miércoles, 16 de febrero de 2011

Culebrones

   Nos conducen ahora al fondo del mar, donde entre algas y corales puede estar, nos dicen, la niña más famosa de la actualidad, ésa que lleva una larga peregrinación mediática a cuestas, objeto (¡mala cosa cuando a una persona se la convierte en objeto!) de una larguísima investigación en la que se han visto entremetidos (aunque en cierto modo también' entrometidos' para su mal) sus padres, en una historia que se supone que irá amainando como las oías giganteas de un tsunamí y que se teme que termine igual que ese azote dé la naturaleza, es decir, todo anegado o ahogádo, desolación y desamparo, que las posturas de la vida pueden mostrarse crueles y las cañas volverse lanzas como le deseaba la linda Lindaraxa al poderoso Garzul durante la mítica contienda entre Zegríes y Abencerrajes. No es cosa -el respeto debido a una situación tan trágica nos impide ser más explícitos sino queremos ser tan crueles-, como parí ir tarareando la canción infantil de los recreos en colegio (de los que también cabría bablar, y mucho), de las atardecídas en la plaza mientras el sol decae más lentamente aún qué las viejecitas que ensayan su rol de abuelitas algunas mientras de brujas otras, de viejecitos que son (somos) ya como pájaros en alcándara, que esperan y esperan -esperamos, mejor dicho y, ¿hasta cuando, Señor?-, la hora de la partida hacia tierras más cálidas, quién sabe, o hacia frios polares, que también puede que así sea. Ante la niña, o secuestrada o muerta o lo que sea (que se sabrá si se sabe no se sabe cuándo) se despliega la voracidad mediática en la que se puede encontrar de todo: cautela (aunque poca) en algunos, irresponsabilidad (bastante) en otros, curiosidad (esencia periodística) aun en los que solamente saben de periodismo en sus momentos de lectura audacia u osadía, hambre y sed de erigimos en jueces de lo que nada sabemos más que por lejanas referencias. En la hora presente al menos, gran responsabilidad de los que se atreven a emitir juicios basándose únicamente en ese don de la intuición que todos creemos tener cuando es virtud que no siempre nos acompaña, que no somos una de esas definiciones que Quevedo enumeraba de quien 'érase un hombre a una nariz pegado', es decir, no 'una alquitara pensativa', que a nuestros pensamientos, siempre les hiciera falta ser pasados por el alambique, y no es así. 



Bécquer.- 



   Dejó escrito el poeta, en sonoros endecasílabos, aquello de '¡oh, qué amor tan callado el de la muerte!/ ¡qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!', pero ya se sabe que los poetas mienten por generación espontánea de la mentira, que lo de Pinocho no es una invención literaria de Collodi sino que Pinocho está aquí, vive entre nosotros, disimula lo largo de su nariz porque encontró el antídoto que consiste en mentir más y más hasta el punto de que el crecimiento sepa del fenómeno del 'eterno retorno' a lo Eliade, todo igual que en el caso del roedor que roe sus alimentos que le roen al mismo tiempo sus colmillos, una simbiosis de supervivencia al fin y al cabo. Y dejó escrito el paradójico Wilde, juego de palabras en suma y nada más, que 'la naturaleza imita al arte', como acaso, con mucha suerte, es posible que en las sigmentes, Iíneas lo dejemos entrevisto. Es decir, que hace falta, en definitiva, que siga y prosiga el culebrón, que es el gran descubrimiento de la narrativa, que si le viene el nombre de la lengua española en transplante sudamericano, especie de jerga (no sé si también de 'juerga') de vueltas y revueltas de la acción, de meandros (¡cuánto nos gusta la palabreja!) idiomáticos, se nos asienta definitivamente en proyecciones de la vida que no se nos termina ahí a la vuelta de la esquina, sino que sigue y sigue, que lo que percibimos del Gran Todo (si existe, que lo dudo), solamente son episodios, meras anécdotas acaso. Nada difícil, por supuesto, engarzar el actual culebrón con las viejas esencias del folletín (y hasta aquí estoy hablando solamente de textos narrativos, que el otro paso que nos espera, es el de la vida). 



Latín. 


   Todos somos personajes de culebrón, mal que nos pese, o vale sólo con decir que la vida, es un culebrón, siempre con viejos episodios que resultan ser nuevos y nuevos aconteceres que ya los conocíamos como muy vetustos, que en eso, precisamente, reside todo y todos los misterios, el de la niña que no se sabe dónde está, el de la cama que sólo sirve para dormir y hacer el amor que decía no se sabe qué doctora en una entrevista olvidándose de que es invento que sirve para todo y que se le pregunte, si no, al fantasma de Oblomov que se metió en ese reducto de la cama y nada quiso saber del restante mundo que para qué cuando la molicie es suficiente para hacemos cabalgar en el tiempo sin que el aburrimiento nos aplaste bajo sus alas, o el del rito de la misa que dicen que vuelve ahora por sus viejos fueros gracias a este Papa que parece que le podría caber bien la denominación supletoria, apodo, mote o sobrenombre de 'El Desandador', que no parece otra cosa que había por ahí, sobre el otero que domina nuestra suerte, una especie de guardián o vigilante, el mismo que hizo que Pedro manejara el timón de su barca, y que está de acuerdo con Loyola no sólo en lo dogmático o más sustancial sino también en aquello que se dejó escrito en los anales de la esclarecida Orden, prudencia sobre toda otra ponderación, que, en tiempo de tribulaciones no hacer mudanzas, que ya se está viendo en qué fueron a parar tantas cosas que Ratzinger va como volviéndolas a recolocar, entre ellas esa costumbre de los tridentinos, que sé engañaría quien pensara que son los que provistos de tridentes se encargan de ensartar almas para el cielo pero que pensaron que a qué proceder a innovaciones innecesarias cuando viejas fórmulas no habían periclitado y por demás exhalaban cierto aroma de encanto, entre ellas el uso de una lengua señorial dicen que muerta pero que a algunos nos despierta ecos de maravilla, una suntuosa melodía de acompañamiento a los consagrados pasos que se ritualizan ante el altar, una inequívoca traslación de nuestras endechas, romances de pesar no importa si en eptasílabos, trenos y lamentaciones con saetas en amor fundidas al supuesto todopoderoso, que en esto se vierte mi oración de hoy, que quisiera y no me es posible, que estuviera rendida en dicha lengua majestuosa que, colocándoseme en trance de escoger, me inclinara más por la opción de poder leerle a Cicerón u Ovidio en su versión original que ante cualquier otro idioma de las tantas que ofrece el catálogo de Babel, afirmación con la que cierro mi personal culebrón. 

18 - IX - 07