lunes, 24 de enero de 2011

Ogros


Ahora el ogro se llama Armin Melwes pero antes el ogro se llama­ba, simplemente, «el ogro» y per­tenecía a un clan de gigantes lla­mados ogros, y pudo contemplar el sueño de Pulgarcito y de sus seis hermanitos, sie­te hijos que tenía el leñador, su padre, y los dejó abandonados en el bosque, que tam­bién hay que ser muy ogro para tener sie­te hijos cuando no se puede alimentar ni a uno solo.

Ahora el ogro se llama Armin Melwes y con él la raza de los ogros se perpetúa, ogro Swain Beane por un ejemplo, ogro Albert Howard Fish, el místico que esperaba que Jehová le parase la mano como a Abraham si de verdad Jehová no quisiera que él Fish le sacrificara niños y más niños, ogros mil y uno en la Enciclopedia del Crimen que en el mundo de la criminalidad acaso es dificil resistirse al impulso de la antropo­fagia, toda nuestra infancia llena de ogros que yo no sé qué cosas leen los niños de hoy de los que tan alejado vivo afortunadamente no sea que me coja el síndrome de Micha­el Jackson y me levante todas las mañanas con las sábanas húmedas, pero sí diré que nuestra Infancia estaba llena de ogros, des­de los cuentos de Perrault hasta los de don Saturnino Calleja, y salla uno a la calle y vela perderse por la esquina de la manza­na al hombre del saco y salía a airearse con las auras del bosque y se topaba con el saca­mantecas, que era como Freddy Krueger pero en versión rural y sabia cómo intro­ducirse en nuestros sueños, y con 'mocito' que decía que era mocito y recibía su cas­cada de huevos podridos pero se sabía que una vez que hubiera sometido su zamarra a su tintorería de urgencia se relamía sus bigotes bajo el puente mientras asaba, ensartado en un palo verde, no se sabe qué vianda nefanda (que hay que cuidar la rima) pero seguro que era un tierno infan­te de bucles rubios ya quemados, y veía y huía de 'la gallega', que también se sabia que era una bruja, un residuo de la purga de Pierre de Lancre, que vivía en su cha­bola con su gozque y que tenia su cazuela mágica donde hervía condumios tenebro­sos. Toda la infancia llena de ogros que desembocaban en la imagen goyesca de Cro­nos devorando a sus hijos que eso es lo que hacemos todos con las horas muertas, tra­garlos, pero sin saber, seguramente que nos estamos tragando a nosotros mismos, nues­tra propia vida que se nos despelleja al sol y a los vientos y a las lluvias.

Ocho y medio. Dentro de ocho años y medio, cuando uno ya esté criando no mal­vas sino cardos (como
corresponde a este lugar donde vegeto y si aquí me entierran) o, simplemente volando a lo fantasma entre nieblas y gaviotas y sintiendo y contem­plando, a lo garcilaso, «la ira/ del animoso viento/ y la furia del mar y el movimien­to», aunque también, en las tardes tan eté­reas del verano la gracia singular del 'rayo verde', semilla digo de fantasmas mi polvo gris de mis cenizas, habrá llegado la hora, a ocho años y medio repito -y según dicte el juez Volker Mütze y en contra de la opi­nión del fiscal Marcus Kqehler, ambos del tribunal del proceso de Kassel-, de que Armln Meiwes, alemán y caníbal confeso, vuelva a utilizar su dentadura, toda su gama de incisivos, caninos, colmillos, pre­molares, molares, etc, etc, (que nunca sabe uno hasta qué punto la radiografía dental caníbal pueda ser distinta a la general humana, que tengo yo sabida aquella vie­ja leyenda de mi infancia que decía que los caníbales tienen los dientes más afilados, los ojos más fijos y los aojos más temibles, les hieden las entrañas que dejó dicho no sé qué superviviente que son sus bocas como cavernas de guisotes rancios o alien­to que apesta de hienas y buitres u otros animales carroñeros, con la carne huma­na como efervescente en sus estómagos, y que tienen la costumbre de pedir a los cama­reros de la tribu que les proporcionen los mondadientes que les servirán de juego dental promiscuo que bailará en sus labios hasta el próximo banquete que, a ser posi­ble, habrá de ser también de carne huma­na.

De cómo sabe ésta, de su especial dulzor que parece como que algún ayudante de cocinero hubiera extraviado el salero y lo confundió con el azucarero, hay testimo­nios varios, distintas versiones de quienes hasta se vieron en tan apretada situación que ese paisaje del perol calentado a leña ardiente ribera del bosque y el misionero contando las cuentas de su rosario mien­tras ora mirando al cielo cada vez con más fervor a medida que el calor empieza más que a insinuarse por las plantas de sus pies hacia arriba y muy hacia arriba, hay algu­nos que lo vieron desde dentro del perol mismo, el agua del guiso mojándoles más arriba de la cintura como así debió ocurrir supongo en las elevadas campas inesetarias de Lesotho (llamada Basutolandia en mis viejos tiempos) como veía ayer no más en un documental o a la manera como cuenta un tal Hans Staden, un excén­trico autor cuya vida pudiera parangonarse con grandes protagonistas de míticas nove­las como Robinson Crusoe o Gulliver, en aquel su libro de tan largo título que es imposible transcribirlo entero: Verdadera historia y descripción de un país de salva- Jes desnudos feroces y caníbales, situado en el Nuevo Mundo América, desconocido en la comarca de Hesse antes y después del naci­miento de Cristo, hasta que hace dos años, Hans Staden de Homberg, en Hesse, lo cono­ció por experiencia propia y cuyas caracte­rísticas revela ahora por medio de la imprenta, etc, etc, etc.... (Edit. Argos Vergara. Biblio­teca del Alfil Barcelona, 1983), o como mártires de la edad primaria del cristia­nismo a los que el emperador mandó gui­sar como método de violar sus mentes y hacerles adorar a los dioses en sus exten­sas tierras de Pagania.

El mordisco. De caníbales, como es fácil de entender, puede hablarse desde distin­tos estadios o puntos de vista tómese o no la ocasión de referirnos a este Armin Mei­wes de quien se sabe que se corrió, al menos, una orgía caníbal de acuerdo con su victima, Bernd Juergen, ocurrida en Rotemburgo y que empieza con un entre­més fálico, que puede entenderse este ape­tito antropófago como mera subsistencia o supervivencia, como perversión sexual y hasta como gastronomía como no faltan libros de recetas de comidas en donde los afrodisíacos, más o menos eficaces, pudie­ran ocupar el lugar que, entre los condi­mentos, suelen reservarse a especias de todo tipo, y que habría que sazonar con el placer del mordisco o de la dentellada sin la cual todos los etluvios amorosos que se ventilan en campo de plumas tienen menor sentido, que un mordisco en la cumbre de los omoplatos rellenos de carne mollar es bocado de ambrosía como lo saben los amantes exquisitos, los que piensan que el cuerpo humano pueda ser como viola estre­mecida. como guitarra acordada, como vio­loncelo que se deja abrazar y fundirse ama­da en amado.