lunes, 24 de enero de 2011

La hematita


      Ya queda menos para saber el cami­no que anduvo Dios por entre las estrellas, que esa ha sido la mayor preocupación del hombre a través de los siglos, un bulbo de flor carnívora en las meninges, una madre aracnoidea que extendió sus sedas ventrales sobre los cere­bros y se quedó a la espera en un rincón afilando sus maxilares y rebosando vene­no de sus quelíceros, la mancha de tinta que se gotea y se expande sobre cada uno de los infinitos vasos de las neuronas des­de la pila bautismal y ya estamos con el espanto transfigurado en los ojos viendo y no viendo el paso callado del Supremo, su suave calzado que le permite acercarse y alejarse de manera que podamos temer siempre que lo tenemos encima. En defi­nitiva, la angustia del hombre que se pre­gunta, sin haber respuesta, de dónde vino y a dónde va.

El Club del Olimpo. Veamos, ¿en qué dirección anduvo Dios, desde Mercurio hacia Plutón o viceversa? Se diría que los pueblos politeístas lo tuvieron más fácil. El Olimpo era un lugar como de club de bromistas, algo como perteneciente a aquel mundo un tanto claustral y un mucho eli­tista tantas veces narrado por los escrito­res Victorianos, y en donde hasta los más proceres de entre esos seres divinos se entretenían en hacer malévolas jugarretas a todos los de la gama inferior; semidioses, héroes, humanos, etc. De tratar de encon­trarles parecido, nos imaginaríamos a ese niño sádico que pone en funcionamiento su prodigiosa imaginación ante un hor­miguero que ha descubierto cerca de casa, que puede ser que se desconozca la capa­cidad de un niño para inventar tropelías y torturas hasta que se le coloca en ese tran­ce de su omnipotencia ante la hormiga que es como la hipertrofia del afán vindicativo del enano, el palito que hace derrumbar maniposterías y singulares arquitecturas como lo ocurrido en Bam en su seísmo alu­cinante, el pie que avanza delicadamente y deja un reguero de lisiados que, a pesar de todo, intentan proseguir en su camino sin que lleguen parihuelas ni ambulancias a paliar el desaguisado, las inundaciones, los incendios. La imaginación de los dio­ses, tan superabundante, ha sido la misma que la de sus creadores, los hombres, y está descrita, con pormenores, en las mitologí­as de los distintos lugares de la tierra, que de las mitologías extraterrestes igual es que nada sabemos; que, igual es que por esa razón se pudo decir que no hay ni ha habido vida fuera de nuestro planeta.

El agua. De cómo pudo andar Dios por sus cielos, sin prisas, dueño absoluto de las galaxias, nos ilustrarán posiblemente, las sondas varias que están recorriendo Mar­te, la Express, la Odyssey, la Opportunity, etc.., Europa y América frente a frente en la carrera del espacio, mensajeras todas ellas de la buena nueva de la existencia de agua en Marte, de la bendita agua pese a la terrible pesadilla de las inundaciones que se empeñan a veces en ahogarnos, agua pura y alegre y llena de vida como la can­taría otra vez y siempre San Francisco y que es el sueño de los sedientos perdidos en el desierto como el de los privados del agua a la salida de los quirófanos y que sue­ñan y sueñan y sueñan durante todos esos días en que son alimentados por vía intra­venosa en la convalecencia, sueñan y sue­ñan y sueñan en el agua, la bendita y fresca agua que baja como manantial desde la boca hasta el estómago regando faringe y esófago y, que si antes supo de la tortura del infierno y sus secarrales también habrá adivinado ahora que la dulzura del paraí­so no está nada más que en el agua, el secre­to de la vida no está nada más que en el agua, que la respuesta a todo lo que no tie­ne respuesta está, simplemente, en el agua.

El azul. Cita don Juan Valera, en su car­ta-prólogo a Azul, de Rubén Darío, la frase «L'art c'est l'azur>> de Víctor Hugo, cuyo aser­to lo pone en entredicho. En Anagke, cruel poema de Rubén, lo azul es elogiado ditirámbicamente: «¡Oh, inmenso azul! Yo te "amo, Porque a Flora/ das la lluvia y el sol siempre encendido (...) ¡Oh, inmenso azul! Yo adoro/ tus celajes risueños,/ y esa nie­bla sutil de polvos de oro/ donde van los perfumes y los sueño!». Y, en pensando si la vida es azul aunque compitiendo con el verde que es como se respira y se clorofiliza, da uno en el problema de si alguna vez hubo vida en Marte, que es lo que las cita­das sondas tratan de averiguar, pero también, si esta gran carrera espacial, con cuantías de gastos que quizás solu­cionarían muchos problemas terrenos, no será, acaso, una especie de gran aventura de la búsqueda de Dios y de su odisea celeste que ha sido cosa has­ta ahora más de místicos y de filósofos y no algo que les haya enajenado de manera acuciante a los científicos, aun­que ahora, números sobre números en el planteamiento de sus problemas, con los ordenadores a tope sin poder saciar todas sus apetencias, van por el cami­no que siguieron los grandes profetas de la imaginación que nunca supieron de otra cosa que de evacuar sus visio­nes o sus pesadillas sobre los ubérri­mos campos de la novela, todos los que, antes y después de Julio Verne dejaron la marca de su veleidad soñadora y cre­aron un género literario que, con el tiempo, ha dado en llamarse ciencia-ficción, o robótica, o cibernética, o llá­mese como se llame que siempre habrá otros tiempos para poder llamarlos de todas las maneras imaginables.

La ecuación divina. A partir de la hematita gris, que parece ser el último descubrimiento marciano y que es como el sangriento sudor del mineral que solamente con el agua asoma, toda­vía hay amplias distancias espaciales que recorrer, toda una larga explora­ción en busca de ese Dios de los cami­nos celestes que siempre ha estado en la mente del hombre, generalmente como temor, y de quien falta encontrar su ecuación. ¿Pueden ser ahora los científicos y astrónomos los que han tomado el relevo a los filósofos y a los místicos y se encargan de escudriñar los secretos de Dios y se atreven a arrostrar, a través del telescopio, su in­trigante esencia y presencia? De todas formas, y aunque siempre sentirá cual­quier hombre de cualquier tiempo la inevitable duda o el atroz arrepenti­miento de haber nacido demasiado pronto, que es ésa enfermedad incu­rable, lo cierto es que la carrera espa­cial que se está desarrollando en la ac­tualidad puede considerarse, desde cier­tos parámetros ideales, como una mi­sión exploradora de la búsqueda de ese Dios, de quien se supone que en algu­no de los millones de galaxias tiene su sede que no se sabe -que eso solamen­te creerán saber los creyentes- en dón­de y cómo erigió su trono, qué morfismo adoptó, y ya, definitivamente, qué juegos se está trayendo con este y otros mundos supuestas creaciones suyas.