De la decadencia del macho ibérico
hay muestras rotundas en algunos de estos donjuanes de importación que, en la
actualidad, están arrasando la geografía sentimental de España. De Cuba o de
Argentina, de Italia o de los Balcanes, etc..., su verdadera procedencia hay
que radicaría en la pantalla televisiva desde donde irradian seducción y
embrujo, conscientes de que más valen unos pocos segundos televisivos que una
buena estocada en el corazón de su contrincante amoroso, que un mirar suyo
desde ese medio puede hacer estallar corazones femeniles. Serán, acaso,
donjuanes de pacotilla, de un estilo o modo de ser que acaso los hace
impresentables, pero poco importa. En última instancia -Don Juan y el diablo lo
saben mejor que nadie, lo único que tiene verdadera importancia es el logro, y
si la presa, acaramelada, cae en sus brazos; si los suspiros, pasionales,
estallan en la boca de la enamorada; si se habla de Don Juan y se ensalza su
figura y se cuentan por menudo sus aventuras, sabe el burlador que lo que le interesa
ya está conseguido, que es ese goce de vanidad la que más le adorna y le
impulsa a aventuras fantásticas.
La cordialidad. Va ascendiendo pues, de manera notable, el número
de donjuanes de importación y lo que a cualquier persona medianamente investigadora
se le ocurre es tratar de hacer un poco de historia, de cómo pudo empezar todo
y en qué ha venido a parar la mítica y legendaria estirpe de Don Juan Tenorio,
a pesar de lo que, en abierta oposición opinaba Marañón, defensor a ultranza de
su más que ambigua sexualidad que, en este punto, cabria también hablar del Tigre Juan, de Pérez de Ayala o
del Nada menos que todo un hombre
unamuniano. Ahora pudiera ser llegado el momento de la revisión, ahora
que arrasan en los terrenos de la mafia mediática en la que damas y caballeros
de fortuna han optado por ser cordiales, es decir, por dar al corazón im lugar
preclaro en la armónica desarmonía de este mundo de monstruitos como
renacuajos que nadan en la sucia alberca de los estudios televisivos que, en
gran medida han contribuido a que esta fauna crezca. El corazón, que dicen que
es un noble músculo y que a su latir está supeditada nuestra existencia, ya no es objeto exclusivo de los cardiólogos y de los avezados
cirujanos que. con el bisturí en la mano, pueden abrir paso a la por las
ateromadas arterias para que su sístole-diástole no se interrumpa, sino que es más motivo de recreo y de maledicencia, de dímes y diretes en los que el periodismo
charlatán halla su grato, su cómodo, su bien retribuido asiento, mientras que los monstruitos, a su vez, habiendo
vegetado en el líquido amniótico saludable y necesario, han dado en crecer y
crecer, en nadar y nadar hasta arriba, hasta transformarse en monstruitos en
forma humana o al revés, que demandan la atención de la masa y de su aplauso se
alimentan hasta convertirse en bulímicos irredentos.
Hombre sin nombre. Hablando del macho ibérico, a lo que paradójicamente
nos conduce el chequeo de este término es a un animal estéril, infértil, el
mulo, hijo de caballo y burra o de asno y yegua, que. curiosamente hace pensar
que pudiera aproximarse, en su intencionalidad o capacidad sexual, a la
psicología del donjuán, cuyas correrías amorosas tampoco tienen ningún norte
reproductivo, bastándole el simple goce venéreo mezclado a ese otro de relamida
vanidad de embeleco en el que se regodea todo seductor. Pero no es del sufrido
mulo del que hablamos, sino del actualizado sucesor de aquel burlador sevillano
de cuyas aventuras se hizo eco, en primicias literarias, aquel fraile
mercedario, Gabriel Téllez, más conocido por Tirso de Molina, inventor del
primero de la gran saga de la donjuanía, extensa familia cuya raíz se puede
citar pero que no habría lugar ni tiempo para hablar de sus ramificaciones. Y,
en esa obra primera del Burlador Don Juan, se da, a mi entender, la mejor
definición de ese personaje, cuando escribe Tirso, y lo pone en boca de Don
Juan, la respuesta a aquella pregunta de Isabela, que inquiere: «¿Quién eres,
hombre», a lo que Don Juan, contesta: «¿Quién soy? Un hombre sin nombre» y, en
esa respuesta, no solamente se encierra todo el misterio de Don Juan, todo el
enigma de su personalidad, sino que se
diría que hasta su biología, su genética, su eugenesia, hasta su radiografía
hormonal y sentimental en caso de que hormonas y sentimientos pudieran radiografiarse. Es el estampillado
indeleble del gozador para quien sólo cuenta fruir el zumo azucarado de ese
momento presentizado en el que vive, que recuerdo aquella exégesis que Antonio
Prieto hacía en una de las muchas ediciones de esta obra sin- gular (Edit.
Magisterio Español, 1974), cuando escribía que «no se trata de un , nombre,
sino de la entrega de una acción del presente, del goce en el instante, que partió
de un concepto de vida renacentista y que descorre las cortinas del escenario barroco
como una tentación para mostrar su engaño. Esa entrega presente (el hoy que
vivo) como actitud no puede sentir el futuro (no admite el mañana que no es
hoy) y sólo recuerda el pasa- do para fortalecerse en hoy».
Donjuanes de importación. En la actualidad hay donjuanes de importación que han
barrido la ilustre progenie de los donjuanes castizos españoles. Acaso, todo
comenzó con la llegada de aquel tren a la estación madrileña y el bigotudo
cantor de Jalisco no te rajes,
el charro mejicano más apolíneo cuyas canciones eran
mensajes amorosos que chisporroteaban en el corazón de las mujeres, se encontró con una abigarrada manifestación de éstas,
lo que le motivó a decir aquellas palabras blasfemas en tierra de Don Juan. Pero,
¿es que en España no hay hombres?». Si aquella vez hubo quien, dicen, de un
bofetón le cerró la boca, ahora el donjuán de importación ni es tan voceras ni
el indígena tan pagado de su hombría, a lo que, si añadimos la ayuda tan
eficiente de las redentoristas que fomentan el trasiego dedicándose a rescatar
donjuanes más o menos apolíneos en un ejercicio que algo puede tener de resto
de prácticas del viejo comercio de esclavos, el resultado es el que se puede
observar: una colección de donjuanes de buena estampa, seductores de por sí y
por su docto magisterio amoroso inserto en su saber del ínclito y latente
misterio femenino, que alternan su jubilosa y seductora presencia con toda una
variada fauna en la que se puede observar la gran riqueza de tendencias y
matices que ha ido adquiriendo el panorama sexual, que de las dos únicas
alternativas que pudo tener en su origen ha ido desarrollando las complejísimas
variantes que no cesan.