Ya queda menos para saber el camino que anduvo Dios por entre las estrellas, que esa ha sido la mayor preocupación del hombre a través de los siglos, un bulbo de flor carnívora en las meninges, una madre aracnoidea que extendió sus sedas ventrales sobre los cerebros y se quedó a la espera en un rincón afilando sus maxilares y rebosando veneno de sus quelíceros, la mancha de tinta que se gotea y se expande sobre cada uno de los infinitos vasos de las neuronas desde la pila bautismal y ya estamos con el espanto transfigurado en los ojos viendo y no viendo el paso callado del Supremo, su suave calzado que le permite acercarse y alejarse de manera que podamos temer siempre que lo tenemos encima. En definitiva, la angustia del hombre que se pregunta, sin haber respuesta, de dónde vino y a dónde va.
El Club del Olimpo. Veamos, ¿en qué dirección anduvo Dios, desde Mercurio hacia Plutón o viceversa? Se diría que los pueblos politeístas lo tuvieron más fácil. El Olimpo era un lugar como de club de bromistas, algo como perteneciente a aquel mundo un tanto claustral y un mucho elitista tantas veces narrado por los escritores Victorianos, y en donde hasta los más proceres de entre esos seres divinos se entretenían en hacer malévolas jugarretas a todos los de la gama inferior; semidioses, héroes, humanos, etc. De tratar de encontrarles parecido, nos imaginaríamos a ese niño sádico que pone en funcionamiento su prodigiosa imaginación ante un hormiguero que ha descubierto cerca de casa, que puede ser que se desconozca la capacidad de un niño para inventar tropelías y torturas hasta que se le coloca en ese trance de su omnipotencia ante la hormiga que es como la hipertrofia del afán vindicativo del enano, el palito que hace derrumbar maniposterías y singulares arquitecturas como lo ocurrido en Bam en su seísmo alucinante, el pie que avanza delicadamente y deja un reguero de lisiados que, a pesar de todo, intentan proseguir en su camino sin que lleguen parihuelas ni ambulancias a paliar el desaguisado, las inundaciones, los incendios. La imaginación de los dioses, tan superabundante, ha sido la misma que la de sus creadores, los hombres, y está descrita, con pormenores, en las mitologías de los distintos lugares de la tierra, que de las mitologías extraterrestes igual es que nada sabemos; que, igual es que por esa razón se pudo decir que no hay ni ha habido vida fuera de nuestro planeta.
El agua. De cómo pudo andar Dios por sus cielos, sin prisas, dueño absoluto de las galaxias, nos ilustrarán posiblemente, las sondas varias que están recorriendo Marte, la Express, la Odyssey, la Opportunity, etc.., Europa y América frente a frente en la carrera del espacio, mensajeras todas ellas de la buena nueva de la existencia de agua en Marte, de la bendita agua pese a la terrible pesadilla de las inundaciones que se empeñan a veces en ahogarnos, agua pura y alegre y llena de vida como la cantaría otra vez y siempre San Francisco y que es el sueño de los sedientos perdidos en el desierto como el de los privados del agua a la salida de los quirófanos y que sueñan y sueñan y sueñan durante todos esos días en que son alimentados por vía intravenosa en la convalecencia, sueñan y sueñan y sueñan en el agua, la bendita y fresca agua que baja como manantial desde la boca hasta el estómago regando faringe y esófago y, que si antes supo de la tortura del infierno y sus secarrales también habrá adivinado ahora que la dulzura del paraíso no está nada más que en el agua, el secreto de la vida no está nada más que en el agua, que la respuesta a todo lo que no tiene respuesta está, simplemente, en el agua.
El azul. Cita don Juan Valera, en su carta-prólogo a Azul, de Rubén Darío, la frase «L'art c'est l'azur>> de Víctor Hugo, cuyo aserto lo pone en entredicho. En Anagke, cruel poema de Rubén, lo azul es elogiado ditirámbicamente: «¡Oh, inmenso azul! Yo te "amo, Porque a Flora/ das la lluvia y el sol siempre encendido (...) ¡Oh, inmenso azul! Yo adoro/ tus celajes risueños,/ y esa niebla sutil de polvos de oro/ donde van los perfumes y los sueño!». Y, en pensando si la vida es azul aunque compitiendo con el verde que es como se respira y se clorofiliza, da uno en el problema de si alguna vez hubo vida en Marte, que es lo que las citadas sondas tratan de averiguar, pero también, si esta gran carrera espacial, con cuantías de gastos que quizás solucionarían muchos problemas terrenos, no será, acaso, una especie de gran aventura de la búsqueda de Dios y de su odisea celeste que ha sido cosa hasta ahora más de místicos y de filósofos y no algo que les haya enajenado de manera acuciante a los científicos, aunque ahora, números sobre números en el planteamiento de sus problemas, con los ordenadores a tope sin poder saciar todas sus apetencias, van por el camino que siguieron los grandes profetas de la imaginación que nunca supieron de otra cosa que de evacuar sus visiones o sus pesadillas sobre los ubérrimos campos de la novela, todos los que, antes y después de Julio Verne dejaron la marca de su veleidad soñadora y crearon un género literario que, con el tiempo, ha dado en llamarse ciencia-ficción, o robótica, o cibernética, o llámese como se llame que siempre habrá otros tiempos para poder llamarlos de todas las maneras imaginables.
La ecuación divina. A partir de la hematita gris, que parece ser el último descubrimiento marciano y que es como el sangriento sudor del mineral que solamente con el agua asoma, todavía hay amplias distancias espaciales que recorrer, toda una larga exploración en busca de ese Dios de los caminos celestes que siempre ha estado en la mente del hombre, generalmente como temor, y de quien falta encontrar su ecuación. ¿Pueden ser ahora los científicos y astrónomos los que han tomado el relevo a los filósofos y a los místicos y se encargan de escudriñar los secretos de Dios y se atreven a arrostrar, a través del telescopio, su intrigante esencia y presencia? De todas formas, y aunque siempre sentirá cualquier hombre de cualquier tiempo la inevitable duda o el atroz arrepentimiento de haber nacido demasiado pronto, que es ésa enfermedad incurable, lo cierto es que la carrera espacial que se está desarrollando en la actualidad puede considerarse, desde ciertos parámetros ideales, como una misión exploradora de la búsqueda de ese Dios, de quien se supone que en alguno de los millones de galaxias tiene su sede que no se sabe -que eso solamente creerán saber los creyentes- en dónde y cómo erigió su trono, qué morfismo adoptó, y ya, definitivamente, qué juegos se está trayendo con este y otros mundos supuestas creaciones suyas.