martes, 25 de enero de 2011

Onfalia


De su estancia en Birmania escribió George Orwell aquella breve  narración de Cuando tuvo que  matar al elefante, estableciendo de esta manera, mentalmente, su trípode  de la libertad que resulta ser un símbolo  adecuado, una emblemática versión de la  cadena y la medalla, que escribía Orwell  que «cuando el hombre blanco se vuelve  tirano es su propia libertad la que destruye».

El escenario que se buscó lo llevamos  tatuado para siempre en la memoria. El  grupo de los birmanos que le miran y esperan su actuación, que él es el actor que ha  de oficiar su ritual de sumo sacerdote; el  elefante, que está entre ellos, entre los birmanos y Orwell; y, sobre su memoria y su  conciencia, el pájaro fabuloso de la libertad que por un momento se queda sin saber  donde parar, se ha alejado en vuelo desconocido y vuelve a planear sobre su cabeza     y los birmanos le miran y el elefante le mira   y no sabe qué hacer y tiene que matarlo. Es  una situación en la que un hombre se ve en  la obligación de mantener el tipo y ahí está  la indefinida definición (un oxímoron con  el que tantas veces nos topamos) de las cadenas y la medalla que se llevan al cuello, que  habría que preguntar y no habría respuesta,  acaso, de qué se ha vendido si no es ven-  derse del todo; qué, entregado, si no es  entregarse del todo a los manes tantas veces  infames de la tribu para que esas medallas  pendan del cuello o del pecho, y que, ante  el espejo irradien luces tan asquerosas que  hagan apartar la vista de su propia podredumbre que será lo que en el espejo se contempla."

Heracles en Lidia. Escribió Rubén   aquello tan inolvidable de «Nada más triste que Titán que llora,/ hombre-montaña encadenado a un lirio», que nos remite a cualquiera de las muchas pinturas que sobre el mito de Heracles y Onfale se realizaron, el semidiós más poderoso que se vendió a si mismo como esclavo a la reina de Lidia por tres años y se pasó ése su tiempo de esclavitud vestido de mujer, con pulseras y collares que le transvestían su imagen original, mientras que era ella, Onfale, la que llevaba la clava y el arco y la piel aquella que le fue arrancado por su manos al león de Nemea.

Estar Heracles a los pies de Onfale es una  imagen que han querido presentar como  la del patetismo insuperable grandes artistas siendo, sin embargo, escena tan corriente en la vida diaria. Porque esas pulseras, arracadas, collares, colgantes, preseas que a Heracles se le pueden ver cuando está a los pies de Onfale, son el precio de su autoventa.

Que, ¿quién es Onfale? Nada más fácil  para saberlo, es decir, colocarse frente al  espejo y mirarse la zona del ombligo y escuchar los rumores de la etimología.

Medallismo. El medallismo, que es vieja enfermedad de la especie humana, está
contenido y expresado en su espíritu, sobre  todo, en los orondos pechos de dictadores  y mariscales luciendo su rico panorama de  dijes, cruces y encomiendas, que ni siquiera sus anchísimos pechos pueden albergar.  Sin embargo, el mayor aprecio al medallismo y el mayor desprecio al esfuerzo personal para lograrlos, creo yo que está en  los estadios donde el atleta no ve nada más  que el brillo de la medalla, no ve, mientras  corre, otra cosa que ese fulgor, seguramente  ni siquiera, como nos lo dijera Alian Sillitoe, el reflejo de la venganza, su revancha,  un alcanzar la bóveda -¿cóncava o convexa?- del cielo, mirando de qué manera el  techo se apiada de sus ansias y puede succionaio a la gloria o desecharlo como detritus.

Aquel soldado de Milciades (¿llamadp Filipides, acaso?), corredor solitario del maratón fundacional, ni siquiera pedía una medalla, ni siquiera el aplauso de sus conciudadanos, sino posiblemente, no otra cosa que una mirada, ni siquiera una mirada complicadamente comunitaria como la de esos ¿celos de algunos Insectos que se parcelan en el asombro y que se reparten en gajos de miradas, en espejuelos que irradian su estupor y desconcierto, ojos de entes entre la inocencia y la gloria que es la ima­gen fotográfica del atleta sudoroso que logró tocar la esquina del cielo, sino una mirada y otra y otra hasta formar montón, y en ellas se redime; mirada que lame toronjas de gloria porque las tropas de Darío han sido vencidas y ahora mismo ya suenan las fiestas.

Oro al cuello. A mama le gustaban mucho las medallas. Las de oro, precisa, mente. En cuanto vela que nuestro enclenque cuello podía con la cadena, que nuestras manecitas ya no eran tan incierta mente móviles como las del bebé que la agarraba y la tiraba con fuerza hasta rom­perla, iba a donde el joyero y encargaban la  medalla con el santo de nuestra devoción, nos la colgaba como marca de fábrica y nos llevaba a donde Figurski. que era un señor polaco que tenía un estudio fotográfico que debía parecerme a mí como un pasaporte a una pequeña disneylandia, con un techo replegable que permitiera sacar fotos con luz natural, con Infinito numero de juguetes para mejor ocupar la atención de los niños y sorprenderlos en ese momento de ensimismamiento que todos los niños presentan en ese momento determinado en que se les asoma el alma, que ahí se con centra, precisamente el arte y la buena mano de un buen fotógrafo, fotografiar el alma de un niño, ¡qué maravilla!. Seguramente una razón, imbricada con la mater­nidad, hizo que mamá quisiese prolongar su onfalismo a través de la cadena y de la medalla como todas las madres, poco más o menos.

Pero, a pesar de todo, mamá nunca con siguió que este hijo suyo llevara la cadena de oro al cuello, que no se sabe por qué, des­de su metahistoria seguramente, le Ilesa ba al niño rebelde que fui, no se sabe que resabios de libertad claudicada con esa Imposición pendular en el cuello, que aca­so, sin haber leído nada ni nada haber oído aún sobre el coro de los encadenados, ni haber sentido nunca el husmo delator de las sentinas de los barcos negreros en sus navegaciones infames, había como un peso de no se sabe que mutaciones genéticas que me advertía que era importante, pienso, no crear uno sus propias ergástulas. que lo digo aquí en éstas que son a modo de memorias de mi tribu y que las agavillo como tales, y sigo diciendo que a las medallas como a las flechas y lanzas y tiros, hay que mirarles su procedencia "su made in" su marca de fábrica, su label como dicen hasta  los euskobritánicos)."su made in" su marca de fábrica, su lábel como dicen hasta los euskobritánicos.


«Por nascer en espino/ la rosa yo non siento/ que pierda,/ ni el buen vino/ por nascer en sarmiento.,,», decía aquel viejo judío castellano, don Sem Tob. tan cargado de pesadumbres por ser Judío y vivir en la Castilla antisemita de su época. Ni a la rosa ni al buen vino, es verdad, es preciso mirar su nascimiento, pero sí a las medallas que importa mucho de dónde vienen, que seguramente nos vendrán tantas veces, de donde empezamos a putrescernos, que miramos al espejo y ¡ay, Dios, con lo que nos encontramos!