miércoles, 16 de febrero de 2011

La tala

   Estaba, no sé si asombrado o espantado de que nadie dijera nada sobre el atroz arboricidio que se ha consumado en la Plaza de España de esta muy noble y muy leal ciudad de San Sebastián, cuando mi amiga y compañera, Begoña Ameztoy, con su bífida pluma, tan rica en donaires como en ironías, soltaba ayer mismo, en estas páginas, una frase que valía por un poema (una elegía avinagrada en este caso). ¡Gracias, Begoña!, lo breve sigue siendo lo mejor, como en tiempos del P. Gracián, pero los que no poseemos tu don elíptico no tenemos más remedio que extendernos más allá de las bardas. Diré, por lo tanto, y haciéndole ecó de esa cortedad critica ante un crimen tan patente, que hay pecados de omisión o silencios culpables que se sabe que nos irán pesando en la memoria y en la conciencia según vayan pasando los tiempos, y uno de éstos muy grande, del grosor de aquellos que el Astete citaba como mortales, un saco de remordimientos a cuestas, hubiese sido el no decir nada, como casi no se está diciendo, de ese tremendo arboricidio antedicho, cuando en la mañana del pasado día 21 de este mes de junio de este año de desgracias de 2007, diría que con alevosía, si no con nocturnidad sí con sorpresa (que en este caso viene a ser lo mismo), con avilantez (que viene a significar descaro y atrevimiento mayúsculo), llegó al lugar una cuadrilla de taladores y, en un decir amén se cargaron un buen montón de árboles que, para que conste debidamente en qué consiste el 'corpus delicti', copio la lista de esos árboles sacrificados como se especificaban en este mismo periódico, es decir, '20 plátanos de gran porte, dos tejos pequeños, dos magnolios, un abedul, dos olmos, cinco taray y una araucaria chilena', que si voy al lenguaje en que las plantas nos hablan, tendriá que hacer significar, entre otras muchas cosas, genio y protección por parte de los plátanos, pena y tristeza por los tejos, simpatía por los magnolios, docilidad por el abedul, belleza divina por los olmos, y un etcétera que desconozco pero que percibe agudamente mi sensibilidad dolorida. Titulé al principio con la palabra 'bestialidad' esta, para mí inevitable, denuncia pero di pronto en dudar de que fuese acertada la titulación por temer que haya sido de tal calibre el arboricidio que me cuesta creer que en toda la escala zoológica pueda encontrarse ningún espécimen de tan avieso estilo al menos hasta llegar al apartado 'humano', que es aquí, precisamente, donde la posibilidad se vuelve certeza y habría tenido que pedir perdón, por supuesto, pero a las bestias por haber osado uncir a su condición animal tan brutal proceder. Porque, solamente de un humano se puede esperar tan nefando acto como el de talar un lote de árboles que eran como una fiesta indescriptible en esa plaza, y que, hasta ese protervo día, para mí al menos y para muchos como yo, creo, podía competir de tú a tú, en gracia, en belleza, en frescura; en aireo, en distinción, en elegancia, en silencio, en tantas cosas más admirables y benéficas, con cualquiera de las otras plazas donostiarras. Y, ¡Cuidado!, aviso, que visto lo visto, puede ocurrirles lo mismo a las demás plazas, séase hasta la mismísima plaza de Guipúzcoa, esa coqueta concurrencia de árboles en el centro donostiarra, que cualquier día amanecerá el día siniestro de su ejecución, y rodarán sus árboles y los gorriones piarán ansias de orfandad, y a los cisnes se les hará más signos de interrogación que nunca sus curvos cuellos y ya en esas atardecidas privilegiadas, no sé bien si de finales de verano o principios de otoño, ya no se podrá aspirar la aromosa delicia que acostumbra exudar su magnífico bouquet de plantas y notaremos de qué manera tan aleve hemos perdido otro más de los grandes bienes urbanos de la siempre sea llamada Bella Easo, aunque si así se sigue ¿dónde queda esa nuestra esperanza y deseo con los rectores que padecemos?... 



Borges.- 


   Para compensar acaso a mí herida memoria, o, también para reparar el ultraje que se le ha hecho, y remendando al gran Bórges (Jorge Luis), en "La cifra" (y poema 'Buenos Aires'), escribiré, que he vivido en otra ciudad que también se llamaba San Sebastián, tan distintas se me hacen una y otra, la que vivo y la que me vive en la memoria. Recuerdo que había dos torres que la miraban desde lo alto hasta que la montaña se quedó tuerta y ya no era lo mismo. Recuerdo las torres de Arbide (ya que de torres he empezado a hablar) y de cómo la ciudad se alzó contra la turbulencia de derribarlas y se aplacó la gresca trasladándolas piedra a piedra, que es como se engañó a sus ciudadanos por medio del hurto, privándoles de su dorada imagen familiar un poco de castillo de hadas y que daban pábulo a la imaginación en el goce de la infancia. Recuerdo un tiempo feliz en que andar por sus calles era una satisfacción y no un peligro; es decir, ninguna bicicleta en nuestro horizonte andariego. Recuerdo las tardes tórridas de verano y la culebra de agua en las manos del aguador que conjugaba finalmente en su elipse la clave de su asíntota. Puedo recordar, pero no quiero por perdigoneo sangriento, los tiros al pichón en Gudamendi y las apuestas al pájaro abatido, zurrones llenos de dinero a puñadas y las carreras de velas blancas en el azul. Coincido con Borges en la evocación del farolero, calle arriba hacia el alto de Miracruz, los faroles de gas encendiéndolos uno a uno a su paso. Recuerdo los tranvías y de ellos especialmente las jardineras, la gracia de recorrer la ciudad al aire libre, y cuya esencia nada ha logrado sustituir. Recuerdo a los gabarreros y las heladas mañanas de invierno, hundidos y fundidos en hielo los hombres en el río y la noria de sus palas en la arena. Recuerdo el murmullo silenciado en los labios del pueblo del avión de Degrelle en la Concha Recuerdo aquel Kursaal de novela centroeuropea de los años 20; las marismas de Amara con un caserío en medio al que se accedía por un rústico puente, y entre tantos miles de recuerdos que se me suscitan, tengo que coger el ábaco y colocar, desgraciadamente, a partir de ese aciago día, entre las notaciones del pasado, esa floresta, esos áboles de la citada Plaza de España situada en ese lugar entre el María Cristina y la Avenida, paralela a la calle Sta. Catalina, donde una mañana ignominiosa vino la motosierra y segó inclemente, abusiva, bestialmente, una treintena de árboles, en una de las primerísimas acciones del nuevo Consistorio Municipal. ¡Vóteles usted para eso!... 



La baronesa.- 


   Termino esta especie de elegía, doliéndome que a esta ciudad de San Sebastián, cuna de grandes y valerosas mujeres (y dejo aparte a la marimacha y espectacular Catalina de Erauso) le ha faltado, en el momento preciso y precioso, su debida baronesa que se atase al árbol y exigiese ser talada ella también con el árbol, con los árboles. Y me quedo, pese a la sustitución del hacha por la motosierra, como Liubov Ranevskaia frente al chejoviano -jardín de los cerezos', como el tío Pepablo ante sus algarrobos en el desierto de piedra de Hugo Wast ('Mis árboles se lamentan, Marcela'), doliéndome esa tala en lo más hondo de la memoria. 

26 - 6 -2007