lunes, 24 de enero de 2011

La hematita


      Ya queda menos para saber el cami­no que anduvo Dios por entre las estrellas, que esa ha sido la mayor preocupación del hombre a través de los siglos, un bulbo de flor carnívora en las meninges, una madre aracnoidea que extendió sus sedas ventrales sobre los cere­bros y se quedó a la espera en un rincón afilando sus maxilares y rebosando vene­no de sus quelíceros, la mancha de tinta que se gotea y se expande sobre cada uno de los infinitos vasos de las neuronas des­de la pila bautismal y ya estamos con el espanto transfigurado en los ojos viendo y no viendo el paso callado del Supremo, su suave calzado que le permite acercarse y alejarse de manera que podamos temer siempre que lo tenemos encima. En defi­nitiva, la angustia del hombre que se pre­gunta, sin haber respuesta, de dónde vino y a dónde va.

El Club del Olimpo. Veamos, ¿en qué dirección anduvo Dios, desde Mercurio hacia Plutón o viceversa? Se diría que los pueblos politeístas lo tuvieron más fácil. El Olimpo era un lugar como de club de bromistas, algo como perteneciente a aquel mundo un tanto claustral y un mucho eli­tista tantas veces narrado por los escrito­res Victorianos, y en donde hasta los más proceres de entre esos seres divinos se entretenían en hacer malévolas jugarretas a todos los de la gama inferior; semidioses, héroes, humanos, etc. De tratar de encon­trarles parecido, nos imaginaríamos a ese niño sádico que pone en funcionamiento su prodigiosa imaginación ante un hor­miguero que ha descubierto cerca de casa, que puede ser que se desconozca la capa­cidad de un niño para inventar tropelías y torturas hasta que se le coloca en ese tran­ce de su omnipotencia ante la hormiga que es como la hipertrofia del afán vindicativo del enano, el palito que hace derrumbar maniposterías y singulares arquitecturas como lo ocurrido en Bam en su seísmo alu­cinante, el pie que avanza delicadamente y deja un reguero de lisiados que, a pesar de todo, intentan proseguir en su camino sin que lleguen parihuelas ni ambulancias a paliar el desaguisado, las inundaciones, los incendios. La imaginación de los dio­ses, tan superabundante, ha sido la misma que la de sus creadores, los hombres, y está descrita, con pormenores, en las mitologí­as de los distintos lugares de la tierra, que de las mitologías extraterrestes igual es que nada sabemos; que, igual es que por esa razón se pudo decir que no hay ni ha habido vida fuera de nuestro planeta.

El agua. De cómo pudo andar Dios por sus cielos, sin prisas, dueño absoluto de las galaxias, nos ilustrarán posiblemente, las sondas varias que están recorriendo Mar­te, la Express, la Odyssey, la Opportunity, etc.., Europa y América frente a frente en la carrera del espacio, mensajeras todas ellas de la buena nueva de la existencia de agua en Marte, de la bendita agua pese a la terrible pesadilla de las inundaciones que se empeñan a veces en ahogarnos, agua pura y alegre y llena de vida como la can­taría otra vez y siempre San Francisco y que es el sueño de los sedientos perdidos en el desierto como el de los privados del agua a la salida de los quirófanos y que sue­ñan y sueñan y sueñan durante todos esos días en que son alimentados por vía intra­venosa en la convalecencia, sueñan y sue­ñan y sueñan en el agua, la bendita y fresca agua que baja como manantial desde la boca hasta el estómago regando faringe y esófago y, que si antes supo de la tortura del infierno y sus secarrales también habrá adivinado ahora que la dulzura del paraí­so no está nada más que en el agua, el secre­to de la vida no está nada más que en el agua, que la respuesta a todo lo que no tie­ne respuesta está, simplemente, en el agua.

El azul. Cita don Juan Valera, en su car­ta-prólogo a Azul, de Rubén Darío, la frase «L'art c'est l'azur>> de Víctor Hugo, cuyo aser­to lo pone en entredicho. En Anagke, cruel poema de Rubén, lo azul es elogiado ditirámbicamente: «¡Oh, inmenso azul! Yo te "amo, Porque a Flora/ das la lluvia y el sol siempre encendido (...) ¡Oh, inmenso azul! Yo adoro/ tus celajes risueños,/ y esa nie­bla sutil de polvos de oro/ donde van los perfumes y los sueño!». Y, en pensando si la vida es azul aunque compitiendo con el verde que es como se respira y se clorofiliza, da uno en el problema de si alguna vez hubo vida en Marte, que es lo que las cita­das sondas tratan de averiguar, pero también, si esta gran carrera espacial, con cuantías de gastos que quizás solu­cionarían muchos problemas terrenos, no será, acaso, una especie de gran aventura de la búsqueda de Dios y de su odisea celeste que ha sido cosa has­ta ahora más de místicos y de filósofos y no algo que les haya enajenado de manera acuciante a los científicos, aun­que ahora, números sobre números en el planteamiento de sus problemas, con los ordenadores a tope sin poder saciar todas sus apetencias, van por el cami­no que siguieron los grandes profetas de la imaginación que nunca supieron de otra cosa que de evacuar sus visio­nes o sus pesadillas sobre los ubérri­mos campos de la novela, todos los que, antes y después de Julio Verne dejaron la marca de su veleidad soñadora y cre­aron un género literario que, con el tiempo, ha dado en llamarse ciencia-ficción, o robótica, o cibernética, o llá­mese como se llame que siempre habrá otros tiempos para poder llamarlos de todas las maneras imaginables.

La ecuación divina. A partir de la hematita gris, que parece ser el último descubrimiento marciano y que es como el sangriento sudor del mineral que solamente con el agua asoma, toda­vía hay amplias distancias espaciales que recorrer, toda una larga explora­ción en busca de ese Dios de los cami­nos celestes que siempre ha estado en la mente del hombre, generalmente como temor, y de quien falta encontrar su ecuación. ¿Pueden ser ahora los científicos y astrónomos los que han tomado el relevo a los filósofos y a los místicos y se encargan de escudriñar los secretos de Dios y se atreven a arrostrar, a través del telescopio, su in­trigante esencia y presencia? De todas formas, y aunque siempre sentirá cual­quier hombre de cualquier tiempo la inevitable duda o el atroz arrepenti­miento de haber nacido demasiado pronto, que es ésa enfermedad incu­rable, lo cierto es que la carrera espa­cial que se está desarrollando en la ac­tualidad puede considerarse, desde cier­tos parámetros ideales, como una mi­sión exploradora de la búsqueda de ese Dios, de quien se supone que en algu­no de los millones de galaxias tiene su sede que no se sabe -que eso solamen­te creerán saber los creyentes- en dón­de y cómo erigió su trono, qué morfismo adoptó, y ya, definitivamente, qué juegos se está trayendo con este y otros mundos supuestas creaciones suyas.

Ogros


Ahora el ogro se llama Armin Melwes pero antes el ogro se llama­ba, simplemente, «el ogro» y per­tenecía a un clan de gigantes lla­mados ogros, y pudo contemplar el sueño de Pulgarcito y de sus seis hermanitos, sie­te hijos que tenía el leñador, su padre, y los dejó abandonados en el bosque, que tam­bién hay que ser muy ogro para tener sie­te hijos cuando no se puede alimentar ni a uno solo.

Ahora el ogro se llama Armin Melwes y con él la raza de los ogros se perpetúa, ogro Swain Beane por un ejemplo, ogro Albert Howard Fish, el místico que esperaba que Jehová le parase la mano como a Abraham si de verdad Jehová no quisiera que él Fish le sacrificara niños y más niños, ogros mil y uno en la Enciclopedia del Crimen que en el mundo de la criminalidad acaso es dificil resistirse al impulso de la antropo­fagia, toda nuestra infancia llena de ogros que yo no sé qué cosas leen los niños de hoy de los que tan alejado vivo afortunadamente no sea que me coja el síndrome de Micha­el Jackson y me levante todas las mañanas con las sábanas húmedas, pero sí diré que nuestra Infancia estaba llena de ogros, des­de los cuentos de Perrault hasta los de don Saturnino Calleja, y salla uno a la calle y vela perderse por la esquina de la manza­na al hombre del saco y salía a airearse con las auras del bosque y se topaba con el saca­mantecas, que era como Freddy Krueger pero en versión rural y sabia cómo intro­ducirse en nuestros sueños, y con 'mocito' que decía que era mocito y recibía su cas­cada de huevos podridos pero se sabía que una vez que hubiera sometido su zamarra a su tintorería de urgencia se relamía sus bigotes bajo el puente mientras asaba, ensartado en un palo verde, no se sabe qué vianda nefanda (que hay que cuidar la rima) pero seguro que era un tierno infan­te de bucles rubios ya quemados, y veía y huía de 'la gallega', que también se sabia que era una bruja, un residuo de la purga de Pierre de Lancre, que vivía en su cha­bola con su gozque y que tenia su cazuela mágica donde hervía condumios tenebro­sos. Toda la infancia llena de ogros que desembocaban en la imagen goyesca de Cro­nos devorando a sus hijos que eso es lo que hacemos todos con las horas muertas, tra­garlos, pero sin saber, seguramente que nos estamos tragando a nosotros mismos, nues­tra propia vida que se nos despelleja al sol y a los vientos y a las lluvias.

Ocho y medio. Dentro de ocho años y medio, cuando uno ya esté criando no mal­vas sino cardos (como
corresponde a este lugar donde vegeto y si aquí me entierran) o, simplemente volando a lo fantasma entre nieblas y gaviotas y sintiendo y contem­plando, a lo garcilaso, «la ira/ del animoso viento/ y la furia del mar y el movimien­to», aunque también, en las tardes tan eté­reas del verano la gracia singular del 'rayo verde', semilla digo de fantasmas mi polvo gris de mis cenizas, habrá llegado la hora, a ocho años y medio repito -y según dicte el juez Volker Mütze y en contra de la opi­nión del fiscal Marcus Kqehler, ambos del tribunal del proceso de Kassel-, de que Armln Meiwes, alemán y caníbal confeso, vuelva a utilizar su dentadura, toda su gama de incisivos, caninos, colmillos, pre­molares, molares, etc, etc, (que nunca sabe uno hasta qué punto la radiografía dental caníbal pueda ser distinta a la general humana, que tengo yo sabida aquella vie­ja leyenda de mi infancia que decía que los caníbales tienen los dientes más afilados, los ojos más fijos y los aojos más temibles, les hieden las entrañas que dejó dicho no sé qué superviviente que son sus bocas como cavernas de guisotes rancios o alien­to que apesta de hienas y buitres u otros animales carroñeros, con la carne huma­na como efervescente en sus estómagos, y que tienen la costumbre de pedir a los cama­reros de la tribu que les proporcionen los mondadientes que les servirán de juego dental promiscuo que bailará en sus labios hasta el próximo banquete que, a ser posi­ble, habrá de ser también de carne huma­na.

De cómo sabe ésta, de su especial dulzor que parece como que algún ayudante de cocinero hubiera extraviado el salero y lo confundió con el azucarero, hay testimo­nios varios, distintas versiones de quienes hasta se vieron en tan apretada situación que ese paisaje del perol calentado a leña ardiente ribera del bosque y el misionero contando las cuentas de su rosario mien­tras ora mirando al cielo cada vez con más fervor a medida que el calor empieza más que a insinuarse por las plantas de sus pies hacia arriba y muy hacia arriba, hay algu­nos que lo vieron desde dentro del perol mismo, el agua del guiso mojándoles más arriba de la cintura como así debió ocurrir supongo en las elevadas campas inesetarias de Lesotho (llamada Basutolandia en mis viejos tiempos) como veía ayer no más en un documental o a la manera como cuenta un tal Hans Staden, un excén­trico autor cuya vida pudiera parangonarse con grandes protagonistas de míticas nove­las como Robinson Crusoe o Gulliver, en aquel su libro de tan largo título que es imposible transcribirlo entero: Verdadera historia y descripción de un país de salva- Jes desnudos feroces y caníbales, situado en el Nuevo Mundo América, desconocido en la comarca de Hesse antes y después del naci­miento de Cristo, hasta que hace dos años, Hans Staden de Homberg, en Hesse, lo cono­ció por experiencia propia y cuyas caracte­rísticas revela ahora por medio de la imprenta, etc, etc, etc.... (Edit. Argos Vergara. Biblio­teca del Alfil Barcelona, 1983), o como mártires de la edad primaria del cristia­nismo a los que el emperador mandó gui­sar como método de violar sus mentes y hacerles adorar a los dioses en sus exten­sas tierras de Pagania.

El mordisco. De caníbales, como es fácil de entender, puede hablarse desde distin­tos estadios o puntos de vista tómese o no la ocasión de referirnos a este Armin Mei­wes de quien se sabe que se corrió, al menos, una orgía caníbal de acuerdo con su victima, Bernd Juergen, ocurrida en Rotemburgo y que empieza con un entre­més fálico, que puede entenderse este ape­tito antropófago como mera subsistencia o supervivencia, como perversión sexual y hasta como gastronomía como no faltan libros de recetas de comidas en donde los afrodisíacos, más o menos eficaces, pudie­ran ocupar el lugar que, entre los condi­mentos, suelen reservarse a especias de todo tipo, y que habría que sazonar con el placer del mordisco o de la dentellada sin la cual todos los etluvios amorosos que se ventilan en campo de plumas tienen menor sentido, que un mordisco en la cumbre de los omoplatos rellenos de carne mollar es bocado de ambrosía como lo saben los amantes exquisitos, los que piensan que el cuerpo humano pueda ser como viola estre­mecida. como guitarra acordada, como vio­loncelo que se deja abrazar y fundirse ama­da en amado.

La Orilla


Se tiene a veces la impre­sión de habernos quedado en la orilla viendo pasar el río, y, entre las aguas, la espuma de la semana, de los días. Un viejo documento, una pipa, una teta, la adicción televisiva, el paralelo 40, y, como siempre mu­chas cuchilladas, y hasta vuelos de palomas que se estrellan con­tra el enlosado y catálogos exhaus­tivos de sevicias varias, y aquel metro moscovita que era lo plus­cuamperfecto, y los turistas pedófílos, etc..., son algunos de los ele­mentos que pueden observarse desde la orilla en el panorama de una semana que va perdiéndose­me ya en los confines de la memo­ria, que resulta que el documen­to es de un optimismo insupera­ble, no contagioso por desgracia, pero de amplias avenidas utópi­cas de lo que pudo ser y no fue, que para mala suerte nuestra (al menos, mía) no fue, que habla de una revolución sexual en los años 60, que me digo, ¿dónde estabas, tonto, que no lo viste?, que ahora más que nunca tendré que arrepentirme de no haberme ido allí, de no haberme puesto las bandas rojas sobre el talar negro y pase­arme en fila de dos con los ojos y las manos recogidos, el semblan­te serio como lo es el del que pien­sa en el qué poco lo de acá y qué mucho lo de allá, que creo que soy casi el único que no pasó por el lugar por aquellos tiempos como puede uno cerciorarse mirando a su alrededor y fijándose en los que nos gobiernan sobre todo, en los que nos rodean, que esto es una república de egresados en su tota­lidad y bien saben los autores del documento que esa revolución sexual tuvo lugar aunque sola­mente en ese lugar fuese, que en los demás los caminos sexuales eran tan angostos que comerse un rosco era como ascender al Eve­rest, y ahora lo que nos queda a los que allá no fuimos es el arre­pentimiento por no haber ido, el puto arrepentimiento que nunca ha servido para nada.

La pipa ya no humea pero deja el aroma, tan evocador y que nun­ca se nos borrará de la pituitaria, una pipa en boca de una mujer que recorrió caminos en pesqui­sa de crímenes y de la que no nos podremos olvidar ahora que el crimen, sin abandonar la prensa escrita se ha insta en las panta­llas televisivas. La teta que es una gloriosa teta de tinte moreno que salta impulsada por el muelle del busto y que da razón y noticia de hasta qué punto pueden llegar los círculos de la pacatería bien rega­da con moralina formando parte de todo un ámbito que cubre la at­mósfera de la nación imperial por excelencia. Fámelicos y famélicas de apariciones televisivas que carecían el regazo de la cámara que no es más que lauro de estul­ticia, pero la enfermedad va ascen­diendo por los alcores de la razón si alguna vez la hubo y los hubo y deja su rastro pegadizo como de baba indespegable y es enferme­dad mayoritaria, como una epi­demia que tanto se ha extendido que hay quienes piensan que si no hay televisión no hay nada, que todo conduce y dimana de la tele­visión, que ése es el único paraí­so sin percatarse que también es, en los mismos perfiles, el infier­no cutre, el báratro baratujo.

Un paralelo, el 40, de un autor que sólo la muerte parece que ha­ya rescatado del olvido, la muer­te como enviado al desierto del ol­vido, como Orfeo hasta su suici­dio en busca inconclusa de su Eurídice, que sí que es verdad que era un escritor que merecía conocerse, 'con pluma untada en tinta de rosas moradas, las tétricas pano­rámicas de su hécula, que era la yecla de sus amores y de sus odios, las psicologías torturadas de tantos personajes que desnudó con su pluma, y que iban con la muerte al hombro, como todos, personas sin camino, vengadoras, que de todas ellas habló con fuerza, con verdad, con acerba crítica nacida de su ra­zón y de sus razones para quedar­se ahí, exánime, en el olvido hasta el despertar definitivo de la muer­te. Y muchas cuchilladas, que esta­mos en la apoteosis de las compa­ñías sentimentales, la soledad que aprieta y no distingue entre el bali­do de la oveja y la sardonia que masticó la hiena, que todo, si bien se mira, es cosa de la soledad que aplasta, que hace delirar y pesadillear, que es como un viejo trapo al viento, memoria huérfana que cla­ma esproncédamente por qué vol­véis a la memoria mía tristes recuerdos del placer perdido; que tampoco se sabe qué piensa un cadáver sobre el ímpetu de las corrientes hasta llegar a la orilla, el río de sangre que ahora le nace en la cabeza, los brazos en cruz, postura del que hace dejación de la vida y tan contraria a la del nacedor, postura fetal apuñada, envol­vente en sus propios círculos tan claros y congruentes por posesivos.

Owl Creek. ¿Era, es el Aqueronte un río tan bravo? El cine nos ha contado la historia de muchos ríos. En El río, riberas del Ganges, colo­ca Jean Renoir, su retrato coral de una familia. Howard Hawks es deci­didamente proclive a ríos, como John Ford, Otto Preminger o Elia Kazan, con más razón aún al menos si aprendemos la lección desde su escatológico punto de vista, es decir, 'sin retorno'. Pero el río definitivo es el del búho, se acuda a Robert Enrico en la sala de cine o a Ambro­se Bierce en la biblioteca. El puen­te de Owl Creek es un espejo de vi­da, de toda la vida, como esa fasci­nación del video que la conciencia logró grabar y esperó a su último momento para volcarse sobre la pantalla memorística, la agonía del hombre, su sudor frío, su mirada más allá de las cabezas, de los ojos que le rodean, más allá de la reali­dad hacia no se sabe qué futuros que ya nunca le pertenecerán, o, yendo a Owl Creek, un hombre so­bre el puente, una soga a su cuello, un regimiento expectante, unos sol­dados rasos levantando una horca, las turbulentas aguas del río a sus pies tan veloces que parecen estar quietas, Peyton Farquhar y su sue­ño que le vive, que se echa a volar hacia la libertad imposible, la del cuello roto, la del balanceo fúnebre. Soñar es libre...


Abajo o arriba

Aparte del Dante, gran explorador, y de todo humano que pudiera autoseñalarse cronista del suyo propio, todos sabemos, por ejem¬plo, que Arthur Rimbaud, el niño prodigio de la literatura francesa, pasó «una tem¬porada en el infierno». ¿De qué infierno hablaba? De ése del fuego, naturalmente, del que dice que «las entrañas le arden», que «tiene sed», que nos invita a ver «cómo aumenta el fuego» y que escribe que el mis¬mo Satán «dice que el fuego es innoble», y expresa, ardido en calenturas de hastio, su carencia de tantos infiernos soñados. «Je devrais avoir mon enfer pour la colére, mon enfer pour l'orgueil, et l'enfer de la caresse; un concert d'enfers». 

Pero ni siquiera la prodigiosa imagina¬ción rimbaudiana pudo soñar ni una míni¬ma parte de ese concierto de innumerables infiernos que existen o que, nuestra ima¬ginación proyectada hacia el futuro, nos sugiere. En definitiva, todos los esfuerzos de la gran literatura universal se han dedi¬cado a describir infiernos. Penetrado de no se sabe qué ironías de eternidades flotan¬tes, fantasmales, telúricas, marítimas, una eternidad que Rimbaud lo define como «mezcla de mar y sol», nos ubica el infier¬no según el tópico convencimiento gene¬ral, fiándosele la burla en la seriedad de la teología y señalando, claro está, según ese sentir, las anfractuosidades cavernarias de abajo para el infierno. «L'enfer est certainement en bas», escribe. 

El futuro. Esté arriba o abajo, en pre¬sente o en pasado, nunca pudimos eludir el infierno. ¿Y, en el futuro? Pero, ¿qué es el futuro? El futuro es eso que 110 tenemos y que nunca tendremos. El futuro es el telón -que nunca se corre- del escenario de la vida y nunca se ha sabido ni se sabrá quién y por qué nos mira desde el agujero que tie¬nen todos los telones de todos los escena¬rios, que nunca seremos otra cosa -y no nos cabe otro recurso que resignarnos- que ser espectadores ante un telón de boca del Gran Teatro del Futuro que nunca se abre hasta nuestro último momento que seguramen¬te será entonces cuando nos daremos cuen¬ta de que ni siquiera había un telón. Pero sobre el futuro hablamos mucho y escribi¬mos mucho y nos preocupamos mucho. El futuro de hoy es el pasado de mañana y todos los que hemos vivido algunos años sabemos bien cómo, en general, se acos¬tumbra a reírse del pasado y de sus logros como antiguallas, como ridículos atavíos que la moda arrumbó, que pese a todo, y aun sabiendo de esta ciertamente vana con¬dición del futuro, hacia él se dirige todo esfuerzo humano y a él se le debe todo progreso. 

El hielo. Abajo o arriba, uno de esos pro¬yectos fantásticos para el futuro resulta ser el del infierno del hielo, que en cuestión de infiernos los hay varios y hasta muy con¬tradictorios, que habría que decir aquello de Eluard creo, de que hay muchos mun¬dos, digo infiernos, pero están en éste, en este gran infierno que es la vida, infiernos de guerras, de pestes, de hambres, de muer¬tes en cabalgada apocalíptica, infiernos ahora mismo de calamidades naturales o no tanto, de parques acuáticos que se derrumban o de ciclistas que leyeron a Pavese, se supone, y le plagiaron en su últi¬mo refugio, pero del infierno de las cenizas del fuego o de los añicos del hielo es lo que se quiere contar en esta fase, que, en la deri¬va hacia nuestro futuro que de inmediato viene a devenir en pasado, nos topamos por último con la realidad de ese entierro eco¬lógico del que leía en la prensa estos días de la empresa fundada por una bióloga sue¬ca (Susane Wiigh-Másak en la pequeña loca¬lidad de Mósund), que propone la congelación, a 18 grados centígrados bajo cero e inmersión subsiguiente en nitrógeno líqui¬do de nuestros radiantes cuerpos para que, una vez rotos en pedacitos mil sirvamos de abono natural a las tierras o mares o vien¬tos que nos acojan, que, de esta manera, nos hace soñar hasta con árboles que pudieran llevar nuestro nombre puesto que sor¬bieron nuestra savia, en una especie de invención panteista del ambiente trocado en panantropologismo, si nos vale la expre¬sión, que ahora sí que podremos escoliar a Becquer y soltar el exclamativo "¡Qué fríos se quedan los muertos!, que nunca pudo haber verdad más honda. Y, más fría. 

La clonación. Abajo o arriba, otro infier¬no actual, observado a pie de prensa, pue¬de ser el de la clonación, milagro tan positivo u horror tan tremendo como el de abrir , la ventana y, bajo ella, ver que pasa no el cadáver de nuestro enemigo como soñaba el vengativo árabe Abú Aba (o como se llamase), sino a ese ser idéntico a uno mismo, la causa de la piedad inmensa que hacia nosotros mismos sentimos y pensamos que cualquier univitelino puede sentir centuplicada, y mucho más si se trata de uno clónico. De todas formas, el futuro y la eternidad y el infierno suelen ir un tanto asociados, que esa es. la prevalencia de un cierto maniqueismo que procede de nues¬tros hábitos educacionales y sobrenada en nuestro, habitat mental, Dios o Diablo, cielo o infierno, abajo o arriba, que, si nos apartamos de los convencionalismos al uso nos daremos cuenta de que hay por ahí algunas viejas civilizaciones que guar¬dan hacia los difuntos una mayor imagi¬nación de vuelo. Son los que ofertan a los cielos sus muertos en planicies de entra¬mados arbóreos o simplemente en suelos de roca dura, cuerpos expuestos a los soles, vientos, lluvias y toda clase de ele¬mentos meteorológicos, cuerpos coloca¬dos como en aeródromo y prestos a ini¬ciar el vuelo, halcones de ojos tapados a los que se supone que, no se sabe cuándo ni en que fase de su pudrición o de su tasa¬jo, se les despega la caperuza y se encuen¬tran, de sopetón, con el regalo de la glo¬ria inmarcesible, el sonido de las trom¬petas de su salvación y el timbal que percute en sus alegorías de vuelos fina¬lizados, que el de los clarines de la gloria es el sueño más generalizado, digamos que hasta el más democrático, un lujo del que no tiene por qué abstenerse ni el mendigo más mendigo (que un sólo acen¬to puede bajar en muchos grados la situa¬ción mendicante), y que, en la igualdad promiscua de los seres, y sobre todo en los heridos por el ofusco de la eternidad, ya sea en los altos o en los bajos, en los cielos o en los infiernos, sueñan con encontrar pistas para posarse, que no de otro origen fue aquella inquietud unamuniana, ésa su agonía perenne que deja confeso, cuando escribe. «Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá da la tumba», que es ahí donde vamos cavando el abismo de nues¬tra creencia o de nuestra increencia, de nuestra esperanza o de su carencia total, la sublime soledad como compañera indehiscente, el estallido de nuestro vacío interior como cáscara de fruta seca, todo más allá de la tumba, plus ultra, más allá de todo y de todos.