había sido que esta gran trabajadora, la gran dinosauria del que­hacer constante se había entregado en matrimonio a los brazos del gran lirón narcoléptico, cuya única actividad casi, consistía en sentarse ante la saltarina bolita de la ruleta, en esa paciente confianza que en la suerte de­posita todo perezoso.

     Consecuencia de este inerte vegetar fue que se le que­dara el cuerpo fofo y craso, la ancha cara del Gran Lirón Narcoléptico iluminada como un pastel, con grandes oje­ras bajo los apagados ojos sin vida.
     Así los encontrastes una tarde de verano, el primer verano de su vida matrimonial como bien lo sabías, y ya había en sus ojos un hastío de algo —quizás no se había zambullido todavía en las negras aguas del pesimismo total— pero pensaste inevitablemente en ella como en una mujer en apuros que te venía a sorprender en la esquina de una calle como esa pordiosera que te alarga la mano en demanda de ayuda, mientras sorprendías el frío y po­roso sudor en la cara de él, una incipiente amarillez como de dientes sin nervio, toda su acuosa figura bamboleán­dose en la tarde luminosa y solar, mientras que la frágil figurilla de ella se contrastaba como una pigmea en trance de estirar el arco, solo ella en el paisaje de la calle, neta­mente destacada.

     Si tuvieras que hacer el gran gráfico de su calamidad matrimonial tendrías que colocar al trabajo, en primer lugar, como el gran disgregador, por eso es, quizás, có mo, volviendo hacia atrás la mirada, te sumerges en una tiritación de espanto, el lógico espanto de que hayas huido de sus manos asépticas e inhumanas, porque sólo cuando se ha escapado es cuando se siente la tiritación del miedo, porque ni siquiera podrías pensar qué catastrófica ex­plosión habría sobrevenido de estar día tras día al lado de ella, día tras día diciendo tú: si, si, si; día tras día di­ciendo ella: perdón, perdón, perdón; sabes que habría llegado el día en que dieras una patada a una silla, a algún recipiente, una gran patada que lo hubiera echado a rodar todo, una gran patada que los hubiera convertido de basilisco los fríos ojos de ella.

     Prefieres, y es muy justa tu preferencia, sentirte como ahora, próximo y a la vez lejano; tan próximo como lo da a entender esta proximidad material: se alarga la mano y se toca, se habla y se oye; pero tan lejano también como es difícil de sospechar pueda encontrarse un hom­bre de una mujer, tan imposiblemente lejos como dos mundos distintos girando sobre su propio eje, queriendo sospechar que cualquier parpadeo de luces les comuni­caba, cualquier parpadeo de luz de sonrisa, de luz de ternura, cuando eran luces éstas que no tenían ningún otro significado que el de su propia irradiación: luz ella y luz tú, pero pálidas y solitarias luces sin ninguna in terrelación; solamente luces, pálida y solitaria luz ella, pálida y solitaria luz tú, rodando cada uno en vuestros mundos egoístas e intocables.

     Pero te gusta imaginar lo que pudo pasar después de la gran patada a todo ese mundo de ficción que ya habíais edificado entre los dos: os habríais molestado en vuestro mundo peculiar y propio y no habríais podido enjugar la tirantez; algo se habría roto de tenso y duro, y para completar el rompecabezas de la felicidad os habría fal­tado colocar, como es necesario que se coloque, junto al amor totalitario y cuasiomnipotente estas otras cosas de los gustos, las incompatibilidades, las aficiones y las que­rencias.

     No has aprendido a verla, tal cual es, hasta que su ambición os separó, y ni siquiera ella supo ver al otro en su verdadera dimensión o puede que, como siempre, supervalorara sus fuerzas, pero de cualquier manera, de mediar un previo conocimiento mutuo no habría sobre­venido el gran desastre, la gran debacle en la que ahora se debate agónica.

     Te falta imaginación, acaso, para verte en el papel de su esposo. Lo primero con que te hubieras tropezado sería con sus manos, tan blandas, tan firmes y tan frías, todo armonizado en función de ellas. Sabrías que, para siempre, te habías casado con unas manos. Pero después, como una secuela de hábitos insufribles, vendría el le­vantarse todos los días a las cinco de la mañana como ella se levantaba, día va, día viene, invierno va, invierno viene, agotando en ti, como habrá agotado ya hace mucho en el aristócrata narcoléptico, hasta la simple insinuación de la protesta. Pero ella seguiría así, levantándose imper­térrita todos los días a las cinco de la mañana y aborre­ciendo cordialmente a los que se levantan tarde. Este, al mismo tiempo que te permite poner un punto negativo en tus posibilidades de convivencia, te permite asimismo compadecer a tu competidor aristócrata y felicitarte a ti mismo por la misma razón.

     Puedes hacer tus cábalas sobre si una pasiva actitud es una elemental defensa del género masculino, pero te quedaría por estudiar, todavía, si serías capaz de adoptar tú mismo tal actitud. Siempre has envidiado el lento flotar de un tronco por las aguas de un río, pero te fal­taría, para completar la experiencia, que llegaras a ser ese tronco mismo, ya que, en su inmóvil calidad podría en­contrarse lo netamente distintivo entre vosotros: que ante una situación de estallido tú te reclines y te humilles o" te agites y bullas, o te tapes los oídos a la herida de sus lamentaciones y gritos.

Porque tú sabes, que ella no habrá dejado en ningún momento de exhibir, ante el tronco inerte del aristócrata tendido en la cama su repertorio de vacías quejas. Y te pregunto cuando te preguntas: ¿podrías haberlos escu­chado tú con esa impávida serenidad, o quizás, con ese inaudito desprecio con que lo hace el aristócrata?

     Y sabes que la respuesta es no, definitivamente. Si los troncos son así es porque son troncos, y en su misma calidad de troncos se encierra lo inerte y pasivo de su condición, y por eso descienden serenos y tranquilos, im­perturbables, en el agitado discurrir de la corriente. Pero sospechas que tú te agitarías llevándote las manos a la cabeza, su monocorde salmodia te iría taladrando el ce­rebro, sentirías que mil bocas de fuego te mordían en las meninges. Por último, tirarías la toalla, evidentemen­te abandonabas el combate, abandonabas la mujer, aban­donabas los hijos.

     Pero te preguntas también por este nuevo elemento que, en ti, sería disociador; los hijos. Sabes que, desde el primer momento, habría habido entre vosotros un lar­go abismo que franquear. Tú sientes por la infancia esa compasión de inútiles plantas que nacieron, pero como desde la consciencia de tu ser hombre elegiste ya la no vida, sellaste al hacerlo un tácito compromiso de inferti­lidad. Quieres —y tienes derecho a ello— que tus place­res desemboquen en el páramo, en el no absurdo siempre, out, please, de los titiritescos saltos y colores con que la vida engaña sus baches de dolor. Porque tienes la absoluta evidencia de cómo, aun en la vida del más feliz de los mortales, el dolor rebasa siempre los máximos, y que, en todo caso, bastaría la existencia de la muerte para des­moronar cualquier torre de ilusión construida con espe­ranzas.

     Eres un hombre sin serlo enteramente, con algo ampu­tado a tu condición desde las tijeras del razonamiento. Iniciaste la vida con el peso fatal de no haberlo deseado nunca, y sigues arrastrándola entre los pies como la ca­dena de un galeote. Te rechina la vida entre las piernas y entre las manos, y aunque nunca haces nada para evi­tar ese ruido, algo te dice que, quizás, no es socialmente higiénico dejarlo oír, no porque no sea saludable para todos el escucharlo, sino en definitiva, por ser poco salu­dable para ti, que te verás apartado, y marginado, y con­finado, señalado también con el largo índice de las amo­nestaciones y las venganzas.

     Sientes que el no pensar como todos en algo tan vital como la perpetuación de la especie, aun siendo tú tan ra­zonable y normal como crees, te imprime cierta calidad de extraño a la condición humana; es una agresión a la sociedad con tu distinto pensamiento, y al menos, mien­tras no te preguntan, guardas para ti tu forma de pensar no con sentimiento de culpabilidad pero sí al menos con humildad de certeza. Porque es tu seguridad básica la que te infunde la humildad necesariamente, porque sa­bedor de tu verdad, ni tienes ni sientes ninguna necesidad de propalarla como los que, faltos en su interior de la verdad esencial creen haberla aprehendido a través del agrupamiento.

     En cambio en ella, el impulso vital que, luego vino a mustiarse como una flor demasiado tierna y débil —oh el desengaño, y la frustración, y la rabia— se manifestaba cuando la conociste en un hiperafán de ir poblando el haz de la tierra de pequeñas nellys, de pálidas y rubias cabecitas de aristócratas que, inevitablemente, vendrían a justificar a su debido tiempo, otra vez, la guillotina, oh tremendo, oh ingenuo país de revoluciones decisivas, que aunque tiemblen los anaqueles donde descansan los libros nobiliarios, los dorados plúteos del Gotha y del Who's Who, sin embargo y, deja en el corazón de las soñadoras mujeres el embrión de un cuento infantil lleno de príncipes encantadores, reinos de chocolate y lluvias de azúcar.
Te había confesado paladinamente su intención de tener diez o doce vastaguitos, una escala monocromática de rubias cabelleras, y aunque no te era difícil imaginarle al aristócrata narcoléptico en funciones de semental, sí que te hubiera sido más difícil imaginarte a ti mismo en tales funciones.

     Tampoco hubieras podido adoptar el papel de sordo de conveniencia como el aristócrata, porque en ti, desde cierto ángulo, contaban también tus propias voliciones, y aunque supieras desplegar sobre ellas la gran capa de la despreocupación, no por ello dejaría de provocar la apa­rición del quiste matrimonial, que, día a día, se habría hecho cada vez más purulenta.

     Y en cambio, ¿de qué la unión, y la comprensión, y la felicidad? ¿Acaso de la fanática recitación de un «te quiero», que hoy ves que no era más que un sarpullido superficial, la más ligera y vana evocación de los absur­dos romances amorosos? O, acaso, como se podría pensar desde los anteojos de ella, ¿una cierta y común afición a la cultura?

     Tú sabes que la cultura nunca te ha servido para otra cosa que para tus actuaciones de fantoche, que te defecas en la cultura por así decirlo, y con perdón de los delica­dos oídos de la aristócrata morganática. La cultura es, por mucho que quieras engañarte con ella, el más cómodo refugio que te has buscado para soportarte, pero así como piensas que esa cultura te hace ser insoportable, sospechas también de lo insoportable de una persona culta a tu lado, de una falsa culta, cultista, cultiniparla, cultitontaina.

     Recuerdas y recuerdas la patética y ridícula estampa de ella —todo lo ridículo es patético por el lado tierno de la naturaleza humana— cuando se molestaba en ha­certe partícipe de sus estudios, de sus conocimientos en pesadas materias indigestas, que los oías caer como lluvia de mayo, imbécil ella que creía que a ti te importaba Jo vellanos, y Saussure, y Carlomagno, cuando lo único im­portante hubiera sido que se callara, que te dejara en esa amplia dimensión de la soledad en donde, al menos, la única persona que te engaña eres tú mismo, claro que, naturalmente, en la mínima porción que a tí mismo te puedes engañar.

     Amas la soledad porque no la tienes seguramente, y porque te crees capaz de poder con ella, y piensas con or­gullo que los otros no la quieren por su incapacidad en domarla. Pero la verdad verdadera es que nunca has es­tado completamente solo y que, en consecuencia, no estás preparado para opinar sobre la soledad.

     Tú te imaginas que la soledad es como un vasto salón redondo cuyas paredes no puedes distinguir a simple vis­ta. Y necesitas usar unos prismáticos de largo alcance, para no ver, si no es inciertamente, que allá en la lejanía, mires a donde mires, hay como azulosos cicloramas he­chos de nieblas. De no sentir a nada ni a nadie, ni si­quiera sientes el suelo sobre el que te posas, ni el asiento sobre el que te sientas. Elementalmente, eres un punto de una vacía cosmogonía. El mundo se ha hecho a partir de ti según piensas, como irradiación del sujeto tuyo hacia el objeto mundo y te has quedado en esa soledad del dios alrededor del cual giras los mundos. No es una verdade­ra soledad esa tuya, la soledad centrífuga, la soledad abier­ta, sino que, para sentirte tan orgulloso, necesitarías saber de la otra soledad, la soledad centrípeta, las paredes que ahogan, el techo que baja, el suelo que sube. Sentirte así como aprisionado, un pulpo a quien se le planchan las paredes de la gruta, un brazo, y otro brazo y mil brazos jadeantes, respiras por los brazos y los poros porque los pulmones se te quedaron inútiles, aplastadas sus esponjas. Solo cuando tengas ese mentón tuyo hundido en el cuer­po, y el pensamiento te vaya, no por vagas neblinas azulosas, sino como mariposa aprisionada hiriéndose las alas en las cuatro ventanas opacas de tu caja torácica, sabrás acaso lo que es la soledad inaudita de los diálogos contigo mismo, no a la manera de un recital de rey-dios en los amplios salones infinitos de la soledad abierta, cuando el rey-dios dice y dice y dice, y sus palabras son trompetas escuchadas hasta por la arena de las playas y los peñascos del monte: el rey-dios recitando su monólogo a su natu­raleza; sino más bien, cuando la rumia de las palabras te llene la boca de vómito, una náusea interior sin salida, te explota el mal sabor de la vida como una explosión atómica subterránea, el gran hongo choca contra la bóve­da de tus propias costillas y se te desparrama, ya todo es peor sabor, peor sabor siempre, y cada vez es más peque­ño el espacio vital, las paredes te empujan, el cuerpo te cruje.
     Lo que añoras, bien se ve, es sólo la pequeña soledad de la tranquilidad. Que se te deje tranquilo, libre de los pequeños problemas cotidianos, de los pequeños proble­mas domésticos, en tus pequeñas vanidades culturales. Sólo habrías querido apreciar de ella, como de cualquier mujer, una compañía acorde con tus circunstancias, que a golpe de campana oh ejemplar campana de tu amigo rico y tirano llamando a la comida, las asalariadas en hilera, en fila india, con el presente de sus soperas en la mano cada una, soperas y fuentes y salseras; la familia como un ejercito disciplinado que acude también a golpe de campanilla, la mano de tu amigo rico-tirano que hace mover la campanilla, que hace mover las voluntades; la voluntad del asalariado es solo una campanilla a la que hay que hacerla batir acuda a consolarte, que a golpe de campanilla te ayude a que se acerquen un poco más las neblinosas pare­des azulosas de tu soledad abierta, nada más que sentir un poco de intimidad en esta soledad de mar, de arenas, de hierbas; curarte un poco también de tu narcisismo a golpe de campanilla, para que te recuerde, aunque sólo sea para eso, la existencia del heteradelfo, de ese hermano que sufre con las mismas convulsiones que tú, o mejor aún, de esa hermana que goza en las mismas convulsiones que tú.

     Vas a parar, por fin, al sexo que, es acaso, lo único que podría redimir vuestra soledad de un matrimonio en hipótesis. Pero te sucede que, al tratar de analizar el sexo por imposición científica, se te despega de las manos. Si precisaras que su sexo fuera distinto a cualquier otro sexo, podrías incidir al menos, en pequeño juego de la ex­periencia. Pero, como en todas, es sólo una herida en la coyuntura de los muslos, y como en todas, tiene los mis­mos pliegues, los mismos abultamientos e intimidades. Y si paseas con destreza tu mano por su superficie, percibes en ella las mismas vibraciones animales que en cualquie­ra, y es sólo tu ansia de engañarte lo que te hace verla como un volcán, la lava blanca derramándosele, cuando te pierdes, medio poseso y medio embriagado, mordiendo como un chacal agónico, en la mata rizada de su vello.

     Elementalmente, desde los tiempos y desde la distan­cia física, has creído que aquí podría estar el eslabón per­dido, tu anillamiento con el quehacer social. Indiscutible­mente, por la ley de los contrastes. Porque tú no tienes la herida sino el arma. Porque tú no eres la tierra sino la semilla. Y porque sabes, de haberlo sufrido, que a los solitarios pájaros del placer, en pleno vuelo, les sobre­viene una pesada tristeza en las alas.

     Pero desnudo ya de los pesos del instinto, de forma que haces lo posible para que el animal no se interfiera en las elucubraciones de tu raciocinio, te preguntas si de la elíptica órbita del amor sutil que lo has perseguido va­namente en el aire con tu red de cazar mariposas nigro­mánticas, queda acaso, otra cosa, que la sutil emanación de un olor distinto,
siempre te ha atraído con fuerza la teoría de la escala cro­mática de los olores, de Fisinger y de su elaboración de una electiva afinidad olfativa, un poco a semejanza del mundo ca­nino que, rabo tras rabo, buscan la esperanza del rompimiento de la soledad en la mística o masonería del olor, llámalo como quieras, pero de todas formas, una hermandad, algo asociativo —los negros huelen mal, los blancos olemos mejor, los amarillos huelen a cadáver— blanco, amarillo, negro, olor blanco, olor amarillo, olor negro, la escala cromática de los olores se te va acercando, se te va acercando la menuda figura de tu amigo el profesor Fisinger, en la mano como la varilla mágica del hada, por toda la piel irredenta de la tierra, los efluvios del olor como mensajeros de la simpatía, antipatía, la guerra del olor, las alianzas del olor, hará falta que, un día, una bomba de olor simpático explote sobre la tierra, que todo se inunde de olor simpático, todo oloroso y mágico en primavera perenne porque, como tú sabes, cada amor es una túnica dis­tinta, y cada amor, también, es un distinto olor que lo per­seguimos en la medida que nos atrae.

     Llegar a ver la geografía del sexo como una herida dotada de un olor específico, y no poder colgar la memo ria, por más que se intente, de alguno de los ángulos de esa herida, o de alguno de los ángulos de ese olor, es un fracaso de la herida en sí y de su olor adlátere. Lo que te viene a evidenciar el gran fracaso del amor físicamente absoluto y totalitario.
CUATRO
     A pesar de la serie de consabidas cartas que te han venido dando noticias de tu caso, la verdad es que no pensabas que la cosa fuera de tanta gravedad. Pensabas más bien que podría ser un bache postmatrimonial bas­tante corriente, en el que, sin fiebre de posesión los cuer­pos, el amor se bambolea falto de sentido.

     Pero pensaste así, porque de verdad, nada nos duele en carne ajena, que si no, sería imposible vivir la vida. Sucede que viene una carta, se lee, y mientras nuestro lado bueno se conduele —oh siempre vigente esquizofrenia de Mr. Hyde y Dr. Jekill dentro de nosotros mismos— y mientras se alegra el malo, hay una cómoda sensación de indolencia, porque lo que la carta cuenta le ha pasado a otra persona, a otra carne, y es solamente nuestra carne le que nos duele.

     Cuando tienes ahora entre tus manos las manos de ella, y no te atreves a más, no porque el mundo de tus posibilidades amatorias con ella no sea todo lo largo y ancho de la Castilla legendaria, sino porque la caridad es un monstruo de dos cabezas, y una de ellas te puede mor­der, vuelves a incidir, y otra vez y otra, en las fronteras de la carnalidad y en las fronteras del amor, pues si el impulso del amor carnal no es tan potente como para allegarse a las fronteras del «dolor en ella», no te es lícito hablar del homogéneo amor totalizante cuya clave con Nelly no has llegado a conocer.

     Pero, inesperadamente, sientes la comezón de hurgar­te las mujeres de tu vida, para indagar, a través de su pálpito, si en alguna de ellas hallaste el mínimo gérmen de ese amor absoluto, tan eficaz y potente como para ha­certe sentir como tuya la carne de ella.

     En un cómputo global lo que se te transparenta es que, en toda mujer se te ha ofrecido, una blandura de colchón, una copa para la sed de tus labios y una almoha­da para tu cabeza. Sin embargo, lo que no puedes rescatar de las sombras oscuras del anónimo es aquella que te vibró en lo más íntimo, con ese acorde estremecedor de la viva carne tañida.

     Y si concedes que para ser buen navegante es preciso haber perdido alguna vez la brújula, pues sólo así se llega al verdadero conocimiento de los rizos de las olas, de los soplos del viento y la dirección de las marcas, ten­drás que llegar a la conclusión que, nunca el navegante de amores habrá corrido su más interesante aventura si no se ha sentido perdido de pies a cabeza, embutido en enormes olas pasionales que le volteen desde la lucidez hasta los abismos.

     En el caleidoscopio del pasado te sorprendes a ti niño, consumiéndote en fiebres juveniles, volcando tu imagina­ción y tus manos sobre la máquina del placer, mientras tu cuerpo niño se agoniaba en el esfuerzo.

     Lentas, como sombras chinescas en un escenario de sueños, te resbala la imagen de las primeras desnudeces sorprendidas, un cuerpo ofrecido en partes como si un macabro despedazador de cadáveres te fuera ofreciendo, parte por parte, la maravilla de su labor; tu particular pe­riscopio atento como ningún periscopio nunca en ninguna batalla naval, ya que la dual posibilidad del ser o no ser que se juega en cualquier guerra, aun con ser tan tra gielectoria, no llegaba a ser sino una difuminada imagen del interés que se suscita en una mente juvenil ante las primeras desnudeces sorprendidas; temblorosa y arriscada edad por todo: temblorosa de pudores, temblorosa de cu­riosidades, temblorosa de miedos.

     Y si de algo sientes envidia, es precisamente de aque­lla edad, ahora que la carne ya no te puede ofrecer sor­presas, ahora que sientes que la vibración se te ha ido a morir lentamente, igual a ese rabo desprendido de la la­gartija que, en un principio, se riza y se remueve para irse a morir en arcos de impotencia.

     ¿Será, acaso, esta tragedia de edades, la que te hace estar, mano sobre mano, tu mano sobre mano suya, inerte, frío y apagado, sin comunicación alguna los ambos mun­dos de vuestra intimidad?

     O piensas, acaso, que la piedra nunca tuvo vibración alguna, que tu amor fue siempre una piedra, esta piedra, esta losa funeral que os divide; desde la altura véis el mar que está jugando al juego del infinito, el mar que sólo tiene una larguísima orilla lamiendo costas, el mar que te lo imaginas como un gran desierto de peces mons truos, con arena de olas en el camino del infinito, y sien tes esta pesada gravitación de la mujer en torno tuyo, natía más que esta pesada gravitación de la mujer, la mu­jer-piedra, la mujer-desierto que no te ofrece oasis de descanse), sólo entre los dos, una amable y pálida cortesía, nada más que cortesía, nada más que palabras que te res­balan, palabras de dolor que ella pronuncia como los ecos lentos de una salmodia; una historia de dolor en la que debieras sentirte coprotagonista pero que ni siquiera llega a rozarte el tegumento del alma, para ti una historia vieja y sin interés, la historia de un amor que no existió nunca, más bien, como una historia balzaciana, una historia de rapiña y ambición, un chevaliére en su dedo, la historia de un amor que es la historia de la conquista de un chevaliére; ahora su mano de pescadilla con el chevaliére en el dedo, ¿qué quieres que haga yo con tu mano, alma irredenta, si ni morder, ni besar, ni apretar?

     Te mira desde las profundidades de un misterio in­concebible, desde el cadáver de un amor que ella cree con vida, hay una inédita sorpresa al fijarse en tus manos, tan frías y lejanas, no entiende de misericordia, no en­tiende de caridad, quiere sólo entender de pasiones y lla­mas que le cercan, parece como si toda su actitud fuera un solo grito en demanda de pasión, las húmedas y blan­das manos de pescadilla se le retuercen, quiere descansar su cabeza en tu pecho que lo imagina de su pertenencia, y se mantiene ahí, en la bisectriz de la duda, perdido el pie básico de la certeza de tu amor por ella, un rasgueo como de patas de araña por el cerebro, una sensación de angustia inundándola, vuelve a resucitar en play back la mañana, su salida del hotel, su acecho de bestia, la lle­gada de él, sus palabras, te recrea en cada gesto y en cada palabra tuya,
al juntarse a ti ha tenido la sensación de dejar atrás, muy atrás, al Gran Lirón Narcoléptico, solos ya tu y ella siempre por los anchos caminos del amor, la eterna can­ción de la felicidad acompañándoos, el temido espectro del miedo se desvanece, estás tú, su San Jorge valeroso, su San Jorge indómito, y es ahora cuando siente una frialdad inexplicable en las manos de su San Jorge, vuestros ambos mundos son dos cóncavos mundos sin salida exterior alguna, una sen­sación de encierro, una angustia de soledad centrípeta, las planchas que se cierran apretándola,
cuando notas su sudor lo atribuyes al absurdo tiempo húmeocbochornoso, a las ventanillas del coche, también a esa condición suya un tanto clorótíca como de planta enfermiza, siempre las manos sudadas, piensas que debe tener un sistema neurovegetativo horroroso, cuando ladea un poco la cara le ves en el cuello las ominosas señales, también ella se ruboriza, tiene en el hueco de la clavícula como un débil granito de pus, vas recorriéndola detenida­mente como un antiguo paisaje conocido,

     Ya te había dicho antes, y por eso no te sorprende sino como una ratificación, que el Gran Lirón Narcoléptico sentía a veces la extraña tentación de probar sus fuerzas en su blanco y débil cuello, y ahora junto con su rubor, te llega el olor de una injusticia, una débil mujer presa entre zafias apreturas, pero otra vez, y otra, y otra, sientes el fracaso de no poder sentirla, de que no te duela, precisamente ese fracaso que deseabas pero que no deja de ser un fracaso, vuestros ambos mundos leja­nísimos e inencontrables, siempre entre los dos la sombra del Gran Lirón Narcoléptico, siempre entre los dos tam­bién la otra sombra, la sombra de un amor perdido y que ya nunca más volveréis a encontrar, como ella no acaba de pensar todavía, cuando tú, más bien sospechas que nunca existió, nunca existió ese amor nunca, ese amor litogenado, ese amor petrificado, el extraño amor que ella guardó en una esquina del corazón como una reliquia, ese extraño amor congelado, cuando intentas cubrir con una palmada afectuosa en la rodilla el vacío de tus sentimientos, notas ya, que en ella, la frustración se ha iniciado como un gran incendio que no dejará de ella más que cenizas.

CINCO




     En la habitación del hotel, después del largo corredor de absortos y boquiabiertos camareros, después del silen­cioso y rápido ascensor, estaba el desorden de las maletas abiertas.

     Desembocaban allí de esa urgencia que les habían so­licitado (en el panorama de un paisaje único —dos per­sonas para un desierto—, había aparecido el coche poli­cial sin aviso de su presencia, solamente se había posado como un moscardón al lado de su coche, sencillamente un posarse, y ni en la mujer ni en el hombre hubo si­quiera un gesto de extrañeza, como una visita esperada todo; desde cuando, pensaste, ha estado esperando ella esta visita esperada; le descansan ahora las manos sobre las rodillas, el policía está inquiriendo sobre sus perso­nas, por la vecina carretera pasan rostros de atónitos y curiosos conductores; Nelly, fija la mirada en la cinta del infinito marino parece como no darse cuenta de nada, solamente ha sucedido que la esfinge ha visto ya el otro lado de la vida, en el otro lado de la vida no hierve nada, no hierven ni siquiera los gusanos en su alegría peristál­tica, ni hierve el amor, ni la ambición, ni nada; sencilla­mente una larga paz en todo; la muerte es una larga paz, piensa; tiene los ojos alucinados, con algo de frío y de fiebre en la frente, un sudor que se le hiela, helada tam­bién la mirada de sus ojos que no miran; a su frente, la línea del horizonte es la otra larga orilla del mar, la larga orilla de la larga playa en donde se bañan los muertos; ella está mirando hacia esa playa insólita donde está vien­do, por primera vez, bañarse a los muertos; a la larga frontera del infinito que le aguarda, el infinito de una soledad centrípeta que le irá apretando el alma pared con­tra pared,

     pero ni dice nada cuando los policías os invitan a acompañaros, sencillamente ocurre que dejáis al coche frente al mar, frente a la línea del horizonte y del infini­to, camináis como dos sombras de tragedia griega el breve espacio que media entre un coche y el otro coche, ni si­quiera una palabra, ni siquiera un gesto, sencillamente atravesáis el breve espacio de coche a coche, los conduc­tores, por la carretera vecina van mirándolo todo con ca­ras de curiosidad, los policías están impertérritos como penetrados de un deber que se les impone inevitable; sencillamente nada ocurre cuando el coche policial empie­za a rodar; el mundo único y distante que es ella sigue siendo único y distante; un silencio denso bate sus alas dentro del coche de manera que nadie se atreve a rom­perla; tú ni siquiera ves sino el contorno del hotel, el con­torno de las personas que aguardan curiosas, ves sólo una niebla de gente, una niebla de corredor cuando por él avanzas, una niebla de camareros y camareras, la veloci­dad del ascensor no te ha dado tiempo ni siquiera para sentir, más íntima, la cercana presencia de ella y nada pedían ver al principio en la habitación porque llevaban en sus ojos la luz de fuera; aquí dentro una oscuridad, la guarida del Gran Lirón Narcoléptico,

     cuando poco a poco, los ojos se van acostumbrando a la oscuridad es cuando se percibe el desorden caótico de las maletas, el desorden de las ropas como pellejos de per­sonas diseminadas por la estancia, cerradas las ventanas la única luz que se percibe es la de la bombilla, una luz amarilla; es esta luz y la segura presencia de la muerte lo que hace parecer miserable esta habitación de un hotel no miserable, nada más que un matiz de luz y una muerte,

     porque ya, mientras avanzas, te vas acercando, allá en el fondo está la cama, te hieres tú también contra la es­quina alevosa de un armario, de una mesilla de noche, no lo sabes, mientras te vas acercando vas intuyendo la pre­sencia cierta de la muerte, algo como un olor también, algo como un pájaro grande y blando en la estancia, te das cuenta de que ya, en la gruta del Gran Lirón Narco­léptico no hay otra cosa sino esta densa presencia del pájaro grande y blando,

      y mientras avanzas, y ya ves el bulto sobre la cama, los policías, el policía, mil policías te preguntan algo y no contestas, no sabes qué contestar, vas andando simple­mente, y le ves ya,
le ves al Gran Lirón Narcoléptico, ya definitivamente Lirón para siempre,

     el bulto sobre la cama es un cadáver inequívocamente,

     ahora, ya acostumbrados tus ojos a la luz, puedes per­cibir el brillo del arma asesina sobre la garganta,

     ocurrió, sencillamente que Louis, el Gran Lirón Nar­coléptico, el indolente aristócrata, está muerto en su có­moda, en su blanda cama,

     notas que, sin quererlo, has ido a pisar un charquito de sangre,

      y la sorprendes a ella, tensa y firme, ya en la otra fron­tera del infinito.