EL OJO INSOMNE


PROLOGO




   Es opinión generalizada la de que los prólogos de los libros no los lee casi nadie. Me tienta, a pesar de ello, escribir éste, y mucho más cuando creo que me lo exige el hecho de presentar un volumen de tan heterogéneas características. Consta, como se verá, de una novela corta de asunto psico-dramático; de dos narraciones de la vida cotidiana, con anécdotas de muy dispar significación, anclada, una, en la dinámica, y otra, en la lírica; de otras dos, que bien pudieran insertarse en la crónica de sucesos; de un relato satírico y medianamente burlón, y de media docena de historias concebidas desde cierto plano metafísico. Esto, en cuanto al asunto.
   En cuanto al tiempo de su escritura, se puede encontrar parecida heterogeneidad. Todas las narraciones que aquí se agavillan pertenecen a un tiempo pasado, pero aun dentro de ese espacio pretérito las distancias son grandes y pueden servir hasta para medir el grado de sensibilidad de su autor a través de sus distintas edades.
   La narración que da título al volumen, «El ojo insomne», viene a ser, en cierto modo, la radiografía de un indeciso. Cuando una persona está dispuesta a matar, de igual manera debe estarlo a morir, y si no le flaquearon los pulsos y las entrañas en el primer ejercicio tampoco deben fallarle en el segundo. A esta novela la he inscrito en un género que me he inventado: la novela-film. Se trata de una novela hecha bajo pautas cinematográficas y que, en manera alguna es un guión. La novela-film requiere una lectura rápida, de acuerdo con el vivo tiempo en que se desarrolla. Aquí, el tiempo real de que goza (o sufre) el protagonista, es mínimo. Unos pocos minutos o unos pocos segundos. Y lo que se alarga y se extiende es el tiempo de la memoria, ya que la historia está contada en flash-backs continuos que en igual medida se remontan al pasado como al futuro. De su gestación, metamorfosis y avatares podrían darse datos curiosos, pero entiendo que no es este el lugar apropiado.
   «Los puntos suspensivos» y «Diálogos de amor», son dos cuentos de adolescencia, y debieran ir junto a otros que recogí en mi otro libro «Cuentos con hombre». Al volver de nuevo a ellos, no son sólo los recuerdos los que se me remueven, sino hasta el mismo tiempo, un tiempo blando, un tanto ingenuo y fácil y lleno de inocencias y sentimentalismos.
   «El moscardón» es la historia de un crimen obsceno, y «Al terminar la fiesta», la de una violación.    Este último relato, galardonado con el «Premio Ciudad de San Sebastián» del año 1967, mereció anteriormente la publicación, pero no estaba incluido junto a sus hermanos de sangre.
   «Del chunchún a la chundata» es un relato un poco de sorna, un poco en plan gamberro, que fue publicado antes en la revista «Oarso». Su entramado social se basa en la realidad de dos pueblos vecinos de enfrentada psicología.
   Y vienen, por fin, las «Historias de obsesión», seis relatos en donde la imaginación fue feliz yéndose por los óptimos caminos de la libertad. Relatos transidos de una cierta angustia existencial, siempre con la muerte (o con el más allá de la muerte) como meta.
   Curiosamente, estos relatos saborearon antes el papel de prensa que el del libro y si se acogen ahora a éste es en un comprensible intento de supervivencia.










        

EL OJO INSOMNE



Numerosos eran los verdugos de los sueños.
Más numerosos que los sueños.
Harry Martinson (Premio Nobel 1974)


                                   


                                                  I


     UNO
  
     En el silencio y la oscuridad de la iglesia tenía miedo. A algo indefinible; a algo inconcreto. Quizás de lo que menos se acordaba, por paradoja, era del hombre tendido sobre el parquet, de aquel hombre vestido de guarda —a veces le creía ver como un guarda vestido de hombre—, el abanico de la luz mareándole, un sudor prieto en las manos. Poco después, estaba también la caravana de los grandes camiones sobre la carretera.
   —Pásales, pásales... —todas las anteriores recomendaciones de tranquilidad de Luis se habían convertido, ahora, en urgencia, y Mario, al volante, zigzagueaba frenéticamente, surgían manos airadas de las ventanillas de los camiones, rotundos tacos que les increpaban, mientras Luis no cesaba de apremiar: «Pásales, pásales...», y él sentía que el corazón era un tambor batiente, algo percusor que le latía justamente bajo los ojos, en el canal de las lágrimas.
   Aquella escena estaba fijada, grabada, clavada ante sus ojos, pero muerta. Ahora era el miedo el que rondaba en torno suyo a manera de un murciélago gelatinoso, y tuvo como el palpito de un ave agorera vigilándole, algo como una lechuza, señora de aquellos dominios, que le miraba desde la pátina inmóvil de sus ojos redondos y nictálopes.
   Una noche, y era en su propio pueblo, se había percatado, en plena carretera, de unos ojos que le miraban. Fue un frío silencioso el que se apoderó de él. Y era luz de luna filtrándose entre las ramas, iluminando fantasmas de un mundo vegetal, personajes arboriformes, una pesadilla en movimiento.
                    Y había visto el ágil vuelo de la lechuza, que le sorprendió                   
                    A escasos metros de donde él estaba, en la carretera, entre los árboles.
                    Como una sombra un poco más obscura entre las claras sombras de aquella clara noche.
   Ahora, dentro de la iglesia, se acordaba del ágil vuelo de la lechuza de aquella vez, de la afición de estas aves a beberse el aceite del Sagrario si lo había, también aquella temblorosa, aquella vacilante luz le producía una especie de miedo, no sabía a qué, no sabía por qué. Desde luego que sí que podría asegurar que no era por la escena del hombre muerto a sus manos. Más bien, hubiera dicho que era como la más íntima esencia del miedo, ese no saber, ese ni conjeturar siquiera, una blanda sensación de algo amorfo rodeándole.
   El acuerdo había consistido en evitar toda muerte, a ser posible. Y ya le sería difícil olvidar, para siempre, aquella cara: joven, ancha, con una directa decisión en los ojos, también con algo como un sutil temor latiéndole en un tic nervioso en la comisura de los labios.

   —No, no le mates, matarle no...



   —Es necesario, ¿lo entiendes?, es necesario. Ya nos conoce.
   Después, si alguna vez tenía la oportunidad de verse ante un Tribunal de Justicia, estaba seguro de que, entre los argumentos de su abogado defensor, no contarían sus palabras conciliadoras, sus palabras de paz. Habrían quedado muertas también en esa misma tarde en que tantas cosas murieron. Ya, ahora mismo, entre este tenaz miedo y la minúscula esperanza que todavía le vivía —y que ahora comprobaba lo difícil que era que se muriese del todo— lis sentía como palabras muertas, como no dichas siquiera, ni siquiera como el breve mensaje de un consuelo íntimo.
   —Será que se me ha endurecido tanto el alma como para no llegar a sentir siquiera su muerte.
   Era un raro pensamiento venido de no sabía dónde, seguramente de las viejas enseñanzas religiosas de cuando niño, de las sesiones de religión en la umbría fresca de la iglesia en los domingos de verano. Iniciado en la memoria de lo pasado no era difícil proseguir por el sendero de la evocación, por la promesa del río en aquella hora, tras la suelta del encierro de la catequesis, del campo abierto, canción de grillos en el calor, los altos árboles, el romper de la superficie del río por los rápidos peces para hacer presa en alguna mosca, también un incipiente erotismo de mocedad, brusco y desmañado, que se desarrollaba entre los niños.
   El viejo cura, con el bonete de sacristía sobre la cabeza, puntiagudo el bonete también como la misma cabeza, puntiaguda también como de pera la cara de caballo del viejo cura, con sus palabras de sueño en las tardes que algunas le agonizaban entre bostezos, tenía la manía de explicar la Historia Sagrada sobre unos viejos cuadros colgantes, como mapas escolares, punteando a la manera de los cantares de ciego, con un puntero, a lo largo de la sucesión de escenas.
   Siempre le quedaría, como un peso difícil de explicar, el recuerdo de las vetustas historias sobre los vetustos grabados, y siempre en el tiempo, la cara de Esther tendría para él aquella semejanza con una pálida cara de ramerilla que el desconocido artista no terminó de acertar a ponerla en los grabados. Como también le quedaría siempre en el recuerdo, y como una difícil obsesión sexual, una pequeña muestra de la imaginaria más ingenua, un rústico santo asobacando un cerdito bajo su brazo izquierdo, mientras que la mano derecha no perdería nunca su gesto obsceno al penetrar entre los muslos a través de su vestimenta.
   Lo que menos importaba, desde luego, era el tener o no el alma endurecida. Y lo que más este patalear del corazón en el pecho, esa inquietud que le ardía, esta desconocida zozobra.
   Era —y se obligaba a decirse a sí mismo— miedo.
   Sí, miedo, ¿y por qué no?.
   Un miedo vago, impreciso, como siempre lo era todo miedo.
   Cuando se tropezase con la realidad sería distinto, como bien lo sabía. Entonces sentiría la confianza y la amistad del pulso firme. Siempre le sucedía lo mismo. Esta serenidad de su pulso que, ante la amenaza concreta lo sentía en verdad como si sintiera la presencia de un amigo, le daba fuerzas. El peligro visto le lavaba el miedo. Lo imposible de controlar era esta vaguedad, una imposible lucha con los fantasmas de la imaginación.
   La oscuridad de la iglesia, su silencio, le habían pesado desde la misma llegada, pero al principio, la fiebre del cansancio, su jadeo de bestia acorralada, le habían hecho despreciarla.
   —Siempre estaré mejor aquí dentro —se dijo al decidirse a penetrar en el confesionario.
   Había percibido la exigua hilera de estos confesionarios como centinelas aposados, la larga continuación de los bancos en la iglesia, las escaleras del altar, las pocas imágenes que debían ser como imanes de la fe, y todo contribuía a crear ese ambiente especial de misterio que se respira en las iglesias humildes con cristos de cara campesina y carnes rajadas colgando de los maderos, tímidos santos en hornacinas como monos acechantes y llenos de telarañas los huecos.    Sentir este como miedo sagrado que la iglesia impartía era distinto a sentir el otro miedo, el miedo ciudadano y real, el miedo en las carreteras, los bruscos virajes veloces, la presencia incierta del agente que asomará desde cualquier esquina o revuelta y que siempre temeremos que nos haga parar, porque la conciencia, cuando se vive así, es un potro galopante, y la de la cárcel es una amenaza inquietante cuando se es joven y se tienen tantas ganas de vivir.    No se hacía difícil escuchar el lejano ladrido de los perros. Atravesaban el bosque como hozando el aire fino de la madrugada. Ellos sabían que él sabía que sólo por el monte era posible la huida. Las carreteras estaban vigiladas. El tránsito cortado.

              —La documentación, por favor
               Luis había metido la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Era la segunda interpelación. La segunda vez en que la muerte se cruzaba en su camino. El abrió la puerta  por el lado contrario y se arrojó sobre la carretera. Corrió a la sombra de unos arbustos  jóvenes, se cayó en un pozo, se arrastró por un talud, giró sobre sí mismo sin saber dónde estaba. El silbido de las balas había dibujado su huida, pero cuando se tanteó, esperando encontrarse con sangre, no la halló.          Estaba ileso. Antes de huir había visto cómo Luis había intentado sacar el arma, cómo la sacó, cómo la había amartillado, pero se le encasquilló y cayó bajo el fuego abierto de los otros.
               Era el atardecer, ya con sombras, y con una esperanza de serenidad en el cielo.

   A ratos, el ladrar de la jauría cesaba. Una paz entera. Dentro de esta iglesia, en su silencio y frescura, se tropezaba casi con aquella misma paz solitaria que él había sabido crear, en su propia casa, los días de sol fuerte, con el pulposo y tibio jugo de una naranja manándole de los labios; ensuciando, con sus manos untadas en ese mismo jugo, las lentas páginas de un libro infantil con grabados. Era esa misma paz la que le amanecía, ese mismo silencio, también la misma tristeza.
   Pero era, en el fondo, el sentimiento de tristeza el que prevalecía.
   Ver pasar había sido siempre su afición preferida. Ver pasar todo. Ver pasar a las mujeres vestidas como para ir a la ciudad, a esperar el autobús que iría a pararse en el cruce, bajo sus ventanas, adivinando sus preparativos, su mirarse al espejo, su acicalarse.
   Ver pasar, más tarde, a los hombres, de regreso de su trabajo, cansados, agotados.
   Ver pasar la flecha de una golondrina, bajo los aleros, en querencia de su nido, el agitado volar de los gorriones, la saeta de un grito, la lenta sombra del atardecer sobre los muros, la última esquila de la campana parroquial hacia los montes, trémula y dolorida.
   Su casa, clavada en el quicio del pueblo, participaba conjuntamente de aquella vida, vida sencilla y un tanto quieta, con los mismos personajes soltando siempre su recitado, una tragicomedia absurda hecha de risas y de voces, y también de la asoleada complacencia hacia el campo, hacia sus planos verdes que, tajaban, por así decirlo, en suavidades lentas, en agonías nunca rudas, el loco vuelo de sus sueños.
   La procesión de los días se encajonaba a veces como la víctima de un estrangulamiento, un nudo fibroso en la acequia de las horas. Eran las horas que no pasaban, horas goteantes de sudor, de tardes muertas sin posible resurrección, y en donde se sentía cómo la vida era un infinito perdido, paraíso o no, infierno o no, nada importaba, unas horas perdidas, una vida perdida, un mundo perdido. En esas lentas horas muertas nada acontecía. Todo estaba parado como una vieja rueda cansada, y desde su círculo inmóvil, la monotonía golpeaba sobre la cabeza como un saco de arena, no doliendo, atontando.
    Un sopor de peso hacía morir, uno a uno, todos los entusiasmos. Un sopor de blanda molicie, de líquida inercia, en el que hasta el alma se dejaba mecer, morir y pudrirse.
   Había extraños momentos, de una desolación absoluta, en donde era imposible sorprender, ni siquiera, el débil chiar de los najaros. Ni siquiera, sobre el campo abierto, una sombra de nubes que fuera movible. Era la hora gris en la que hasta el color moría.
   Desde la solana, protegido el cráneo infantil por un sombrero de hierbas de su padre, mugroso de sudor el coco de la cabeza, podía ver a sus dos piernas extendidas al sol como dos lagartijas. Ni a mover los dedos se atrevía.
   En un momento determinado, difícil de precisar en este cementerio del tiempo, una eternidad como un oasis, sabía que se alzaría en la tarde un grito como una ballesta.
   Sería el despertar. Ya, desde todos los ángulos del pueblo, la vida renacería. Todo un mundo de ruidos como una tormenta. Embebido el aire de ruidos: trenes, camiones, un avión, una serradora automática que grita irritada.
   Junto con el calor, junto con la vida, despertaba también el color. De las hierbas, de las flores, de los tejados, de las paredes. Ya era imposible ser sordo o ciego.
   Un hombre pasaba por la calle, con su pipa de barro en la boca, salivando incesantemente la acera. Una mujer amanecía a la puerta de su casa acunando a su niño y dándole de mamar. Aparecían también las primeras niñas saltando ágiles a la comba, una pirueta de gracia animal muchísimas veces degollada en pleno vuelo.
   Se abrían los ojos y ya no era todo gris. En cada ventanal a la calle, en cada solana recatada, sobre las terrazas recónditas y protegidas, había toda una carga floral: pensamientos, jazmines, rosas, azucenas, claveles que, sin reventar aún, ofrecían la promesa de un aroma casi femenino entre sus prietos pétalos.
   Son estas tardes las que primero le darán la noción de su incapacidad. De aquí ascenderá, ya sin transición, al absurdo de la vida, a su negación. Porque quisiera abrazar estos colores, desligados totalmente de las flores que los crean. Y es ya toda la tarde la que quisiera abrazar y poseer.
   Se ha sentido la voz de un pregonero arrastrándose como una lánguida culebra. Y se ha sentido la vibración, el alma mutilada de este hombre con su congoja infinita. Siempre sabrá ya condolerse de los hombres que van arrastrando su existencia por los pueblos, por los campos, hiriendo el azul con sus lamentos de vendedor. Siempre, a cada grito desaforado, le nacerá en su interior, una quejumbre de dolor por los otros, una como participación o comunión en el dolor universal. Le rebrota la sonrisa cuando recuerda cómo el perrito de casa, zalamero, le retozaba entre los pies. Sintiendo los labios a pleno sol, macerados, como fruta de jugos, le iba acariciando lentamente el pelaje arisco, hasta que el perro, cansado del juego iba a refugiarse en la casa, en su frescura, mientras que él, que sentía aún a través del sombrero de hierbas el sol fuerte y tenaz, persistía en su propósito de permanecer allí, como una prueba de que solamente se levantará cuando su propia voluntad así lo decida, dueño de sus actos ya para siempre como así ha decidido serlo.
   Ya nunca morirá en él, aquel olor de aquella tarde, los colores de aquellas tardes, sino que irán persiguiéndole siempre a través de todas las demás tardes de su vida en las que se pare a rememorar, aun en tardes las menos parecidas a aquellas, tardes de lluvia o de frío acaso, tardes sin sol y sin fruta que llevarse a los labios quizás, o encerrado entre paredes y cristal, o entretenido en infantiles juegos de salón.
   Hay atalayas desde las que se aprende a divisar la vida o como un palenque o como un jardín, y le agradaba reconocer que nunca le había faltado el ímpetu de la lucha. Que siempre era en él de posesión.
   Con el color de esa tarde eternamente multiplicado, quisiera abrazar asimismo su olor, su camino de luz entre las sombras, pero también, y con furia, todo ese mundo concreto que ahí abajo, bulle. Le invade un ansia tangencial. Hay una sed de mundos en cada mirada que dirige a la calle y hasta las viejas paredes se empinan para que él no pueda hacerse con ellas.
   Así, poco a poco, le llegará la marea de la derrota. Así, se irá hundiéndose paulatinamente, miserablemente. Ahora, que está lleno de vida, y que gritaría él también como grita el vendedor en la calle, que iría también saltando ágilmente por la calle entre las ágiles niñas, que exprimiría entre sus manos ese seno frutal como una sandía, siente una honda conmoción sexual.
   Para perseguir a una nube es preciso creer más en ella que en que podremos alcanzarla. Y quizás sea que él crea, a pesar de todo, en la nube.La imaginación le muerde deseos de juventud; le agonian en la mente amarillos pensamientos de pecado.
   Se ve levantarse con el rostro colorado entre la emoción y la vergüenza, y una viva agitación, producida por agudos remordimientos morales, le hace correr apresurado hacia la silvestre presencia de la capilla que, en pleno campo, se alza como una oración. Y se arrodilla y reza sin pensar en nada, sin que pueda existir la esperanza de que alguna vez comprenda de que si reza lo hace, simplemente, en busca de consuelo, porque se sabe débil, porque no sabe buscar en sí mismo las fuentes de la responsabilidad.
   Este Cristo que le mira jadear ahora, tras haber corrido por el campo, tras haberse derrumbado sobre el confesonario, trémulo y palpitante todo él entre el miedo y la tensión, le parece que es aquel mismo Cristo hosco y frío de su niñez: un trozo de madera tan sólo.
   Y  siente pesarle en la raíz de su educación toda la esencia del crucificado, todo el simbolismo de su muerte. Perseguido también él, acosado también él, siente pesarle el vencimiento de la entrega.
   En el lúgubre silencio de la capilla creyó oir los pasos de los que llegaban, mientras miraba, frente por frente, a esa talla en cruz que, a su vez, le miraba con esa expresión vacua y fría que tiene siempre el mirar de los muertos. Giró con desaliento la vista para mirar al ojo, muerto también, del cañón de su pistola, que se le ofrecía en una frialdad absoluta, como una no pasión, con irrazonadas posibilidades de huida.



   Y  entregarse le parecía, desde los fantasmas que el miedo hacía crecer en su torno, que sería iniciarse en el calvario de humillaciones que se contaban...



DOS
 
   Bruno estaba siempre allí, ante la barra, con su burlona voz incongrua, excitándoles. A Bruno le brotaban las palabras, ya podridas, de la boca:
   —Jó, pero si es que no tenéis cojones, ya se vé...


El ojo insomne de la pistola mira su cobardía. Es, un poco, como volver a oir a Bruno: —«No tenéis cojones». Es verdad, no los tengo. Si no, ¿por qué aferrarme a esta vida cuando la huida es tan fácil? Cuando se escoge esta clase de vida, se debe estar dispuesto a todo, te lo has dicho muchas veces. Pero siempre, en el último caso, te has dejado coger. No quieres convertirte en una rata de cárcel, pero con tu pistolón en el bolsillo y todo te entregas como un corderito. Sí, es fácil aconsejarte a tí mismo hasta con consejos de héroe. Pero el cañón de la pistola es frío. Y la muerte es fría. Y soy joven.


   Era fácil distinguir, ahora, las órdenes que se estaban impartiendo. Los ladridos de los perros se habían ido amainando paulatinamente, y ya sólo, a través de las gordas paredes de la iglesia, se tamizaban las enérgicas y tajantes órdenes, los ruidos de los pasos de afuera sobre las losas de piedras, también como unos sonidos guturales y pequeñas carreras...


   Se está preparando la trampa y me cogerán. No tengo posibilidades de escape. Yo mismo me he metido en esta ratonera. Tú mismo te metiste en la ratonera, ahora sabrás lo que es bueno. Cubrid bien el paso de la escalera y la puerta de atrás. Estos tipos son peligrosos. Se escurren como anguilas.

  
   —Llame al sacristán. Que traiga las llaves.


   El capitán Somoza estaba ya con la alegría del lebrel que ha olido la presa. Del lebrel que sabe que muy pronto morderá en la carne caliente y tierna de la presa.
   El capitán Somoza sabía que era fácil apresarle, sentía que era fácil, y que esto le producía una alegría muy peculiar, que esto, en cierta forma, hasta le producía una especie de excitación vital, una euforia distinta.


   La oscuridad, y el frío, y sobre todo el miedo le hacían dar diente con diente. Necesitó de un esfuerzo de voluntad para fijar el maxilar, pero, otra vez, al desaparecer este esfuerzo, comenzó la tiritona, el abandono de la carne en los temblores del miedo.
   Por las carreteras seguían parando, todavía, a todos los coches, pidiendo a todos la documentación...











                                                 II



UNO

   Hay caminos en el monte cargados de una añoranza singular, caminos recorridos miles y miles de veces, generaciones de romeros en procesión por sus cumbres, caminos alegres de jolgorio y bulla también, o caminos campesinos llenos de un encanto singular, una inocencia de senderos, una vaca que rumia en sus cuestas un calor de pesebre, el rocío que se posa en sus ribazos en las mañanas de verano, el canto de los pájaros siempre con una nota de huida por sobre la espalda de las colinas, el aliento humano de los almiares en las mañanas frías, esa inmóvil complacencia del paisaje, esa dulzura del paisaje, aquí y allá senderos que se bifurcan y se vuelven a unir; muy cercana a nosotros, próxima y tangible, la ágil carrera de una moza, una levísima estela de su paso, asomándonos la infancia a cada esquina, asomándose en cada esquina ese niño que se inició en el monte buscando nidos de pájaros, que corrió colina abajo, con el bolsillo lleno de frutas robadas perseguido por el propietario; que se bañó en el río mientras aprendía a pescar, un recuerdo tenaz y vivo de la mejor edad reconstruido entre estos recovecos del sendero campesino, colinas como vientres de mujer dispuestas a parir, tensas y firmes, una ingenua exultación de vida en cada hierba y en cada mata.
   Cuando imagina que le bajan, fuertemente esposado, con la metralleta enfilándole una línea recta, certera, este muchacho que todavía es un niño recuerda al otro niño montaraz, ese otro niño que todos hemos sido y que, de alguna manera, nunca dejaremos de ser.
   Recuerda con nítida precisión, mucho más concretamente que los momentos de peligro de la huida, el otro momento en que amedrentó al conductor del camión con la pistola en la mano; más tarde, cuando penetró sigiloso por la ojiva de la ventana en la iglesia, las horas de frío y de inquietud; mucho más concretamente, con mucha más sutil percepción de la realidad, la procesión de caras familiares, retratos de una colección familiar colgados en las cóncavas salas del cerebro, la cara de su padre, indefinible, nunca posible de apresar en sus intentos de análisis, la cara de su padre como un vuelo efímero, un sencillo trabajador, simpleza elemental en su carácter, un hombre sin preguntas ni respuestas, monolítico, posado sin más en la vida, un hombre vegetal, vegetando en la vida sin antes ni después, hincado en un presente sin caminos, clavado en un presente sin horizontes, inventando este hombre continua y obstinadamente su presente, cavando con sus manos, momento a momento, día a día, un lugar donde reposar cualquier mañana de rocío, cualquier noche cenicienta también, viviendo sin vida, luchando sin lucha, un sudor de trabajo pero nunca de lucha, sólo el pobre bagaje e las ilusiones hogareñas, cargándole la espalda y la frente, sin mirar nunca hacia ese futuro que, ahora su hijo, en esta desastrada postura de derrota, ve cortado cuando tanto luchó por él, un paso de buey cansino caminando hacia el trabajo de todas las mañanas, un hombre vegetal vegetando en la vida cuando tantos ramales de aventuras se abren.
   Pero la cara de este hombre vegetal se le aparece ahora con un aire consternado de dolor y tristeza, y con este mismo aire de consternación asoman los demás retratos de su memoria familiar, como el de su madre, una mujer elemental y sencilla también, esa mujer que, sin saber cómo, como les ocurre tan frecuentemente, se encontró de pronto con un hijo mozo que se le escapaba, sin poderlo sujetar ella ya, hacia destinos imprevistos, hacia aventuras violentas.
   Los va viendo, en esa larga hilera de fotos en la memoria, sin poderlos evitar.
   La noche culminará en ese vencimiento de la mañana, en verse ahí, esposado, conducido a través de un campo que le parecerá el ingenuo y conocido de su infancia.
   Ya no tendrá acceso a la pistola que le habrán retirado, la pistola que, en el último momento, no tuvo el valor de dispararse. Y es que se imagina que se quedó mirando hacia el negro cañón, su única posibilidad de huida que no supo aprovechar.
   Esposado ahí ahora, conducido ahí ahora por el campo ingenuo. Detrás suyo, a espaldas suyas, a los lados también, irán custodiándole sus captores, con una neta alegría en sus caras, con el fin de una tensión, de una larga noche de esfuerzos, desembocada al fin en esa apoteosis de la mañana, suspirando ahora sus captores por el cercano reposo, la buena acogida en sus hogares, sus mujeres acogiéndoles en su casa.
   —Por fin, ya le hemos cogido.
   Una llegada similar a la del cazador con su presa, viendo, sintiendo él, por todos lados, esa hostilidad, esa especie de odio.
   Aquí arriba, cuando le saquen de la iglesia y le metan en el coche, bajo la mirada de todo el pueblo que ni osa alzar los ojos, él irá pensando que no contaba más que con la huida del miedo para defenderse, la huida de aquel miedo distinto, aquella desazón, aquella inquietud, ahora que estaba caído en una especie de marasmo, ya todo no importaba tanto, ya todo se veía desde una perspectiva distinta, el cansancio del cuerpo obraba como con una especie de fatalismo sobre todo lo demás; el cansancio del cuerpo y el cansancio, del alma, hundido todo él en esta caída y en este abandono.
   Aun sin poderlo ver —de tantas como tiene vistas— puede reconstruir el interior de la furgoneta donde le meterán: el cristal de la ventanilla tiene la cortina echada, no hay dentro más que una tibia penumbra, sus guardianes irán apretándole codo con codo; habrá una, dos, tres metralletas enfilándole; irá considerando el pasmo de las personas que los ven pasar a través del resquicio de la cortina, gentes, hombres, mujeres, en cualquier esquina de la carretera, en cualquier revuelta de la carretera.
Por momentos le invade una especie de sentimiento conturbador, se siente distinto y cree ver un dolor de esta gente por su caída, por su abandono; en la cara de las viejecitas, de las muchachas, va leyendo el estupor, también en la cara de los hombres que se tropiezan con esta comitiva casi fúnebre, el muerto es él, él ha muerto, lo va sintiendo en esta impotencia en que ahora comulga, los colgantes brazos unidos a las esposas, un uniforme a cada lado, un cadáver que es el suyo y que ni siquiera es capaz de sentir el odio con la intensidad que esta noche, en la capilla, siente.    —No me cogeréis.
   Los ladridos de los perros que van husmeándole.    —No, no me cogeréis nunca.    En la furgoneta, mientras le llevan como una res, definitivamente cogido, sin posible escapatoria...
   Le duele esta muerte que le espera no por la muerte en sí, que es casi como un sueño, se imagina; como una zambullida en el no-tiempo, piensa; sino por el asesinato de la venganza.
   Quisiera sentir el placer de la venganza recorriéndole; quisiera hacer callar, para siempre, esa boca que no supo hacer callar a tiempo.
   Dentro del camión había dejado la pistola a un lado, hasta se atrevió a meterla en el bolsillo. El camionero tenía una planta noble e ingenua, unas manos como palas al volante. Le notó la cara fruncida por el momento crítico en que vivían.
   —No tenga cuidado, no le pasará nada si no me traiciona.
   Le estaba viendo la cara y en ella su compromiso; se daba cuenta de su pensamiento:
   —Me estoy comprometiendo. Este chaval me está comprometiendo...
   El camión, a la fuerza, tenía que ir muy despacio, inverosímilmente despacio, en primera lenta, porque iba muy cargado y la cuesta era dura. La carretera abandonaba bruscamente la civilización, los ruidos horrísonos de motores, se agazapaba un minuto entre las humildes casas de un villorrio, había un débil puente sobre el río. Al camionero le daba siempre una leve impresión de susto. Era un estrecho puente de dirección única sobre un río de montaña todo pureza e ímpetu. El río iba bajando con pies de joven, apresurado y se adivinaba una pesca saltarina entre sus piedras. El camionero, en las tardes de verano como aquella, iba pensando invariablemente en la frescura del río que tenía a sus pies, una sombra bajo un árbol, las lentas horas de la tarde desenroscándose en el cielo, él bajo la sombra del árbol en la tarde, quizás una caña de pescar en la mano, profundizándose, adentrándose por el mundo misterioso del pescador, mágico mundo hecho de una perezosa filosofía, pero también de una serenidad envidiable, las lentas horas de la tarde reptando por la panza verde de las colinas; bajo el cielo, el algodón de las nubes, deshilachado.
   El camionero sentía ya la nostalgia de la paz, harto
ya de la trepidante vida de la carretera. Le apetecía retirarse a descansar a un pueblo silencioso, entretenerse con alguna granja o un entretenimieno similar, ir leyendo acaso, de vez en cuando, las reseñas de los accidentes en los periódicos con esa alegría, morbosa, pero sencilla al mismo tiempo, que siente el que ha escapado de su destino, de ese destino que estaba ahí, marcado ahí en esa reseña de sucesos, desde luego que, algún día, vendría la noticia de su accidente:
   «En el kilómetro K, de la carretera C, etc., etc...».
Un día la noticia de su muerte se descolgaría de algún periódico, y seguramente su cuerpo estaría todavía en la carretera, aprisionado en cárceles de metal, con la carne furiosamente apresada, con la carne cruelmente apretada, confundidos sus huesos con los huesos metálicos del camión; estaría allí, mirando sin ver, a la carretera, con sus ojos abiertos pero sin luz, con sus ojos mirando al pueblo silencioso al que nunca pudo llegar, a la granja de aves utópica llena de alharacas de gallinas y de movimiento. Esos ojos que habían mirado hacia un futuro de paz y reposo estarían ya abiertos al horror de la carretera, pero libres también de su fascinación, abiertos ojos que no ven un horror de metal desarrollándose en la carretera, él en la jaula, en el cepo, la mordedura de metal habiéndole desgarrado trozos de carne, con mordeduras y arañazos de zarpa de fiera.
Cualquier día se descolgaría en pura noticia, esa noticia de una muerte —la suya— en el diario de noticias, sin que él, sin que sus ojos estuvieran con luz para verse, sus ojos que ya estarían tomando conciencia de la carretera, la noticia de su muerte acaecida una mañana o una tarde cualquiera, en un kilómetro cualquiera, entre hierros, ruidos y blasfemias.
   Había visto en los ojos del joven la decisión.
   —Es capaz de matarme.

   Miraba bizqueando a la mano que, en un principio había sostenido el arma. La mano estaba firme y serena, apuñada la pistola en la mano como materia plastificada, como conformada por obra de alfarero.
   Había subido el joven, en marcha, a mitad de la cuesta, cuando el camión era una tremenda tortuga. Le hubiera podido dar, o en la cabeza, o en las manos, con la llave inglesa, y así se libraba de compromisos, pero en realidad sabía que tampoco se libraba. Tampoco se libraría, por mínimo fallo que tuviese, de esta serenidad de decisión que leía en los ojos del joven, de esta firmeza en su pulso, decidido a ir hasta el final de la aventura.
   —Lo mejor es que siga tranquilamente como hasta ahora, y no le ocurrirá nada. No me cogerán; nunca me cogerán. Y no se vaya de la lengua: le conviene. Si habla, le buscaré donde sea y como sea, y se arrepentirá.
   Le duele esta muerte que le espera, no por la muerte en sí, que es como un sueño, como una zambullida en el no-tiempo, sino por el asesinato de la venganza.
   El camión —una enorme tortuga lenta— ascendió finalmente la cuesta y se asomó como un enorme animal, de bruces sobre la cima, a la maravilla del valle, el valle verde, muy verde, la carretera retorcida e infinitamente bella, rodeado todo el valle de montañas, allá, en el fondo, casas como juguetes.
   —Pare aquí.
   El camionero ensanchó el pecho en un suspiro.
   —Por fin.
   —Tenga en cuenta que no le conviene decir nada; no me cogerán de ninguna forma, pero mucho menos si usted no les ayuda.
   El joven se esforzaba por dar a sus palabras un sentido de convicción; unas palabras más que de sugerencia, de amenaza:
   —No le conviene decir nada, recuérdelo.
   El camionero, seguramente, tendría miedo de comprometerse, seguramente se iría de la lengua, iba a pasar eso, y convenía amedrentarle, convenía ponerle por delante lo que le podría ocurrir como represalia.
   —No tenga usted cuidado. Aquí no ha pasado nada. Ni usted me conoce, ni yo le conozco. No nos hemos visto nunca. No ha cogido a nadie en su camión. No ha visto a nadie.
   Piensa que cuando esté ante los ejecutores, sólo ante la fría mirada de los fusiles, le dolerá, únicamente, no haber podido tomar venganza por sus propias manos del camionero traidor; también del sacristán huidizo como un raposo, hecho de blandenguerías, de empalagosas dulzuras.
   Sin duda, la mejor huida estaba en el monte. El monte era todo suyo. El monte le iba ofreciendo siempre el



mejor amparo. Meterse entre árboles, entre jarales y malezas, era tropezarse con la salvación.
   Y esta salvación, más concretamente todavía, estaba en ir caminando desde las crestas, buscando siempre los altos. Bien protegido por los ramajes podía otear en torno suyo de manera que no le sorprendiesen.
   Con la noche encima, era la única posibilidad viaria que le había quedado. Desconocido para todos —todavía— su salvación estaba en el monte.
   Suponía que no era nada difícil buscar su salvación a través de los montes en esta noche de huida. En esta noche misma, quizás, o al menos en la siguiente, guareciéndose, mientras tanto, de día, en el monte, vigilando los menores movimientos de sus perseguidores.
   De lo que debía huir, sistemáticamente, era de las carreteras.
   Las carreteras —lo había visto en los momentos más peligrosos de su huida— estaban fuertemente vigiladas, y no habría forma de colarse, de ninguna
manera, por entre los estrechos cercos que habían montado. La red estaba allí, allí estaban los rederos dispuestos a pescarle, y ni siquiera un golpe de audacia podría resultar fructífero, ya que la vigilancia estaba bien organizada, y ni siquiera cabía pensar en los inevitables fallos humanos. Escrupulosamente se registraban todos los vehículos, no importaba en modo alguno que la caravana de coches se alargase indefinidamente en kilómetros. Lo que importaba, al parecer, del lado policial, era la eficiencia, la absoluta seguridad de que la presa no escaparía por allí, de que, de ninguna manera se le podría ofrecer una perspectiva, una posibilidad de salvación.
   Todos los conductores se interrogaban mudamente al quedar parados a kilómetros de distancia de donde se originaba la pesquisa, y sin saber por qué paraban. Estaba la larga caravana de coches, la caravana se iba alargando más y más cada vez y los agentes seguían impertérritos, con esa clásica tenacidad e imperturbabilidad suya, atentos sólo a su labor, sin importarles ni poco ni mucho los rumores, los comentarios, y las críticas a que daba lugar su intervención.
   Imposible la huida por la carretera, con todos esos agentes cercando, contorneando, bordeando cualquier ramal, cualquier bifurcación, importándoles solamente la efectividad de su acción, importándoles solamente buscar, y encontrar, al restante asesino de su compañero para, de esta forma, dejar las cosas en su lugar, para que, de ninguna manera, pudiera quedar impune semejante agresión.
   Ni importaba siquiera que no hubiese sido él quien hubiese matado. Ellos sabían bien que quien lo había matado se había quedado ya allí, en la carretera, bien tendido, con el pecho adornado de rosas rojas, mirando hacia el cielo, como un enamorado a quien hubiera besado su novia y le durase todavía la dulzura del beso, casi una sonrisa de felicidad en el



rostro, como una sonrisa de esperanza en sus ojos, en los labios entreabiertos un signo de paz. Se sentiría descansando, flotando en nubes de paz, algodonosas.
   Al recibir en el pecho el impacto de las cuatro rosas rojas no debió sentir dolor alguno, sino el sello de la paz; una paz, por otra parte, esperada; por otra parte, acaso, un complemento de la paz que había respirado cuando abatió a su enemigo a tiros. Entonces había respirado a pleno pulmón; él le había notado una satisfecha exaltación, un suspiro de tranquilidad, un enemigo menos. Así era su amigo: cuando abatía a alguno el suspiro de satisfacción parecía como irle subiendo pulmones arriba, irradiándole satisfacción, era como un aire renovador invadiéndole los pulmones, una invasión feliz iba henchiéndole el



placer como una marea, lo sentía subiéndole pecho arriba, como una borrachera lenta y cálida, venía después esta inspiración y se quedaba tranquilo: uno menos.
   Tranquilos y satisfechos los dos, aquel muerto, él vivo, aunque para uno de ellos, para él, con la satisfacción venía también el miedo, la trabajosa y ardua huida, pero, a fin de cuentas, nadie le quitaba esa satistacción: uno menos.


   Dentro de la iglesia la pesadilla se hacía lancinante, le quemaba el cerebro, le impedía pensar. Ahora no podía por menos que volcarse al recuerdo del albañal lleno de ratas, de las horas muertas que pasaba tratando de cazarlas con un rifle de aire comprimido. Las tornas estaban claras. Ver en el recuerdo a las ratas, y contemplar su situación miserable. Ahora, él mismo, de alguna manera, se veía en idéntica situación que las ratas, acosado como ellas, amenazado. ..

   Había calculado cronométricamente el tiempo de su desaparición. Era, exactamente, de tres minutos. Ponía el reloj sobre la pared. Exactamente, a los tres minutos, aparecía la cabeza de una rata, miraba a todos los lados del basurero, intuía la proximidad del peligro, pero no sabía de dónde le podría venir el disparo.
   Sencillamente, el disparo se producía de vez en cuando, en tiempos desfasados. El disparo se producía sin saber de dónde ni cómo para la rata.
   Ellas asomaban la cabeza y miraban en derredor entre todas aquellas cosas insólitas: latas de cerveza, papeles viejos, cristal de botellas rotas, algún que otro orinal o palangana, muchos residuos materiales de la fisiología humana, del hombre animal, mejor aún, del animal del hombre, este animal que yacía y subyacía en el hombre iba dejando residuos de su paso por todos los lugares de la geografía. El animal del hombre iba consumiendo y defecando. Los utensilios, los restos de consumiciones, los restos de defecaciones, iban quedando en el basurero, cubriéndose de una costra gris; con el tiempo, iba haciéndose el moho sobre ellos.
   Día a día se iba vertiendo la basura. Día a día, la fisiología del hombre iba proyectando su detritus sobre toda la geografía. Ensuciando la tierra. Ensuciando el paisaje. Y en derredor del basurero iba convergiendo la fauna propia del mismo, iban apareciendo como unas extrañas cucarachas aladas, largas, mucho más alargadas que las cucarachas normales y hogareñas; iban paseando como señoritas puritanas y etiqueteras sobre el mar de detritus con una delicadeza señorial, con una irreprochable exquisitez en sus maneras. Estaba el cuerpo alargado de estas cucarachas relamidas; el enjambre de moscas continuo, y las cabezas temerosas de las ratas.
   A media mañana, con el sol encima, se dedicaba a la excitante caza. De no estar el sol con fuerza, no
le interesaba. Había, aparte de la excitación de la caza, esta otra excitación del sol, el sentir, cuando apoyaba los brazos en la barandilla, un calor grato. La barandilla, sobre un cauce sin río, daba también sobre una loma a más distancia. Sobre la barandilla había una hojalata. Esta decía: «Construido el año 1956».
   Era un cuente de cuatro oíos. Un poco más lejos, al final del puente, había una hilera de plátanos. Más allá, al borde de un riachuelo lejano —ni riachuelo siquiera, era una especie de pequeño manantial que emergía allí mismo, de la falda de la colina, un manar, una herida abierta en el seno de la colina que estaba como supurando—, allí mismo se elevaba recto, muy recto, un chopo alto, esbeltísimo, las ramas volando al beso de la brisa. Le gustaba tocar, a media mañana, esa plancha de la barandilla sobre el que se acodaba, recalentada al sol.
   «Construido el año 1956». Eso era lo que ponía la chapa sobre la barandilla. Las ratas iban asomándose, mirando alrededor entre todas aquellas cosas insólitas: latas de conserva, papeles viejos, botellas rotas, orinales, palanganas, de vez en cuando no era difícil sorprender una bota o un zapato; una mañana apareció también un sombrero que, sin saber por qué, estuvo mucho tiempo mirándolo, fijándose en el sombrero con detenimiento. Era un sombrero que pudiera llevar un protagonista rotoso y sucio en alguna película de ambiente miserable, un sombrero deshilachado. Estuvo contemplándolo como cosa de media hora como magnetizado por el sombrero, sin disparar ni un solo tiro durante todo este tiempo a ninguna rata, la vieja escopeta de aire comprimido apoyada en la barandilla, en su parte superior.
   Para cuando volvió a la realidad, después de aquel viaje por los reinos de la fantasía a los que el sombrero le había llevado, ya había una manada de ratas por entre los desperdicios, royendo aquí y allá.
   Algunas tenían una carrera rápida de inmundicia en inmundicia. Hacían unas carreras cortas y luego se demoraban. Otras eran más pausadas, más solemnes. Muchas veces reñían entre sí. Se oían chillidos, estridencias de la mañana. El, apuntaba serenamente. Apuntaba poniendo su máxima atención en ello. Se notaba a sí mismo; el pulso, firme. Era, siempre, lo único que notaba. El pulso siempre firme. Se decía a sí mismo: «Tengo el pulso firme». Apuntaba directamente a la cabeza de la rata, aunque sabía, demasiado bien, que no era preciso que acertase, que estos animales que aparecían así, al principio tan llenos de vida, tan resistentes, no lo eran sin embargo tanto. Bastaba que el trocito de plomo les diera en alguna parte de su cuerpo para que quedasen allí, tendidos, abatidos. Bastaba que el disparo les rozase mínimamente para que ya hubiese acabado su resistencia. Se quedaban allí, debatiéndose en su agonía; después, inmóviles, como una negra pella de barro sobre el albañal.
   Exactamente a los tres minutos del disparo, después de la desbandada general, emergía la cabeza de la primera rata, miraba a su alrededor entre todas aquellas cosas insólitas, ya se ha dicho que latas de conserva herrumbrosas, papeles viejos con una señal de lluvias y soles en estratos plenamente identificables, botellas rotas, mil objetos de plástico, extraños artilugios caseros desahuciados, a veces, un sombrero de espantapájaros, también hubo una vez un libro que estuvo durante mucho tiempo abanicando el aire con sus hojas en libertad, siempre le tentó saber qué libro fuese, estuvo cuatro o cinco días con la tentación del libro como una obsesión, no era ni siquiera una tentación de coger el libro, de leer el libro, sabía que nunca se habría atrevido a ello, sabía que el libro era intangible, un libro entre todos aquellos detritus se convertía en intangible, pero sí que le obsesionaba
la curiosidad de saber qué libro fuese, mediaba en ello su curiosidad de lector voraz.
   Una mañana, después de que hubiese estado mirando y tirando a las ratas, le pudo la curiosidad. Desanduvo el camino de casa, se puso unas botas que su padre empleaba para irse al monte. Eran unas botas herradas. Se fue al albañal, hubo una estrepitosa huida de ratas, pero también hubo alguna que no huyó. Hasta hubo alguna que le miró desafiante.
   Se acercó al libro que seguía abanicando el aire con sus hojas en libertad, removió con el pie, con la bota herrada de su padre, el lugar donde estaba el libro. Pudo descubrir totalmente aquel libro cuyas tapas, abiertas, besaban una especie de fango blanco, de lechada de cal vertida sobre algunas tablas. Se veía el entramado del cosido por entre el cuerpo del libro. La primera página legible, empezaba así: «melo, Valeria;



prométeme no doblegarte más a sus caprichos, velar sobre su conducta y reprimir sus actos de rebelión, llegando hasta el extremo de encerrarla». Había seguido leyendo toda aquella página. Le había dado la vuelta a la página, y había seguido leyendo. Las ratas, familiarizadas con él, con su presencia, se habían decidido por emerger otra vez de sus cubiles



, pero por más que miró, no pudo saber nunca el título de aquel libro, nunca.
   Alguna vez, después de matar una rata, se quedaba mucho tiempo sin disparar, investigando o analizando, —no sabía cómo llamarlo— la reacción de los animales.
   A los tres minutos exactamente, siempre el mismo tiempo casi cronométrico, asomaba la cabeza la más atrevida. Parecía ser el jefe, el patriarca de todos. Una vez hasta abatió al jefe. Si se les dejaba algún tiempo sin disparar, las demás se iban sobre la rata muerta, algunas veces solamente herida, y la desgarraban entre chillidos. Se oía crecer un ruido de chillidos en la mañana, y entonces, cuando mayor
era el ruido, él levantaba la escopeta de aire comprimido y disparaba.


   En lo que no se le había ocurrido pensar, en ningún momento, había sido en los perros. Fue su fallo. Había dicho al camionero que no le cogerían, y era así como lo sentía, evidentemente. Y este sentimiento era total: una absoluta seguridad de que no le cogerían le embargaba.
   Cuando dio los primeros pasos por el monte, con la alfombra de la hierba bajo sus pies le brincó el alma de esperanzas. Junto con la promesa de huida, la hierba le regalaba el sabor del recuerdo, siempre feliz, en la memoria de un joven de sus años.
   Durante todo el viaje en el camión había mantenido su cara en la sombra, hurtando su cara a la posible curiosidad del camionero. El hombre no había hecho ni siquiera una leve tentativa en este sentido. Se había mantenido aparte. Por lo visto allí le sería imposible reconocerle.
   Por su parte, en cambio, podría reconocer, sin ninguna dificultad, sus manos. Eran unas manos corrientes y vulgares, las había visto frente a sí durante todo el camino, al volante, como palas, manos grandes, inmensas, y ya le sería imposible olvidarlas.
   En la de la derecha había una cicatriz de unos tres centímetros, perfectamente nítida, un poco abierta de labios. El hombre conducía de bruces, sobre el volante. Evidentemente estaba cansado al parecer, pero, ahora, lo que pensaba desde el odio, era que no había estado lo suficientemente cansado para no irse de la lengua. Por eso le dolía el frustrado paso de la venganza.
   Necesitó descalzarse en cierto momento al llegar a una especie de pradera. Era una pradera que, en el monte, parecía como un oasis en el cielo.
   Se iba caminando, una grata temperatura, un grato ambiente, la noche estaba a punto de echarse encima, entre las matas y las arboledas se podía sentir como un guirigay de pájaros, y era agradable saberse en el camino de la huida, con la total seguridad en el alma, como con un pasaporte extendido entre las manos, participando de la serenidad y de la belleza de todo, estos caminos rústicos, hasta salvajes,'estos senderos del monte, muriéndose la luz tenuemente entre las hojas, agotándose la luz como filtrada, y de repente, en un calvero, de ninguna manera en una extensión grande, una pradera como un oasis.
   Era una parcela de verdor adornada de flores silvestres, ni hierba tan sólo a los pies, más. blando todavía, una como seda vegetal, un brote de hierba menudo y virgen, como dotado de una calidad de musgo blando.
   Con los pies descalzos, y se había descalzado para liberar sus pies cansados, el contacto de esta hierba comunicaba un frescor y una caricia inolvidables. Era el frescor del rocío ascendiendo por los capilares del cansancio. Asperjó sus pies en este bendito rocío de las alturas, se sintió nuevo, con fuerzas nuevas, con alientos nuevos. Por dentro, la extraña seguridad que le había sorprendido encontrar con el contacto de la montaña le daba ánimos, al saberse en su elemento.
   Fue al iniciar otra vez el camino —había dejado ya el oasis entre los dos cielos— cuando le sorprendió la algarabía. Tardó un tiempo normal de acomodación hasta ir haciéndose la luz en su cerebro.
   Desde una lejanía de la que no hubiera podido dar ni siquiera una aproximación de la distancia, le fueron llegando como aleteos indefinidos, un inconcreto vagar de ruidos, dispersos y fragmentados al principio, como retazos de una sinfonía desacordada. Eran a manera de aullidos que, en noches de luna llena, gañen los mastines desde los caseríos ultramontanos. El ruido ascendía del valle como embocada en resonancias.
   Se quedó quieto, tenso, con todos los nervios a flor de piel, sintiendo hacérsele la carne de gallina, el sudor frío, una como pesada argolla de plomo a los pies.
   Y también en los muslos como una agarrotadura. Semejante a las noches de pesadilla en que se pretende huir, se quiere huir, no se sabe por qué ni hacia dónde, no se le ve al perseguidor pero se le siente cada vez más cerca, está aquí, se siente su aliento, está aquí, le va a agarrar, una reminiscencia de la niñez más desvalida, siempre se huía de algo, una montaña de ocultos temores, de tabús, baches del alma, las grandes paredes de la niñez que, en algunos momentos nunca se llegaba a derruir, las grandes mazmorras de la niñez de las que siempre se va huyendo, de las que siempre se siente una necesidad de evasión, no posible a veces, se va corriendo en esas noches de angustia y pesadilla, y la mano del otro, no se sabe de quién, no se sabe por qué, se va aproximando, nos va a agarrar, se siente su presencia, su aliento, un correr desaforado, una desgarradura en el alma.
   Se quedó quieto, tenso. Los ladridos, espaciados, le iban llegando nítidos y, de repente, se sintió presa o alimaña, acaso un cervatillo en la primera imaginación, o un zorro o un jabalí.

    Las mañanas de caza, en el pueblo, lo primero que se oían eran las cornetas. Había un sonido de cornetas por todo el pueblo. Y los cazadores conservaban la corneta colgada de un clavo en la cocina, cerca del llar.
   Como una nítida estampa que nada en la vida podrá hacer olvidar, recuerda ahora el lugar preciso de la corneta, y el fuego familiar que se expandía sobre una losa de hierro, y los garfios colgantes para sujetar el perol del condumio sobre el fuego.

   En las mañanas de invierno, la alegría de los troncos ardiendo, los dos troncos maestros, dos piezas de roble generalmente; las vivaces chispas que, todavía, crepitaban en el aire, una especie de fuegos de artificio.
   En las cocinas aldeanas, en las frías mañanas de invierno, había siempre un perol conteniendo castañas cocidas, con la pelleja hecha dehiscente por medio de la pimienta y los granos de anís, siempre las chispas crepitando en el aire, a ratos un seco estallido, a veces el estallido se producía entre las piernas, entre los muslos, había de inmediato un repentino movimiento de retroceso, de estar mucho tiempo ante el fuego empezaban a salir como una especie de estrías sanguinosas en las piernas.
   En las noches de invierno, en las frías noches de invierno, frente al fuego aldeano, frente al llar, crepitando las chispas en el aire, se adivinaba la cercana aproximación al cuento infantil de la bruja saliendo por la chimenea, ese mundo de encantos rotos y perdidos, que allá, entre cacerolas y pucheros que tenían un vago aire de matraces, parecían cobrar corporeidad.
   La corneta de caza estaba colgada de un garfio en la pared de la cocina, una corneta curva como un cuerno.



  La corneta despertaba muy por la mañana al pueblo dormido e iban saliendo los cazadores con caras de sueño, faltaban aún varias horas para la amanecida, una niebla de frío se iba levantando desde el bancal del río como un halo nebuloso santificándole, el halo de neblina iba siguiendo todo el curso del río, en las calles del pueblo empezaban a levantarse gritos y voces, ruidos de botas, carraspeos, corrían los niños a la plaza a sentir ese olor de hombre, veían y tocaban las escopetas, un frío medular en todo, un frío escapándose de los cañones, del metal, de los correajes, el aliento licuándose en la comisura de los labios, hasta solidificado en algunos bigotes, los perreros sostenían con mano firme la trailla, los perros estaban fogosos, excitados y acezados, e iban ya, naturalmente, venteando la caza, el placer de la caza, se oían los ladridos espaciados que iban subiendo del valle, él, una presa acosada, tendría que ir ahora rompiendo entre jarales y arboledas, hiriéndose el costillaje y el espaldar, dañándose las rodillas, iría acosado y fugitivo, y los perros darían con él,
   —y me cogerán, ahora sí que me cogen...


   Igual que ante esos perros acezados, fogosos y excitados que levantaban la caza en las mañanas invernales llenas de niebla, cuando un halo de niebla, como la santidad, glorificaba el río, así se sentía.
   Como aquella presa que subía por sus caminos solitarios, enredando su velluda, su pilosa piel entre jarales, matojos y zarzales, embistiendo en su furia arrolladora contra los arbustos. Era aquella misma presa que, después, en cualquier momento, ya sea al trasponer un montículo donde se hallara cualquier cazador aleve, ya sea, al enfilar, tras cualquier peligrosa revuelta un virgen sendero, sería abatido sin misericordia.
   Igual que aquella presa. El, también, ahora, condenado desde el mismo momento en que corría, ahora mismo que sentía en sus flancos la pujanza, el vigor, la impetuosidad de la vida, condenado a no ser sino trofeo de caza, hombres persiguiéndole, perros persiguiéndole; empezaba ya a subir, como una amenaza cercana, la canción de los ladridos por las almenas del monte, subiendo por las costillas del monte el concierto de ladridos, ladridos en busca de presa, él, la presa de ahora, el cervatillo de ahora, husmeando una posibilidad de huida, chapuzándole la memoria en las mañanas invernales con música de trompetas, olor a hombre en la plaza mayor, neblinas densas sobre el murmurio incansable del río, persiguiéndole todos los perros a través de tochas y senderos, cuando sabía que iban a cogerle.
   Ahora sabía que le había mentido al camionero. Sabía que no tardarían en cogerle. Veía ya acercándose su fin si no lograba guarecerse pronto en algún sitio. Su biología más elemental iba recorriendo, otra vez, el itinerario de la fiera, racionalizándose paradójicamente en la irracionalidad de un espíritu confuso; agazapándose, al fin, como casi todo pobre animal humano en un vago refugio de pretéritas creencias.
   Fue, de repente, como si le hubieran mordido estos ladridos. Fue, de repente, un desamparo total. Había desaparecido, por el contrario, de golpe, todo el amparo, todo el refugio de la montaña. De repente era, otra vez, la intemperie, la lluvia sobre la cabeza, sobre el costillar; el sentir, húmedos y chorreantes, los pies descalzos. De repente, era, otra vez, la biología urgiéndole, exigiéndole. El miedo le hacía volver a estadios primitivos de su personalidad, cerrándose sobre su cabeza en fantasmas de creencias absurdas. Estaba tiritando de frío y de miedo.  
   Se acordó del río. Otra vez, la esperanza nacía en él como una planta, como una flor.
   En el río, su olor, este olor propio e intrínseco suyo, este olor distinto y distinguible, se perdería. Y ya, de pensarlo solamente, no tuvo ni frío, ni miedo.
   Se lanzó de un salto, rompió la paz del río, su canción humilde, aunque otra vez, después de rota, el río empezara a cantar. En la tarde, la canción era persistente y monótona, también refrescante. Chapoteó y manoteó en el agua; sus pisadas iban caminando en el río como rastreo de remos. El ruido de sus pasos era como un rastrear. Iba mirando hacia delante y hacia atrás, hacia las márgenes, como presintiendo a sus perseguidores... No, no estaban.
   —«Este río me puede salvar. Seguiré caminando por el río hasta el fin. Seguiré caminando...
   El pueblo no estaba dormido ni mucho menos. Era la hora de la siesta, vagamente mágica, vagamente irreal, y hasta los buitres que se entretenían en su inmundo banquete servían para dar este aspecto de irrealidad al pueblo en sí, como un pueblo fantasma, miserable y pobre, roto y descosido. Pero medio ocultamente, como entre penumbras de sueño, seguro que algún habitante del mismo se había cerciorado de los pasos fugitivos, de los pasos afelpados del que huía.
   Al salir del agua, sus pies mojados habían ido marcando una huella de pisadas. Luego se había desnudado cerca del río, se retorció las ropas, se los volvió a poner. Secas ya las vestiduras, no obstante persistían las arrugas, que le daban el aspecto de un espantapájaros.
   Al anochecer, no era difícil intuirlo, se elevaría, de algún lado, una canción flotando en el aire, también murmullo de gentes, algún grito descompasado, alguna luz encendida, y alrededor, persiguiendo a los insectos que la luz iba creando, aparecería y desaparecería el errátil vuelo de unos cuantos murciélagos, un esguince de vuelos, retorcimiento de filigranas en el aire. Era un pueblo de ese tiempo.
   Pero en el inicio de la tarde, con un día y una noche pesándole en su huida, el sopor era la tónica general. Hasta los mismos buitres parecían participar de esta modorra colectiva, y sus pasos en torno a la víctima eran lentos, como majestuosos, casi rituales.
   Su caminar le iba acercando insensiblemente, inconscientemente también, a la iglesia, que estaba un poco alejada del pueblo.
   Parapetado en las sombras de las casas, sin siquiera pisar las piedras hirientes de las calles, por prados, por huertas en donde las sombras crecían como plantas, agazapándose, había llegado al par de la iglesia, a su altura.
   La rodeó, tanteando una posibilidad de refugio,
era posible refugiarse en la iglesia, esconderse primero y pasar después la noche caminando, nadie le buscaría allí, y mientras tanto era preciso idear un programa para la huida, era posible que, durante el día, la persecución por medio de perros terminase, esta especie de diversión cinegética no podría durar mucho. Era preciso descansar un poco y reiniciarse en la huida.
   Fue entonces cuando le vio, cuando se vieron. El hombre salía de la iglesia, estaba cerrando sus puertas, se había oído el paso de la llave en el cerrojo, él intentó darle naturalidad a su paso, y el hombre pareció hacer como que no lo veía. Evidentemente era muy difícil pasar inadvertido, con sus ropas semimojadas y retorcidas. Tenía que tener una figura miserable con toda la huida pesándole, sudando y jadeando.
   El hombre le había mirado pero no dijo nada. Más aún, en un segundo momento, algo así como en un solo movimiento en dos tiempos, en un segundo tiempo por así decirlo, hurtó su cara.
   Le sería imposible reconocer —y le duele ahora esta muerte que le espera porque al matarle le asesinarán también la venganza— la cara de este hombre traidor. Sucedería que debió de seguirle, cuando, más tarde, creyéndose libre de miradas indiscretas, fue rodeando otra vez la iglesia, buscando una manera de penetrar dentro.
   Y  lo encontró. Había en un lateral una ventana situada quizás a demasiada altura, y que, al principio, ni soñó que pudiera encaramarse a ella. Era una ventana en forma de ojiva. En mitad de ella, como si le naciera a ella misma, había una retorcedura de piedra hacia arriba angulando el soporte, y pensó que bien podía ser aquel pico de ventana saliente su salvación.
   Y  lo fue, aunque, en el primer salto, no sólo no pudo agarrarlo sino que se hizo daño en la mano. Se había lastimado bastante. Había saltado, y de resultas
de un cálculo mal hecho, el saliente de piedra le hizo daño en la muñeca. Era que había saltado demasiado. Debió asirlo con la mano, pero en vez de ello, la mano se había cerrado en el vacío, y fue como si hubiese intentado abrazar el soporte de piedra, se pegó la muñeca contra su dureza, la débil y fina piel de la muñeca se le resintió del golpe, se hizo una rozadura bastante grande por donde empezó a sangrar, se quedó casi colgando de esta mano, un poco como cogida la mano en el cepo, en el soporte de la piedra.
   Después, fue bajando, rasguñando la pared, esquilándose las uñas en el arrastre, más que dolor fue una sensación de dentera; se sobaco las manos, pero después, al segundo intento, ya se sentía cabalgando en el aire, ya sentía que el soporte de piedra era un soporte amigo, le sostenía, ascendió así, a puro pulso, se acaballó en el alféizar —una difícil postura con el soporte de piedra en medio— y ya estaba dentro, ya estaba de la parte de dentro, las hornacinas de los santos mirándole a este acróbata, todos vueltos hacia él, hacia el intruso.
   Recostado en el quicio de la ventana, sin que nadie le pudiera ver, participaba de la panorámica del pueblo, de su dormida inercia, de su calor. Y estuvo así, ovillado en una postura fetal, viendo pasar las horas de la tarde, con aquella lentitud exasperante, creyendo oir, a lo lejos, muy a lo lejos acaso, los ladridos de los perros que no cejaban en su caza. Fueron lentas horas que transcurrieron mientras sentía que el pulso le mordía, sin cesar; que el miedo era un pájaro azul que centelleaba al sol de la tarde, y que, acaso, los vagos puntos que se movían en la lejanía eran la gente que venía por él.
   Y así fue cómo, poco a poco, los ladridos fueron creciendo, y creciendo también los vagos puntos en la lejanía, hasta que se dio cuenta de que la caza tendría su final en este pueblo, en esta iglesia que
tanto le recordaba la suya propia, humilde, silenciosa, abandonada.
   Con el comienzo de la noche se fijó en el pábilo de la luz sacramental, y pensó que era una noche que empezaba a existir y que nunca dejaría de existir en su pensamiento. Sería una noche inolvidable, llena de ruidos y de voces, de miedos, agazapado él allí dentro como una rata, no atreviéndose a salir de la ratonera, oyendo el jolgorio de los perros y de los hombres, sintiendo el miedo como un frío, nada más que como un frío, un gran frío ascendiéndole.
   Cuando los vio entrar, la puerta que se entreabría, un cuerpo que se guarecía tras esa puerta, otro cuerpo tras la misma puerta, el primer cuerpo ya había ido corriendo agazapado tras los bancos de la iglesia, en un primer momento hasta pensó tirarlos, tirar a darle al menos al primero para que al menos tuviesen un poco de cuidado.



   No lo había hecho. También había pensado en tirarse a sí mismo. Tampoco lo había hecho. No se atrevía. En un momento ya había unos seis u ocho dentro de la iglesia. Iban avanzando, agazapados, no era difícil distinguir su silueta.
   —Ya estoy cazado, ya.
   Miraba el cañón de su pistola. Una imposible redención. Una imposible tentación de libertad. Se dio cuenta, al verlos entrar, que también la noche había terminado. Quizás desde que hubiera columbrado su entrada en el pueblo, los ladridos haciéndose cada vez más potentes, hasta entrada en la iglesia misma, no se había dado cuenta de cuán rápidos habían pasado los minutos, jugando su imaginación con solo este juguete que ahora tenía entre las manos, este juguete que le miraba con su único ojo insomne.
   A ratos, el sueño cesaba. Hasta en algún momento se sintió verdaderamente conturbado, cuando casi llegó a perder el equilibrio, y a punto estuvo de caerse desde el quicial de la ventana. Fue entonces
cuando bajó y se guareció en el confesionario, donde sabía que la posición era más estable. Pero, sin embargo, también allí le perseguían los delirios, las fiebres de sueños, ese ver fantasmas de hombres que se allegaban a donde él, para cogerle.
   Así, fue también sueño cuando los vio entrar, pero no importaba. Había momentos en que el sueño era más potente que la realidad; había momentos en que el vivido momento de la imaginación le hacía despertar sobresaltado, quedándose en la expectativa de no saber en qué mundo quedarse, en el fingido o en el real, y fue así cuando los vio entrar, cuando el amanecer se estaba insinuando por entre la ventana que le había servido de entrada, iluminando las movedizas figuras, agazapándose.
   —Entréguese —creyó oir la voz—. No tiene salida, entréguese.
   Pero todavía no le veían, no le podían ver. Sabían que estaba allí, pero todavía no le veían. Sí que sabían que estaba metido en un confesionario. Y cualquier movimiento dentro del confesionario sería fatal, podrían acribillarlo, pero también sabía que no sería fácil que le tiraran a matar, al menos de no dejarles él otra alternativa.
   —Entréguese —creyó seguir oyendo la voz.
   Se sentía en un estado intermedio, entre asustado y agotado.
   —Eh, cuidado, por allá se mueve algo—. La voz tenía como un eco lejano, quizás la resonancia de la iglesia, agrandándola.
   No, no podía ser más que una falsa alarma. El estaba allí, dentro del confesionario, y los veía pasar por delante suyo, por el otro lado, enfrente...
   Mantenía la cortina del confesionario descorrida, iban acordonando el edificio, alguno hasta se había metido en la sacristía.
   Por la mirilla del confesionario veía avanzar, ahora, por su lado, uno, dos, tres hombres con metra-
lleta. A cualquiera de ellos podía habérselo cargado. No miraban dentro de los confesionarios. Iban, más bien, disponiéndose estratégicamente, colocándose en una buena situación para poder cortar cualquier posible intento de huida.
   Y en esto, de golpe, la iglesia se inundó de luz. Alguien debía haber encendido algún foco potente, como si todas las arañas de cristal no existentes de la miserable iglesia se hubieran puesto a arder. Daba la impresión de un rodar de cientos de lágrimas como perlas, una cascada, una tromba de luz, casi pudiéndose ver, en la magia de la luz sobrevenida, algún solemne ritual religioso, olores de incienso en la hora vesperal, las dalmáticas de los sacerdotes como vestiduras principescas, el grave y sereno son del órgano y, en la memoria, como una insinuación de los himnos sacros más lentos y solemnes, ascendía la hostia como un sol, el aire alfombrado de olores de incienso, y la catarata de luz como desnudándole el cráneo, los perseguidores revestidos también de capas pluviales repartidos como en un piquete de honor, igual que un rito litúrgico se estaba efectuando la entrega del hombre, él era el hombre, el cordero, el cervatillo, el jabalí.
   —Me entrego —creyó oirse gemir, entre sueños, y era la suya una voz yugulada entre miedos, cansancios y fríos.
   Las metralletas, abriendo incomparables ángulos de magia, se concentraron en el punto de su voz, un arco concéntrico.
   Las metralletas apuntaban ya, directamente, a su confesionario. Necesitaba pedir perdón a alguien. Fue como un momento de debilidad y vacilación. Quedó empapado del ambiente íntimo del confesionario. No lo sabía, eran unas ganas de confesarse a sí mismo su cobardía mientras se hacía la entrega.
Miraba hacia esa pistola que no le había servido para nada, con su cañón apuntando a una libertad que no había sabido escoger, que no se había atrevido a escoger.
   —Tire la pistola —le pareció que le ordenaba la voz— y cuidado con lo que hace.
Ya no había ningún cuidado en hacer nada. Cualquiera de las sombras que habían pasado por delante de su confesionario, cualquiera de aquellas sombras odiadas habría podido caer bajo el plomo de su pistola, pero ahora ya nada había que hacer.
   Ese trocito de plomo, como todavía la imaginación se molestaba en soñar, incrustado en el ojo de uno de los soldados atrevesándole el cerebro; el otro trocito de plomo en el ojo de otro de los soldados, así, ojo por ojo, y el último de los trocitos de plomo reservándoselo para él mismo, para su propio ojo, para su propio cerebro, incrustado en su cerebro por el odio a los demás y el amor a sí mismo.
   El ruido de su pistola al caer sobre las losas de la iglesia hacía moverse, inquietos, al grupo de soldados.
   Uno de ellos fue a recogerla, cuando ya había cesado de sonar sobre las losas su ruido de chatarra.
   —Cuidado —se oyó otra vez la voz que ordenaba—. Salga con las manos en alto.
   También el que iba a recoger la pistola se había parado.
   —¡Cuidado!
   Habría como más de media docena de metralletas enfilándole.
   Uno de ellos se acercó y le cacheó.
   —Camine —se repitió otra vez la voz y, como siempre, sobre el riñón ahora, la boca amenazadora de las metralletas. Iba caminando con las manos en alto.
   —Las manos sobre la cabeza —dijo la voz.
Había recibido un bofetón en el momento de la
entrega, no sabía bien si por descuido o con intención, y aunque no le dolía la herida de la boca, chupó sangre, que fue como si le reconfortase y al mismo tiempo le recordase el hambre. Otra vez la regresión al animal se verificaba desde el estómago. Se dio cuenta de que no había comido, y se chupó la sangre. Sí, el bofetón le había dejado una herida abierta en el labio.
La procesión con el prisionero atado, bien a cubierto, iba a tener algo de ritual de poblado indio, cuando se camina, bien custodiado hacia el poste de los suplicios. También en su caso, la plaza del pueblo ya estaría llena de curiosos cuando él fuese caminando hacia la furgoneta para los detenidos. De alguna de las ventanas emergerían las cabezas y los bustos de las gentes.
—Son como gárgolas —pensaría.
Lo bueno de él, de cualquier forma, era que un pensamiento le mataba otro, lo que le inhibía bastante le la obsesión.
Iba ahora por la plaza, una fuente en el centro, cuatro caños en la fuente, cayendo el agua sin fuerza de una extraña manera.
La plaza, en su final, hacía un zig-zag, después seguía por una calle solitaria y umbría. Siempre era la misma calle, la misma gente, el mismo pueblo, todo iba repitiéndose, en cada esquina, en cada casa, en cada cara.
No se supo cómo la mujer pudo romper el cordón de los agentes, pero por un momento temió verla allí, muerta, ametrallada. Era una vieja muy vieja, ni se le veía la cara entre las arrugas, y difícilmente intentaba correr arrastrando los pies.
—Alto, alto —ordenó una voz.
La mujer llevaba entre las manos un cuenco, una taza. Los soldados formaron como una pared frente al detenido, rodeándole.
—¿A dónde va usted? —se destacó uno de ellos,
aquel que esporádicamente iba dando las órdenes.
—Sólo quería darle un poco de leche —dijo la vieja.
—¿Por qué?
—Tendrá hambre —dijo ella, sencillamente.
Ni se le podían ver los ojos a la mujer. Le tapaba la frente un negro pañuelo, y todo lo demás eran arrugas: arrugas tajando la nariz, las mejillas, la boca, la garganta. Pero lo que él pensó es que, ella sí, ella podría verle sus ojos agradecidos, ella se daría cuenta de qué forma agradecida le brillaría la cara, de qué forma agradecía cualquier gesto de amistad, aunque fuese sólo esta mínima solidaridad de la gente.
—Apártese —dijo la misma voz de antes.
Ella elevó las manos casi en un gesto de oración. Las manos le terminaban en esa actitud de ofrenda.
—Denle, por favor —pidió.
En un descomedido gesto de brutalidad, el hombre que había hablado dando las órdenes, pegó un golpe a las oferentes manos. La taza rodó por el suelo, rota. La leche salpicó el suelo de blancura.
—Sólo era leche —dijo la vieja.
—Atrás —ordenó el hombre—, atrás.
Casi como en una actitud de sonámbula, la vieja no se movía de su actitud hierática, clavada allí, como una estatua, una estatua de dolor. Hincada allí, en medio de la plaza, era una imagen dolorida.
—Atrás —repitió su orden, otra vez, el hombre.
La vieja bailó como un extraño ballet en medio de la plaza. Se balanceó grotescamene, una especie de marioneta marcando puntos de baile. Después, grotescamente también, se ladeó como un pájaro herido; se cayó.
—Levántese —dijo el hombre.
El vio el baile grotesco de la vieja. Inmóvil, ahora su odio crecía como una espuma desbordante. Inmóvil, en torno suyo se había cerrado el cordón de sus captores, la pared y la muralla de sus captores. In-

móvil, iba viendo a la vieja que no se podía levantar por sí sola, que le costaba un esfuerzo inaudito el levantarse, y que nadie se decidía a ayudarla.
A pesar de todo, muy difícilmente, la vieja se levantó. Era un poco como el levantar de los palos rotos de un navio destrozado por la tempestad. De pie, la vieja se mostraba un poco escorada, inclinada hacia un lado, doliéndose.
-—Tráiganla también —dijo el que mandaba.
La inmóvil gente del pueblo iba siguiendo, momento a momento, las escenas del espectáculo. Sólo cuando la vieja se cayó, aunque no hubo un solo movimiento de ayuda, no obstante se dejó oir un vago rumor de desaprobación.
De nuevo, la multitud se remitía a su papel, otra vez. Eran solamente espectadores, estaban contemplando un espectáculo. El vago y lejano rumor había muerto tal cual empezó. Ahora, todos miraban con temor, con cara cristalizada en temor. Ni cuando izaron a la vieja en la furgoneta se volvió el rumor. Simplemente, por algún lado, nada más que siseos de comentarios.
—Silencio —mandó el de siempre—. Haga despejar.
La furgoneta se habría marchado ya calle abajo, carretera abajo con los detenidos, cuando empezarían a dispersarse los grupos formados en la plazoleta.
—Vamos, vamos, circulen...
Cuando le desmonten de la furgoneta, fuertemente esposado, con la metralleta enfilándole una línea recta certera, quizás lo único que le brincará, verdaderamente con vida y consolación, será su odio. A su lado, la viejecita será un ovillo.
Sin saber por qué, siente como una parálisis de pensamiento, un hielo circulándole por la sangre. Algo también como el tacto repulsivo de un reptil, como el tacto frío precursor de una mordida venenosa, también como una repentina sensación de ahogo, un



leve frío agazapado que nos roza sutilmente, tan sutilmente que sólo podemos recoger su estela huidiza.
Ni siquiera le habrá mirado a la vieja en todo el trayecto. Tendrá entremetidas sus manos de sarmiento en no se sabe qué parte de sus vestiduras, y sólo se sentirá su peso de sombra en algún bache, cuando vayan descendiendo la carretera vecinal jalonado de curvas en todo su recorrido, pero jalonado también de indecible belleza, aunque ahora no puedan admirarla. Sigue la furgoneta con la lona de la cortinilla echada, siguen los captores con sus metralletas, enfilándoles, y sigue la vieja silente, solitaria en sus pensamientos.
Siempre conserva la muerte un punto de horror y frío, pero mientras vaya analizando el posible proceder de la vieja, viéndola con sus manos oferentes en la plaza pública, el punto de horror y frío se hará estremecedor. Le vendrá la absurda idea, quizás, de que la vieja le quiso envenenar.
Estos pensamientos le servirán para que, ahora, se sienta indefenso, más indefenso de lo que nunca estuviera. Ahora será el peso de una duda horrible gravitando sobre su pobre persona, el dolor y la desconfianza gravitándole.
Le hubiera gustado preguntarle a la vieja. Durante todo el trayecto la pregunta le habrá estado mordiéndole. La vieja tiene la edad de la verdad. A esa edad, lo difícil es, acaso, decir una mentira, o lo que sucede es que, a esa edad, todo, hasta la verdad y la mentira, todo importa lo mismo, todo importa nada, nada importa nada, o esa verdad o esta mentira, todo está ya del otro lado de la frontera.
Los diálogos imprecisos afloran a la mente con un rimo de pausas y baches, irá diciéndose mentalmente, voy, vengo, voy vengo, vengo voy. Irá rompiendo la continuidad de la cantinela, siempre en un ciclo periódico. Mira a la vieja, a quien supondrá

como al otro lado de la frontera, en el no-tiempo casi, creerá escuchar las respuestas de esta vieja como provenientes de un mundo distinto y distante, sin categorías de logicidad, todo desde el mundo ente



ramente vacío de la no importancia, globos que estallan en todas las verdades y mentiras, irá sintiendo el cuerpo reseco de la vieja, su cuerpo también desde el no-tiempo no-existencia en los baches, nada importa nada, todo sin verdad ni mentiras, sin vida ni muerte, anclado todo, como las preguntas y respuestas que sólo están ahí, ancladas en la memoria del diálogo, ni en sus labios ni en los labios de la vieja que nada dicen.
—¿Por qué me quiso envenenar, abuela?
—Pero, hijo...
—¿Por qué, abuela, dígame...?
—Pero, hijo...
—Dígamelo, abuela, no importa.
—Pero, hijo...
—Dígamelo, abuela, lo entenderé...
—Pero, hijo...
—Dígame, abuela, por favor.
—Pero, hijo, si yo no te he querido envenenar.
Los diálogos, imprecisos e inútiles, se van sucediendo.
Se va barajando el diálogo como un mazo de naipes. El diálogo está entre sus manos como una baraja. Estará velada la vieja masticándose el labio inferior. Sólo se la verá como el escorzo de la parte baja de su cara. El pañuelo la tapará. Una edad sin edad, manos como cepas, una actitud recogida y reverente. Ni siquiera se quejará en los baches. Se dejará mover al vaivén que le marcará la furgoneta, se dejará ir un poco como si se hubiera montado en una máquina infernal, cualquier máquina infernal que podrá ser cualquier máquina de unas ferias de pueblo, como viendo ella desde el vaivén constante esa plaza donde hay fiestas, una plaza con gallardetes de fiestas, cualquier plaza de cualquier pueblo, no importa, como no importa ya nada definitivamente. Estará la Gran Tómbola de gritos horrísonos, la Gran Rueda, la Gran Noria, los Caballitos, las Cadenas, el Gran Viaje al Infierno, estará siempre, cerca, lejos, lejos, cerca, cerca, lejos, la Gran Náusea, esta Gran Náusea que asoma a cada momento en el galillo, la boca se abre y se despereza, nunca se debiera haber montado en la Gran Rueda, en la Gran Noria, en los Caballitos, en las Cadenas, no tiene edad, no tiene edad, no tiene edad, en efecto, una edad sin edad, sentirá ahora, en el galillo, una presión interior, sentirá en el galillo, casi irreductible, una presión de] estómago, como si una mano fuera extorsionándole el estómago, como si fuera apretándole el estómago, evidentemente está mareada, evidentemente se tratará de un mareo, ¡jesús! si fuera a vomitar sobre los guardianes.
La vieja sin edad, sentada dentro de la furgoneta, las cortinillas echadas, irá rezando para que, de alguna manera, acabe pronto este martirio. No querrá vomitar sobre los guardianes, ¡jesús!, no, no estaría bien, pero es evidente que estará mareada, ahora, cuando abre la boca, le sale un aire, mirará subrepticiamente a los guardianes, también a ese joven a quien le han detenido. Le dio pena, tan joven. Seguro que tenía hambre, tanto tiempo persiguiéndole, toda la noche en la iglesia, seguro que tiene mucha hambre, allí quedó roto el cuenco de la leche, la leche desparramada, una gran blancura sobre el suelo...
Irá atando el diálogo, de manera que la vieja se muestre en su aspecto más cambiante. Ya, las sombras de la ensoñación ceden y no consigue ver a la vieja, pero otra vez el diálogo se sobrepone. Hay alguna parcela suya que ha quedado sin explorar, que H duele. Hay una imagen clavada que siempre le perseguirá. Como un psiquiatra ansioso que inten-
tara desentrañar entre los hilos de su personalidad, vuelve, otra vez, al diálogo abandonado.
—¿Por qué me quiso envenenar, abuela?
—Era necesario.
—¿Quién le mandó envenenarme?
—Tú, tú mismo.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Pero, hijo, ¿no lo entiendes...?
—¿Cuándo le dije que me envenenara?
—No fuiste capaz de hacerlo tú mismo, ¿entiendes ahora?
—¿Por qué, por qué habría de hacerlo?
—Fuiste cobarde, no lo niegues.
—Pero podrían no condenarme, todavía puede salvarme.
—Bien sabes que no.
—Todavía...
—No seas iluso, estás condenado.
—Entonces, era verdad lo del veneno.
—Tuve que hacerlo. No fuiste capaz de hacerlo tú mismo con la pistola.
Hay, de algún lado, una modorra, un sopor rodeándole. La venganza de las horas que no durmió. Todas esas horas, agrupadas, se le echan ahora encima, las siente como seres viscosos tactándole el pescuezo. Siente este sudor en el cuello, una sensación de suciedad, el tacto sucio, se restriega las manos, sus palmas, dolorosamente, en la tela del pantalón. Hay una zarabanda en su cabeza donde se le van zambullendo las ideas: la vieja, los captores, la tarde, la noche, los perros, la gente, el sueño, la realidad, todo girando indefinidamente, todo girando vertiginosamente. Los párpados le pesan, le cuelgan, siente esta insólita pesadez derramándosele como aceite, por sobre los brazos, por sobre el cuerpo.
Imagina que, de repente, alguien le ha dado un golpetazo en el costillar.
—Pues no se ha dormido este.
También ve el odio en la mirada del que le ha golpeado.
—Se pone a dormir ahora, después de que nos ha jeringao toda la noche.
Por algún lado debe haber una cama blanda, unas sábanas blancas, un olor de frescura entre ellas. En algún lugar se debe conservar, todavía, la costumbre de secar las sábanas sobre la hierba verde, embebiéndose de clorofila, todo el verde prado lleno de sábanas blancas, el rito casi sacral de la colada, la ceniza vertida en el aljibe, las mujeres remangadas cabe el río, un olor a romero en los viejos arcones donde se guardan... El adentrarse entre estas sábanas es un adentrarse en este olor fresco, en la frescura, en la virginidad del campo.
En algún lugar tienen que haber unas blancas sábanas para enjugar este cansancio, este atroz cansancio derramándosele; para empapar este sueño que le domina, este gran sueño que le hace tac-tac-tac en la ventana de los parietales, un pulso que es un dolor, un plomo de sueño pesándole sobre las cavernas del ojo este horror líquido del ojo pesándole. Siente el cansancio por el peso del ojo en la cuenca, este extraño animal que es su ojo con la panza reposada en la cuenca. Un insólito animal, su ojo. El animal más insólito que imaginarse pueda.
—Hala, despierte.
El extraño animal que es su ojo intenta encaminarse hacia la caverna. Le hiere esa luz de una clara amanecida que va entrando por los resquicios de la toldilla. Su ojo parpadea no pudiéndose abrir.
—Ahora le da por dormir al jodido este...
La viejecita no se sabe qué hace. Estará, como siempre, masticando el labio inferior. Sólo se la verá el escorzo de la parte baja de su cara. El pañuelo le tapará, suficientemente. Una edad sin edad, manos como cepas, un sarmiento de dedos entrecruzándose. La vieja no mirará a nadie, nunca ha mirado a nadie,
se mira hacia dentro, verá el cuenco de la leche derramada, la blancura de la leche sobre el suelo, sólo habrá querido dar de comer al hambriento, nada más.

Viejas palabras, viejas gestas, viejos ejemplos del Evangelio estropeadas por el uso. En algún momento, a vueltas con sus ideas, el joven habría creído haberse tropezado con la Verónica.
De ninguna manera le sería posible dominar la somnolencia. Ni siquiera con el estímulo de los golpes de los guardianes, que, a cada cabeceo suyo parecían administrarle sordos golpes en el costado, fastidiados por una noche de sueño perdida, golpes que bien podrían ser codazos o culatazos, no importaba, ya que lo importante, en cambio, era el no dejarle dormir. Ya debía tener el costado amoratado, dolorido, pero otra y otra vez, no podía dejar de cabecear, sentía el peso de la somnolencia gravitándole, era imposible, era imposible, era imposible.
Con el insólito animal del ojo brevemente acostado, entre un codazo y un culatazo, resurgía, eternamente, el imperio de los diálogos imprecisos e inútiles voy, vengo, voy, vengo, vengo, voy. Repartía las cartas de la baraja.
—He hecho lo que podía.
—Debiste seguir, seguir siempre, no parar en el pueblo.
—No podía hacer otra cosa.
—Tu salvación estaba en el monte, siempre en el monte.
—Allá estaban los perros.
—Tuviste miedo.
—Pero allá estaban los perros.
—Nunca debiste quedarte en el pueblo.
—No podía hacer otra cosa.
—Tuviste miedo.
—He hecho lo que podía.
La conciencia era una goma. La sentía tensa en ocasiones; demasiado tensa en ocasiones.
En cualquier momento, en el curso de los diálogos propios —no monólogo, nunca monólogo— se ensartaba en una finta de preguntas y respuestas. Por otra parte, la conciencia culpable nunca utilizaba el monólogo. Era, siempre, la versión más directa del Dr. Jekill y Mr. Hyde, del fiscal y el abogado, de Ormuz y Ahrimán. La conciencia asumía siempre la forma de diálogos, nunca monólogos. El monólogo era privativo de las almas snobs recubiertas de un falso retoricismo. El monólogo era propio de un Ótelo, un Hamlet, un Romeo, soltando sus pesadeces como verdades gravitatorias, elevando al cielo sus muñones en un vano intento de querer cristalizar en sus personas todo un dolor cósmico.
Pero, el verdadero ser humano, el doliente ser humano, con carnes y sangres que le destilan el dolor vivo, no de su especie sino de su persona, jamás recurre al monólogo. Era en el diálogo como se expresaba Ivan Karamazov con Alioscha, con Zossima. Y era en el diálogo como se expresaba Ivan Karamazov consigo mismo. Era en el diálogo como se expresaba siempre la conciencia de un hombre auténtico. Porque la conciencia de un hombre auténtico siempre se sabía culpable, y tenía necesidad de emplear el diálogo, siempre el fiscal y el abogado, el Dr. Jekill y Mr. Hyde, Ormuz y Ahriman en eterna lucha.
La conciencia era una goma. Tensa en ocasiones. Tan tensa, como a punto de romperse, en estos momentos en que se iba debatiendo su culpabilidad.
También estaba el remordimiento barajando sus hipótesis: debiste hacer eso, debiste hacer aquello. La conciencia, en su íntimo diálogo, que de tan tensa, podría romperse... podría, también, destriparse su conciencia, una conciencia rota, un extraño chirimbolo parlante, la cinta del recuerdo desenrollándose...
—Oye tú, mira lo que dice éste...
   Tenía que tener mucho cuidado con su conciencia que la notaba rompiéndose; la notaba un poco ida, un poco a bandazos, capaz de sostener un diálogo impreciso, inútil e inexistente con la vieja de una edad sin edad; en cualquier momento podía saltar por los aires la válvula de seguridad de su conciencia, la lengua empezaría a batir en su paladar como coletazos de furiosos peces en el cautiverio, bla, bla, bla, bla, bla, bla, se tuvo miedo de sí mismo, era el camino de la locura. Pero no; acaso, unas ráfagas de locura crecidas en el campo abonado del cansancio y del sueño, pero nunca una locura completa.
A cada codazo, ahuyentada momentáneamente la somnolencia por el dolor, se recobraba inmediatamente la cordura. Las ráfagas de desequilibrio —una alteración en la superficie de las aguas— se dormían. Una paz de lago se establecía en el mar de las ideas.
Dentro de la furgoneta, en el silencio de los odios, se decía, no era tan temible, por el contrario, el animal de la conciencia. Era un animal, que, sin saber por qué, tendía más que a la agonía del diálogo, a dormirse.
Ni se fijaría nunca cuando paró la furgoneta. Ya, con la cortinilla levantada se tropezarían sus ojos con una luz de interiores. No, en modo alguno, la luz viva del sol, la luz gozosa de la libertad y aire, sino más bien, esta luz represada, un poco como grisácea.
La imagen estaba borrosa. La furgoneta estaría parada y la habrían introducido en el patio interior de algún edificio, en algún paraje acaso, no sabía bien. Era un túnel.
—Salgan —les ordenaron.
Al levantarse, con la protesta de todos sus huesos, sometidos por tanto tiempo a la tortura de una postura forzada, vería que, de la parte de fuera, proseguía la misma hilera de metralletas de siempre, enfilándole.
     Era ya una constante esa larga línea de metralle tas cubriendo cualquier imposible intento de fuga.
Pero se dijo que no era tiempo de huida, sino tiempo de sometimiento. Y de sopetón, en una presión imposible de aguantar, le vino a la memoria un trozo de película underground, el más vivo testimonio de por qué había suficientes razones para rechazar al mundo, para despeñarse en las simas del suicidio.
Pensar que aquella pústula obscena pudiera existir en el mundo; pensar que él mismo pudiera ser la víctima de esa pústula obscena era suficiente como morírsele a uno la fe, y la esperanza, y la caridad, y la prudencia, y la justicia, y la fortaleza y la templanza. Siempre que se pudiera pensar que, todavía, en algún lugar del mundo podía existir aquella pústula obscena, se ahorcaba automáticamente la imagen del hombre libre, se sentía, una y otra vez, en la era de la esclavitud más oprobiosa, el hombre sometido al hombre, a la más vil y denigrante condición.
Era, en verdad, una película de cine underground que, cierta vez, había visto. El más cálido testimonio de una dolorosa realidad que, en el momento de bajar de la furgoneta, por no sabía qué asociación de ideas, se le venía a proyectar sobre el lienzo de la memoria: una sucia exposición de la más miserable condición del alma humana.
«Había una raya en el suelo. No existía la puerta. Las habitaciones eran jaulas de alambre. En cada jaula había cuatro o cinco pájaros; no, seis hombres exactamente. Al menos, hasta que a alguno de ellos le dejaban volar. Seis hombres distintamente contorsionados, pero eso sí, todos contorsionados, todos en posturas difíciles, un, dos, un, dos, el corredor tenía los puños en el pecho, la barbilla levantada, alta, muy alta, batía el suelo a zancadas regulares, un, dos,
un, dos, iba dando zancadas por dentro de la jaula, un, dos, un, dos, el látigo del carcelero iba dando órdenes, ¡alto!, el corredor se paraba, firme, la barbilla adelantada como una quilla, hendiendo el aire con la quilla de la barbilla, el corredor se ponía firmes, dentro de la jaula los cinco o seis restantes pájaros iban moviéndose a un ritmo trepidante, se movían como extrañas locomotoras locas, un, dos, un, dos, los seis pájaros, un, dos, un, dos, siempre que se supiera que en algún lugar del mundo, en alguna caverna, sea donde sea, aunque sólo fuera en el infierno si existe, en algún lugar del mundo, no importa dónde, existiera esta pústula obscena, ahora eran seis los corredores, los totales seis pájaros, iban los seis con las manos al pecho, los seis con la barbilla alta, levantando los pies, machacando el pavimento con sus pisadas, un, dos, un, dos, sin dejar de marcar en ningún momento, pero marcándoseles en cada gesto un rictus de suplicio, girando y girando en torno de la jaula, una estrecha jaula, 5,10 x 4,20, dando saltos de vez en cuando, unos saltos despatarrados, el salto de la rana, ahhh, un alarido, no, prohibido dar alaridos, el entrenamiento en la sobriedad de los gestos, cada gesto una medida en el tiempo y en el ritmo, cada espasmo de dolor recorriendo un itinerario, pero siempre un itinerario de silencio, en el momento de llegar el grito el dolor sólo era un gesto crispado, nada más, pero extrañamente contorsionado, un gesto estrujado y, de golpe, el gesto de dolor se trocaba en gesto de placer, sí, esta cabeza monda y lisa, raído el pelo a la altura de la piel, una bola monda y lisa, los dos ojos asomando de sus cavernas, los labios rayados en esa pintura de carne de su rostro, las seis caras de los seis pájaros en sus jaulas de alambre, las seis caras iguales, los seis cuerpos con un itinerario de dolor perfectamente recorrido, las seis gargantas en el silencio en vez de en el grito, estas seis caras ofreciendo un gesto de placer a la contorsión producida por el dolor, muñecos mecánicos con el látigo como cuerda, andando, viviendo, corriendo, esta pústula obscena, esta supuración, este cráter de la crueldad existía en alguna parte del mundo, no importa dónde, la luz iba iluminando el documento gráfico, cavernas del dolor, cavernas de la miseria, la cinta del celuloide impresa en la tinta sucia de esta humillación del género humano, la luz del proyector volcando este amasijo de tintas sucias sobre la blancura del lienzo, el cine iluminando este cráter, este absceso, este volcán supurante de impurezas, iluminando las parcelas más miserables de la condición humana, arramblando al mismo tiempo con todo, destruyendo también los viejos y carcomidos muros de los intereses creados que han estado prohibiendo y siguen prohibiendo la exhibición de las lacras humanas precisamente a esos mismos humanos lacerados, instalando ante los ojos de todos, una verdad simple en su más simple desnudez, la verdad verdadera por así decirlo, ni aparencial ni tangencial sino verdadera, he ahí el detritus, la verdadera basura humana, esas húmedas sentinas de la crueldad humana amanecidas a la luz por el cine underground como él las vio, subterráneos mojados por una infinita y asfixiante congoja.»
Había visto, en efecto, aquella película de cine underground que le venía a la memoria, con tanta urgencia, con tanto apremio. Morirse ante aquella visión era casi fácil. Pero, otra vez, al tener entre sus manos la pistola, su frío ojo insomne intimidaba.

 
                                     III
 UNO
Poco antes del amanecer debió tener un descenso en la fiebre. De pronto, las pesadillas calenturientas desaparecieron y se vio contemplando escenas de real concreción: era el espectador que ha estado soñoliento en la butaca de un teatro y le despierta el timbre de comienzos de función, el telón se corre, y la vida se hace sobre la escena: es la transición del sueño a la realidad para que esta realidad evoque nuevamente las sombras del sueño.
Poco antes del amanecer, y por entonces sería que la luz iría rompiendo el prieto himen de las nubes, se le antojó evocar a los buitres, los que, aun sin tener una conciencia plena de ello, sabía que rondarían en torno a su cadáver, le macerarían la cara, habría un absoluto espanto de aleteos mientras la bandada se refocilaba sobre él, hilas de su cuerpo esparciéndose en el aire, rasgada la piel del ombligo por las heridas del corvo pico; fuera, en una obscena e impúdica demostración, los intestinos, y los labios reventados, maduros por el calor.
Los del pueblo, desde sus casas, mirarían con temor hacia el lugar donde se desarrollaba el banquete de las aves con el cuerpo del hombre que llegó perseguido, que se refugió en su pobre iglesia aldeana, que fue cazado a tiros entre los aullidos y gritería de las jaurías de hombres y lebreles, iba viendo la función teatral, así, presentada de golpe, y algo le trascendía más allá de la pura evocación: era, quizás, ese sutil trasunto de la premonición lo que le hacía trascender en lo real al futuro, de esa misma extraña forma en que, más de una vez se había sorprendido a sí mismo viendo por segunda vez el paisaje o la escena que nunca había visto por una inexplicable yuxtaposición de imágenes: una imagen del presente entre la cinta nemotécnica del pasado, en abigarrada mescolanza los dos tiempos, pero presintiendo, más bien notando, cómo las cavaduras del pico en busca de carroña se tropezaban con la fibra de su dolor, de esta carne viva suya en la que el dolor anidaba.
El drama, en el escenario de la memoria, tenía una virulencia desacostumbrada. Aquí, en la soledad de la iglesia, también en su propia soledad huérfana, iba repensando todos los lugares comunes del miedo, los pútridos lagos en los que la memoria de la crueldad humana se engolfaba. Tener aquí, vivo, latidor, percutiendo en sístoles y diástoles incesantes este cuerpo suyo, el vivo candidato al martirio como se lo imaginaba, era enfrentarse con la amarilla imagen de los suplicios: tenía nada más que este cuerpo, y este espíritu, y si este último se afianzaba en sus posturas, no obstante le venía el decaimiento y el desaliento de la carne: era como si ante sus propios ojos viera caer, lentamente, desmoronándose, esta carne suya débil, temblequeante como ahora lo sentía, y nunca nadie había sentido con mayor intensidad acaso esta tragedia suya de no ser ni ángel ni bestia, de estar sometido a las graves leyes de una naturaleza carnal con todo lo que de debilidad encerraba.
El acoso —siempre viéndose como la rata a quien le van a disparar— le traía, por asociación de ideas, memorias de suplicios en las que las ratas eran los verdugos, y sobre todo el inconcebible aquel del pri-
sionero sometido a la inenarrable sevicia de la rata atravesándole todo el cuerpo, chapuzándose en las miasmas de su sangre, de sus humores, de sus jugos, buscando la huida a través de sus blandos tegumentos, a punto de ahogarse en las brutales hemorragias que él mismo producía, como había podido leer en un libro de horrores y fantasías.
Se trataba, sencillamente, de la brutal experiencia de la campana. Se tendía el cuerpo de la víctima, desnudo, sobre una mesa plana, como una mesa de operaciones quirúrgicas, y mirándole, se le notaba el desconcierto inmóvil de sus pupilas que querían taladrar las cegadoras murallas de la luz.
Tendido así, todo el mundo circundante debía ser hostil. Detrás de esa muralla habría unos ojos inquietos que contemplaban este cuerpo yacente: ojos de una circular, concéntrica frialdad, para quienes el cuerpo tenido no era más que el factor de una ecuación que iban a desarrollar. Bajo su mirada se iba a recomenzar una experiencia, y ahí estaba el factor cuerpo, el factor víctima, y ahí traían también, entre dos hombres, el factor campana, y en una jaula, el factor rata.
No sabe por qué esa constante de las ratas se le vertebra en la memoria. Pero siempre que la imaginación le vuela alcanza a debatirse en el recuerdo de estos obscenos animales, estos ángeles de la porquería. Quizás, porque una vez se dedicó a su caza; ahora, en la caza, se ve el acosado, se ve en la misma situación, y sus imágenes le emborrachan.
por eso, quizás, envidia a la rata de la experiencia, el que supo abrir brecha por el cuerpo del prisionero, prisioneros ahora los dos, un hombre y una rata, pero pudiendo ponerse en el camino de la libertad, pudiendo trasponer las barreras uno a través del cuerpo del otro.
se imagina a la rata depositada bajo la campana de cristal, sobre el cuerpo desnudo, justamente en la región del ombligo, allá donde se supone que el vientre tiene una complejidad distinta, entrelazamiento de canales nutricios, las vivas fuentes de la osmosis madre-hijo en milagro permanente.
Depositada la rata empieza a arañar, con sus corvas uñas el blando piso sobre el que se asienta. Está la campana de cristal circundándole, encerrándole en su prisión, y esta bestia acosada que es la rata va circunyendo el muro impenetrable de la campana, que es un muro frío al principio, pero que, después, se va calentando. Hay un mechero Bunsen que sostiene un hombre, y el calor del mechero va irradiándose en la campana hasta que la rata siente el nuevo peligro amenazante, siente que la atmósfera, dentro de la campana, se está enrareciendo, siente el calor que es un nuevo acoso a la tranquilidad de su encierro, y ahora, las ufías corvas de la rata ya no pasean su incertidumbre, su cosquilleo, sobre la piel del ombligo del hombre, sus corvas uñas cavan ya sobre el ombligo el túnel de huida, y sus dientes de roedor muerden en el apretado nudo del ombligo, la sangre aflora, pero ello sirve para embriagar a la rata, le hace hozar vivamente, más vivamente en la carne, y el hombre es ya solamente un movimiento reprimido, tensas las ligaduras sostienen un dolor absoluto, este dolor del animal acorralado penetrando y hendiendo las visceras, atravesando los intestinos, raspando y deteriorando cuanto encuentra a su paso, sepultada ya la rata en esa especie de arenas movedizas en que se le han convertido al hombre las visceras, debatiéndose la rata en esas arenas movedizas, no logrando hallar esta huida que persigue.
Pero no duele el vago dolor de la memoria porque lo nota embotado. Quizás la escena sea demasiado cruel para que se le haga real y no solamente contemplada en esas frías distancias del escenario. Hace falta que la memoria de lo posible se le acerque más, le hinque en su propia carne acaso sin quedarse solo flotando en el vago limbo del pensamiento, escenas de un film expresionista en donde, a pesar del latido del terror, hay un vago halo de irrealidad circundándolo todo.
De esta rata sobre el ombligo del hombre pasa a la rata humana encerrada en el confesionario, esta rata asediada, que, anegado por imágenes distorsionadas, está sin embargo ahí, hundido en el fondo del confesionario, teniendo delante el mudo testigo de su cobardía, este ojo insomne de la pistola que Je va dando, por encima de los terrores físicos, el palpito duro y paralizante de los terrores metafísicos, todo el complejo y pavoroso mundo de Hieronymus Bosch asaltándole las retinas del alma, entremezclándose su cuerpo a la cohorte de los condenados que, en el particular «jardín de las delicias» del holandés genial, saben acordar una plástica presencia de lo que nunca el Dante pudo entrever en su Infierno.
Está aquí, en ese ojo insomne de acero que le mira, todo el mundo pavoroso del genial Van Aeken. Está aquí, contenido, el horroroso y pavoroso mundo de los terrores, todo un latido de presencias ounitivas, presencias de temores ancestrales barbotados por voces desaforadas y que le impiden mirar al oio insomne del acero frente a frente, recoser sin miedos prejuiciados el desafío, v sin vacilaciones ya, apretar el gatillo, no sentir siquiera que la caía craneal se destapa, que emergen las excrecencias gelatinosas del cerebro, que se quedan ahí, pegadas al confesionario, como un gargaio innoble que hubiera escupido un patán, no puede mirar frente a frente al ojo insomne de la pistola porque le muerde en el corazón, muy profundamente, ese poso de tristezas congénitas con que se le alimentó. Quizás, en un momento determinado, los apremios de la vida le han hecho olvidar los buenos consejos, pero ahora, en el momento supremo, en el momento decisivo, hay un negro fan-
tasma gesticulante dentro de su conciencia, se siente atrapado en profundos miedos que le dejan la piel aterida, con la carne de gallina insinuándosele en esos poros sensibilizados, retrasa con la mano el ojo insomne de la pistola, lo recuesta en el descansillo de la rejilla, y se dice que, acaso, todavía la huida es posible; que, acaso, los perros habrán perdido su huella, que habrán pasado de largo dejándole a él encerrado en la iglesia, y va a recrearse en momentos de un hipotético pretérito que su imaginación quiere darlo como real, y en el que siempre, siempre, siempre, tiene que afianzar el grave peso de su superioridad sobre sus captores...
DOS
Cabeceó sobresaltado como despertándose. Quizás había sido un leve ruido dentro de la iglesia el que le inquietó. Y, en ese preciso momento, no supo si la historia del largo pasillo con el hombre sentado en una banqueta a su terminación, que le había estado obsesionando por tanto tiempo, un hombre al final del pasillo, sentado en una banqueta, que le ponía la zancadilla al salir, que le hacía preguntas incongruentes, contra el que luchaba por demostrar su superioridad de razonamiento, era simplemente una pesadilla más de las tantas que últimamente le habían asediado, o bien lo había protagonizado alguna vez.
El asedio de las imágenes era constante, y el tiempo se desbarajaba ante sus ojos sin ilación, con saltos adelante y retrocesos —no sabía cuándo había pasado nunca nada, hubo momentos en que ni siquiera supo dónde estaba y qué hacía —y sólo se dio cuenta de su situación cuando tuvo delante, atis-
bando por la puerta del confesonario, la visión de la nave de la iglesia aldeana.
El ruido que le había despertado debía de haber sido el de alguna rata debatiéndose entre chillidos bajo las zarpas de alguna ave nocturna. Todo se desarrollaba un poco en consonancia con el lugar, con el escenario de esta pobre iglesia miserable en un pueblo miserable, y volvió la imaginación a las caras entrevistas en el campo mientras huía, esas caras color aceituna, los pómulos abultados así como los labios, y siempre en los ojos la mirada de bestias, sin que el alma diera nunca, a través de ellos, ningún signo de palpitación distinto, nada más que esa mirada inane, de pozos muertos; nada más que esa conformista zozobra del perro apaleado.
Aquí, mientras el recuerdo era un río sin orillas, aguas que bañan el tiempo y se despeñan, o juguetonas o plácidas en el remanso de esta evocación, le era agradable sentirse superior de alguna manera a los que le buscaban. Era, quizás, el orgullo del perseguido. Necesitaba reafirmarse en esta hipotética superioridad. Y para ello caía en la tentación de iniciar diálogos con su amigo muerto, el que quedó tendido sobre el polvo con las rosas rojas de las heridas explotadas en el pecho. Es una imagen que, sin saber por qué, le ha venido a planear sobre la memoria, algo como un agresivo halcón presto a hincar su corvo pico en las blancas palomas de los recuerdos, y son palabras de convicción las que él quiere que le salgan; que son, al mismo tiempo, palabras que ni él mismo cree, pero que, de alguna manera quiere hacérselas creer a través del



hipotético diálogo con su amigo muerto, consigo mismo...
      —Les tiene que fastidiar que no me dé por vencido. Les he demostrado que estoy por encima de ellos. Han tenido que ver mi superioridad.
—Bastante les importa a ellos tu superioridad.
—¿Tú crees?
—Te lo digo yo: bastante les importa a ellos tu superioridad.
—Entonces, ¿tú crees que no vale la pena el mostrarles tu superioridad?
—Psh —hizo Luis—. Ni superioridad ni gárgaras. Eso les tiene sin cuidado. No seas iluso...
De este tono serían las palabras de Luis. Palabras maduradas en algo como inercia, como en desánimo. Su amigo era un hombre que tenía una forma muy peculiar de pensar. Pero era imposible ser tan derrotista como él. A través de ese misticismo derrotista era capaz de ver a sus perseguidores como autómatas, sin que la más leve sombra del odio tíñese la persecución.
Desde la postura de Luis —un gran misticismo derrotista inundándolo todo— era fácil caer en estos abismos de desánimo: sus palabras eran como plomos mortales que no dejaban posibilidad alguna de vuelo, y ante su situación ya era fácil imaginar lo que Luis haría: dejarse, dejarse caer en manos de sus perseguidores, no seguir más mirando hacia ese ojo insomne de la pistola, ni estar alerta a ningún ruido, ni a los más o menos vagos del exterior ni a los más concretos del interior (podía oir hasta a esa polilla que, por dentro de la madera del confesonario debía ir recorriendo sus erráticos senderos de laberinto, era un roer de carcoma que le ponía nervioso; también, de lejos, desde la inmensidad del campo desolado le llegaba como un aullido, una vaga remembranza de los gañidos ultramontanos de los perros en las aldeas, algún quejido roto en la distancia).
Cabía el preguntarse si, acaso, no sentía en el fondo el mismo espíritu derrotista que Luis. Y en que, quizás, como podía haberlo sido en Luis, ese mismo lanzarse a la aventura, a la acción, en que había consistido su vida, no era el remedio buscado a la enfermedad en que ambos se debatían: el descontento.
Pero no había sido un remedio, sino algo como una borrachera de vértigo. Mientras se estaba inmerso en la acción no había lugar para el pensamiento; no había tiempo para decirse qué hacía en el mundo, en la vida; era sólo la fiebre de la exaltación, ese sentir en la mano el cálido afecto del arma, el plomo del arma parecía como darle esa sesuda dimensión de la gravedad, también esa especie de superioridad de la que nunca había podido convencerse a través de sus diálogos internos, reminiscencias, quizás, de aquella otra conversación surgida en cierta noche, cuando ambos habían salido de planear un golpe.
Era una noche en que había una extensa niebla, pero sólo por zonas, como agazapada la niebla sobre zonas ciudadanas de su preferencia. Más allá, en cuanto el paseo se alargó fuera de la ciudad, con la carretera abierta entre los centinelas de los árboles   —como una carretera verticalizada, y verticalizado todo por medio de esta mágica acción verticalizadora de la noche— contemplaron el singular paisaje de una llanada que se extendía bajo la luz gozosa de la luna, cresteando el rocoso promontorio de una colina alargada en sus perfiles en la lejanía. Todo tenía un aspecto fantástico, como irreal, un alcor como un islote en medio del mar de las sombras; la cresta dentada, un poco como cresta de dragón prehistórico; una serenidad de intenso azul por todo.
Hacía como algo de frío, y caminaban ambos con las manos metidas en los bolsillos, levantada la solapa de la chaqueta: ¿hace frío, eh?; jo, que si hace frío; verticales también sus pasos en la noche como si toda ella fuera una cuesta pronunciada, y hablaban de la posible jefatura de Luis al que éste se resistía.
—No te entiendo. Me da la impresión de que todo te importa lo mismo.
—Y así es.
—Y, entonces, ¿por qué te metiste a esto?
—Por la acción en sí, nada más. Por olvidarme de todo. Y, para decirte la verdad, para ver si por una vez me tropiezo con alguna bala.
Y, al fin, se había tropezado con su deseo más ferviente, se había quedado en el suelo mirando fríamente hacia la dimensión distinta de la eternidad, abiertos sus ojos, abiertos también sus brazos, el arma había resbalado de entre sus dedos, de entre su mano, se había oído una estridencia de chillido y había sido el momento en que él, como si hubiera despertado de la somnolencia en que había quedado inmerso, como abotargado por la rapidez de lo sucedido, y se había dado frenéticamente a la huida, y ya sabía que difícilmente le cogerían, que no le cogerían ya nunca, que iría por ahí, por la carretera en polvo, como el fantasma irredento de una pesadilla, y eran sus palabras las que le pesaban ahora, ahora que, en este reducto de la iglesia, ante su propia pusilanimidad, no podía mirar frente a frente, con decisión, al ojo insomne de la pistola.
En ese momento de hondo dramatismo de la huida le había parecido oir la triste risa de Luis, una risa con ecos muertos, una vibración profunda en el aire apagado. Le dolía su risa a Luis y era este dolor el que se adivinaba.
—Bastante les importa a ellos...
Una heladora indiferencia en sus palabras. Sus impulsos de acción caían vencidos, agotados y era forzoso volver otra vez a la acción para olvidarlos...

En la ociosa rueda de las horas, lo más heridor, acaso, era volver al eterno reposar. El pensamiento se movía, inquieto y medroso, en la alcándara de las palabras. Rostros, palabras, imaginaciones, todo se le confundía, y sobre el caos, sólo llegaba a palpar las sensaciones físicas: una sed intensa, el sudor que le inundaba, un picor que se iba apoderando de todo su cuerpo, el tacto de las manos sobre el barandado del confesionario. Tras el ruido que había escuchado en la semivela y que le había despertado, notó que sus pies chapoteaban en humedad. En sueños acaso, como en la más clásica escena de las pesadillas, se había orinado. Volvía siempre, a su eterna yuxtaposición semántica: la noria de los rostros, de las imágenes, de las palabras...

«De alguna manera le satisfacía la actitud de la vieja. Iba a par de él. Los dos conducidos a lo largo del corredor de luz artificial hacia la luz natural, perfectamente controlado cualquier gesto.
Lo difícil sería ya, para siempre, perder esta odiada y amada compañía. Ya era estéril, por siempre, el vago intento de verse, alguna vez, libre de ellos. Difícil imaginar ya, una calle, una alameda, un paseo, por lo menos sin la memoria asociativa de estos largos corredores, de estas odiadas sombras.
Siempre le irían persiguiéndole, en la memoria, los tenebrosos lugares odiados, y se lamentaba de haber dejado perder la esperanza de la única libertad posible, aunque la esperanza —esa luz que nunca muere— le seguía luciendo débilmente todavía.
Se decía que alguna vez estaría dispuesto a liquidarse fríamente, a mirar al cañón de la pistola como una amiga. Alguna vez, tendría el suficiente valor para dirigirse la pistola contra sí mismo en vez de contra los otros; de algún sitio sacaría el suficiente valor para dirigir el ojo de la pistola contra sí mismo,
su único ojo de acero mirándole, sintiendo este frío pavoroso que ya lo había sentido en la iglesia la única vez que lo intentó, un frío medular, algo como un gusano miriápodo recorriéndole las vértebras, un cosquilleo de frío en la nuca y, de repente, una gran bola en el vientre, la cabeza a vueltas, un vértigo rodándole, no era vértigo, era miedo: se había quedado mirando hacia el único ojo de la pistola, una redención que, en el último momento no se atrevería a solicitar, pero alguna vez, a través de la pistola, llegaría a sentir un pulso nuevo, necesariamente alguna vez habría que liquidarse fríamente, la aplicaría sobre la sien, sólo una chispa, una fugaz explosión, un momento muerto en que nada sucede en ningún sitio, un segundo de tiempo partido en millones de fragmentos, y ya estaba, ya estaba hecho todo, ya estaba liberado de los odiosos corredores, ya estaba del otro lado de la frontera, un vuelo por los espacios, no, no me cogerán otra vez, nunca, nunca, nunca otra vez, cuando esté cercado apoyaré la pistola en mi sien y habrá una explosión de estrellas en el firmamento, y... No seas iluso, estás condenado.»
«Eran las palabras que atribuía a la vieja. La vieja tenía que ir caminando a su par. A veces la miraba y no la veía, pero tenía que ir a su par, tenía que ir... iba sí, a su par. Parecía como trascendida. Ni había dicho ni siquiera una palabra desde que habían arrancado de la plaza.
Era una sombra pasiva. Y le hubiera gustado recrear el sonido de la voz de la vieja, y se esforzaba en ello.
En aquel silencio, roto a intervalos largos por alguna que otra voz rotunda, seca, quería sentir, más que oir, alguna voz que fuese como una caricia, como una táctil referencia.
Era como una angustia de querer oir una voz amiga, ese profundo desamparo de querer oir una voz amiga, nada más; sencillamente, poder oir una voz amiga.

La vieja caminaba a su par. No había dicho, todavía, una sola palabra, ni una sola palabra siquiera, ni una carraspera siquiera, era una sombra caminando por el largo corredor del edificio, por los siempre conocidos corredores de un desconocido edificio...» «La plaza había sido recorrida por el coche en toda su extensión. Era una plaza que decapitaba a la larga avenida ciudadana; habían contorneado el surtidor luminoso...
Aquellas noches de venal turbulencia juvenil, el coche se había mojado en lluvias de luz de aguas multicolores de la plaza; se habían bamboleado ciñéndose duramente a las curvas, tatatatatatata, tatatatatatata, tatatatatatata, la más ágil estampa de un gángster caricaturizado, la más vivida escena de un tiroteo, tatatatatatata, tatatatatatata, tatatatatatata, borrachos de luz y de aventura...
Nunca habían hecho entrar su coche por este largo corredor de la casa, nunca habían hecho tatatatatatata, tatatatatatata, tatatatatatata, en realidad, pero tenían la vaga conciencia de que sí había estado aquí antes, quizás otra yuxtaposición de tiempos: nunca, nunca, nunca había estado antes aquí, y sabía que había estado aquí antes, algo como una extraña memoria del futuro, algo como esa facultad de preterízar el presente: él no había estado aquí nunca y sin embargo estaba, había estado, estaré, qué importan los tiempos, no existe más que un solo tiempo único, no existe más que este presente preterizado, preterizado también el futuro, en el futuro sólo las pompas de jabón, los globos fatuos de sus ambiciones, toda su angustia de hombre pretérito, se pertenecía al pretérito sintiéndose aquí, en este largo corredor, sin sentirse...»
«El largo corredor, con unas planchas brillantes, unas losetas brillantes se extendía a lo largo de un ambiente grisáceo donde la luz, filtrada a través de unas claraboyas empotradas, parecía querer cantar.



La luz iniciaba un tanteo, la música de las pisadas se iba perdiendo hacia el final del pasillo, un eco acordado, cada pisada producía una otra pisada más seca, un paso dado encima de la larga tubería de cemento dentro del cual caminaban, a ambos lados los captores, siempre los captores, nunca acababan de acabar los captores, etc., etc., etc. y etc., etc., etc., sonaban las pisadas como un paso seco y duro sobre la larga tubería de cemento, un paso de pies calzados con calzado duro, pasos de pies calzados con botas duras, debajo del calzado duro, de las botas duras, unos hierros, unos clavos, rostrigando la dura piel, la dura cara del cemento con los clavos, el duro hierro del duro calzado de la dura bota, era lo que se decía a sí mismo mientras iba oyendo este duro rostrigar que no existía tal palabra, tal verbo...»


TRES
Le parecía que, de tan vivida y real como se imaginaba la escena, no lo podría contar. Era un poco la fotofija en una película que se está proyectando. Se tiene entonces, con personajes muertos, el mismo panorama en el que ellos se movían. También la escena muerta, todo muerto y se pide a la imaginación que la resucite, que de alguna manera haga mover toda la vida que había encerrada en 

aquella foto cuando se fue desarrollando ante nuestros ojos, o cuando menos, que narremos lo visto, nada más que un narrar cuando, quizás, no sabemos ni de dónde empezar, si de derecha o izquierda, o de atrás adelante, todos los problemas de la perspectiva delante de nuestros ojos.

Exactamente igual que la fotofija de una película estaría ya, para siempre, en su memoria, aquella tarde de un verano en la que había calor, y polvo, y ruidos de motores de camiones inundándolo todo, la cinta de la carretera que se acababa de salir del casco urbano de un pueblo, a ambos lados el campo, montañas flanqueando el paisaje, no muy lejos un río sucio y maloliente, pero la mayor persistencia en el recuerdo le vendría del constante peso del sol sobre todo, un sol que lo sentía arder encima del techo del coche, él dentro, sudando, atrapado en el cepo de su calor, el ambiente enturbiado en unas veladuras caliginosas.
Le parecía que era un escenario preparado. El sudor crecía y le formaba pequeños ríos en la conjunción del cuello con el tronco, un pocito de sudor que le continuaba hacia el tronco, entre la mata de pelos. Se había secado con un pañuelo que lo sintió sucio nada más tocarlo entre las manos, notó también que los tenía mojados los envés de las manos del sudor, una frenética angustia dominándole, el corazón como un reloj inexorable esperando el momento fatídico, miraba la carretera, el campo, el río, un escenario, en efecto, que nunca más se le olvidaría...
A pocos metros de donde había ocurrido todo había una parada de autobuses. Pensó que no dejaba de ser una dificultad más a añadir a la hora de la huida. Habría que hacer como un rápido esguince para no verse encajonados entre el taponamiento del autobús, de una parte, y, por otra, la riada de coches y camiones que venían por la carretera, confluyendo todos ellos por la segunda vía, mientras que su coche parado estaría en la tercera vía. Era una auténtica dificultad, al menos según la suerte que se tuviera.
Si hubiera que hilar la escena, la tragedia, en el diálogo, él adoptaría un hilo lineal, tampoco querría esconder nada de lo que aquella tarde pasó; le parecería que solamente el decirlo era ya como una descarga: se deja ahí el poso de una tragedia que pesa, el lastre que nos tironea nuestra sensibilidad, hay siempre una pequeña semilla de remordimientos en el hombre, siempre una débil imagen de contornos vagos que se bambolea y quisiéramos enderezar.
—El agente vino cuando observó algo extraño —empezaría diciendo—. Mi amigo le acompañó a la parte trasera del coche para levantar el capot. Fue cuando vi en mi amigo la decisión. Y me dirá que qué le vi de distinto. Pues fácil, fue muy fácil. Era la venita. Siempre le salía una venita en la frente cuando adoptaba una decisión, o ante alguna dificultad.
—¿Fue entonces cuando disparó? —No, no entonces precisamente. Desde luego, a muchos les hubiera pasado no poder contener los nervios. Era un momento de mucha tensión. Pero mi amigo era muy frío y sereno en tales ocasiones.
De tan cercana como tenía la muerte de su amigo se sorprendía de que pudiera situarlo en el pasado cuando lo tenía vivo tan cerca, tan junto a él en aquella tarde de sol y polvo, ni él mismo siquiera rescatado de aquella tarde que todavía seguía viviendo. Todo aquello, su huida por la carretera, su huida por el monte, el refugiarse por la noche en la iglesia, era, fundamentalmente, la misma tarde de sudor y calores continuándose, y lo que le daba la impresión de que su amigo no se había muerto definitivamente, algo así como si todavía estuviese esperándole. Y era que, de todas formas, también la 

idea de la muerte necesitaba un cierto tiempo para irse cuajando.

Se quedaba rememorando, absorto, los últimos momentos de su amigo. Y siempre, como en una constante invariable, se imaginaba que su amigo vivía, que su amigo estaba esperándole en algún lugar. Le veía conduciendo el coche, sonriente, enfriándose la cara en el rictus de una actitud decisiva.
Nunca podía imaginárselo tal como le había visto la última vez, tendido como un largo tronco sobre las aguas. No podía imaginárselo tal como estaría ahora, en la fría mesa de mármol del depósito de cadáveres, una blanca sábana cubriéndole, el haz de rosas roías de las heridas en el pecho, mucho más fría y pálida y amarilla esta cara ahora que cuando le vio apuntar el arma y disparar, con aquella decisión bien fija de cargárselo como sea, mirando huidizo en torno suyo...
Ya se sabía que, después, había que pensar necesariamente en la huida, con urgencia, con prisa, con vivacidad. Era una mala situación la suya encajados entre aquella riada de camiones y coches, y había que dejar casi todo el éxito en la huida al azar.
Había también la otra dificultad de la carretera, y es que, nada más iniciar la salida tenían que meterse por una carretera vecinal, pero mucho más atestada aún de lo que la carretera general estaba.
Habían desviado la circulación por esta carretera vecinal por motivos de arreglos de la general, y todo el tropel de vehículos al tener que pasar por el embudo de la carretera secundaria daba lugar a una gran cola, con frecuentes intervalos de parada, manos de obreros blandiendo señales de circulación. Antes de ocurrir lo que ocurrió estuvo pensando, verdaderamente alarmado, en lo que haría ante las dificultades que pudieran surgir.
Había pensado también en cómo sonaría el estampido de la pistola entre todos aquellos ruidos. Tenía el consuelo de pensar que el ruido volcado sobre aquella pista de calor y polvo, no sólo mitigaría, sino que eliminaría, casi radicalmente, cualquier otro ruido, de tal manera que nadie podría relacionar nunca el ruido del estampido con el de una pistola, más bien, pensaba, que sonaría como el petardeo de algún camión.
Tenía delante la imagen, como si otra vez estuviera sentado en el coche, esperando que se iniciara la trágica carrera ante aquel panorama nada alentador de la dificultosa circulación, encajonados entre aquella parada de autobuses que, regularmente, hacían su parada, salía gente de su interior, se desparramaban.
En algún momento no había conseguido ver otra cosa que la gran parada de la alta carrocería del autobús. Por la parte izquierda la interminable riada de coches y camiones, más tarde, cuando el autobús de turno se alejaba algo con su mercancía humana a cuestas, divisaba, algo más lejos, el temible embudo que sería difícil sortear. Había en realidad muchas cosas difíciles a realizar en aquella tarde calurosa y prieta: matar a un hombre, salir de aquel emparedamiento en que les había colocado el forzado stop del autobús, salvar, no sabía cómo, la cola de coches que sólo disponían de una estrecha vía para descongestionarse, salvar también el embudo y las intermitentes interrupciones en la carretera, con los brazos de los obreros emergiendo con la extraña bandera del stop. Era una auténtica trampa en la que habían caído...
Trascendía humanidad a pesar de todo. Era posible contactar este fenómeno. Una difícil experiencia que nunca le hubiera parecido posible.
La imaginación le traía ahora, frente a frente, no al perseguidor, sino al hombre. Quedaba borrado el perseguidor bajo formas de hombre, bajo vestidos de hombre. Pero no era sólo el traje, no era sólo esta frente de hombre, los ojos de hombre, los labios de hombre. Era el hombre mismo más bien: el alma del hombre. Iba viéndole el alma del hombre: una sorpresa desmesurada. Hubiera preferido no haber llegado a verlo, no haber llegado ni a intuir siquiera esta posibilidad de alma en aquel hombre, no hubiera querido tropezarse con esta dimensión, y mantenerse en los terrenos del odio.
Hubiera preferido no haber sospechado nunca, nunca, nunca, que debajo del perseguidor pudiera hallarse un alma humana. Iba viendo esta alma a través de los ojos, de los labios un tanto gordezuelos y a la vez finos de crueldad, unos labios extraños, el labio inferior se abría en formas que daban a entender una desbordada sensualidad, un labio gozador; en cambio, el labio superior se mantenía hermético y fino, sólo como el trazo de una línea, como si a una masa de carne se le hiciese una incisión.
Se imagina tener una bolsa de carne delante suyo, una bolsa de carne como un puching, una pelota cosida por todos los lados, por todos los bordes, Está ahí la masa de carne y todos van amasándola, todos bateándola, arrojándola de un lado a otro como la inevitable pelota de los entrenamientos, y la pelota de carne, el puching de carne, la masa de carne, se queda ahí, ahí está, eso es, es la cara de Somoza, su cara como un puching, esta masa de carne informe y deforme de la cara de Somoza, la elemental materia cárnica de la cara de Somoza, y es, como si entonces viniera un cirujano sobre la cara no cara, sobre la cara que no es cara pero que va a ser cara, la aguda punta del bisturí se queda un momento sobre la masa de carne sin labios, sin ojos, sin nada; el cirujano sostiene en la mano el afilado bisturí; no tiembla la mano del cirujano sobre la cara no todavía cara; la firme mano del cirujano aprieta el bisturí sobre la masa de
carne de la cara no todavía cara; punza el bisturí la masa de carne de la cara no todavía cara y la saja en una línea; queda así abierta la línea de los labios en la masa de carne de la cara no todavía cara; coge el cirujano el gancho y tira del labio inferior hacia abajo; la baña de piel suave que será ya, para siempre, el baño de piel que tendrá el labio superior; permanece, por el contrario, tal como ha quedado dibujado sobre la masa de carne de la cara no todavía cara; una fina línea nada más; así se han dibujado esos labios, los labios de esta cara que ahora se la imagina frente a él, asomándole el alma no se sabe de dónde; nunca se sabrá, ¡qué pena!, de dónde les amanece el alma a los hombres, si de estos labios dibujados como a bisturí y que ahora esbozan una forma de sonrisa, o si de esos ojos que, como en el caso de Somoza parecen haber sido formados de dos puñetazos en la masa de carne amorfa; si de esa frente alopécica, abierta y ancha, con nodulos osales en los dos extremos.
De alguna forma y de algún sitio escapa el alma del hombre de su cárcel carnal. Ahora, siente más que nunca el vuelo del alma del hombre ante sus ojos. No quisiera haberlo imaginado nunca. No quisiera haberlo intuido nunca.
Pero ya, siempre, le será imposible creer que no lo ha visto. Imposible olvidar este encuentro, este tropiezo no deseado, en los terrenos de la imaginación, que ha sido como encontrarse cara a cara en los concretos terrenos de la realidad.

CUATRO
En un vuelo tétrico de imágenes de pesadilla, las morbosas, las obscenas secuencias de un escenario de horror no dejaban de atormentarle.
La distancia entre lo soñado y lo real —aquella

 abrupta desolación y esta cortés deferencia— servía para dar paso a la más viva, abrumadora ensoñación, con retorcidas imágenes en los que se veía anegándose en una dimensión de sadismo y pesadilla, haciéndosele plástica viva todos los terrores que la fiebre le presentaba.

Eran, a no dudar, los fantasmas del miedo, y en la procesión alucinante, se veía tundido, majado, golpeado, pisoteado.
Eran las telarañas de la sinrazón envolviéndole en un denso manto, y en el torbellino de esta pesadilla sentía cómo se hacía un tórculo con su brazo, de manera que hacía presentar todo su vientre sin defensa al agresor. Y, entonces, eran diablos menudos los que se ensañaban atormentándole, y le parecía sentir, en su vientre, en su estómago, un pateamiento progresivo, hondos pinchazos que le dejaban exhausto, molido, con el ala inútil de su brazo torculado arrastrándose por el suelo.
Era un pájaro siniestro, un pájaro de alas rotas, y no se interrumpía el ballet lastimoso en el que tomaba parte. Le parecía que, ahora, se había descabalgado de la silla, y arrastraba sus patas por el suelo como una rana enferma. Debía ser verdad que «el sueño de la razón produce monstruos», y él iba viendo los monstruos aéreos de las brujas en su ballet fantasmagórico.
Adentrándose más en el caótico delirio de la sinrazón, no sabía en qué mundo se hallaba. Y era que su mente había entrado en contacto con la monstruosidad de las formas hipotéticas.
Esta era su razón ahora; su razón era este arrastrarse por los suelos, los largos pies arrastrándose como largas ancas de rana, sin poder encontrar apoyo nunca, nunca, nunca encontrarás apoyo nunca, desde el suelo iba viendo la masa de carne de la cara de Somoza, un puching humanizado, la borrosa y amorfa masa de carne de la cara de Somoza, antes de que el cirujano hubiese llegado a hacer la incisión, naturalmente, aparecía esa expresión fetal en la cara de Somoza,
ahora, por la gran debilidad que se iba apoderando de su cuerpo, veía una larga teoría de caras de Somoza, de antes de que el cirujano llegase a hacer la incisión, se sentía pasando inspección a la galería de vitrinas que, cierta vez, había podido observar en una facultad de Medicina, un largo pasillo con los armarios llenos de frasquitos con hombres renacuajos dentro, había pasado toda una mañana contemplándolos, toda una mañana contemplándose como en el espejo de su embrión propio,
y ahora, hacia el suelo donde él estaba, los renacuajos de hombre le iban mirando desde distintas posiciones, desde los ojos abiertos, desde los ojos cerrados, desde los labios abiertos, desde los labios cerrados, veía sus manos de ratoncitos, sus pies de ratoncitos, nadando todos ellos en ese líquido maravilloso que eterniza la carne, apoyando sus manos de ratoncitos y sus pies de ratoncitos sobre el tabique de cristal, alimentándose todos ellos de ese líquido maravilloso que eterniza la carne, alimentándose todos ellos del formol, «formolizándose»,
contemplar a estos renacuajos de hombre era un gran espectáculo, el más grande espectáculo que ningún humano debiera nunca perderse, no, ni mucho menos, ningún humano debiera perderse nunca el espectáculo de su vida fetal, porque contemplar esta larga galería de renacuajos de hombre era como contemplarse a sí mismo, contemplarse apoyando sus manos de ratoncito y sus pies de ratoncito sobre el tabique de cristal, queriendo salir al mundo desde el vientre tibio y blando, no desde el líquido maravilloso que eterniza la carne, no de dentro del líquido «formolizador», ver y contemplarse, más bien, arañando por dentro los tabiques de carne no formolizados, los tabiques de carne no eternizados, nadando el ratoncito, la rata que era él, en líquidos de vida, nadando en líquidos de madre, en los líquidos tibios y blandos, los ruidos familiares del vientre de su madre, sus largas, cansadas digestiones, los ruidos mil de sus entrañas, este cálido magma de sensaciones maternas, había aprendido a verse como un feto, como un ratoncito humano en el paseo ante las vitrinas del largo pasillo; toda una mañana viéndose en estos renacuajos; pasando toda una mañana en honor de estos renacuajos, sintiéndose renacuajo, renacuajo él como renacuajos los otros, todos renacuajos, renacuajo y ratón y rata este Somoza cuya cara creía ver desde el suelo, multiplicada su cara no cara infinitamente, un infinito de caras de Somoza, de caras no caras de Somoza, de caras de Somoza de antes de que viniera definitivamene el cirujano con su bisturí a rajar nada más, a abrir nada más que una hendidura en esta masa de carne, en esta cara de puching, era monstruoso ir viendo esta superposición de figuras, haciéndose fetales todas estas caras que creía que le miraban, borrándose todas estas caras que creía que se le burlaban, ya no viendo nada, sintiendo solamente un cansancio que era un dolor, pero también sordo, un solo dolor sordo, pensando que nunca debía de haber caído en esta gran caída de la hipótesis de un Somoza humanizado, debería haber visto todas las caras de lobo, lupinas todas las caras, fauces abiertas de dentellada dolorosa, bastaba con ver esas caras de ferocidad, esos colmillos desgarradores, iba sintiendo, cada vez más sordamente, cada vez menos perceptiblemente, el dolor de su cansancio, tan sintiendo poco el dolor, tan lejano el dolor, que ya era como sintiéndolo en otra carne, en otra carne anterior a ésta, sencillamente en otra carne nada más, nada más que en otra carne, cada vez más en otra carne, carnes como estrellas, carnes como planetas nadando en otros mundos,
cada vez más difícil, aun intentándolo, reconocer este dolor como dolor propio, reconocer esta carne como carne propia, cada vez más difícil todo,
como difícil era mover una pierna, una pierna de rana enferma que no encuentra apoyo,
como difícil era abrir un ojo, un ojo cavado en la masa de carne como un puching,
como difícil era volver a su antigua, a su normal posición ese brazo torculado, que ya,
ni brazo era, sino un ala rota,
precisamente la misma ala que necesitaba para volar, para ir volando con su vuelo de ángel por encima de todos estos rostros fetales que le rodeaban,
como difícil era,
cada vez más y más difícil,
recordar algo,
ser capaz de recordar algo,
no dejarse ir hundiéndose cada vez más y más en este sueño,
en este total cansancio,
en este mar de dolores que ya ni dolían...




IV





UNO
Allí donde el sueño concluye está, al fin, la Huida.
La huida está hecha de una lejana, difusa sensación de moléculas que se funden, de átomos que se volatilizan. Se ve cómo el gran hongo, la gran sombrilla, se eleva y se eleva, y una llameante cuadriga, el carro ígneo y alado de Elias, los míticos monstruos volátiles se arrasan en el humo, van ascendiendo, ascendiendo, y la carne tiene un fulgor plateado, se deshilacha en escamas, y ya tampoco hay, debajo de él, el hueso duro y consistente, el soldarse de las vértebras, la sardónica risa de la calavera.
Mañana —y en el mañana los días se amontonan como polvo de acciones humanas, de memorias que se destiñen— alguien contará la historia de un hombre que huyó acezante, perseguido por los fantasmas del miedo, sintiendo el aullido de los perros tras su sombra.
Mañana —y los poros del tiempo se llenan de sombras de personas que fueron escalando las viejas murallas del existir— puede que un ciego de feria, con el mapa de los sucesos desarrollado ante la curiosidad aldeana, con el largo puntero sobre la ilustración ingenua y la voz doblándose sollozante y enfática, contará la historia de este hombre que fue víctima del miedo tanto como de la fatiga, que se quedó ahí, en la estancia donde fuera a pedir, sin saberlo acaso, como los restos de un poder de sacralidad extinto, como un refugio, una cuna, hasta una tumba.
Mañana, cuando el sol intente penetrar por la angosta ventana de la iglesia; —unos rayos de luz jugando entre las telarañas del techo, arrancando un atisbo de sonrisa de la boca de un angelote deformado— y cuando los buitres se inicien, otra vez, en la orgía del día, ya no habrá un ojo insomne de acero, contemplando una cobardía.
Porque pudo ser el miedo en forma de esa lechuza ululante que acude a beber el aceite de los altares; pudo ser la fiebre de una huida sin posible escapatoria; pudo ser el hervor de una pasión inútil, pero, de cualquier manera, entre el duro acicate de las imágenes de crueldad soñadas, en la sensación de desamparo fruto del cansancio, en el angosto pabellón de jaula en que se ha aprisionado, también el ojo insomne de acero de la pistola se apagó.
Fue nada más que una leve vibración sentida en la mano, una salpicadura de sangre, el efímero humo saliendo de la concavidad negroacerada, y ya un halo de valor contornearía el milagro de que un hombre, conturbado por miedos físicos y metafísicos, a la deriva su fe y su esperanza en el momento último, tuvo sin embargo la decisión de no entregar los restos de su libertad perdida, y una especie de silvestre leyenda empezará a crecer en el pueblo, mientras este hombre que la protagonizó permanece caído en el asiento del confesonario; se diría que se ha armado de una paciencia absoluta, por el agujero de las celosías se cree asistir a una fantástica y larga fila de penitentes en algún sombrío ritual de cadáveres, y como si la canción mortuoria fuera resonando, pausada, lenta, solemne, con el órgano asperjando el recinto de notas musicales.
No hay nadie, ninguna mano caritativa que cierre
estos ojos de un mirar alucinado, y en el fondo, en su cristalino espejo, se retrata el paisaje caminado, el paisaje huido: las laderas entre ocres y verdes, la falange estática de los árboles, el vadear del río, los ladridos de los perros, la noche protectora con su neblina de oscuridades, y lo que sobre todo se refleja es esa angustia de la huida...

La huida no es el caminar, sino el ansia. La huida no es el acezar, sino la esperanza. En la huida no hay cansancios, sino sollozos. Y dentro de uno se modula, incoercible, el mísero lloro de la orfandad humana.
En la huida se ve la sombra errante del hombre bajo los cielos, y sobre la tierra, y se siente como se es batido por los mil sentimientos contradictorios: el caminar o el pararse, el llorar o el reir, el autodialogarse o el balbucir.
Dentro de la iglesia, en la oscuridad de las sombras que la pueblan, cualquier ruido externo adquiere una resonancia inusitada, y del mismo orden es el tabaleo del corazón, un cabalgar desesperado, caótico, de los alazanes del miedo. Se ergastula la sangre en sofocos invencibles, y el cálido magma del huérfano que todos somos, trasciende como derramado, como despeñado.
Los manantiales del miedo sugieren esta vocación de huida, y ya nada se discierne posible sino es el gran tránsito, el galopar frenético en pos de las estrellas.
Hay en el cielo, como suspendido, el largo parámetro de un fuselaje fantasma, el fuselaje de un zeppelin monstruo que tiene un extraño simbolismo de omega final, y se tiende hacia él, se mira hacia ese ojo insomne del mecanismo de acero y ya todo se aquieta: se aquieta este maelstrom vertiginoso de la sangre, esas montañas de pavor amarillo tornándose en índigo, el mugido estruendoso en el que el corazón explota sus turbaciones, y hay un momento de una fría lucidez total en el que se interroga al ojo insómne del acero, y brevísimamente, en un lampo de lucidez meridiana, se ve el escenario de la vida, una cuesta arcana hasta llegar a esta cima, a este promontorio en el que un hombre ha matado a otro, en la caída se le ha abierto un rasponazo sangrante en la cara, ha sido como la huella de un bisturí roñoso, y el peso de la cabeza suena contra el suelo con un ruido ominoso, como un tétrico juego de bolos-calavera, lo han dejado ahí como un despojo entre la batahola de gente que se espulga el miedo después de que los asesinos han escapado, también entre la calcinante polvareda de la tarde de verano muriente, ese otro despojo en que se convertirá poco más tarde su amigo, el que quedó tendido por las balas, muerto, como comiéndose el polvo de la carretera vecinal, mientras él echa a correr, sigue corriendo sin saber cómo, sin sentir nada, sólo este acezar angustioso, esta furia de alimaña perseguida que se enfrenta a la tranquilidad del transportista pacífico, esta búsqueda de guarida y de cubil, en las estribaciones de este pueblo perdido, en la aterradora quietud de este lago en sombras que es la iglesia...
Toda su jugosa infancia, en él que no ha dejado de ser niño todavía, se le agolpa en este momento crucial, en el momento en que mira, frente a frente, al ojo insomne del acero, y ve ya, tras el biombo de luces soñadas, el espectro de un fantasma alucinante que se le acerca.
Es la misma sensación de la niñez, cuando intuye, en las tardes quietas y calmas, el palpito de una dimensión distinta. Sabe que, de algún lado, le llegará la avizorada sensación de unos ojos que le miran, que le escudriñan, y siente ese mismo temblor en los ojos, en los labios, en las manos, ese mismo temblor que tiene un momento cumbre de quietud cuando suena el estampido, cuando le ha parecido que ha espantado de su torno la negra y pestilente sombra del miedo, y con el ruido del disparo que rompe la 

quietud del amanecer, los globos de los ojos se le fijan ahincadamente, como clavados en un misterio indescifrable, y antes de que el reguero bermejo de la sangre le empiece a manar de la sien, su cuerpo se bambolea, ni ha sentido siquiera que está en el camino de la gran huida, de que su sombra fugitiva trasciende más allá del tiempo y las distancias, lejos de las pisadas conturbadoras de los que le siguen la pista, lejos de los ominosos ladridos ultramontanos que se prolongan en la distancia, va tanteando la superficie del fuselaje del gran zeppelin aerostático, mientras su cuerpo se abate en el asiento del confesonario, la presión del peso del cuerpo hace abrir la puerta, y como un cuenco de agua se derrama todo su cuerpo sobre las frías losas del suelo...




LOS PUNTOS SUSPENSIVOS

El reloj devana la vieja madeja de la vida humana con un son de queja.
Emilio Correré (La vita frustrada)

La mañana era clara. Cuando las mañanas venían así, él sentía en el fondo de su ser una sombra obsesa, un anhelo, un pesar. Quería este sol, esta brisa, este calor, pero lo quería de otra forma. Ahora iba al trabajo, sobre su bicicleta, y no le dolía el trabajo,
pero le dolía la bicicleta. Todos los días el trabajo e esperaba: era ley. Pero a él le hubiese gustado ir sobre su moto, dueño y señor de la carretera, dueño y señor de la velocidad, del tiempo, de tantas cosas...
Así, de esta forma, esta brisa, este sol, este calor le daban tristeza en vez de alegría. Sin moto, la carretera era un erial: una sucia extensión de brea. Y sobre su superficie, el calor alentaba en vaharadas espesas. Con la moto, en cambio, sobre la moto, la carretera era un terso lago de agua pura, y él iba deslizándose sobre la pista azul como un patinador, como un cisne voluptuoso y soberbio.
En realidad, la distancia a recorrer era corta. Aquí estaba su pueblo, aquí estaba él y un poco más lejos, a la vista, con sus altas chimeneas estaba la fábrica. Dos pasos, como quien dice, nada más. Unas cuantas pedaladas a su bicicleta, y ya estaba. Pero para entenderlo bien era preciso cotejar la diferencia, porque

 sobre la moto todo cambiaba: la brisa, era velocidad; el sol, caricia; el calor, placer. Aquí estaba la diferencia: él pasaría raudo entre sus compañeros y la envidia iría creando un halo luminoso en torno a su cabeza.

—Perra vida —dijo—. Si yo tuviera dinero... En su cabeza se anidaba un avispero de puntos suspensivos: hacía algún tiempo que los puntos suspensivos estaban en su cabeza. El dinero... Sí, el dinero, nada más. Ese era el problema. Y ahí estaban los puntos suspensivos. Con dinero la moto estaba bajo él, bajo sus piernas, como una enamorada dócil, como una enamorada sumisa, y presta, y entregada. Eso pensaba, sí, ¿por qué no?. ¿Y sin dinero?. ¡Ah!, la pregunta era un alfiler: dolía la pregunta. Sin dinero todo era humo: como el pensamiento, como el sueño, como tantas cosas... Sí, esta era la verdad. Había otra solución, claro: quedaban los plazos. Los plazos se abrían como un oasis en el desierto: eran facilidades, todo facilidades. Pero a menudo los espejismos se sucedían. A su debido tiempo llegaban los recibos y, entonces, otra vez hacía falta el dinero. ¡Mecachis con la perra vida esta!.
Pensó que en su casa había dinero. ¿Dónde?. El ya lo sabía. Pero estaban los viejos, y donde están los viejos, ya se sabe, ni hay velocidad, ni brisa, ni moto. En fin, los viejos eran así, no había que lamentarlo. Ellos pensaban en el campo, en el verde campo, y en la azada, y en la vaca; y ahí, precisamente ahí, en la vaca, estaba el dinero. ¿Para qué querían la vaca, vamos a ver?. La vaca era dinero, ¿no?. Pues entonces... La vaca era la moto, y la velocidad, y la brisa, y el placer, y la envidia... ¡Cuántos puntos suspensivos podía solucionar la vaca!. Y nada, no era más que eso: una vaca. ¡La de cosas que se pueden hacer con una vaca...!. Una: se la coge, se la lleva, se la vende y se compra la moto. Esto era suficiente. ¿No era más útil la moto que la vaca?. Y ya se ve lo que sucedía: allá estaba en el establo, en el tibio establo, en el oloroso establo, mugiendo, siempre mugiendo. Le daban ganas de arrearle una patada en la tripa. ¡Maldita bestia! —pensó—. Pero la vaca es dinero, a pesar de todo.
Al mediodía bajó al establo y fue a donde la vaca. La fue acariciando como si acariciara un fajo de billetes. Para él, la vaca era eso: dinero.
La vaca tenía una mirada de eso, precisamente de eso: de vaca; un mirar húmedo, un mirar manso, un mirar de resignación. Descansó la mano sobre su testa, y en sus ojos creyó ver remansada toda la paz, todo el bálsamo de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los mansos...» La carne estaba presta al sacrificio, su pescuezo se alargaba en holocausto, y en su mano la puntilla sería una solución. ¿Qué pensaría ella, la vaca, de todo esto?. Seguramente que iría tejiendo un sueño inconcreto de múltiples posibilidades, y el Cielo estaría en algún lugar de la India, donde le dejaban paso los brahamanes y la profética barba de Tagore iba sembrando un verbo humano y cordial.
Mugió de aburrimiento, de cansancio. El pensó: «¿Para qué quiere la vida?. Matarle no sería nada, sólo caridad». La cola hizo un movimiento de brocha gorda: un movimiento perezoso, de indolencia. Una nube de moscas se agitó, pegajosa. Mugió otra vez y movió las quijadas rumiando posiblemente la idea del Paraíso. ¿Qué idea podía tener una vaca del Paraíso?. Cada ser tenía de ello una idea particular y concreta. Para él una moto en la carretera. Para otros: otras cosas. Había quienes se complacían en angelitos, o en músicas, o en vino, o en mujeres. Tantos hombres, tantas ideas. Los tontos pensaban en tonterías, él en la moto, ¿y la vaca?. Su Paraíso podía consistir en bien poca cosa: un bocado de hierba entre los dientes, un montón de helécho a sus pies y un rubio recental, tierno y lametón, colgánole las tetas. Eso podría constituir todo su Paraíso, todo su anhelo, su sed de Paraíso. ¿Valía la pena vivir para no desear más que eso?. ¡Bah!, llevarla al matadero sería una solución, una caridad...
Pero estaban los viejos.
—Que se vayan a la porra —pensó—. Si no fuera por los viejos...
Los puntos suspensivos seguían siendo una obsesión: había que ver la de puntos suspensivos que había en el mundo: el dinero, los viejos, la vaca, la moto... todos eran puntos suspensivos. Y todos parecían haberse concentrado en su cabeza, bailar en su cabeza la loca danza de la fantasía, doblar la esquina de la realidad, esa esquina hiriente, esa frontera donde terminaba la realidad y comenzaba el ensueño.
Todo podía ser más fácil sin los viejos, claro, pero los viejos existían y estaban en el mundo, en este mundo suyo lleno de problemas, creando esos inconcebibles, esos absurdos, esos caprichosos puntos suspensivos. Y con ellos, con los viejos, todos los problemas volvían a situarse en primer plano, todos los obstáculos estaban ahí, como un paredón insalvable; todos sus anhelos se convertían en sueños. Palpó las colgantes, las secas ubres de la vaca. Había que decidirse...
Por la noche, ante los viejos, soltó la insinuación:
—Quiero comprar una moto —dijo.
Los dedos del viejo atacaron la hirsuta pelambrera de su colodrillo. Sus pensamientos se concentraron en la idea del dinero y en la manera cómo aquel hijo suyo pudiera haber ganado tanto.
—Tú veras, hijo...—se disculpó.
La vieja empezó con una estadística de los accidentes.
—Eso es muy peligroso —habló—. Ya sabes lo que le sucedió a...
La relación de los accidentados era muy larga.
Cortó por el comienzo, con suficiencia, como si todo aquello nada tuviera que ver con él.
—Es que no saben andar —les despreció—. A mí, nunca puede pasarme una cosa de esas. Son idiotas, vaya.
—Ten cuidado, hijo, ten cuidado... —fue diciendo la madre.
El padre decía solamente:
—Tú verás, hijo... —y seguía rascándose el colodrillo.
Después, la boina fue dando tumbos sobre su cabeza, inquieta y nerviosa como su amo.
—¿Cómo has podido ganar tanto dinero? —indagó, al fin, la curiosidad del viejo.
—Ahí está, precisamente, el problema...
—¿Cómo?. ¿No tienes dinero?.
—Puedo pagarla a plazos —insinuó en una sonrisa.
—¿A plazos?.
—Sí, aunque no me gusta, porque de esa manera siempre se paga más de lo que vale.
—¿Cómo entonces?.
—Pues... he pensado en la vaca...
—¿En la vaca?.
—Sí, en la vaca...
Por allá abajo, por el establo, la vaca mugió: quizás por haberse dado cuenta de que hablaban de ella.
—Sí, la vaca, esa vaca inútil —pensaba él.
—La vaca, mi pobre vaca... —pensaba el viejo.
Desde el establo, desde el tibio, desde el oloroso y oscuro establo, llegó otra vez el mugido, y el viejo quiso huir del diálogo, escapar de la claridad, de la luz del diálogo, para esconderse en su pena, en su dolor, en su desilusión.
—Voy a darla de comer —dijo, y se atrincheró en esta excusa para bajar.
Allí fue acariciándola, llorando sobre ella, palmoteándola, dándola de comer.

—Mi vaca, mi pobre vaca... —sollozaba.
Llenó el pesebre de hierba verde, de hierba blanda y lozana y después, entre las manos, se le fue ahilando una menuda lluvia de grano. El sollozo, el gemido, era estéril: así lo entendió. Era lo inevitable, Cada edad, cada momento, traía su propia euforia, su anhelo, su sed. El había envidiado los verdes campos, la vaca, la heredad, y Dios, el sabio y generoso Dios, se lo había concedido. Trabajando, claro, pero él sabía que con el trabajo, sin Dios, era imposible. Ahora venía la juventud y traía nuevas inquietudes, nuevos anhelos, nuevas envidias y era justo tratar de saciarlos. Dolía el renunciamiento, la abdicación de sus sueños más queridos, pero era fuerza. El hijo era su continuación, el brote nuevo, el flexible sarmiento de esta cepa agarrotada que era él. Y el hijo quería una moto y la tendría...
Por el establo, plácido y mártir, paseó el fantasma del pelícano, ese animal admirable.
Cuando subió, la decisión había dibujado un pliegue tenaz en su frente arrugada. «Tú verás, hijo...»     —pudo pronunciar, y su cuarto fue el cubil de la fiera herida, el santuario de su corazón partido, la trinchera en donde el dolor agonizaba con la resignación.
A la mañana, el hijo fue a donde la vaca y se la llevó. El prado lloraba. Ambos, unidos por una débil cuerda, fueron hollando el rocío, esa efímera lágrima de la hierba sencilla. Al viejo le ardía por dentro una inconcreta curiosidad y abrió la ventana para ver a la doble sombra que se alejaba hacia el pueblo.
—Ya se la lleva —dijo a su mujer.
La vieja renqueó sus huesos en la cama:
—Que Dios le ayude —rezó.
La mañana fue pasando como un rosario entre las manos de Dios: una mariposa voló de flor en flor, voluble y gozosa; las golondrinas fueron creando el arabesco de sus cabriolas a ras de tierra; una bandada de vencejos chirrió en la altura.
La mañana era una bendición y Dios se complacía en adornarla con lo mejor suyo, con todos los dones maravillosos de su mano augusta. El viejo había cogido la azada y había marchado a doblarse sobre la tierra, sobre su tierra, a fertilizarla con su sudor, a contemplarla entre sus manos, entre sus acortezadas manos de campesino. El hijo era ese ser absurdo que no quería a la vaca, que la llevaba atada con una cuerda, y que deseaba una moto, ¡cómo la deseaba!. En su casa la vieja era una oración, un disco rayado que repetía: peligro, peligro, peligro... Y una araña feliz, con la panza llena de sangre de moscas, se ocupaba, perezosa, en hilar su tela. Esta era la mañana.
El mediodía se tendió sobre los surcos: su cópula no era obscena. La lombriz se estiró acogiéndose a la humedad. Sobre los pastos, el vaho iba creando montoncitos de humo.
El iba en el ruido, flotando en el ruido, subiendo, corriendo en el ruido.
—Ya te tengo —pensaba.
El iba conociendo la gloria, el placer, el triunfo de la posesión.
—Ya eres mía —gritó.
El viento le arrebató el grito de una bofetada y se lo llevó entre sus locas ondas. No importaba, nada importaba. Sólo esto: esto era la velocidad, y el vértigo, y el gozo. La envidia se había anillado como una serpiente y estaba calentándose al sol, en el corazón de la gente.
El motor roncó: era un reto, una gallardía. Su cuerpo, en escorzo, era mítico. Un centauro de hierro iba por la carretera: él era el centauro.
En su casa, la comida estuvo adobada de tristeza. En la cabeza de los viejos se iniciaba la zarabanda de los puntos suspensivos: el mundo estaba poblado de



 puntos suspensivos. A veces, huían para nacer en otras cabezas: los puntos suspensivos eran unos bichitos que iban buscando el agobio en las cabezas. Ahora, los puntos suspensivos equivalían a temor, a presentimiento, a tristeza, a dolor... ¡Qué de puntos suspensivos había por el mundo...!

El no fue a comer. Prefirió la carretera: la furia, el delirio, la embriaguez de la carretera. El era ese niño a quien le han comprado zapatos nuevos. Nada más. Dentro sentía ese corazón de niño, ese corazón esponjoso, ese corazón tierno, ese corazón también cruel. Su crueldad estaba en su casa, en los viejos, que contaban un suspiro por cada respiración. A veces, muy pocas veces, venía el recuerdo: «Los viejos...» —recordaba, y se quedaba un poco triste, un poco nada más. La moto, su marcha, era lo bastante interesante como para hacerle olvidar los tristes, los inútiles recuerdos.
—Ya han vivido lo suyo, ¿no? —se excusó ante su conciencia—. Ahora me toca a mí.
Brillo: la carretera era brillo. Por momentos se podía imaginar que Dios era un limpiabotas y que se había pasado toda la mañana, dale que dale, con la bayeta. Y la había dejado bien, ciertamente. Dios era así: cuando le daba por ahí, sabía hacer las cosas.
Un lampo fugaz una ventolera, y algo pasó raudo haciéndole burla. «M.G.X. 108» —pudo leer. Debía ser extranjero.
—Eso sí que es vida —pensó.
Un coche así, abierto a todo, con el aire en el cuerpo y pasando a todos. Distinguió el caleidoscopio íntimo, obsceno para él, de una mujer aferrada, enquistada en un hombre. Se le afilaron los dientes de envidia: era como morder un agrio limón.
«Esos extranjeros...».
Se sintió rebelde, con una rebeldía que le brincaba en el alma: el coche aquel era como para ponerle rebelde a cualquiera. Compendiaba todo lo grato y placiente que tiene la vida.
La imaginación, ese sentido del placer estéril, iba haciendo equilibrios en la cuerda floja de la posibilidad.
Giró el acelerador hasta el tope. Delante vio una moto.
—Una Vespa —despreció.
Se sintió Gulliver en Liliput.
—Vaya una porquería —dijo.
El llevaba una moto que parecía piafar de impaciencia. Se sintió acercarse a cada momento.
—Ya está —sonrió.
Miró de perfil: era burla. El orgullo, el verdadero orgullo, cabalgaba a su lado. Fue pasando, pasando. .. La «Vespa» quedó atrás: sus patas de enano no podían competir con las suyas de gigante.
—Hala, chúpate esa —dijo.
Se sintió señor, amo. Era peligroso sentirse amo, y creérselo peor. El se lo creyó.
Pasó otro coche envolviéndole en el polvo. ¡Bah!, con los coches no se metía; los coches pertenecían a otro mundo. Su ataque se centraba en las motos, y hasta ahora, justo era consignarlo, sólo había cosechado victorias. Ya le había dicho el vendedor:
—No tiene contrincante.
Y él estaba deseando medirse con uno de poder a poder. Pero nada, no aparecía nadie: era de asco.
Se paró, necesitaba pararse. Esperaría: eso es, se pararía al borde de la carretera y se quedaría esperando. Necesitaba un contrincante de peso. El desprecio era una forma del orgullo: él se sentía penetrado del espíritu del desprecio: anegado en su cauce.
Una «Sanglas»... Esta era la ocasión. Se levantó y le dio al pedal de marcha. «Ahora verá ese memo» —pensaba—. La «Sanglas» pasó a su lado con potencia de campeón. Su motor se mecía al ritmo comodón de los cuatro tiempos.
El salió, como una flecha, por detrás. Vibró. El motor parecía saltar de coraje.

—Así te quiero —dijo.
La «Sanglas» por delante, era un rinoceronte en plan de velocista.
El se decidió por darle caza. El de la «Sanglas» volvió la cabeza y le miró: en sus labios relucía una sonrisita de conejo.
—Ahora verás, cacho c...
Giró el acelerador poniendo al motor en toda su potencia. Sintió ganar terreno. Ya casi estaba a su altura .Se puso par a par...
Y         vino el apuro. Un coche intentaba pasarles por su misma mano, mientras otro venía en dirección contraria.
Si la «Sanglas» aflojase, él podía adelantarle. Pero nada: seguía sin dar su brazo a torcer.
—¡Ufff! —hizo.
Ahora, la carretera era ancha otra vez. Ya había pasado el apuro. La «Sanglas» seguía allí, unos cuantos metros por delante de él. Estaba jugando. Se veía que estaba jugando. Apretó los dientes, se agachó sobre el aparato y apuró hasta el máximo su potencia. Otra vez se vio ganando terreno...
Y         surgió la curva. Se vio perdido, totalmente perdido. No podía dominar la máquina: era imposible que pudiera dominarla.
—¡Mi madre! —dijo.
Nada más. La moto rozó el borde de la carretera por su mano contraria.
—¡Mi madre! —cerro los ojos.
Se vio haciendo eses por en medio de la carretera, dando tumbos, sin conciencia de lo que hacía. Después, poco a poco, consiguió hacerse con el control de la máquina.
—¡Mi madre, qué susto!.
Era verdad. Ahora tenía miedo, verdadero miedo. Paró la moto.
Se vio mojado; en los brazos, la carne de gallina ponía su granulado áspero, y por la frente le corría un sudor frío. Suspiró, envuelto en una nube de angustia, de vértigo, de miedo. La «Sanglas» ya se perdía por la carretera sin fin.
—¡Dios, qué susto! —dijo, y notó que tenía miedo, y fue recordando a la vaca, a la humilde vaca, y a los viejos, sus pobres viejos...
La carretera seguía abierta, charolada, brillante, y él estaba allí, mano sobre mano, pensando, de miedo de montar sobre su máquina...


DIALOGOS DE AMOR



La tarde se calcinaba en un temblor del sol y continuaría así hasta el atardecer: ya lo sabía.
Estaban solos con la Historia. La Geografía no contaba. La geografía era un monte, un río, el mar, que veía allá, a sus pies, profundo y magnífico.
—¡Thalassa! —había gritado él.
Y ella le dijo:
—¿Qué dices?.
—El mar —contestó.
Estaban rodeados de helécho y de historia. El helecho era verde; la historia, de piedra. Ella y él estaban así, en la tarde, bajo el sol, muy juntos. Por el mar pasaban Roma, y Fenicia, y Cartago, y allá abajo, lamida por las olas, estaba una casita blanca, mientras los berberiscos atracaban en la playa. Era fácil imaginar.
Ellos se habían acercado hasta allí, muy juntos, agarrados de la mano, como dos hermanitos que se quieren. La sombra de Aníbal iba sobre el Pirineo a lomos de su elefante, mientras Escipión estaba esperando, en África, su vuelta. Ella y él, cogidos de la mano, no pensaban en Aníbal, cuya sombra se bosquejaba sobre el verde azul del monte, ni mucho menos en Escipión, cuya espera era un triunfo. Ellos




 iban pensando en la tarde, en el sol, en la blanda acogida del helécho, y en sus manos.

—¿Nos sentamos? —dijo él.
—Aquí no, más adelante...
Era la defensa del miedo: el presentir del gozo. En sus almas, un pajarito loco, el pájaro del amor, arrullaba.
—Nos sentaremos aquí —opinó ella.
—Bueno...
—Está blando.
—Bueno...
—¿Por qué no dices más que bueno?.
—Porque todo me parece bueno. En este momento y en este lugar todo me parece bueno, como si los ángeles hubieran mullido el helecho, o el genio de Aladino estuviera a nuestro lado, para confortarnos.
—¿Quién te gusta más?.
—¿Quién?.
—¿Los ángeles o Aladino?.
—Los ángeles.
—¿Por qué?.
—No hay por qué. Me gustan los ángeles: es una palabra bonita y he soñado con ellos.
—¿Con ángeles?.
—Con ángeles como tú, mi vida, y con arcángeles, y hasta con algún que otro serafín. He soñado mucho.
—¿Y conmigo?.
—Contigo, siempre. Tú también eres un ángel. Pero ahora sueño contigo más que nunca.
—¿Porqué?.
—Porque te quiero. ¿Por qué iba a ser?.
—¿Y cómo me sueñas?.
—Como un ángel, ya te lo he dicho.
—¿Siempre como un ángel?.
—A veces, no. Soy hombre.
—¿Qué soñáis los hombres?.
—¿Y las mujeres?.
Un rubor fue encendiéndose en su cara. Como si el sol, tan pujante y bravo, fuera caminando hacia su ocaso.
—No, no te avergüences —le pasó la.mano por la cabellera y se le quedó, parada, en el cuello, donde el cisne iba dibujando una curva voluptuosa—. Los hombres, a veces, soñamos unos sueños un poco sucios...
—También las mujeres... —empezó ella con un hilo de voz en el que la vergüenza iba dejando un reguero de puntos suspensivos.
—Sí, también, es lo animal nuestro.
Callaron. Un milano se detuvo encima de ellos, con las alas desplegadas, inmóvil, avizorando lejanías y atalayando horizontes. Sobre el mar pasaba la silueta humosa de un barco: gris en lo verde.
Se tendieron. El helécho, sobre sus frentes, fue dejando la impresión de su tacto, tan parecida al hilo de una araña que corretea por la frente. Así, tendidos, el sol era cruel y los ojos se le fueron achicando ante su fuerza. Ella se recostó, mientras la sombra iba llegando hasta él.
—Así.
Ya no estaba el milano. Sus ágiles alas le habían llevando hacia otro lugar, un lugar lejano, y se le veía debatirse contra el viento, contra la gravedad, contra la inercia.
El fue tactando la geometría de ella, de su cuerpo. Ella se dejaba hacer como si toda aquella caminata no tuviera más móvil que este recostarse, como si sus ángeles les hubieran llevado hasta allí, agarrados ellos también a sus manos unidas, como si toda la tarde, todo el mar, toda la montaña, estuviera expresamente diseñada, creada, moldeada para ellos. El dios del amor, ese dios gordinflón y niño, estaba frente a ellos, con su sonrisa de niño, con su boca de niño, con sus ojos de malicia. El fue acariciando su brazo, en donde la carne morena, carne caldeada al sol, tenía ecos de sensualidad y paganía. La manga,



 escotada, dejaba ver la axila, y la mano de él fue demorándose en este largo camino del deleite, hasta pellizcar esa región sombría en donde toda mujer ha escondido un pequeño detalle de su intimidad.

Se removió, como si aquel tacto perturbara la ordenada tramazón de sus instintos. Sintió que la mano, cada vez más audaz, remontaba la dulce cuesta del pecho. Notaba por dentro una gran paz, un abandono inmenso, una inmensa confianza.
—Habíame del amor —dijo, y se volvió de cara a él y se le acercó de forma que sus caras se juntaron. «Querida»— susurró él, y le chupó los labios. «Querida».
—Habíame del amor.
—Esto es amor —dijo.
—No, más, quiero que me digas más, tú sabes hablar del amor como nadie.
—Pálpame el corazón —pidió.
Ella le llevó la mano al corazón y sintió su palpitar, y le pareció que algo caliente y luminoso estaba en su alma y que le iba ganando un afecto imposible.
—Esto es el amor, querida —dijo él—, este palpitar, y esta tarde, y este sol, y este mar. Todo el momento, nuestro momento, está hecho de amor, y todo cuanto nos rodea participa en ello.
—Más, dime más. Dime del amor dulce —dijo ella.
El la cogió entre sus brazos y selló sus labios a los de ella. Su lengua tanteó curiosa en la boca de ella. Pasaron lentos momentos de delicia, y después él, todavía con el sabor de ella, le dijo:
—Este es el amor dulce.
—Y del amor bonito.
La mano de él tanteó las riberas del muslo. Una seda florecida le rozó la mano en suavidades. A ella se le hincharon los pechos, y sintió que una cosa dura se le atravesaba en el sexo.
—¿Te parece lo bastante bonito? —le preguntó él.
—Sí, dime del amor cruel —sus labios casi no pronunciaron la palabra.
La mano fue todavía más audaz y apretó. Ella no pudo reprimir un involuntario grito de dolor. Había una rebelión de la carne que ella no podía eludir, una rebelión que iba naciéndole más que del corazón y de la carne, de su alma: un dolor frío, una sensación distinta, acida, inconcreta, como un mordisco de manzana o un limón en la boca. Una agria sensación de algo que podía acontecer, y el dolor de la espera.
—Y ahora te explicaré, si quieres, el amor, el verdadero amor, sin adjetivos.
—Después mejor —dijo ella.
—Mejor.
Se quedaron así, recostados, mucho tiempo, juntos el uno al otro, sintiéndose, amándose, queriéndose, pero sin hacer nada, sin pensar nada más que en su felicidad, mientras el sol, poco a poco, iba perdiendo fuerza.
—No me importaría hacer el amor ahora —dijo eUa.
El la miró y sonrió.
Poco a poco, la tarde iba declinando hacia la sombra. Su perfil de cromo se diluía en el gris. Ya el sol no hería. Era el momento ideal para estar así, tendidos, dos en uno, sin que ninguna molestia, ningún pesar se interpusiera. Ambos, la cabeza muy junta, fueron mirando hacia la comba azul que sobre ellos iba degenerando en colorido.
—¿Cómo te imaginas a Dios? —preguntó ella.
—Con barbas —rió.
—Pero, ¿cómo?.
—¿Cómo qué?.
—¿Cómo te lo imaginas?.
—Muy difícil: no me lo imagino.
—¿Nada?.
—Nada.
El mar ya no era tan azul: se lo iba comiendo un verde botella oscuro. Una brisa, brisa marina acarició el helechal. Renació un frescor de sus pechos caldeados, mientras que la tierra provocaba una ligera sofocación en su torno. Ella no se sentía tranquila; tuvo miedo; un miedo pequefiito de pensar que ella no pudiera estar a su altura. El sabía tantas cosas que, ahora, su ignorancia se reflejaba tersa como en un telón de cine. No se avergonzaba de su ignorancia, sólo tenía miedo de no llegar al pensamiento de él, de no poder creer las cosas que él creía, que él decía. Era un miedo obtuso, el miedo de no poder llegar a donde él, a él que era su meta, su destino. Pensó preguntarle más cosas, pero nada, no le salía. El cavó en sus dudas, en su pensamiento. Otra vez, la mano fue rebasando la frontera del deleite, internándose por el milagro de hacer que su carne se hiciera tensa y vibrante. Así fue. Sobre los muslos creció un ímpetu de amor, una exaltación, un gozo.
Encima, la noche era un murciélago que se insinuaba con sus alas de goma. Ellos lo vieron y se recostaron más blandos ahora, envueltos en oscuridad incipiente, rodeados por la sombra azul y espesa del misterio. En ella prendió algo como el germen del miedo. Se levantó un poco y pidió: —Vamonos ya.
—Todavía no —dijo él—, todavía es pronto. Vamos a ver oscurecer en el monte. —Pero estamos lejos —opuso ella. —No importa, conmigo no te debe importar. Era la hora gris en que se pueden permitir muchas cosas: hasta lo prohibido. Era la hora en que el demonio se aprovecha de pequeños detalles, de favorables circunstancias, la hora en que Dios parece que cierra el triángulo ante sus ojos y hace la vista gorda, la hora, en fin, que no cuenta.
     El deseo fue tomando forma, como un cuerpo. Ella y él, los dos, sentían el deseo, pero lo sujetaban corto, conscientes de su poder, de su voluntad, de su dominio. Había unas fronteras que, por voluntad suya, eran infranqueables. Algo así como el deseo en pildoras. Por grados, todo se podía medir por grados, como los ángulos, como el alcohol, como las lentes. Todo dosificado.
Le dieron la vuelta al amor. Tras el monte se adivinaba un vislumbre de claridad: la luna se mecía en su luz de huevo.
Se sintieron ahitos de deseo, cansados de deseo. Era la hora del remordimiento, ese pequeño remordimiento que, a veces, suele derivar del amor: arrepentimiento de no haber podido hacer todo lo que el deseo puso como meta. En el corazón se había emboscado una minúscula gota de pesar, un incierto matiz de aburrimiento.
—Vamonos, mi amor...
La luna ya estaba muy alta sobre el cielo azul. El campo estaba poblado de fantasmas. Abajo, sobre la playa, las olas eran lenguas lametonas, lascivas y voluptuosas. La alta luna estaba profunda en el mar, profunda y fría, distante, como un mágico mundo de esperanzas.
—Mira —dijo.
La luna descansaba sobre el mar verde, sobre el mar azul, sobre el mar negro. La luna era una tersa cortesana que, todas las noches, iba a acostarse en el mar.
—Mira —repitió.
Ella salió de las cerradas valvas de su alma, de esa su alma encofrada en los placeres de un momento cercano. Sus piernas, sobre la hierba, destrenzaron una geometría de pereza,
—¡Qué joven es la luna! —dijo soñolienta.
—Eternamente joven —confirmó él.
Un rescoldo luminoso navegaba por el mar, tran-
quilo y majestuoso. La luna, alta en el cielo, luna profunda en el mar, era un luminoso cargamento de ilusiones.

—Bésame —pidió ella.
Cerró los ojos. Le gustaba ser besada con los ojos cerrados. Así gustaba con una delectación morosa, silente, cerrada. Sólo ella frente al beso, como si en todo el mundo no latiese otra cosa que este beso brotado del amor, estos labios sellados a los suyos.
El, no, él los mantuvo abiertos, queriendo gozar también de este abandono de ella, de esta laxitud suya, de su amor que, ahora, estaba entre los dos, prendido a sus bocas.
Se chuparon los labios. Las manos de él iban contorneando su silueta, floreciéndole la mujer, toda la mujer, en las yemas de sus dedos. Había una arbolada sensación de sensualidad. Iba prendiéndoseles una dulce magia de silencio. El silencio estaba entre los dos, como un amigo fiel, como una cálida manta, cubriéndoles. La mano de él, acarició su pierna.
—No, otra vez no...
El siguió acariciando, casi sin darse cuenta, como una inconsciente prolongación de su amor.
—Me pondré nerviosa otra vez —dijo ella.
—Tienes razón.
—.. .y no acabaremos nunca.
—No quisiera acabar nunca.
—Pero tenemos que irnos, tenemos que acabar.
—Sí... —pronunció él, pero siguió acariciando.
—Bueno, ya estoy nerviosa otra vez...
Era verdad. Se sentía temblar, ganada otra vez por la fiebre del momento. Cada vez era nuevo: se sentían nuevos cada vez que se amaban.
—Oye, —dijo él— quiero saber todo lo tuyo, toda tu vida, ¿me contarás?.
—Ahora no. Ahora es tarde.
—No, ahora no, pero ¿me contarás?.
—Sí, luego...
—¿Has amado alguna vez?
—A tí siempre.
—Pero antes...
Ella se ruborizó y por la cabeza le pasó la imagen de sus curiosidades infantiles. Su dedo se sintió culpable.
Pero se rehizo. Ahora ya no había vergüenza, sino paz. Fuertemente apretado contra él, ella sentía que no era difícil ser sincera, que decírselo a él, era como recordarse a sí misma, aunque el recuerdo, también dolía.
—Es la vida... —facilitó él.
—Sí, la vida... —ensoñó ella.
Ahora, de cara al cielo, fueron mirando la belleza del firmamento. Todo el cielo estaba constelado de muchas luces que chispeaban a cada momento. El camino de Santiago era el paso de un harinero por los caminos del infinito.
—¡Qué hermoso es todo! —dijo ella.
Sí, el cielo es hermoso, como el mar, como la tierra.
Sobre su cabeza, las puras estrellas eran frías. Iban nadando en su propia luz blanca, distantes, egoístas, hasta absurdas también. El fue nombrándolas, paladeando su nombre, bautizándolas ante ella como globos de juguete. Ella iba recreándose ante aquellos nombres en donde la antigua mitología volvía a encontrar un motivo de pervivencia: Sirio, Rigel, Casiopea, Orion, Aldebarán...
—Repite —pidió ella.
—Sirio —dijo él.
—¿Quién es?
—Aquella...
Descansó la mejilla sobre su mano. El índice era un punto de mira que señalaba el infinito. En el espacio, millones de puntos fosforescentes, temblaban.
—¿Aquella?
—Aquella.
Los dos atornillaron su mirada sobre aquel azulado mar, inverso mar del cielo, en donde bogaban las carabelas del Señor. Y él se puso a contarle la historia de las estrellas. El Zodíaco comenzó a girar en una sucesión singular, en la que la maravilla apuntalaba la erudición.

—¡Cuánto sabes! —dijo ella, admirada.
—Vamos —dijo él, y se levantó.  
Sobre el mar, la luna iba recorriendo una travesía de belleza. Ellos, apretados, la vieron ir surcando, despacio, rodeada de peces y de cielo.
—¿Vamos? —repitió ella.
—Sí —dijo él, y le apretó la mano.








EL MOSCARDON





«La naturaleza no produce felizmente, sino de tiempo en tiempo, de aquellos monstruos, cuya ferocidad extraordinaria y criminales inclinaciones afligen tanto a la humanidad que confunden las meditaciones de los más doctos metafísicos».
Agustín Pérez Zaragoza («Miladi Herwort y Miss Clarisa, o Bristol, el Carnicero asesino»).

Cuando la sacan del pozo, el cuerpo de la niña despide un olorcillo dulzón, y la pegajosa mosca de colores metálicos revolotea incansable en su torno. Por su pierna se ve a unas hormigas que se pasean. El labio inferior presenta el pálido color de la muerte, y sin saber cómo, siente sobre su labio como el sabor de ese labio. Cuando vuelve a casa está allí la pareja de la guardia civil esperándole. (No me pueden coger. No pueden saber nada. ¿Cómo han venido aquí?. ¿Por qué han venido aquí?).
—Le esperan a usted, señor Amaro.
—Venga con nosotros.
Hay horas del día que ruedan despacio, al ralentí horas sin engrasar, chirriantes. Amaro Louro siente en sus manos el peso de la niña. Un peso suave. A mitad de camino la niña le dijo que le llevara a aupas. Amaro lo hizo. A Amaro, con la niña en aupas, se le presentó el problema de su sexo, como un tirón bravio. Sintió el peso débil de la criatura, más débil que él mismo, más débil que su propia debilidad infame, una viscosa timidez, una furia impotente, soy débil, soy débil, soy débil, como una maldición. La carne de la niña, hecha de sedas y de leche, blanduras, turgencias, suavidades, le rozaba la áspera mano

 endurecida de bregas y trabajos, de sudores y soles. Sin dolerle, sin sentirse canalla por eso, su mano se aventuró por entre los vestidos de la niña. Sus ocho añitos tuvieron un tierno sobresalto, pero Amaro retiró la mano en el preciso instante, en el instante en que la niña iba a iniciar, quizás, un retroceso. La calle llena de gente le dio miedo. (Que no empiece a chillar). Vio el chillido en el aire rasgando la azul paz de aquellas gentes que iban a su trabajo, a sus quehaceres, a sus paseos.

—Mira, te voy a comprar un Chupa-Chups.
La dejó ir hacia la mujer del puesto ambulante, una mujer gruesa, como una araña en sus dominios, sólo brazos.
Más tarde, la mujer podría recordar: un hombre con una niña, sí, ésta es la niña. En la foto del periódico la niña no llevaba el mismo vestido, era una foto que le habían sacado hacía ya mucho tiempo, un vestido con volantes muy mono, la habían recortado de una foto familiar (piden una foto para el periódico; ésta es la más reciente —dijo la madre; la recortamos y que salga así—), así recortada parecía como la silueta de una niña de circo, aup, aup, aup, como una grácil écuyére.
Amaro se había quedado atrás (no conviene que la mujer me vea, no conviene que nadie me vea con la niña) de forma que, cuando al día siguiente apareció la cara de la niña en el periódico, ella, la gruesa mujer del puesto, ni siquiera la miró, leyó sólo la noticia, y fue el interés el que le hizo fijarse de nuevo en la foto de la niña, y la relacionó con aquel hombre que no se había acercado al tenderete a acompañarla: había algo de huidizo en aquel hombre, dijo la mujer, algo como si tuviese miedo de que le viesen acompañado de la niña.
Amaro le había cogido de la mano y la niña iba chupando el Chupa-Chups, la pequeñita mano tironeándole por entre la gente, hacia su casa.
—No, todavía no iremos a casa. Vamos a dar un paseo.
La pequeña plaza tenía un peligro evidente, con esa gente ociosa, pequeños comerciantes a la puerta de sus negocios, un hombre o una mujer que han salido al portal no se sabe para qué, los cuatro o cinco viejos que se reúnen todas las tardes en el banco que recoge toda la sombra de la tarde, con el sol ocultado por el último chaflán de la última casa y al que le va dando mordiscos de rabia, banco oreado por la brisa que tamizan los plátanos, por el murmullo de la fuente, de la paz, de la melancolía de las horas.
Como un espejo de los tiempos que nos resbalan, el reloj pautando la vida, señalando más que a nadie a estos cansados viejos que descansan sobre el banco, una hora cruel, marcando a cada golpe del péndulo, una incisión más, cavando de mínimas grietas, de arrugas, su frente, sus manos, sus conciencias.
Por la callada plaza sus pisadas que no suenan. Ni pregunta la niña nada, y Amaro va ocultando el bulto de su cuerpo, casi como caminando de perfil, imaginándose que no le ven, como el eterno avestruz que es, siempre, todo hombre. Ya sabe —con una certeza que le duele en ocasiones, un dolor de sobresalto crecido por la región del pecho, hacia el corazón, una especie de ansiedad y angustia— que suceda lo que suceda, no desandará ya el camino emprendido, que necesariamente se consumará lo que se ha de consumar, una decisión tomada, una tarea emprendida. No le apartaría de esta decisión ni aunque viera ahora aquí a la abuela disputándole la nieta, brazos como sarmientos rasgando el ciclorama azul de la tarde, oraciones como blasfemia. Sabe que seguirá caminando así, la mano de la pequeña entre las suyas, por plazas en sombra, siempre de perfil, hurtando el saludo y la sonrisa. (Si alguien me ve estoy perdido. Porque yo no me echo atrás. Me iré con la niña pase lo que pase).
Le gustaba la niña. Pasaba eso. Mejor dicho, le gustaban las niñas. Algo que, al principio, se había ocultado a sí mismo como una enfermedad. (Será que no soy normal, pero, ¿por qué?. ¿Por qué no soy normal?. ¿Por qué no seré yo como los otros?). La eterna pregunta del individuo le rebotaba en las cárceles interiores de su alma. Era la pregunta del uno, yo, yo, yo, yo mismo, la que abría su frente de batalla (¿por qué tengo que ser como ellos?, ¿por qué no ellos como yo?) con una fiebre de autoafirmación temblándole en cada latido, levantando la mano crispada por encima de estas arenas movedizas, este apretujón de gentes que van exigiendo el mimetismo (tienes la obligación, te exigen, de ser como todos, pensar como todos, hacer lo que todos).
No, no, y no. Ni un grito, ni una negación: una herida. Tardes enteras viéndolas jugar, apostándose tras los árboles, un parque de niños incendiados por tantos rubios cabellos, una bicicleta montada por un querube, un extraño caballito que sólo había aprendido a balancearse no a caminar, el surtidor de agua, boquitas sedientas, y esas niñitas vestidas de azul, todas las niñitas le parecían vestidas de azul, un azul de cielo, un azul de fantasía, un azul de ilusión, globos en azul como esos azules ojos de los enterrados que van volando en las luminarias de los fuegos fatuos, en la noche de difuntos hay en su casa un gran vaso roscado, lleno de aceite, lleno de lamparillas, y él se ve mirando desde la ventana a lo negro de la noche, sombras trepando por las paredes, y se imagina ver a las niñas jugando a la rayuela, al toco-toco, el piececito azul intentando no pisar la raya, los ojos azules escrutando el cielo azul, ojos ciegos y un poco salientes, exactamente igual que aquel único ojo del ahogado, —¿dónde está el otro ojo, Jonás, dónde está el otro ojo?— el ahogado había sido arrojado a la playa, es diciembre y hay una tremenda soledad sobre la playa, un viento andando como Jesucristo sobre las olas, y el único ojo del ahogado mira con su fulgor azul al azul de los cielos, como los ojos azules de estas niñas que él imagina, ojos que miran y no ven, no ven más que la nube, más que el viento, más que el susurro...
Detrás del árbol, como un gato en acecho, un animal doméstico, ni zarpas de fiera, las manos le sudan, le suda el cuello y se pasa el pañuelo secándose, le ha nacido un pequeño manantial en la frente y lo va enjugando, un salobre manantial desembocándole en la boca, y las manos le sudan, se las restriega una en otra, y hay columpios como palomas que vuelan, cintitas al viento, y unas piernecitas que se agitan nadando en el aire.
Siempre son niñas las que descubre volando en el aire, y es entonces cuando el sudor de las manos crece, crece el manantial de la frente, y hay un extraño movimiento de la glotis, una sed distinta que le hace tragar saliva, y vuelta otra vez a tragar saliva, la nuez arriba y abajo, marcando las tensiones del deseo: le gustan las niñas, esas carnes niñas que adivina.
Son muchas las tardes de trabajo perdidas, tardes traspasadas de un calor desconocido. Detrás de los árboles la brisa no refresca, nada le refresca, las niñas siguen jugando y jugando, las niñeras, las mamas, las hermanitas mayores siempre tienen cosas que contarse, siempre tienen labores en qué ocuparse, y él está allí, como un gato, como ese animal doméstico, ni zarpas de fiera, mirando.
Están estas obtusas miradas de mujer que le miran y nada adivinan. A veces, la mujer que está haciendo ganchillo, la que está dando la papilla al niño, le ven allí con su sempiterno aire de desocupado. Se mantiene apoyado en el árbol, el árbol le sostiene, y la tarde va girando con lentitud, mudándose en el color 

de su luz. Hay una luz pálida en la que los niños se sienten un poco más cansados, en la que la bicicleta ha parado de rodar, alguna niña sigue jugando todavía a la rayuela, y sin embargo, ahora también, siempre hay alguien andando en el aire, sobre el columpio, las cintitas en vuelo, las piernecitas en vuelo...

—¿Te gusta jugar al columpio, Marilú?
—Sí, me gusta mucho...
La niña está atacando los últimos restos del chupa-chups. La lleva de la mano por un paso de peatones, atraviesa la carretera, no ve a ningún conocido, no quiere ver, no puede ver. (Pase lo que pase me iré con la niña). La iza sobre el pretil de un puente para hacerla ver, al fondo, la corriente de agua, el río un poco sucio, enturbiado, y a la niña le gusta. Hay una vieja maleta varada a un lado contra el pilón del puente, una cepa de árbol con ramificaciones también, y ahora que la niña está sobre el pretil, mirando hacia el agua, siente que su mano está acariciando el muslo de la niña.
—He hecho un columpio, ¿sabes?. ¿Quieres verlo?
—Sí, si, si..., dice la niña, pero después el columpio no está allí, y ella se pone imbécil, perdida —¿dónde está el columpio, dónde?— se han sentado sobre una piedra y están solos, ella y él, la niña y el hombre, y él tiene un momento de vacilación, un pequeño momento de vacilación de no saber lo que quiere hacer, de cómo poder hacer lo que quiere, mientras que ella, que está sentada sobre la piedra —¿dónde está el columpio, dónde?— se está haciendo verdaderamente odiosa, y siente tentaciones de estrangularla. Lo único que le falta es que la niña, ahora, se eche a llorar, como él teme que ocurra.



                                    II


Le está molestando ese foco de luz directamente vertido sobre su cráneo, como si le fueran a desnudarle el cráneo, y le da mucho calor, un calor irrespirable, las volutas de humo de los cigarrillos inundando la salita de ese aire irrespirable y caluroso.
—Ese foco de luz, por favor, me molesta...
El foco de luz continúa molestándole porque parece que no le han oído. Hay dos guardias detrás suyo, y otro delante sentado ante la mesa sobre la que está el foco de luz, y hay otro que está entrando y saliendo continuamente, cosa que le distrae un poco al principio pero que, a la larga, se hace muy molesto.
Uno de los guardias, el que está detrás de la mesa, sentado y escribiendo algo de vez en cuando y tiene un paquete de cigarrillos sobre la mesa, sencillamente va y le ofrece un cigarrillo, y él dice que no, que no fuma. Y se mira los dedos al decirlo como lo hace siempre que dice que no fuma. Joao sí fuma, y como apura los cigarrillos al máximo, suele tener los dedos índice y medio manchados de nicotina.
—Díganos cómo lo hizo...
El paquete de cigarrillos está sobre la mesa y hay un cigarrillo que emerge su cabeza de entre los demás. Amaro lo toma entre sus dedos —ahora todo el paquete está bajo las manos de Amaro, lo ha hecho sin darse cuenta, y el cigarrillo ya está entre sus dedos, y no sabe qué hacer— y al momento se da cuenta de lo que ha hecho inconscientemente y lo deja caer. Y en la cara de Amaro se dibuja un gesto compungido ante este pequeño lapsus. Es un leve, brevísimo asalto del ridículo, el que le hace frotarse las manos, mirar a los guardias humildemente, sonreír con servilidad.




                                                                                                            

III



La cabeza de la niña ha caído sobre la hierba, y hay un movimiento de inercia, un movimiento de gravedad, de fuerza gravitatoria, de descanso de los músculos.
La cabeza de la niña ha ido posándose sobre el suelo como esa perdiz que se agacha, tiene los ojos abiertos, el cuello torcido, de entre las ropas revueltas le amanecen dos débiles y blancas piernas y los brazos, inevitablemente, tienen como una expresión de alas cortadas.
Amaro le coge con la mano derecha el mentón, le levanta la cabeza, y la agita un poco como si se tratara de un frasco, pero ni siquiera esos ojos líquidos se mueven, le miraban y le siguen mirando, le encierran en su trayectoria, y él cae en una especie de hipnosis, no puede apartar los suyos de esos ojos implacables que le miran y le siguen mirando, ni su mano será nunca lo suficientemente fuerte como para alargarse hacia esa cara y hacerla bajar los párpados, sepultar definitivamente en la oscuridad esos ojos que ya no son ojos porque nada ven.
La niña ha gritado —¿dónde está el columpio, dónde?— y él se ha llegado hasta ella, el palo del Chupa-chups es el que se estrella ahora contra los dientes de la niña, tiene los labios de mugre viscosa, y él la coge de la mano, hay un pequeño regato que verdea aún algo más en el total verdor, y la lleva hasta el regato para quitarle la mugre viscosa, le limpia los labios y las manitas, y la niña se deja hacer.
Y hay una gran paz, una aterradora paz en lo que la vista alcanza. Hay un débil fulgor del sol que va a encenderse —ese fulgor del sol el más íntimo y cercano al hombre— cuando la niña dice que quiere irse a casa y Amaro ya no la puede engañar. Amaro la coge de la mano, y mientras intenta consolarla con palabras suaves, ella le va tironeando,
—Quiero irme a casa, quieto irme a casa, quiero irme a casa...
—¡Cállate! Quiero irme a casa, dice finalmente la niña y se echa a llorar, que es como si la tarde se hubiera roto, como si un puñal en sangre hubiera empezado a gotear.
Que es cuando Amaro la ha cogido y le ha tapado la boca. Débilmente, como si se tratara de un pájaro, la niña se debate. Aletea tan débilmente que sospechamos que no sabe volar. Tener entre las manos, bajo su pasión y su fuerza, esta carne niña, le inquieta y le sobresalta en la misma medida en que le apasiona. Esta carne niña, esta carne lechal, esta carne suave y redonda, redonda y suave, esta carne patinando y Cayendo, cayendo y patinando entre sus manos, suave, suave, suave, lisa y fina entre los dedos que le acarician...
Frenético le da un mordisco. La niña grita de dolor. Su mano busca en la garganta un hundirse muelle, un quebrarse siniestro, va metiendo la mano de la misma manera que, una vez, había apretado el cuello de un pájaro, porque necesitaba matar al pájaro que iba abriendo el pico a boqueadas y le daba pena. Torció el cuello del pájaro dándole varias vueltas, lo mismo que si fuera a meter un tornillo en la tuerca, una torsión y otra y otra, los débiles huesecillos producían un ruido tímido, suirish, suirish, él casi se imaginaba oyéndole cantar al pájaro en la rama, sentía en los dedos el pequeño abultamiento de los huesecillos quebrados como una hilera de piedrecitas en la garganta, y él seguía dando vueltas a aquel cuello que nunca acababa de romperse del todo, que se le dejaba de dar Vueltas y volvía lentamente, en lentas vueltas, a su primitiva posición casi, mientras el pico del pájaro se iba abriendo lentamente, sacando fuera la lengüecita de asfixiado, su lengua triangular de gallinácea, y los ojos desorbitados abriéndose y cerrándose, la débil membrana ocular lenta de reflejos, y el pájaro que, de ninguna manera, se decidía a morir.
Hunde ahora la mano en el cuello de la niña hasta que ella abre la boca y se queda callada, luchando un poco estertorosa con aquella brutal opresión, es necesario apretarla más y más, porque ya le está dando pena aquel cuello de pájaro quebrado, este cuello de pájaro quebrado, que no tiene fuerzas para sostenerse, y que, sin embargo, a través de la lengua triangular, de la lengua como expulsada por la explosión de los pulmones, lengua sin sujeción ya, lengua ya no clavada en la garganta, va pidiendo aire con un profundo sentido de necesidad, aire para unos pulmones que se mueven a compás de las débiles alas, que si se abren en un desesperado esfuerzo de ahogo ya no tienen fuerzas para replegarse, alas abiertas como en cruz, las manos caídas ahora sobre el verde prado, ya sin fuerzas de lucha, sin fuerzas de respiro, no el envés sino las palmas al cielo, manos que han ido engurruñándose sobre la tierra, apretándose sobre esa tierra, apuñándose sobre ella, con los dedos hincados ahí, la sensación de tierra entre las uñas, sin poder proferir el grito herido de la bestia, sin poder levantar los pies al aire, una trágica zapateta porque el cuerpo de él bascula sobre ella, porque el cuerpo de él está sobre ella, y hasta llega a sentir en los muslos un calor húmedo, una violencia, un rajar de cuchillos en el bajo vientre,
—mamá, mamá, mamá...
la aterradora paz de la tarde, los pájaros que se retiran a acostarse, el chirrido multisecular del campo, el tzitzear de alguna culebra, un canto de grillos lejano y monótono, las manos del hombre destrozándole el vestidito, el bonito vestidito que había ido enseñando por toda la casa,
—Mira, mamá, abuelita me ha comprado...
—Uy, qué bonito hija.
—Mira, papá...
—¡Qué guapa estás...!
Las brutales manos del hombre rasgan, deshacen este lindo vestido, el cadáver de la niña al sacarla del pozo tiene la ropa hecha jirones, el moscardón azul se mete entre los jirones de la ropa, sale zumbando Cuando alguien se acerca a inspeccionar, da dos o tres vueltas en el aire en un afán de merodeo y vuelve a caer sobre la presa fácil de la niña, entre los jirones del vestido, sobre la ensangrentada flor del sexo, la flor carnal abierta, despatarrada la niña, las piernas abiertas para la inspección en la sala de autopsias, el moscardón azul la ha perseguido hasta allí y se detiene moroso sobre ella, una y otra vez moroso y goloso, obstinado y tenaz, igual que las manos de Amaro, luaves y crueles cuando perseguía la seda en la suavidad de los muslos...
—No quería matarla —dice. Solo jugar un poco...








AL TERMINAR LA FIESTA





Ella miró hacia arriba, hacia el cielo azul. Sólo vio piernas. Eran tres hombres y le miraban con una sonrisa sucia. Arriba, también la luna tenía cara de burla. La mujer estaba en el suelo, tirada, con el miedo posado en sus pupilas como un gorrión huérfano, mirando sin ver, a la luna, al cielo cruel, a los árboles fantasmas... Se podía oír, alucinante, el hondo silencio del campo. Allí, tendida, asombrada, como el pájaro abatido en pleno vuelo, con el miedo latiéndole como un pulso nuevo, a la mujer no le subió a la boca ni el insulto, ni la desesperación. Allí, tendida, con algo como la muerte asomándole a los ojos, la mujer pensó en un hombre a quien quería. Después, un horror, y una gran vergüenza.
—¡Dios mío! —dijo.
Los tres hombres se pusieron a reír con una risa sorda y profunda...
Como una callada invasión. Fue así como vinieron. Como gitanos. Como peste. Un día amanecieron en el pueblo, como plantados, y ya eran de allí. Como tallos de árbol que hubiesen crecido en una noche.
Tal vez por causa de la guerra. Ni sabían de dónde

 venían ni a dónde iban. Errantes, eternamente extranjeros, en una tierra necesariamente hostil, necesariamente difícil. Quizás se pararon allí por puro accidente. Y empezaron a trabajar en la carretera. Calor y brea. Y mucho sudor. Sujetos al duro esfuerzo, al trabajo duro.

Habían nacido y vivían con la miseria. Ágiles, peligrosos, quemados de sol, negros de sol. De aquel sol que calcinaba sus montañas de piedra. Con un mirar salvaje y lejano, de bestia acosada. Traían sobre sí, sabor de guerra y violencia, pasiones indómitas, apetitos insaciados. Alguno conservaba todavía milagrosamente salvada, la vieja arma de guerra, la que todavía podía servir para un atraco, o alguna otra violencia.
Tres hombres que quedaron. Tres reliquias de la invasión. Tres presencias hostiles. Su pueblo se había ido, dejándoles. Tres ramas desgajadas. Aquel pueblo que había ido viniendo en oleadas, mísero y andrajoso, había dejado tres escorias a su paso. Tres hombres que nunca olvidarían el pasado, el sabor de la violencia.
El espectáculo de su pueblo, en marcha, había pasado, pero ellos quedaban. El espectáculo del paso de unos hombres mal vestidos, sin afeitar, de unas mujeres enlutadas, una pobre miseria a cuestas, maletas de madera atadas con cuerdas, pocos y mezquinos enseres, una patulea de niños llorones a los que, algunas madres, ofrecían sus alargadas tetas sucias. Casi una procesión dantesca, alucinante. Hombres y mujeres recomidos por el sol, doblados por el trabajo, con la cara abierta en surcos tajados por el sudor, en la mirada una humildad de bestias.
Se advertía que eran hombres encadenados a un fatal destino, pero que conservaban, milagrosamente, una especie de esperanza levemente encendida en sus ojos, aunque fuera como una leve chispa pronta a extinguirse.
El pueblo pasó y ellos quedaron. Como árboles. Como raíces. Como sombras.
Venía una música sofocada de calor en el aire de la noche. Daba barquinazos como una mariposa moribunda, aleteando desesperada bajo la sonrisa de la luna. Era una música pobre, hecha de voluntad y sudor, sin el alado sello de la gracia. La música quedó posada, al fin —mariposa moribunda, lamento errante, sollozo sincopado, gemido estéril—, en el oído, ávido de esperanzas, de la muchacha tendida en tierra. Algo, como pájaros negros de la noche, voló en la oscuridad.
La casa se elevaba como una sinfonía pagana. Blancas las paredes encaladas, rojo muerto de las tejas, verdura jugosa de la hierba. Unas cuantas vacas pastaban apaciblemente en la risueña ternura del prado. De vez en cuando se oía el campanil de la iglesia, humilde, melancólica, desnuda.
Con las manos metidas en los bolsillos, los brazos remangados, la memoria prisionera, Román fijaba en el horizonte sus candidos ojos de aldeano. Por la colina, en un vuelo de piernas ingrávidas, bajaba Teresa. Los ojos de Román la seguían atentos, con una luz de cariño desnudado en ellos.
Por dentro de él, la máquina de las palabras hilaba frases. Eran frases incoherentes, sin sentido: pensamientos. «Es guapa, muy guapa» —decía. Algo, como un recuerdo emotivo empañaba el corazón de nostalgia. «La quiero, la quiero mucho» —no se atrevía a decirse, doliéndole. La muchacha bajaba columpiándose en la alegre canción de la juventud. Los ojos de él la seguían, incansables.
Al final de la colina, bajo el caserío de un candor idílico, estaba la carretera. Por ella, entre brea y calor, venían los hombres. Román vio pararse a uno de ellos, mirando hacia Teresa. Fue, como si de repente, una nube apareciese por el horizonte. El hompre dijo una grosería. Las mejillas de Teresa se tifieron de rubor. Román apretó los puños haciéndolos crugir.
—¡Malditos! —dijo.
Los tres hombres lo estaban pasando bien. Uno de ellos se apretaba el estómago y reía a carcajadas. La muchacha, aterrorizada, apoyándose en su mano derecha, intentó incorporarse. Uno de los hombres la pisó, y dijo:
—No, es mejor que te quedes tendida.
A los otros les hizo gracia la frase.
—Sí, mejor tendida —repitieron.
A la muchacha se le escaparon los ojos en un delirio de evasión. Sintió, como un pájaro prisionero, que el corazón le golpeaba en el pulso con sus alas...
La línea de la carretera, recostada en múltiples curvas, iba lamiendo el verde con su lengua sedienta. La línea de la carretera no se perdía en el infinito. La línea de la carretera se quebraba, tronchada, en la primera curva, y resucitaba de nuevo, para morirse y volver a resucitar. A su paso, iba dejando atrás, hierba y más hierba, toda verde, y árboles vestidos de ramas, y musgo húmedo en sus márgenes. Por la línea de la carretera, avanzaba solitario, el germen de un mal pensamiento, caminando con el paso sudado de las bestias, que se mueven, lentísimas, bajo la servil tentación del pesebre.
—¡Huummm...! —hizo uno, y dirigió a los demás una sonrisa obscena.
—¿Qué os parece si...? —dijo el otro, y los tres hombres se rieron como caballos, se pusieron a reír hasta que los ojos se les llenaron de lágrimas, y siguieron riendo como si, en su vida, nunca se hubieran reído y hubieran descubierto, ahora, aquel gran placer. Por la línea de la carretera, quebrada a saltos locos, la risa fue un suicida que intentara despeñarse en el vacío...
La muchacha, tendida, inmóvil, horrorizada, se dio cuenta de que uno de los hombres se inclinaba hacia ella. Los otros dos seguían riéndose. Era una risa que sonaba a salivazo, a afrenta. La muchacha, tendida en el suelo, sintió que las manos del hombre que se había inclinado sobre ella, hurgaban en su cuerpo. Forcejeó, pataleó. Las manos del hombre eran manos duras y sin misericordia. Las manos del hombre eran manos de hombre que se come las uñas, manos encorvadas acostumbradas a hacer presa, con los pulpejos de los dedos insensibles a la caricia. El cuerpo de la muchacha, tendida en el suelo, acariciaba, sin pretenderlo, las manos insensibles del hombre. Pero las manos del hombre, insensibles y sin misericordia, siguieron hurgando en el cuerpo tendido de la muchacha, bajo el disco burlón de la luna, que sonreía...
El pueblo amaneció con la alegría de la alondra sobre los campos verdes, con las alas mojadas en el pocilio fresco de la ilusión. El aire tenía un color distinto, ese color de las fiestas, aúreo y luminoso. Sin decirlo nadie, todos sabían que era fiesta, porque era como un olor que flotase en el aire. De monte a monte, entre las alquerías diseminadas, el tañido de la campana, fue esparciendo, como semilla a voleo, la alegría.
Muy de mañana, Román se vistió ante su cama los pantalones de la costumbre. Por el ventanal, cerrados sus batientes de madera, un rayo de sol apalancó la oscuridad. Nacía el día por encima de la colina y Román abrió la ventana. El sol, un sol nuevo y recién nacido le incendió la cabellera.
Por la tarde, la plaza del pueblo se vestiría de gente, de luz y color. La plaza del pueblo bailaría al ritmo del momento festivo, con la música cosquilleando la dormida euforia del pueblo. Y su corazón iría dando saltos locos, saltos desaforados y vacilantes, saltos henchidos de ingrávida ternura, borracho de alegría y de salud.
Se puso a su tarea con entusiasmo. El sol estaba alto en el mediodía, sin sombra su cuerpo, cuando dio fin a su labor. La tarde se abría como una promesa venturosa.
En el pueblo, la tarde vivía a golpes de bailoteo. El se sentía alegre sin motivo determinado, prendido gratuitamente a la ilusión, a aquella ilusión que, engolfado en la memoria, le salía por los ojos. Caminó por la calle Mayor, lleno de una emoción desconocida, saludando a los conocidos, deteniéndose a charlar con los amigos. Fue con ellos a la taberna y bebió, sintiendo que el vino abría un reguero de calor en los surcos de la sed. Hubo otra ronda, y otra, otra. El vino, ahora, bajaba apagando impulsos, paralizando la voluntad. Por dentro de la taberna, recostados en la barra, fueron espectadores del jolgorio del pueblo. Una de las veces, a Román le dio un vuelco el corazón. Frente a la tasca, mirando insistentemente hacia él, pasaba Teresa. Algo, como un impulso generoso, se le decapitó en el interior, como una flor tronchada.
Las manos del hombre hicieron presa en los brazos de la muchacha. Quedan así, frente a frente, enemigos, con algo como un odio irreconciliable entre ellos. Son dos mundos que sienten y piensan de modo distinto. Las manos del hombre doblan los brazos de la muchacha, los estrujan, los atan.
—Átala fuerte, no sea que nos arañe —aconseja uno de los hombres.
El otro ríe, ríe hasta que empiezan a saltársele las lágrimas, y se aprieta el vientre, convulsivo, como si el reir fuera una operación costosa y difícil, como si el reir fuera tan dificultoso, tan apremiante también, y tan inevitable, que fuera una trágica víctima de la hilaridad. El otro hombre sigue riendo, como si la risa acabara de nacer en el mundo, y sólo él tuviera la exclusiva de ese don. Desde la tierra, tendida, la mujer ve que la risa va contrayéndose en espirales turbios, en ráfagas oscuras de sensualidad, como un dragón, un dragón enorme y fabuloso, que crece y se desenrrolla como la trágica pesadilla de un alcohólico. A la mujer, tendida en tierra, la carcajada le atraviesa de parte a parte, como a una bestezuela tímida y humilde...
En la taberna, un tanto siniestra y cochambrosa, a un lado de la plaza, adornada con gallardetes de fiesta como una prostituta con afeites, bebieron no se sabe cuánto vino, ronda va, ronda viene.
En la taberna, a un lado de la plaza, uno de los hombres desarrolló su plan, mientras sobre la mesa, una mosca ensayaba inéditos campos de aterrizaje.
—Está bien —dijo el otro hombre.
Y el tercero, remachó:
—¡De acuerdo!
En la taberna, a un lado de la plaza, voló, como un murciélago gelatinoso, la oscura sombra de la violencia. Sobre la plaza, la alegría se paseaba, vestida de fiesta. Los tres hombres caminaron hacia la salida del pueblo. El último guiño de luz, les tatuó la frente en líneas fugitivas...
Cuando dejaron de reír los tres hombres se acuclillaron en torno a ella. Ella sentía hombres por todas partes, hombres a los lados, hombres encima y debajo. Al agitarlas, sus manos no tropezaban con otra cosa que hombres.

—Maldita, se ha soltado —dijo uno.
—No importa, mejor, así mejor —dijo el otro.
La mujer, tendida en el suelo, sintió miles de manos varoniles tanteando su cuerpo. Pero ya no sentía ni vergüenza, ni dolor, sólo el horror y la angustia. Allí, tendida, crucificada en tierra, la mujer no pudo ver ningún lucero de esperanza bajo el cielo...
Las muchachas venían contándose sus impresiones durante el camino. En el silencio de la noche, las voces cristalinas, dejaban una estela de fragancia silvestre, en la remansada quietud del campo. Una estrella errante, un mundo perdido, parpadeó, asombrado, en la altura. Las muchachas contaban, con aire de picardía ingenua, los entusiasmos de su corazón.
El grupo de muchachas, de vuelta del baile, tenía ese aire, entre risueño y amable, de una pequeñita nostalgia disfrazada de ilusión, y poco a poco se iban repartiendo entre las casas diseminadas a lo largo de la carretera.
El río prestaba a la noche su cadencia de plata. Bajo la luz de la luna, los árboles del camino, daban al paisaje una luz de fantasía. En el último recodo, vino la última despedida:
—Buenas noches.
—Buenas noches, Teresa.
El camino, poblado de piedrecitas pulidas, era suave al andar. La noche, alta. Aquí y allá, diseminadas, las luciérnagas indicaban el camino. Por dentro del corazón de la muchacha, vivía un sueño de aventura y amor...
Los hombres son así, son hombres antes que todo. En ellos, la sangre hierve, la sangre se levanta, la sangre exige. Los hombres nada saben del dolor, ni del horror, ni de la angustia. Nada saben, ni les interesa saber. A los hombres, ese poco de sangre levantisca, les hace olvidar muchas cosas, les hace olvidar la mujer sacrificada, la mujer crucificada, la mujer humillada, la mujer ofendida. Las manos de los hombres son manos toscas y duras, pero gustan de la seda que se les escurre entre los dedos como gotas de lágrimas. Pero los hombres que acarician entre sus manos el dolor, y el horror, y la angustia, son insensibles. Las manos de los hombres fueron creadas para jugar con la ternura, pero es un juego que olvidaron. Las manos de los hombres sólo saben jugar con el dolor, con el horror, con la angustia... y es la mujer, tendida, clavada, crucificada, la que soporta su brutalidad. Pero los hombres son así, son hombres antes que todo.
Por el campo abierto, oloroso a hierba verde, la muchacha corría, muy de prisa. La muchacha corre sin darse cuenta ni del sitio, ni de la hora, sin fijarse en las sombras, cada vez más espesas, de la noche. La muchacha lleva en los labios una sonrisa y una ilusión en la mente.
De pronto se ve rodeada por tres hombres. Los tres hombres la agarran, la levantan y la arrastran, la tumban en el suelo y se echan a reir. La muchacha reprime un sollozo ahogado.


DEL CHUNCHUN A LA CHUNDATA


«...dejando las danzas, se retiraban, mozos y mozas, a divertirse y a jugar, comer y beber fuera del poblado, sin testigos, y dentro del lu;ar a zaguanes y otros rincones: de donde resultó el escándalo terrible de haber niños expuestos en solo aquel año sin danzas, que en muchos años antes con ellas, y fue preciso relajarles el juramento y que volvieran a sus danzas».
Padre Larramendi (Corografía de Guipúzcoa)


Para los que nacimos con los dos pies izquierdos, como aquel protagonista de un cuento de P(elham) G(renville) Wodehouse, la cosa no tuvo nunca demasiada importancia. Y es porque los que nacimos de esta guisa siempre hemos visto a los bailones como seres peonzas, como perinolas, trompas o chibas que se mueven al son que les tocan, escapados todos de la ciudad de Hamelin, a donde llegó cierta vez aquel flautista mágico y, en primer lugar les dejó sin ratones, y en segundo sin niños, por lo que hay que felicitarle más por lo segundo que por lo primero.
Los que hemos nacido con los dos pies izquierdos hemos tenido siempre un concepto muy radical sobre los hombres normales que van a una zapatería y piden ese par de zapatos que han visto en el escaparate.
Esos, los que están al lado de esos mocasines.
¿De qué número?
Traiga el 40 y el 41 para probar.
Ellos pueden hablar de los zapatos en plural, y, generalmente se quedan con el número 38, que es el pie de los bailones, un pie pequeño, ceñido, prieto, como un pequeño animal vivo y palpitante. Hablar en plural es una cosa muy importante. Hablar en plural significa que todos somos iguales, que todos pensamos lo mismo, que todos vestimos lo mismo, que todos calzamos lo mismo, que todos bailamos lo mismo, pero nosotros no podemos hablar en plural, y con lo único que contaremos para defendernos será con la burla, con la que, mientras intentamos herir, notaremos cómo algo nos sangra por dentro. Ellos, mientras tanto, son tan felices, y nuestra burla les resbala por los flancos; se les cae a los pies, a esos pies que, exultantes, ingrávidos, ágiles, alados, aplastan todo lo que se les pone al paso, y sólo reconocen como mentor y guía a esa música que se cimbra en su oído con cadencias, con melodías, con dulzuras; que se les entremete, como una cuña, en el corazón fácil y blando, y hasta perfumado, y sus cuerpos son como magnolias que se abren, y no han olido nunca la pestilencia de ese río que, va hacia la mar cercana (que es el morir, por supuesto que sí, hermano Manrique), mientras las niñas cantan en las calles de lunas incipientes su
A qué huele el río,
matarile, rile, rile y el murciélago de las noches de verano se va hartando de la cantidad de insectos que se tropiezan a su vuelo, murciélagos errátiles que se quiebran de pronto, y caen y dan un salto inverosímil en el aire, como pájaros de goma batidos como pelotas, y entra el tranvía —hierro estrépitos y chirridos—, por el lado derecho de la alameda, va ciñendo a los bailones y al quiosco con su brazo de hierro, y sale a la calle de los vehículos automóviles, a la carretera, a la altura de eso que fue batzoki y volvió a ser batzoki, que la contumacia es una virtud vasca, y cuando alguien inventó una palabra tan bonita, por los siglos de los siglos vivirán las palabras y sus significados, y amén dijo el cura párroco al terminar su homilía sobre la resurrección de la carne y la vida eterna, que es la única apreciable en la distancia de la forma en que la ponen la otra.
Habían salido pues, los muchachos y las muchachas de su pueblo zahareño, colocado allí, en las alturas, entre el monte que asalta con piedras al cielo y el valle de verdores, mucho antes de que nadie tuviese ninguna idea ni del chunchún ni de la chundata, mucho antes también de que las inpernuko-auspoas se iniciasen en sus asmáticas oriflamas musicales, y se llegaron a la plaza y encontraron que una vieja aña, arrancada de un sueño de Goya bailaba con el niño, arriba los zancajos de flacura, arremetida la proa de la quijada sobre los vientos calmos de la plaza, mirándola las piedras concurrentes desde el aburrimiento, y unas parejas de mocosas alzando las manos en el aire y pisando el lagar de las losas en el recodo en que mana el agua generosa desde la boca de los leones, y en donde a la atardecida tiene el viento una como agradable manía de presentarse fresco, de visita, acariciando aladares, internándose por entre las faldas ceñidas y sofocando ardores. Ese viento de la atardecida era una buena persona, jovial eso sí y con los barruntos eróticos bastante mellados, que no es cosa de ir siempre como de nuevo entre tantas faldas y tantas piernas que es que uno se cansa la verdad, y si no fuera por las esquinas de sombra ni siquiera podría llegar con frescor como se agradece que llegue.
Chica, esto me parece un cementerio —que le dijo la Joshepa a la Tiburchi, que fue cuando ésta vio, cómo por la esquina de la plaza venían el vicaiyua y don Pranchiscu, y entre ellos la cana cabeza de don Senén, flotando de uno a otro manteo, de una a otra teja.
Goazeman neska emendik —que le dijo ahora la Tiburchi a la Joshepa—, emen etzion ezer egiterik eta...

Y esperaban el autobús en medio de la plaza del chunchún, que nunca pudo llegar dicen las historias y las leyendas y el diálogo de los hombres en las tabernas frente al litroerdi de vino, ese otro camino de hierros que se alargan en la lejanía, y que es paralelo a todos los otros caminos que van a cualquier parte, pero que son caminos que no se sabe de dónde vienen, ni a dónde van, o si se sabe que es peor; se sabe que hay una tufarada de malsanas costumbres viniendo con el ferrocarril, asomando sus lascivas pechugas de gallináceas sobre la ventanilla a pesar de que bien claro que se dice que es peligroso asomarse al exterior, y uno no sabe si es verdad lo que dicen las historias y las leyendas, si es verdad que no vino el ferrocarril para traer liviandades y llevarse inocencias por el camino de la velocidad y el progreso por culpa de vicayua y de don Pranchiscu y de don Senén y algún otro errikosheme distinguido, o si fueron las hijas de maría, todas en bandada, todas en congregación, las que tuvieron miedo de sus propias virginidades, o se sabe también que cuando se cita al peligro el peligro acude, el peligro es un toro pastueño hasta la hora del envite, que cuando arremete es una fiera de belfos espumeantes, de pelos hirsutos cabalgando sobre los agudos pirineos de su espalda, de pezuñas que brincan un jubiloso ballet de muerte; el peligro es una amarilla esquizofrenia que nos produce una placentera titilación ahí por la séptima ranura intercostal izquierda y que espumarajea el livor de labios de los angorosos; el peligro es eso que no ven la Joshepa y la Tiburchi cuando se suben al matalón autobús que ahora lo único que tiene que hacer es tirarse cuesta abajo, pero a pesar de eso le crujen las maderas que es que le cruje el alma y traquetean los asientos, y Miel, el conductor va inclinando el cuerpo contragravitatoriamente en las curvas sin peraltes, no se vayan a perderse los maderos del coche por la erreka, y mira de soslayo si esa pareja de vejetes que ya estuvieron sentados media hora de espera y se durmieron al fin, han conseguido despertarse pero que siguen dormidos como anticipo de su muy próximo dormir eterno.
Cuando bajaron del armatoste aquel allí vieron a la Engrashi y a la Roxali y a la Anchoni; y a la Pepita, y a la Teresha, y a la Juani; y a la Cristina, y a la Beñarda que bailaban ya no como la María de Iureteguía en el aquelarre de Cigarramurdi a los sones de la flauta y tamborino ejecutados por Joanes de Goyburu y Juan de Sansin, o en el monte Jaizquíbel, delante de la ermita de la Señora Santa Bárbara, la Inesa de Gaxen, María de Echagaray, la María de Garro y la María de Yllarra, y otras, o como la Marichuloco en Pasajes, saltando como las cabras que retozan entre ricos, sintiendo en las pezuñas ese ardor del pie que bate con fuerza sobre el suelo, elevando en el aire las aspas de los brazos que eso estaba bien para el pueblo zahareño, colocado allí, en las alturas, entre el monte que asalta con piedras al cielo y el valle de verdores, pero no para esta plaza de la Chundata, en medio el quiosco de donde emana una música de pasodoble que permite agarrarse al macho con osadía y no esperar a que se esté derrengada sobre los prados vecinos a que se sientan sobre el cuerpo las cautelas de manos que avanzan, y luego las sin-cautelas todas de un cuerpo que pesa sobre el vientre, de linfas que manan de no se sabe qué recónditos veneros, de labios que se abren sobre otros labios, de dientes que muerden esa esquina sutil donde duerme la malicia amorosa, justo a medio camino de la nuca y de la oreja donde liban el placer de la prójima los grandes amadores, donde busca también el conde su ración y dosis de sangre, y el cuerpo de ella se siente en despojo y feliz, a partes iguales entre el descanso y el placer, con una vaga sensación filiforme de trémolo por la entrepierna, que los altares donde se practicó el sacrificio siguen vibrando aún unos momentos más en el ritual cuando ya el sacerdote desapareció por el escotillón del olvido.Aquí, en la plaza del quiosco y de la Chundata, a espaldas del banco de azulejos de colores y publicitaria, era el reinado de la música, de la orquesta que eleva en el aire lánguidos compases y arpegios acariciantes, allí la trompa, y la viola, y el chelo, y la corneta, y el saxofón, y el clarinete, y el oboe, y el fagot y hasta la cornamusa, mientras el cuerpo se agarra al otro cuerpo, se apalanca, y se hunde y se encaja, y vuelven a surgir, nuevamente, los veneros mágicos del amor, que ya lo saben allí, en la plaza del chunchún, donde suena todavía la siringa, no pánica, sino honestamente sugerida por apacibles costumbres y tradiciones, no túrpida como esta sugerencia de la plaza de la Chundata, el vicayua, y don Pranchiscu y don Senén lo que suele ocurrir en los atardeceres de las fiestas de guardar, cuando suena la música del foxtrot y se ha venido por el sendero montaraz y agreste soñando con los brazos de Celedonio, o de Prashcu, o de Permiñ, y se ha visto, cómo, en el cerezo del camino, dos pájaros, pájaro él pájara ella, picaban entrambos de la misma guinda...





                           HISTORIAS DE OBSESIÓN
Sintiendo una gran curiosidad empecé atrepar por la roca casi lisa y horizontal. Varias veces estuve a punto de caer, y noexagero al decirle que era sólo el convencimiento de que en el día de San Juan estaba a salvo de todo peligro, lo que me daba nuevas fuerzas. Finalmente pude alcanzar con las manos el borde inferior de la boca del dragón y observar la cavidad. Un olor seco y asfixiante, como de ceniza y putrefacción, me saltó al rostro y vi a una mujer desnuda y esquelética que, en cuclillas y con las manos apoyadas en el suelo, adoptaba la misma postura que una rana. En sus ojos amarillos, desorbitados y sin pestañas, se reflejaba el sol del mediodía; parecían ciegos y, como los de un muerto, permanecían fijos en la lejanía.

                       Gustav Meyrink («Zaba»).





DIARIO DE X

Día 1. — He estado mucho tiempo dudando en cómo contarlo. Porque me parece bastante difícil hablar del miedo. En la ociosa rueda de las horas, en las que ahora vivo, tengo mucho más miedo a la locura de lo que parece posible. Esta mañana he estado contando hasta 12.334, exactamente hasta 12.334, y después he salido al balcón. Había un sol difuso, pálido y enfermizo. Y alguna gente. Sobre la gente he podido ver, perfectamente definido, el núm. 12.334. No sé lo que significa. Pero el número ha planeado sobre la gente, y algunos hasta han mirado hacia arriba y se han sonreído. Era una estúpida sonrisa, como un extraño pegote en su cara...
Día 2. — La hora más difícil de todas es la de la noche. Toda la noche se reduce a una hora, y tengo mucho miedo. ¿A qué? No lo sé. Nunca se sabe. Yo creo que a la noche, nada más. Creo que todos tenemos miedo en la noche, y que casi nadie sabe que, en realidad, lo que tenemos miedo es a nuestra propia noche. Pero nunca tendré miedo a ninguna otra cosa. Lo sé. Sólo a la larga hora de la noche. Porque esta noche, también, el miedo es un frío extraño que me penetra y me hace ovillarme, desamparado. Y tiendo instintivamente a mi vida fetal, a mi postura fetal, 

que es donde más calor y amparo encuentro. Quiero creer que, bajo las sábanas, reencuentro mi vida uterina, y que hay largas algas de afecto, embalándome. Los hombres somos envoltorios, paquetes de extraño contenido dirigidas a la vida, y el vientre materno es la oficina de correos en donde se nos lacra y sella. Yo no quisiera ser otra cosa que un paquete no dirigido a nadie, olvidado para la eternidad, por el anónimo remitente, en la oficina de correos.

Día 3. — La larga hora de la noche es un suplicio imposible. Diré lo que ocurre. Primero se oye un ruido insólito, como el de una gran piedra partida. Es un chasquido seco, y el planeta se escinde. Quedo yo, sólo yo, en una de sus partes, y en la otra, toda la restante humanidad.
     Es un enfrentamiento. Parecería, a simple vista, que la lucha es desigual o que, por el mismo motivo, no debiera haber lucha. Pero la hay. Empiezo a sudar, víctima de la congoja. El recuerdo planea sus vuelos sobre la memoria. Lo recuerdo todo, pero todo desaparece. Todo borrado. Estoy en la cama, encogido, y oigo a unas extrañas campanas dar las horas. No sé qué horas; nunca he podido saberlo.        
     Toda la habitación empieza a girar para ir a colocarse en el bando contrario. Apenas me queda la cama por reducto.
Apenas puedo aferrarme a las cortinas del aire para que no me lleven. Veo abrirse un horroroso abismo entre ellos y yo. Siento en mí, dentro de mí, en lo más íntimo, un total abandono, una total desesperanza, una total soledad. Me encojo más aún. Mi cabeza se encaja, se acuña, en el ángulo de mis rodillas. La postura fetal es perfecta. Blandas, húmedas algas, sellan el envoltorio de mí cuerpo, y voy entrando en un calor de placenta, amable, suave. Otra campana, extraña, misteriosa, voltea por los aires una hora de serenidad, blanca, pausada, lenta. Oigo al amanecer desprenderse del cielo como un enorme ciclorama hecho de luz. La mañana es fría, todas mis mañanas son frías, y siempre hay como un graznido de grullas en la distancia...
Día 4. — No quisiera contar las cosas que me destrozan el alma. No quisiera ni sentir ni decir nada. Envidio a las piedras su capa de musgo: una blanda suavidad recubriendo su dureza.
El abogado es un hombre dinámico y pequeño. Farfulla un poco al hablar, pero en él es más virtud que defecto. He notado que, a lo largo de la frase, la trastueca, la cambia. Esto le proporciona una extraña seguridad en sí mismo. Con él se sabe que nunca se dirá lo que no debe decirse. Hoy me ha dicho:
—No tenga usted miedo. Todo está arreglado...
(—No, no tengo miedo —he gritado dentro de mí mismo, me he arrancado el grito como un vendaje sobre la herida—, nunca tendré miedo a nadie, nunca, nunca...)
Y he recordado la larga hora de la noche.
Día 5. — Por la mañana me han conducido al comedor para desayunar. No he querido tomar nada. Siento un pudor natural en no comer delante de nadie, y todo es por el movimiento de las mandíbulas. Creo que la mixomatosis, al menos, es una enfermedad elegante y de mucha delicadeza. Siempre que me alimento lo hago a solas, porque es un espectáculo que no quiero brindárselo a nadie. Es un espectáculo que me pertenece y me concierne a mí, solamente a mí, como todos mis demás espectáculos fisiológicos.
Los doctores son dos y han hecho unas curiosas experiencias. Primero ha venido la experiencia del martillo, después los «test», la medida del ángulo facial, la audiometría, el estudio del campo visual... Una lámpara potentísima ha estado vomitando su luz sobre mi cráneo. Me he sentido con el cerebro desnudo, pero es igual, todo me es igual. Por primera vez he sido como piedra de tan pasivo e inerte, y los doctores se habrán debido creer que soy un idiota.
Es posible. Es posible que sea un idiota, no lo niego.
¿Cómo es posible saber lo que se es? ¿Por qué siempre ganan los otros, eh, por qué siempre ganan los otros? ¿Y por qué, siempre, los otros son los buenos? ¿Porque ganan? Es posible.

Pero a mí no me gusta ganar, me gusta perder, eso es todo. Puede que haya nacido con moral de perdedor, con ambición de derrota. Sí, eso. ¿Por qué no? Me gusta perder y hago lo posible para lograrlo. Como este estar perdido ante la eternidad, entre una pierna que se mueve al estímulo y una luz potentísima que me barre el cráneo.
—Día D. — Ya no lo soporto más. Sueltas las amarras, la nave va dejando su estela sobre el espejo de las aguas. ¿Qué estela de sangre no trazó mi paso por la vida?
No puedo más, no lo soporto más porque he comprendido la primera y la última cosa. Que matar es suicidarse.


LA HUIDA
Sacó el coche de entre la media docena que había frente a la fábrica. Había también como una red tubular, de la que pendían, como esqueletos de animales, muchas bicicletas. Naturalmente, la media docena de coches pertenecían a la media docena de señores que dirigían, gobernaban o administraban la fábrica.
Salir a esa hora incierta, que ni es de entrada ni de salida, no dejaba de ser extraño. Era como abandonar el trabajo. Había dicho, como excusa: «No
me encuentro bien.» La secretaria le había mirado, escrutadora. Le había dicho: «¿Quiere que le traiga algo?» «No —dijo él—, mejor que me vaya a casa.» Por otra parte, un trabajo así adquirido, con tanta abnegación, y un fondo ambicioso de llegar a ser algo, no se deja tan fácilmente. No se huye, permanentemente, de algo que se ha ido persiguiendo tenaz, desde que asomó el futuro como algo que debía ser conquistado. No. Recordaba que el trabajo había sido para el su auténtica meta, su única ilusión.
«Hasta que me casé, de todas formas, sí.» Precisamente el trabajo le había ido llenando estadios de conquista, y una meta que era posible conquistar, previa conquista del trabajo, era el casamiento. «Cuando me casé me di cuenta de que todo mi trabajo había tenido como meta este momento. Cuando lo vi claro, me decepcionó.» Una decepción, inmediatamente, fraguaba una desesperación, bien de tipo rebelde o de tipo desinflado.
Al ponerse en marcha se dio cuenta de un olvido. Siempre pasaba lo mismo: cuando todavía había tiempo nunca se le ocurría nada, y después... Ahora, ya no quedaba opción para nada, ni para dejar el recado. Ya todo estaba hecho. Quedaba coger el coche, meterse dentro, en su refugio seguro, y marcharse, marcharse carretera adelante. Los árboles, los kilómetros, los hombres, las cosas... Ya todo consistía en saber que se iba, no sabía a dónde, pero sentir que su marcha era en su piel una extraña caricia, como una gran ansia de perderse definitivamente.
La gente, sobre todo la gente. La gente le llenaba de una desazonante insatisfacción: un hormiguero. Ver a la gente —su propio yo eternamente repetido— le angustiaba. «Eres como ellos; uno más.» Era su propia conciencia, acaso, quien le repetía, y era como sentirse enfermo, con toda su personalidad volcada hacia un afirmarse doloroso. Años de llevar encima este «yo» sangrante le afloraban ahora en una pátina, en un barniz de inseguridad, como si todavía fuera posible que este «yo» propio, tantas veces reafirmado, pudiera diluirse en los otros, en la gente, y se convirtiera en ese amorfo hormiguero que bullía, gritaba, se agitaba. «No, tú nunca serás como ellos», se defendió.
Su recorrido era de tres kilómetros. Se trataba de una carretera de tercera clase, sin tránsito apenas, y algunos árboles jalonaban su cauce como de río humilde. En determinados momentos la pequeña carretera se sentía surcada por mil pequeños vehículos que le daban la sensación de carretera viva y necesaria.
Gozó, con consciencia, de esta placidez que trascendía del campo. Caminar así, en esta calma, le hacía bien, le serenaba los nervios. No le gustaba la velocidad, pero apretó un poco el acelerador, embargado todavía por el absurdo y morboso temor de que esa gente que le ocupaba el pensamiento pudiera echársele encima, y que, entonces, toda la masa le sepultaría y la angustia volvería a recorrerle las vértebras como una araña.
Corriendo así, con el cigarrillo clavado en la boca pero no fumando, porque el humo le molestaba para conducir, repasó un poco su existencia. Un hombre en la madurez. Con su mujer. Con un hijo. Había llegado a esta situación sin otra cosa que un poco de voluntad, bien dirigida y encauzada. Tampoco la mujer le había ayudado. Se veía rastreando por los grandes pasillos, sonriendo, inclinando la cabeza. Era la vida. Esto había hecho que su tabla de valores se resintiese en algún momento pero, de todas formas, las tablas de valores —había pensado él— podrían ser reconstituidas siempre que le diera la gana, no así el fracaso de una vida.
Pero, ¿qué era el fracaso? Ahora, desde la mitad del camino, cuando en realidad no debiera ser la mitad del camino, sino su comienzo, podía ver que el fracaso era, precisamente, aquella cifrada meta del éxito, traducida hoy a esta sensación de huida que sentía.
Desvió el coche de la ruta acostumbrada, porque allí, al final de los tres kilómetros —trataba de apartarlo, pero la visión era una herida— estaba una mujer de fofas carnes, sepultada en el sillón, tricotando, meciendo la cuna al niño. Muchas veces, al llegar él a casa, la encontraba frente a la televisión, disfrutando con algún estúpido y absurdo telefilm, y entonces, ella inclinaba su cabeza para que la besara.
Por la carretera, absurdamente pequeña, con los árboles sosteniendo su cauce, viró el coche hacia un descampado y paró en una soledad construida con una pared de pequeña altura, sobre un pretil que ofrecía una singular vista del pequeño pueblo perdido. Y si perdió un rato, ensimismado en el recuerdo, fue para recobrarlo en seguida, acelerando, frenético, hacia la libertad...

LA AVALANCHA
Fue al atardecer y el hombre preguntó algo. Vestía astroso. Su tez, pálida. De sangre, los ojos. Paró y se veía un enorme cansancio rodeándole; un silencioso, impresionante cansancio. Largos, lejanos caminos formaron un pozo de polvo a sus pies.
—¿Por dónde?... —empezó a decir, y había tan enorme cansancio que las palabras se le hacían pastosas en la boca, y tan pegajosas que tenía que hacer un esfuerzo descomunal para desprenderlas de sí, en el sonido.
—Por allí... —hizo él, y era un dedo apuntando hacia montes, hacia nubes, hacia vientos... —¿Por allí? —Por allí...
La tarde era una viviente calina. Con fantasmas de aire turbio que se enredan. Con calor hecho de humedad. Y que ni la proximidad del mar, urgente y premiosa, podía desvanecer. El calor, como dedos que aprietan una garganta, sofocaba, ahogaba. El hombre cargó su mochila, una humilde mochila, y se arrastró hasta la carretera donde fue babeando su angustia huérfana, su ahogo, su cansancio... Desde la piedra de la carretera, ante la que le desfilaba la historia, vio pasar su esqueleto mugriento: un hombre ante la vida, cargado, roto, cansado...
Y ni aún había pasado, cuando vio a otro con el mismo cansancio, la misma palidez, la misma mirada ensangrentada. Un lacinante dolor iba precediéndole. Heraldos de infortunio tajaban el líquido aire con clarines de gemido. Y cuando levantó la cabeza vio que otras, muchas más sombras espeluznantes anunciaban su presencia en la carretera.
Su cráneo le rebotó en la piedra y un gemido doloroso fue desenterrándose de entre el costillar. Contempló su cuasiagonía. Era un hombre, un hálito de vida que iba perdiéndose entre huesos, entre sangre, entre asfalto. El hombre dirigió una lánguida mirada a su alrededor, una mirada de angustia, de petición, de sed. Le colgaba la lengua como una babosa seca, y que de tan enormemente engrosada ya no le cupiera en la boca. El le acercó la cantimplora, toda rebosante de líquido y frescor le hizo que bebiera. Una mirada agradecida se posó, como una plegaria olvidada, sobre la piedra de la carretera, ascendió hasta él, se hundió, definitivamente, en la serenidad de su persona.
—¿De dónde vienen? —preguntó, y había una insólita curiosidad en su pregunta.
—Nunca lo sabremos —contestó—, y sus costillas crujieron.
—¿Ya dónde van? —volvió a la carga ya con la curiosidad estallándole en la cuenca de los ojos.
—Tampoco lo sabremos nunca— pudo decir haciendo un gran esfuerzo, y ya su presencia era la silueta de un fantasma perdiéndose en la carretera...
Y de pronto, la tarde fué un horror descompuesto. Hombres y más hombres, con el mismo cansancio, la misma palidez, la misma mirada ensangrentada, amanecieron por todas las esquinas de la carretera. Fué un horror múltiple. Lenguas babeantes inquirían por el mismo lugar, piernas escuálidas se arrastraban por el suelo, las manos se asían al aire en un tenaz esfuerzo de supervivencia. Desde la piedra de la carretera, ante la cual le desfilaba la Historia, él los vio venir y tuvo miedo. Era la avalancha. Ya tenía delante a los primeros ejemplares de la manada. Y grandes avenidas de luz, de placer y de tiempo, vomitaban esqueletos sobre la carretera. En pocos segundos todo fué un horror gimiente. La máquina se había puesto en marcha y se alimentaba, devorándose. Siempre los mismos hombres, cansados, pálidos, afiebrados, caían bajo la pisada de sus iguales, y siempre eran los mismos hombres, cansados, pálidos, afiebrados, los que pisaban a sus predecesores. La manada de hombres, como una gran bestia, fué avanzando, descomponiéndose sobre la carretera. Por momentos, era como una gran masa líquida desparramada. Como de gelatina, esta masa humana temblaba de vida prestada, de afanes ilusorios, de ambiciones, de vanidades, de quimeras. Y se movía por la inercia. Los pasos daban luz a otros pasos. Cadáveres pisoteados renacían desenterrados sobre las grandes avenidas de luz, de placer y de tiempo, mientras un calor espermático lo regaba todo. Después, fatalmente, inexorablemente, como la más infinita expresión de una venganza, estos cadáveres, de nuevo resucitados, pisaban otra vez, hasta que eran pisados, sin furia, sin odio, por inercia.
Y de pronto, como una imprevista marea, aquella magnífica, tropélica procesión de esqueletos, rebasó la piedra de la carretera, ante la cual desfilaba la Historia, y se sintió inmerso en el magma viviente, respirando su humus, arrastrando también sus piernas sobre la tragedia de los siglos. Gritó: ¡Socorro!, pero ya tan débilmente, tan inútilmente también, que hasta su propia conciencia lo oyó como la débil resistencia de un estertor disimulado...

LA JAULA
El coche ni tan siquiera parecía andar de tan despacio que iba. No más de cuarenta a la hora. No más. Pequeñas gotas de sudor alumbraron en su frente la angustia. «Necesito gritar para que la mentira no se me encostre en los hombros como lápida de mármol». Gritó. Fue un aullido que rebotó, de cristal en cristal, como un pájaro prisionero. El coche se paró, justamente, a la vera de un alto chopo, herida vertical en la horizontalidad de los caminos. Su «ser hombre» le amaneció en la memoria a través del monólogo oído a Anse, en el que maldecía del camino. Palabras llenas como peces surgidos del extraño mar de la inconsciencia, «...cuando El quiere que las cosas estén siempre en movimiento, las hace alargadas, como un camino, o un caballo, o una carreta, pero si El quiere que estén tranquilas, las hace en alto, como el árbol o el hombre.» Ni pudo respirar siquiera cuando terminó de leer, y una blanca lividez le cubrió de ira. «... no ha sido jamás Su voluntad que el hombre viva sobre un camino.»
«Entonces, ¿qué hago aquí? —se dijo—. ¿Qué hago aquí? sobre un camino que no sé a dónde va ni de dónde viene?. ¿Qué espero aquí, ni siquiera con el vientre sobre el suelo, como una serpiente, encastillado sobre cuatro ruedas de aire, aire también mi fantasía, como mi ilusión y mi esperanza?.
Se miró y vio las raíces de sus pies. Amputadas. Trozos de papel, como globos desechos, danzaron en el aire su pantomima de ingravidez —loco aire, loca ilusión, loca esperanza—, danzaron en la niebla de un amanecer inconcreto —vaga sombra de días apostada en el hueco de la memoria.
«Pero los caminos siempre llevan a alguna parte» —se dijo—. Un camino es, siempre, al menos, la esperanza de otro. ¿Por qué no se quiere que me arrastre sobre el camino gimiendo, pidiendo, sufriendo...?. ¿Por qué?.
Con el coche parado, había una cruz en los caminos, y tierras abiertas como lacra de los tiempos, le daban la bienvenida. «El tiempo es un camino que termina sin empezar» —pensó—. Angeles de furia se colgaron de sus dedos y arreció en puñetazos sobre el cristal. Le desbordó el sudor sobre el envés de las manos, en el cuello, y al arrancar la corbata sintió arrancar también el botón de la camisa. Respirar era sentir la asfixia como polvo de cementerio.
Ni siquiera los anchos cuerpos humanos tendidos sobre la grava que él había visto, que él había depositado como ofrendas al dios de los caminos, ni su silencio ni su gravidez de odres rajados, purulentos, manantes despojos de miseria, le habían impresionado. El camino estaba repleto de cadáveres insepuítos que iban apilándose terribles, inundando de hedor y pestilencia la agradable clorofilia del campo. A él, encerrado en el coche, le nacía la pasión de la huida, y era como nadar sobre sangrientas arenas movedizas lo que sentía, como si su afán fuera alimentando la torva sensación de su encierro, como si alguna vez hubiera soñado que existía un camino abierto hacia algún sitio, unos árboles sombreando el camino y unas amapolas rojas entre el verdemar de la hierba cencida, virgen todo como una promesa inédita. Pero ni siquiera este sueño escapado del horror era posible, y golpeando el cristal, el dolor era una alegría naciente, sólo posible en un cerrado círculo de sensación herida.
Ni era posible pensar, siquiera, que nadie que llegara a la cruz de los caminos, con su lacra de siglos, pudiera continuar adelante, bordeando las riberas del fracaso, porque había como una impalpable red de sur a norte, y las blandas aves de la inconsciencia humana aleteaban locas, perdidas en la niebla y ante unos horizontes desdibujados, llamando «luz» a una sombra de quimeras huidizas.
Golpeó y golpeó y, a la postre, sí se daba cuenta de que eran golpes que dolían aun dados sobre el vacío; ni que la luz era luz y que ni los caminos eran libertad. Pero sabía también que, a pesar de todo, en la consciencia y en la inconsciencia, seguiría golpeando interminablemente...

EL PIANO
La mujer estaba frente al piano, que era como un gran pez de extrañas escamas de charol y con la larga hilera de nítidos dientes que masticaban una sinfonía inédita. (Oh, dientes de Berenice, largos dientes, estrechos dientes, blancos dientes de Berenice. Oh, dolorida encía sin anestesia, oh Berenice, cuando arranque el marfil-diente del pez-piano, tu grito de horror y miedo, tu chillido de dolor, espero oirlo convertido en una página de Corelli, o transformado súbitamente en una lírica explosión del alma.)
En la mente de la mujer, espumas y algas, rompientes, mar de fondo, mucho mar de fondo, Ulises, cantos de sirenas, nereidas y tritones, había Atlánticos de azul pálido, fusas y corcheas desabotonadas que daban al paisaje de un desnudo unánime, en donde la música era carne, carne de querubín andromorfo, mensurada dimensión de la teratología, estética del monstruo. En la mente de la mujer, espumas y algas, amanecía la memoria de un clavicordio, hermano benjamín de este piano-pez desintegrado en armonías blancas, preludios, adagios, toccatas, fugas, errantes mariposas de una inconexa elaboración mental, fantasmas de larga vestimenta blanca por corredores de misterio con ruido de cadenas por los pasillos del infinito. En la mente de la mujer, tabaco y oro, embestía un toro de magia, y la gracia del capote abanicaba el pitón voluntarioso, el fálico pitón bramante, sediento y hambriento pitón, símbolo del hambre más hambre, de la sed más sed. En la mente de la mujer, cada nota musical amanecía en una aventura, una aventura de relieves incontaminados, una aventura virgen, una aventura blanca, una aventura-aventura.
Y el mar estaba fuera lamiendo costas. Gaviotas sobre el mar y sobre las costas. Crueles gaviotas con el pico agujereando cráneos romos de hombres romos.

Blancas gaviotas que encontrarán su nido en los escarpados acantilados, frente al mar. Al anochecer, entre el ruido del oleaje, se escuchará su charla, sus gritos, su pelea. Al anochecer habrá canciones que irán bogando sobre las olas, canciones vomitadas por oscuras tabernas portuarias, canciones que habrán resbalado sobre la fría humedad de la dársena, que alguna quedó, quizás, enganchada en algún noray, lánguidas canciones borrachas, llenas de salitre y acordeón, de aguardiente y escamas. Ojos de sueño, amaneceres olvidados, luz de almas, senderos de sal. La remota memoria se perdía entre héroes y medusas. (Oh, Perseo, oh Gorgona, oh sutil de Benvenuto). Las piernas se enredaban en largas sierpes extrañas. La canción bogaba hacia puertos remotos. (Horacio, en todos los puertos te espera lady Hamilton.)
Había una geografía de luces y aromas, como una perdida oración en un libro de hojas amarillentas. Una geografía elemental construida de nombres, agarrada a la memoria por pinzas de nombres cóncavos, resonantes, sagrado consuelo de destierros. Por ejemplo, Mindoro, lejano, con ecos conradianos; más cerca, Folkestone (¿ecos de qué?), Uleaborg (¿ecos de quién?), Hamburgo, Le Havre... Un dedo que traza senderos de espuma. Un dedo aferente hacia vidas decapitadas de pilotos aventureros. Gentes que sembraron su nombre en el maremágnum de los puertos. (¿De qué espuma blanca, de qué horrenda mutilación, oh cruel Cronos, victimario eterno, podrá renacer en nosotros la esencia de Afrodita?). Páginas y más páginas de elemental geografía, sonsonete de niños de alguna remota escuela primaria, entre montes, entre pinos, entre verde. Hay una algarabía de sol y juventud, campo y verde, agilidad y entusiasmo. Páginas y más páginas de elemental geografía; páginas y más páginas de elemental historia. Las ya perdidas nociones definitorias. La historia es un graznido de aves negras. (Tu cuervo, oh Edgardo, que ha entrado en nuestro cuarto, sobre el panorama de nuestro días, y repite incansable: «Nunca más». Y el coro de ángeles, cantando extasiados el nombre excelso de Leonor, y cuyo nombre en la Tierra no volverá a oirse nunca más.)
En la mente de la mujer, la presencia del mar es agresiva y punzante, cruel y despiadada. El piano-pez, desde la esquina, mira con grandes ojos asombrados, la quijada en ángulo, los dientes batidores. Y el mar  —cada vez más dentro, oh temor— sigue estando fuera lamiendo costas. (La semilla de tus hijos, infeliz Urano, espera fructificar en el surco de las olas, al abanico de los vientos.)
De pronto, en la mente de la mujer, oh temor, el mar destelló como una agonía de burbujas. El pianopez sacudió la cola y su glauca mirada atravesó la estancia. La mirada, como una flecha, oh piano-pez arquero, se clavó en el dintel, por sobre detrás de la mente de la mujer horrorizada. La ávida, golosa esponja del miedo secó el color y ni siquiera una luciérnaga titiló en su alma. La mente de la mujer soñó el mar, la mano de la mujer sintió el mar, el alma de la mujer sufrió el mar...
Lentamente, como un viejo dolor amigo, sintió a sus piernas levantándose. La ventana daba sobre el mar, hosco y alucinante. Un paisaje de boyas y largas cuerdas marinas, trebejos de pesca, el ojo giróstato del faro, escudriñador de misteriosas lontananzas marinas...
Bajo la ventana, el espejo narcíseo líquido-pátina. Bajo la ventana, la mente de la mujer vio al piano-pez de escamas de charol, dientes de Berenice, flor de tragedias. Y la mente de la mujer vio que el pianopez, ángulo de maxilar pavoroso, dientes de Berenice contraídos, intentaba arrastrar a la profundidad abisal un brazo de mujer que era el suyo, un cuerpo de mujer que era el suyo, un alma de mujer que era la suya...
Y al mar le faltaba un grito que ella dio. Un grito no humano, de ángel herido. Y ya, sobre las olas, no hubo sino hervor, frenesí, vaivén; hervor, frenesí, vaivén; y luego, oscuridad, frío, silencio; oscuridad, frío, silencio; oscuridad, frío, silencio...

LA TAPIA
Desde niño había crecido con la obsesión de la tapia. Eran cuatro metros de altura. Cuatro metros insalvables. La tapia no se podía tocar, pero estaba allí. Y eran sólo cuatro metros de altura. Macabeo, Celeste y yo hablábamos mucho de la tapia. Macabeo contaba historias de la tapia oídas a su madre, que era una vieja esquelética y que pasaba por los quicios de las calles como la sombra de la muerte. Había como un estremecimiento de horror, o de miedo, no sé qué especie de congoja al contarlo. Macabeo empezaba a tiritar, y un sudor de grandes gotas le iba asomando a las manos, húmedas y viscosas.
Después, Macabeo se perdió y fuimos Celeste y yo los que hablábamos de la tapia. Macabeo se perdió, un día, detrás de un balón y le vimos alejarse en un coche grande y azul, con parachoques de plata. Lo último que vimos de él fue su brazo, alzado a los vientos, en un ademán de adiós que, tanto a Celeste como a mí, nos pareció trágico, pero que, quizas, era debido a que un ocaso de sangre teñía las distancias.
Pero siempre la tapia esaba allí. Con sus cuatro metros. La medición había sido difícil. Un día, Celeste vino con un arco y unas flechas, pero por más que quiso no logró nunca clavar una sola flecha en la tapia. Otra vez buscamos a unos amigos para poder formar una pirámide humana, pero no supimos cómo hacerlo. Después tuvimos la idea de arrojar un gancho, pero fracasó. Al fin, Celeste se perdió también, ascendiendo por un árbol en busca de un nido, y nunca se me pasó aquella tristeza de que Celeste no hubiera llegado a saber la altura de la tapia, él que tanto había trabajado en averiguarlo.
Lo calculé una noche, con ayuda de la Luna y después de esforzarme mucho en ciertos estudios geométricos. Para entonces ya habían domesticado mi fantasía salvaje en un colegio, y ya mi garganta estaba rota, rasgada por mil vocablos rudos, ásperos y chirriantes. Sabía que, en sueños, pronunciaba todavía los altos nombres de Laura, Berenice, Leonor, diosas heroínas de mis largas lecturas apasionadas, y que mi memoria jugaba pasiones distintas con palabras como joyas —esqueje, nebli, cítara—, pero había un fragor de ruidos, un chirriar villano, siempre del mismo signo al despertarme. Y era una mortal desazón sentir que, en torno, todo se volvía híspido y hostil, punzante, también incómodo y sucio. Nunca, como entonces —cuando me rompieron mi mundo—, sentí la sensación del ángel sucio, mugriento y cochambroso.
Por encima de la tapia había algo que brillaba con la mirada del ónice, cruel pero lúcida, y sólo necesité de unas lógicas coordenadas hincadas en el aire y del viejo goniómetro del abuelo, que él nunca supo qué era y que lo encontró un domingo, y detrás de unas zarzas como un objeto de pecado para ir llenando de cifras misteriosas —mundos de cabala y de magia— mi verde carnet de notas. Recuerdo que era bastante difícil disponer una multiplicación en este carnet, pues las cifras se derramaban en el aire e iban a perderse en el infinito.
De todos modos, y a través de distintos métodos, resultaron ser cuatro. Cuatro metros. Sé que permanecí mucho tiempo como atontado, preguntándome de qué fofa materia estaba constituido cuando no era capaz de elevarme sobre cuatro metros y otear desde esta altura el otro lado de la tapia, el lado de la obsesión y del misterio.
Pero también logré hacerlo. Precisé de una escalera de tijeras, un globo y unas cerillas. En el último momento, el globo se incendió y sus piltrafas se dispersaron en el viento, pero sé que asenté bien la escalera sobre una nube y que lenta, pesadamente, fui ascendiendo. También pudo ser que, a mi paso, los metros fueran creciendo. Topé ramas, frutos, vuelos. Encima de mí aleteaba siniestro un pajarraco de corvo pico y garras rapaces. Dentro de mí aleteaba con furia el pájaro de la duda, golpeándome las meninges. Debajo veía la nube en la que debía estar hundida la escalera, pero cuyos extremos yo no veía entre el vértigo y la pasión. Ascender un escalón significaba sentir un agudo dolor en la nuca, como la puntilla del matadero. Pero ascendía. Siniestramente. Con una sórdida sensación de cansancio. En las manos, como en el caso de Macabeo, el sudor era un río...
Pero llegué. Desde los cuatro metros de altura miré hacia atrás y ya no había mundo. Sólo nubes. Gordas, blancas nubes. Y flacas, negras nubes. El frío, el largo cuchillo del pánico me atravesó. Se heló el calor de la pasión, el ansia del alma. Ya no me atrevía a volver la cabeza y a mirar por encima de la tapia, pero sabía que era necesario, que se me urgía. Había algo que se estaba desarrollando al otro lado de la tapia, y yo había crecido, desde niño, en su obsesión.



Había como un oscuro instinto incitándome, una morbosa curiosidad empujándome. Miré. Era como un patio de imposible definición, que se prolongaba en un erial, como una especie de landas pantanosas. Y sobre el pantano flotaba en su totalidad la irreal y clásica neblina de los paisajes fantásticos. Había vuelos de murciélagos prendidos en la altura, cosidos al aire, temblando en un éxtasis de espera y tedio. Se adivinaba en la oscuridad una colección de ojos arrancados que gritaban su dolor en un alarido vibrante. Y en medio, frente por frente, me miraba un pez, un terrible y tremendo pez que estaba en seco sobre la extensión del pantano, no sé si vivo o muerto, pero mirándome con escrupulosidad, fríamente. Y a su lado, a izquierda y derecha del pez, estaba el balón de Macabeo y el nido de pájaros, con cinco huevos azules que, por última vez había visto en manos de Celeste. Y eran sus ojos, los ojos de Celeste y Macabeo, aquellos ojos del pez que me miraban.