martes, 25 de enero de 2011

Donjuanes


De la decadencia del macho ibérico hay muestras rotundas en algunos de estos donjuanes de importación que, en la actualidad, están arrasando la geografía sentimental de España. De Cuba o de Argentina, de Italia o de los Balcanes, etc..., su verdadera procedencia hay que radicaría en la pantalla televisiva desde donde irradian seducción y embrujo, conscientes de que más valen unos pocos segundos televisivos que una buena estocada en el corazón de su contrincante amoroso, que un mirar suyo desde ese medio puede hacer estallar corazones femeniles. Serán, acaso, donjuanes de pacotilla, de un estilo o modo de ser que acaso los hace impresentables, pero poco importa. En última instancia -Don Juan y el diablo lo saben mejor que nadie, lo único que tiene verdadera importancia es el logro, y si la presa, acaramelada, cae en sus brazos; si los suspiros, pasionales, estallan en la boca de la enamorada; si se habla de Don Juan y se ensalza su figura y se cuentan por menudo sus aventuras, sabe el burlador que lo que le interesa ya está conseguido, que es ese goce de vanidad la que más le adorna y le impulsa a aventuras fantásticas.

La cordialidad. Va ascendiendo pues, de manera notable, el número de donjuanes de importación y lo que a cualquier per­sona medianamente investigadora se le ocu­rre es tratar de hacer un poco de historia, de cómo pudo empezar todo y en qué ha venido a parar la mítica y legendaria estir­pe de Don Juan Tenorio, a pesar de lo que, en abierta oposición opinaba Marañón, defensor a ultranza de su más que ambigua sexualidad que, en este punto, cabria tam­bién hablar del Tigre Juan, de Pérez de Ayala o del Nada menos que todo un hombre unamuniano. Ahora pudiera ser llegado el momento de la revisión, ahora que arra­san en los terrenos de la mafia mediática en la que damas y caballeros de fortuna han optado por ser cordiales, es decir, por dar al corazón im lugar preclaro en la armó­nica desarmonía de este mundo de monstruitos como renacuajos que nadan en la sucia alberca de los estudios televisivos que, en gran medida han contribuido a que esta fauna crezca. El corazón, que dicen que es un noble músculo y que a su latir está supeditada nuestra existencia, ya no es objeto exclusivo de los cardiólogos y de los avezados cirujanos que. con el bisturí en la mano, pueden abrir paso a la por las ateromadas arterias para que su sístole-diástole no se interrumpa, sino que es más motivo de recreo y de maledicencia, de dímes y diretes en los que el periodismo charlatán halla su grato, su cómodo, su bien retribuido asiento, mientras que los monstruitos, a su vez, habiendo vegetado en el líquido amniótico saludable y necesario, han dado en crecer y crecer, en nadar y nadar hasta arriba, hasta transformarse en monstruitos en forma humana o al revés, que demandan la atención de la masa y de su aplauso se alimentan hasta convertirse en bulímicos irredentos.

Hombre sin nombre. Hablando del macho ibérico, a lo que paradójicamente nos conduce el chequeo de este término es a un animal estéril, infértil, el mulo, hijo de caballo y burra o de asno y yegua, que. curiosamente hace pensar que pudiera aproximarse, en su intencionalidad o capacidad sexual, a la psicología del donjuán, cuyas correrías amorosas tampoco tienen ningún norte reproductivo, bastándole el simple goce venéreo mezclado a ese otro de relamida vanidad de embeleco en el que se regodea todo seductor. Pero no es del sufrido mulo del que hablamos, sino del actualizado sucesor de aquel burlador sevillano de cuyas aventuras se hizo eco, en primicias literarias, aquel fraile mercedario, Gabriel Téllez, más conocido por Tirso de Molina, inventor del primero de la gran saga de la donjuanía, extensa familia cuya raíz se puede citar pero que no habría lugar ni tiempo para hablar de sus ramificaciones. Y, en esa obra primera del Burlador Don Juan, se da, a mi entender, la mejor definición de ese personaje, cuando escribe Tirso, y lo pone en boca de Don Juan, la respuesta a aquella pregunta de Isabela, que inquiere: «¿Quién eres, hombre», a lo que Don Juan, contesta: «¿Quién soy? Un hombre sin nombre» y, en esa respuesta, no solamente se encierra todo el misterio de Don Juan, todo el enigma de su  personalidad, sino que se diría que hasta su biología, su genética, su eugenesia, hasta su radiografía hormonal y sentimental en caso de que hormonas y sentimientos pudieran radiografiarse. Es el estampillado indeleble del gozador para quien sólo cuenta fruir el zumo azucarado de ese momento presentizado en el que vive, que recuerdo aquella exégesis que Antonio Prieto hacía en una de las muchas ediciones de esta obra sin- gular (Edit. Magisterio Español, 1974), cuando escribía que «no se trata de un , nombre, sino de la entrega de una acción del presente, del goce en el instante, que partió de un concepto de vida renacentista y que descorre las cortinas del escenario barroco como una tentación para mostrar su engaño. Esa entrega presente (el hoy que vivo) como actitud no puede sentir el futuro (no admite el mañana que no es hoy) y sólo recuerda el pasa- do para fortalecerse en hoy».


Donjuanes de importación. En la actualidad hay donjuanes de importa­ción que han barrido la ilustre progenie de los donjuanes castizos españoles. Aca­so, todo comenzó con la llegada de aquel tren a la estación madrileña y el bigotudo cantor de Jalisco no te rajes, el charro mejicano más apolíneo cuyas canciones eran mensajes amorosos que chis­porroteaban en el corazón de las mujeres, se encontró con una abigarrada manifestación de éstas, lo que le motivó a decir aquellas palabras blasfemas en tierra de Don Juan. Pero, ¿es que en España no hay hombres?». Si aquella vez hu­bo quien, dicen, de un bofetón le cerró la boca, ahora el donjuán de importa­ción ni es tan voceras ni el indígena tan pagado de su hombría, a lo que, si aña­dimos la ayuda tan eficiente de las redentoristas que fomentan el trasiego dedi­cándose a rescatar donjuanes más o me­nos apolíneos en un ejercicio que algo puede tener de resto de prácticas del vie­jo comercio de esclavos, el resultado es el que se puede observar: una colección de donjuanes de buena estampa, seduc­tores de por sí y por su docto magisterio amoroso inserto en su saber del ínclito y latente misterio femenino, que alter­nan su jubilosa y seductora presencia con toda una variada fauna en la que se puede observar la gran riqueza de ten­dencias y matices que ha ido adqui­riendo el panorama sexual, que de las dos únicas alternativas que pudo tener en su origen ha ido desarrollando las complejísimas variantes que no cesan.