miércoles, 16 de febrero de 2011

El diario

   '¿Un diario?¡Que se yo! Hace tiempo que con excesiva -excesiva para rechazarla- frecuencia asaltaba la idea del famoso Diario. ¿Quién no lo habrá escrito? Pero ¿con vistas a qué?'- puede leerse en la página 19 de este voluminoso volumen (la redundancia es obligada) del primero de los dos tomos que no hace muchos días se han publicado. Su título, 'Barrióla íntimo. Un médico humanista vasco en su Diario (1928-1998). Su autor fue un notable médico donostiarra, D. Ignacio María Barrióla Irigoyen. El segundo tomo lleva el título de Textos (1922-1998) y recoge varios trabajos de y sobre el autor, es decir, 'artículos, reflexiones, prólogos, charlas, entrevistas, y diarios de viajes', como nos lo viene a clarificar el encargado de su edición, e| profesor doctor José María Urkía Etxabe. Sopeso los dos pesados volúmenes y paso a considerar, por medio de la lectura de estas páginas del Diario y por las notas parafrásticas del editor, la gravedad existencial de un hombre que se presta al desnudo de su intimidad, 'como lo exige el método que ha escogido, ese método del Diario íntimo que cultivaron en su tiempo casi la totalidad de las protagonistas de las novelas románticas y que, luego, ha dado lugar a que grandes escritores hayan asendereado mejor y necesariamente su curriculum a través de este sincerarse consigo mismo y con sus lectores. 



John Cheever.- 


   En cualquier caso, y tratándose de Diarios, resulta ser de gran importancia y de especialísima significación, la pregunta autodubitativa del Dr. Barrióla: ¿con vistas a qué, escribir un Diario?, Recuerdo que John Cheever, autor de excelentes relatos cortos y novelísticamente de la saga de la familia Wapshot, entre otras obras admirables, superó en cierto modo anteriores logros con las magníficas confesiones personales que se atrevió a consignar en sus Diarios, una serie de veintinueve cuadernos de notas que ofrecen la radiografía más impresionante no solamente de un escritor sino también de un hombre. Su caso es uno más de los muchos que se han prodigado entre escritores, y tampoco falta en él parecida pregunta inquisitorial a la del Dr, Barrióla a la hora de aportar razones para escribir un Diario que, a su muerte quedó inédito. Escribe su hijo, Benjamín Cheever, en la introducción al libro que recoge estos textos: 'casi todos los que leyeron los extractos del diario aparecidos en la revista The New Yorker' Reaccionaron con entusiasmo, mientras que unos pocos se sintieron ofendidos y .desconcertados. Aquellos con los que hablé del tema se planteaban dos interrogantes: ¿le habría gustado a John Cheever ver publicado este material? Y en caso afirmativo, ¿por qué?\ Pregunta de difícil respuesta sobre todo cuando lo que hizo Cheever fue desnudarse con una crudeza absoluta además de genial, una desnudez de profanación mental y sentimental que, según qué parámetros, pudiera parecer hasta pornográfica. Que, en gran parte, todo deriva de en qué grado de sinceridad se coloca el autor de 'Diarios' a la hora de hurgar en sus propias entrañas. 
   
   Benjamin Cheever cierra la puerta a la duda: "Pero mi padre quería que sus diarios vieran la luz. Lo sé porque me dijo'. 



¿Con vistas a qué?.- 


   No pretendo establecer este breve texto ningún tipo de parangón entre el Dr. Barriola y John Cheever. De darse el desnudo total en ambos casos, supongo que serviría solamente para mejor hacer notar la honda diferencia entre los dos. Mantuvo hondas reservas Cheever al dar al público esos escritos por lo que pudieran tener de inasumible para su familia, dadas las taras que presentaba su autorretrato respecto a sus inclinaciones alcohólicas, sexuales, etc, que, en primer lugar le habían llevado a su gran soledad y, luego, a temer las salpicaduras que esta conducta suya pudiera representar para su familia, mientras que ocurre todo lo contrario en lo que al Dr. Barriola se refiere, en donde todo es diáfano, natural honorable, enaltecedor para el autor y sus allegados, A pesar de algunas ásperas etapas que vivió, el tono general es de admirable serenidad, panorámica sin duda de su modélica existencia. Su paisaje o escenario vital está poblado de grandes amigos (uno de ios más notables el poeta José Hierro con el que convivió y fraternizó en la cárcel de Torrijos). Apunta y comenta sus lecturas (una agradable reminiscencia para tantos lectores que casi llegamos a ser sus coetáneos, por los autores que asoman); abunda en recuerdos y efemérides notables de la familia, los trazos de amistad juvenil, de profesión, etc. De todo ello queda la imagen de un hombre ejemplar, de gran bonhomía, resignación, creencias y afectos a través de una pluma que se resiste a cargarse de tintas negras. A pesar de todo ello, y al margen del retrato que se exhibe, queda la pregunta fundamental que hay escondida en todo 'diario' ("¿con vistas a qué?", que nos decía el Dr. Barriola), y, aunque no fuera por otras muchísimas ramificaciones de sus dudas y pensamientos sobre la idoneidad de un Diario, solamente estas dudas que expone valdrían para apuntar y apuntalar una especie de tesis sobre esta costumbre de escribir Díalos que, en cierto modo, ha sido siempre una cuestión insoluble. ¿Por qué, para qué, para quién se escriben los Diarios? Creerá el más ingenuo que porque nos hallamos ante una mente generosa que no se conforma con experimentar para sí, sino, también, para traspasar sus conocimientos a los demás o porque cree que todos los días se aprende algo (no acordándose, seguramente, de que es más fácil que todos los días vayamos olvidándonos de algo) que, con esto, ya estaríamos pisado hostiles peajes en las desembocadura del Olvido, allá donde podemos encontrarnos con el señor Alzheimer. Resumiendo, los motivos para empezar a escribir y a seguir escribiendo un Diario, son muchos, infinitos. En su origen pueden estar, es cierto, la generosidad, la vanidad, la curiosidad, la frustración, el aliento del quiero y no puedo, la guarda de la memoria, el refocilo del tiempo pasado vuelto a reciclar, la conmiseración de lo que fuimos y la crítica a lo que somos, la radiografía del tiempo, su vuelo, sus heridas, sus sañas, nuestra supervivencia etc, Pero, sea cual sea, se debe tener presente un gran peligro: un Diario es un ser vivo que dejándonos describir nos va describiendo y, de ser creadores, nos muta en criaturas. Que, acaso, es ahí donde hay que ir a buscar la respuesta a la pregunta que se hacen los que se ponen, honestamente, a escribir un Diario. 

17 – VII - 07

Culebrones

   Nos conducen ahora al fondo del mar, donde entre algas y corales puede estar, nos dicen, la niña más famosa de la actualidad, ésa que lleva una larga peregrinación mediática a cuestas, objeto (¡mala cosa cuando a una persona se la convierte en objeto!) de una larguísima investigación en la que se han visto entremetidos (aunque en cierto modo también' entrometidos' para su mal) sus padres, en una historia que se supone que irá amainando como las oías giganteas de un tsunamí y que se teme que termine igual que ese azote dé la naturaleza, es decir, todo anegado o ahogádo, desolación y desamparo, que las posturas de la vida pueden mostrarse crueles y las cañas volverse lanzas como le deseaba la linda Lindaraxa al poderoso Garzul durante la mítica contienda entre Zegríes y Abencerrajes. No es cosa -el respeto debido a una situación tan trágica nos impide ser más explícitos sino queremos ser tan crueles-, como parí ir tarareando la canción infantil de los recreos en colegio (de los que también cabría bablar, y mucho), de las atardecídas en la plaza mientras el sol decae más lentamente aún qué las viejecitas que ensayan su rol de abuelitas algunas mientras de brujas otras, de viejecitos que son (somos) ya como pájaros en alcándara, que esperan y esperan -esperamos, mejor dicho y, ¿hasta cuando, Señor?-, la hora de la partida hacia tierras más cálidas, quién sabe, o hacia frios polares, que también puede que así sea. Ante la niña, o secuestrada o muerta o lo que sea (que se sabrá si se sabe no se sabe cuándo) se despliega la voracidad mediática en la que se puede encontrar de todo: cautela (aunque poca) en algunos, irresponsabilidad (bastante) en otros, curiosidad (esencia periodística) aun en los que solamente saben de periodismo en sus momentos de lectura audacia u osadía, hambre y sed de erigimos en jueces de lo que nada sabemos más que por lejanas referencias. En la hora presente al menos, gran responsabilidad de los que se atreven a emitir juicios basándose únicamente en ese don de la intuición que todos creemos tener cuando es virtud que no siempre nos acompaña, que no somos una de esas definiciones que Quevedo enumeraba de quien 'érase un hombre a una nariz pegado', es decir, no 'una alquitara pensativa', que a nuestros pensamientos, siempre les hiciera falta ser pasados por el alambique, y no es así. 



Bécquer.- 



   Dejó escrito el poeta, en sonoros endecasílabos, aquello de '¡oh, qué amor tan callado el de la muerte!/ ¡qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!', pero ya se sabe que los poetas mienten por generación espontánea de la mentira, que lo de Pinocho no es una invención literaria de Collodi sino que Pinocho está aquí, vive entre nosotros, disimula lo largo de su nariz porque encontró el antídoto que consiste en mentir más y más hasta el punto de que el crecimiento sepa del fenómeno del 'eterno retorno' a lo Eliade, todo igual que en el caso del roedor que roe sus alimentos que le roen al mismo tiempo sus colmillos, una simbiosis de supervivencia al fin y al cabo. Y dejó escrito el paradójico Wilde, juego de palabras en suma y nada más, que 'la naturaleza imita al arte', como acaso, con mucha suerte, es posible que en las sigmentes, Iíneas lo dejemos entrevisto. Es decir, que hace falta, en definitiva, que siga y prosiga el culebrón, que es el gran descubrimiento de la narrativa, que si le viene el nombre de la lengua española en transplante sudamericano, especie de jerga (no sé si también de 'juerga') de vueltas y revueltas de la acción, de meandros (¡cuánto nos gusta la palabreja!) idiomáticos, se nos asienta definitivamente en proyecciones de la vida que no se nos termina ahí a la vuelta de la esquina, sino que sigue y sigue, que lo que percibimos del Gran Todo (si existe, que lo dudo), solamente son episodios, meras anécdotas acaso. Nada difícil, por supuesto, engarzar el actual culebrón con las viejas esencias del folletín (y hasta aquí estoy hablando solamente de textos narrativos, que el otro paso que nos espera, es el de la vida). 



Latín. 


   Todos somos personajes de culebrón, mal que nos pese, o vale sólo con decir que la vida, es un culebrón, siempre con viejos episodios que resultan ser nuevos y nuevos aconteceres que ya los conocíamos como muy vetustos, que en eso, precisamente, reside todo y todos los misterios, el de la niña que no se sabe dónde está, el de la cama que sólo sirve para dormir y hacer el amor que decía no se sabe qué doctora en una entrevista olvidándose de que es invento que sirve para todo y que se le pregunte, si no, al fantasma de Oblomov que se metió en ese reducto de la cama y nada quiso saber del restante mundo que para qué cuando la molicie es suficiente para hacemos cabalgar en el tiempo sin que el aburrimiento nos aplaste bajo sus alas, o el del rito de la misa que dicen que vuelve ahora por sus viejos fueros gracias a este Papa que parece que le podría caber bien la denominación supletoria, apodo, mote o sobrenombre de 'El Desandador', que no parece otra cosa que había por ahí, sobre el otero que domina nuestra suerte, una especie de guardián o vigilante, el mismo que hizo que Pedro manejara el timón de su barca, y que está de acuerdo con Loyola no sólo en lo dogmático o más sustancial sino también en aquello que se dejó escrito en los anales de la esclarecida Orden, prudencia sobre toda otra ponderación, que, en tiempo de tribulaciones no hacer mudanzas, que ya se está viendo en qué fueron a parar tantas cosas que Ratzinger va como volviéndolas a recolocar, entre ellas esa costumbre de los tridentinos, que sé engañaría quien pensara que son los que provistos de tridentes se encargan de ensartar almas para el cielo pero que pensaron que a qué proceder a innovaciones innecesarias cuando viejas fórmulas no habían periclitado y por demás exhalaban cierto aroma de encanto, entre ellas el uso de una lengua señorial dicen que muerta pero que a algunos nos despierta ecos de maravilla, una suntuosa melodía de acompañamiento a los consagrados pasos que se ritualizan ante el altar, una inequívoca traslación de nuestras endechas, romances de pesar no importa si en eptasílabos, trenos y lamentaciones con saetas en amor fundidas al supuesto todopoderoso, que en esto se vierte mi oración de hoy, que quisiera y no me es posible, que estuviera rendida en dicha lengua majestuosa que, colocándoseme en trance de escoger, me inclinara más por la opción de poder leerle a Cicerón u Ovidio en su versión original que ante cualquier otro idioma de las tantas que ofrece el catálogo de Babel, afirmación con la que cierro mi personal culebrón. 

18 - IX - 07 

La tala

   Estaba, no sé si asombrado o espantado de que nadie dijera nada sobre el atroz arboricidio que se ha consumado en la Plaza de España de esta muy noble y muy leal ciudad de San Sebastián, cuando mi amiga y compañera, Begoña Ameztoy, con su bífida pluma, tan rica en donaires como en ironías, soltaba ayer mismo, en estas páginas, una frase que valía por un poema (una elegía avinagrada en este caso). ¡Gracias, Begoña!, lo breve sigue siendo lo mejor, como en tiempos del P. Gracián, pero los que no poseemos tu don elíptico no tenemos más remedio que extendernos más allá de las bardas. Diré, por lo tanto, y haciéndole ecó de esa cortedad critica ante un crimen tan patente, que hay pecados de omisión o silencios culpables que se sabe que nos irán pesando en la memoria y en la conciencia según vayan pasando los tiempos, y uno de éstos muy grande, del grosor de aquellos que el Astete citaba como mortales, un saco de remordimientos a cuestas, hubiese sido el no decir nada, como casi no se está diciendo, de ese tremendo arboricidio antedicho, cuando en la mañana del pasado día 21 de este mes de junio de este año de desgracias de 2007, diría que con alevosía, si no con nocturnidad sí con sorpresa (que en este caso viene a ser lo mismo), con avilantez (que viene a significar descaro y atrevimiento mayúsculo), llegó al lugar una cuadrilla de taladores y, en un decir amén se cargaron un buen montón de árboles que, para que conste debidamente en qué consiste el 'corpus delicti', copio la lista de esos árboles sacrificados como se especificaban en este mismo periódico, es decir, '20 plátanos de gran porte, dos tejos pequeños, dos magnolios, un abedul, dos olmos, cinco taray y una araucaria chilena', que si voy al lenguaje en que las plantas nos hablan, tendriá que hacer significar, entre otras muchas cosas, genio y protección por parte de los plátanos, pena y tristeza por los tejos, simpatía por los magnolios, docilidad por el abedul, belleza divina por los olmos, y un etcétera que desconozco pero que percibe agudamente mi sensibilidad dolorida. Titulé al principio con la palabra 'bestialidad' esta, para mí inevitable, denuncia pero di pronto en dudar de que fuese acertada la titulación por temer que haya sido de tal calibre el arboricidio que me cuesta creer que en toda la escala zoológica pueda encontrarse ningún espécimen de tan avieso estilo al menos hasta llegar al apartado 'humano', que es aquí, precisamente, donde la posibilidad se vuelve certeza y habría tenido que pedir perdón, por supuesto, pero a las bestias por haber osado uncir a su condición animal tan brutal proceder. Porque, solamente de un humano se puede esperar tan nefando acto como el de talar un lote de árboles que eran como una fiesta indescriptible en esa plaza, y que, hasta ese protervo día, para mí al menos y para muchos como yo, creo, podía competir de tú a tú, en gracia, en belleza, en frescura; en aireo, en distinción, en elegancia, en silencio, en tantas cosas más admirables y benéficas, con cualquiera de las otras plazas donostiarras. Y, ¡Cuidado!, aviso, que visto lo visto, puede ocurrirles lo mismo a las demás plazas, séase hasta la mismísima plaza de Guipúzcoa, esa coqueta concurrencia de árboles en el centro donostiarra, que cualquier día amanecerá el día siniestro de su ejecución, y rodarán sus árboles y los gorriones piarán ansias de orfandad, y a los cisnes se les hará más signos de interrogación que nunca sus curvos cuellos y ya en esas atardecidas privilegiadas, no sé bien si de finales de verano o principios de otoño, ya no se podrá aspirar la aromosa delicia que acostumbra exudar su magnífico bouquet de plantas y notaremos de qué manera tan aleve hemos perdido otro más de los grandes bienes urbanos de la siempre sea llamada Bella Easo, aunque si así se sigue ¿dónde queda esa nuestra esperanza y deseo con los rectores que padecemos?... 



Borges.- 


   Para compensar acaso a mí herida memoria, o, también para reparar el ultraje que se le ha hecho, y remendando al gran Bórges (Jorge Luis), en "La cifra" (y poema 'Buenos Aires'), escribiré, que he vivido en otra ciudad que también se llamaba San Sebastián, tan distintas se me hacen una y otra, la que vivo y la que me vive en la memoria. Recuerdo que había dos torres que la miraban desde lo alto hasta que la montaña se quedó tuerta y ya no era lo mismo. Recuerdo las torres de Arbide (ya que de torres he empezado a hablar) y de cómo la ciudad se alzó contra la turbulencia de derribarlas y se aplacó la gresca trasladándolas piedra a piedra, que es como se engañó a sus ciudadanos por medio del hurto, privándoles de su dorada imagen familiar un poco de castillo de hadas y que daban pábulo a la imaginación en el goce de la infancia. Recuerdo un tiempo feliz en que andar por sus calles era una satisfacción y no un peligro; es decir, ninguna bicicleta en nuestro horizonte andariego. Recuerdo las tardes tórridas de verano y la culebra de agua en las manos del aguador que conjugaba finalmente en su elipse la clave de su asíntota. Puedo recordar, pero no quiero por perdigoneo sangriento, los tiros al pichón en Gudamendi y las apuestas al pájaro abatido, zurrones llenos de dinero a puñadas y las carreras de velas blancas en el azul. Coincido con Borges en la evocación del farolero, calle arriba hacia el alto de Miracruz, los faroles de gas encendiéndolos uno a uno a su paso. Recuerdo los tranvías y de ellos especialmente las jardineras, la gracia de recorrer la ciudad al aire libre, y cuya esencia nada ha logrado sustituir. Recuerdo a los gabarreros y las heladas mañanas de invierno, hundidos y fundidos en hielo los hombres en el río y la noria de sus palas en la arena. Recuerdo el murmullo silenciado en los labios del pueblo del avión de Degrelle en la Concha Recuerdo aquel Kursaal de novela centroeuropea de los años 20; las marismas de Amara con un caserío en medio al que se accedía por un rústico puente, y entre tantos miles de recuerdos que se me suscitan, tengo que coger el ábaco y colocar, desgraciadamente, a partir de ese aciago día, entre las notaciones del pasado, esa floresta, esos áboles de la citada Plaza de España situada en ese lugar entre el María Cristina y la Avenida, paralela a la calle Sta. Catalina, donde una mañana ignominiosa vino la motosierra y segó inclemente, abusiva, bestialmente, una treintena de árboles, en una de las primerísimas acciones del nuevo Consistorio Municipal. ¡Vóteles usted para eso!... 



La baronesa.- 


   Termino esta especie de elegía, doliéndome que a esta ciudad de San Sebastián, cuna de grandes y valerosas mujeres (y dejo aparte a la marimacha y espectacular Catalina de Erauso) le ha faltado, en el momento preciso y precioso, su debida baronesa que se atase al árbol y exigiese ser talada ella también con el árbol, con los árboles. Y me quedo, pese a la sustitución del hacha por la motosierra, como Liubov Ranevskaia frente al chejoviano -jardín de los cerezos', como el tío Pepablo ante sus algarrobos en el desierto de piedra de Hugo Wast ('Mis árboles se lamentan, Marcela'), doliéndome esa tala en lo más hondo de la memoria. 

26 - 6 -2007