lunes, 31 de enero de 2011

Antifonario


   Falleció la Fallaci y la prensa se encendió en obituario ardiente, punteando luminosos los pabilos de los cirios de no se sabe que (de tristeza supongo que no que hasta tanto casi nunca llega el corporativismo periodístico; de alegría tampoco es de sospechar, pues que tampoco van por ahí que no las odas aunque tampoco endechas; de admiración difícilmente cuando en este oficio lo normal es adscribirse al grupo de los narcisos, floralia de vanidosos y egoístas), Séase así con ella o no. todos los adioses de coetáneos nos producen variadas sensaciones en nuestra intimidad, que puede ser que. en el primer momento, nos nazcan acordes o cadencias undosas de vernos libres de un peligro que era ése en la que ese otro que soy yo, cayó, es decir, la alegría espontánea del animal que se ha visto en peligro y acaricia su osamenta, a lo que. sigue como un tabaleo de años en las cuentas de la memoria y un como gusano acezante de angustia por la proximidad del otro peligro parejo a que el futuro nos aboca, acaso también la envidia hacia el occiso que ya cumplió con el deber que a todos se nos tiene asignado y cuando a nosotros nos pende aún la deuda, pensamientos tan naturales que los vemos girar como en rueda de feria. Pero lo cierto es que falleció la Fallaci y la prensa se convirtió en un jardín no diría yo que de cipreses ni de vesperinas ni de crisantemos que son todas plantas mortuorias en mayor o menor medida sino en especie de coronas bien entretejidas las más, que en hacerlas vistosas se han entretenido los mejores artesanos del papel prensa y de columna diaria y la antología necrológica se enriqueció sobremanera; Todos llevamos acuñado -entre ceja y ceja algunos-, el diseño de ese jardín ideal por cuyos senderos nunca caminamos y del que alguna vez pienso escribir si el corazón y los pulsos no se me desmayan por la cargazón de los años, y acaso por ese modelo ideal substanciado casi en nuestros genes no podemos por menos de girar una visita no sé si romántica, no creo que excesivamente sentimental, sobre las hespérides sobre las que ejercía su cuidadosa vigilancia del manzano de oro de su profesión la italiana de pluma daga (que en determinado momento toda metáfora tiene que ir directa al grano, ¡fuera las comparaciones metafóricas con ayudas adverbiales! aunque sea esto un oxímoron, no importa). Falleció la Fallaci y los más preclaros espadachines de la prensa entraron en duelo (no 'de lágrimas vertiendo' tipo garcilasesco) sino de justa o torneo como lo pudiera narrarnos uno de los muchos seguidores que a esta hora le han salido al gran Scott, don Walter, señero inventor del género, y, porque a tal señora tal honora, o porque ya se lo saben todos que el estro de Zorrilla amaneció del vientre del cadáver sombrío y macilento' de Larra y aun supurando ellos mismos glorias literarias abundantes, nunca deja de ser lugar conveniente la sombra del copudo árbol que, en este caso, ha podido adquirir la yacente figura de la periodista italiana, tan célebre que entrevistó a la mismísima Gran Señora llamada la Historia en sus arterias y venas principales ninguna de las cuales se atrevió a no recibirla, que lidió de tú a tú con los antipáticos (entre los que colocó a la Duquesa por antonomasia por herencias acumuladas que no por esencias propias y a Antonio Ordóñez representante supremo en tal momento de lo más ostentoso de la torería, poniéndolos a los dos como chupa de dómine, que se decía aunque ya no sé si se sigue diciendo), asistió a todos los conflictos que se dieron en el siglo pasado y recaló en éste para dejar testimonio, a ultima hora, de sus profundas antipatías al Islam desde su conciencia alerta de atea cristiana como se proclamaba, clónica del modelo preconizado hace siglos por Arrio, Al desearla el consabido y tópico RIP me queda algo más que la duda de si no será crimen léxica y de intenciones contrapuestas desearla el descanso a tan activa guerrera. De sus muy abundantes trabajos de prensa y literatura, extraigo solamente, como acierto de selección por supuesto que no de creación que aquí nos entra en ronda Platón y su 'Apología de Sócrates', la cita que antecede a su complejo texto literario de "Un hombre', una novela admisible en variados géneros como asegura la autora que quiso que fuese, un libro sobre la soledad del individuo, sobre la tragedia del poeta que no quiere ser y no es hombre masa, un libro sobre el héroe que lucha solo por la libertad y la verdad sin rendirse nunca, etc, etc, que, yéndonos por fin a la cita, escribe Platón por boca de Sócrates, que 'Ha llegado la hora de partir. Cada uno de nosotros sigue su propio camino: yo a morir, vosotros a vivir. Qué sea mejor, sólo el dios lo sabe”. Que dudo mucho yo de que la Fallaci ahora, como antes tantísimas legiones humanas y las que vendrán, podrán allegarse nunca a tan supremo conocimiento.

Ratisbona.-
    De los asertos varios de la Lección Magistral impartida por Ratzinger en Ratisbona, espigo dos. La una, por lo que tanto ha dado que hablar. La otra, por lo que tan poco. Y, creyendo yo, que debiera ser al revés.  
   La cita de Manuel II Paleólogo con la que Benedicto ha creado tantos escozores en la siempre sensible piel islámica, me hace releer la-Historia, lo confieso, más cuando el Imperio bizantino nos es y nos ha sido siempre, no se por que, mucho más desconocido que el romano. Materialmente, yo diría, esa cita resulta más peligrosa, en los presentes tiempos, que una cascabel en las proximidades del calcañar y con el aumentativo de ir descalzo, que quién sabe si servirá para mejor calibrar las excelencias de la Guardia Suiza (que, por cierto, ni siquiera sé si siguen vegetando por el Vaticano). Pero mentalmente, es decir, en los terrenos de la razón, la otra referencia a ese posible engrane entre racionalidad y creencia, me es más insondable. Claro que será que la teología tendrá sus secretas razones que la común razón no entiende.               

La palinodia.-     

   Guardo esta última antífona para la inmigración, que si Ratzinger no puede cantar la palinodia (que chirriarían así sus cuerdas vocales y los de toda la cristiandad en suma) de ese menester de freno y marcha atrás parece que se están encargando unos gobernantes salidos de una factoría de novatos imposibles, que solamente aciertan cuando se desdicen. Mientras tanto, la inmigración, a pie de guerra, con el cuchillo del hambre en sus dientes, ha entrado y sigue entrando a la carga por los cuatro puntos cardinales, que también habría que releer la Historia en busca de algo parecido que no sería posible encontrar porque lo de ahora supera lo de cualquier tiempo pasado en materia de inmigración aun contándose las invasiones todas, godos, ostrogodos, visigodos, almohades, almorávides, benimerines, etc, etc.

Músicas


   Por supuesto que hay música (músicas) en la montaña como bien se hace ver y oír en el filme 'Niwemang' del kurdo Bahman Ghobadi. En las montañas y en los valles por un decir, que si yo hubiera sido o montañero o montañista (que no sé cuál monta más o si montan tanto), la habría oído al comienzo de cualquier ascenso (un balido de ovejas entre tintineantes esquilas o un mugido de recental acaso, un tanteo de notas humildes como gotas de lluvia que deja perladas las hojas) para ir creciendo luego su diapasón, su trémolo, la ocupación de notas 3 todo lo hondo del cerebro,, venablos de acordes que se hayan concentrado en la cúspide, la mano de Dios (Júpiter y sus rayos prestos) en su soberano concierto de las cumbres, que Dios habla en música como nos decía esta pasada semana desde la pantalla el Beethoven-Ed Harris de Agmeszka Holland, la música extremada/ por vuestras sabías manos gobernada1 como en la rosácea visión de Fray Luis en su Oda a Salinas', la música con la que Dios llena la cabeza de los hombres a los que quiere ofuscar y que viene a ser como una ecuación que establece una igualdad límite de que el delirio humano por la música puede ser el deliquio de Dios o al reyes y que hace que El les llene de locura musical a sus melómanos como al gran sordo, que, en este punto, nos amanece la diatriba del Borges ya ciego: “ Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dió a la vez los libros y la noche', que con parecido juego irónico se emplea en la juerga con Beethoven, una cacerola hirviente de músicas para quien nunca puede oir, que es la sarcástica crueldad sólo posible en mente divina.


Niwemang.-  
  
 Naturalmente que hay música en las montañas como lo sabía el Mamo de Bahman Ghobadi o aún él mismo (¿participa el creador en el entrañamiento de sus criaturas?), en 'Niwemang' (una de las películas premiadas en este festival número 54, póngalo quien quiera si de gracia o de desgracia), las montañas como protagonistas de una historia de humanas hormigas rampantes por sus anfractuosidades, dentadas sierras, gargantas, collados, que el instrumento músico es en esta ocasión una especie de sierra de violín sobre broncas cuerdas, el panorama a contemplar una exaltación, las viviendas humanas ventanas montañosas, el autobús renqueante por senderos de cabras, en el fondo yo diría que del corazón "fruto amargo' (I. Aldecoa) de Mamo, un personaje de viejo y pobre estilo con mucha música dentro de sus entretelas, la fuerza de una música de no se sabe qué sublimidades cuando un concierto crea tantas dificultades y se dice que hay una multitud expectante ante este concierto prometido que solamente desde una explosión sublime de amor pueden creerse tales emanaciones populares. Y hablo de las músicas de estas películas de este festival porque a mí, que nací como blindado de opérenlos auditivos al parecer, como con taponamientos de cerúmenes insuperables, me da por pensar que esta edición 54 del Festival ha sido más un exponente musical que otra cosa, una manifestación de sonidos quizá como todo en la vida, pífanos en la sala pero mucho más a la hora de otorgar consideraciones que si lo escrito antes hemos escrito acerca de la película adornada con el lesión (y supongo que también fiestón) de la Concha de Oro. en parecidas estrofas pudiéramos regolfarnos al hablar de su par a par en el jolgorio de los premios, ese filme de procedencia francesa "Mon fíls á moi' de Martial Fougeron (con la mano izquierda de la Moreau moviéndose hábilmente en el ábaco de los lauros hacia sus escalofríos chovinistas suponemos), que si hemos hablado ya de la música de las montañas nos toca ahora alentar o auspiciar o soplar la música estridente del hogar, la ceñida odisea en cantos casi lúgubres de la atroz posesión maternal, más estremecedora, por supuesto, que la del demonio haya o no exorcismos...

Molinos. -

  Escribía aquel Miguel de Molinos (1628-1696), considerado como heresiarca que vaya usted a saber, inmerso en la "infusión del espíritu divino' y como símbolo del quietismo en campos de mística, en su "Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce al interior camino para alcanzar la perfecta contemplación' que hay que tener lástima a las almas que no se les puede persuadir que es el mayor bien la tribulación y el padecer', que los perfectos siempre han de desear morir y padecer; siempre muriendo y siempre padeciendo', que podría hacer suya esta pragmática existencia! ese muchacho llamado Julien que tuvo la inmensa perplejidad anímica de toparse con una madre posesiva en la antedicha película de Martial Fougeron, tanta que todo conato de esclavitud palidece ante esta muestra. Con Julien y su madre, en su casa, en esa preclara al mismo tiempo que deleitable mansión como un calabozo de los plomos (y nunca mejor empleado el símil) sala de tortura lo que evidentemente aparece como lugar apacible, las notas imbeles del piano a pesar de ser percutidas por manos infantiles, todo un regazo de hogar que sin embargo puede convertirse en ergástula al menor atisbo de rebelión, se oye, sin embargo, una música de hogar que no es, por supuesto, el dickensiano del grillo cri, cri, cri, por las estancias que a medida que pasan los años infantiles y van trocándose en juveniles se vuelven opacas aún de tan transparentes como parecían. De esa música atroz del que habla ciertamente la paremiología o la psicología educacional mal entendida (¿'quien bien te quiere te hará llorar'?) Sin duda que sí para algunas madres.


La Callas.-

   De la vida, nos lo dijo en incomparables estrofas el poeta, sólo queda el don preclaro de evocar los sueños'. Y digo, salvando si salvarse pudieran los insuperables abismos y distancias, que, con el tiempo, y siempre que la memoria nos ayude en el menester, de la vida solamente nos quedan las referencias. Musicales, si se quiere, cuando todo se puede volverse música como en esta evocación que ahora hago de unas pocas películas, premiadas algunas que tanto no merecieron y sin premio otra que sí, todo lo cual entra en ese submundo de la delincuencia de la vida, que cierro la evocación ahora con la más precisa y preciosa, un cementerio cerca de la ciudad, gentes que acuden allí en reclamo de memorias tanto gozosas como dolorosos, un sabor agridulce de saber cómo la vida se nos despeñará por semejantes avenidas, las referencias de hombres y mujeres y de sus frases cargadas de sentido, una sensibilidad de mujer que va leyendo libros y pasajes capitales, haciéndose y haciéndonos oír músicas calladas y prietas o tan resonantes como la de la Callas desde su cenotafio, un joyero para una voz que vuela y que vuela...

A la hora de la siesta


Aquel 18 de julio de hace ya setenta años, ha sido siempre, para mi, el día de la desbandada. El día de las cabras, si vale la metáfora, o, el día de los cameros, si nos dejamos atrapar por la sugestión de Panurgo. Las cabras, ya lo dice el refrán, tiran al monte, y eso es lo más parecido a lo que vi aquella tarde a la hora de la siesta, frente a la casa familiar, unas sillas sacadas afuera para mejor gozar de la sombra de la casa y de una ligera especie de brisa, y, en cuanto a los carneros de Panurgo, su suicidio colectivo guarda relación con ese humano sentido de la multitud que, para suicidarse al menos, mejor es hacerlo en montón, despeñamos por los riscos del monte en compañía. Aquel 18 de julio de hace setenta años, se estaba marcando en el reloj de la narrativa y de la poesía y del teatro y de toda la historiografía en general, una fecha cumbre mientras yo y toda mi familia estábamos sentados a la puerta de casa y no cesaban los grupos de gente que iban al monte, una especie de frenesí montañero, ¡que viene la guerra!, decían, ¡vamos al monte, al monte!... y se perdían por la esquina de Pottone y Ducatene, especie de ajorca de endriago, puerta de stargate, entrada al misterio de lo incongruente...'Pero, de aquel 18 de julio, hace ya setenta años, se ha hablado mucho, se han escanciado sus licores, amargos para algunos y para otros no tanto, se han escrito demasiadas páginas, y a algunos que fuimos testigos, ya con razón y conciencia formada para aquel entonces, la evocación no queremos que nos traiga otro viento que el de la estampida sin ton ni son, las montañas como meta de salvación no sé por qué porque es muy difícil saberlo, y más que ganas de seguir hablando del evento, de cerrar el portillo que es, en definitiva, lo que ahora hago.

Don Rodrigo.-     

    A setenta años de aquella efemérides guerrera, y con otras guerras abriéndose como nunca han dejado de abrirse, el personaje que me viene a la memoria, ya sé por qué es Don Rodrigo. Y, su concepto del orgullo. 'En estos mis últimos momentos me basta mi orgullo', debió de pensar Don Rodrigo cuando caminaba hacia la horca, terne en su soledad y en su altivez, toda una larga tradición de personajes sustentándole en su paso a paso hacia la infame horca que, sin embargo, sentía él que la infamia en la que le querían anegarle le era postiza, que el orgullo se apuntala por dentro y hay que mantenerlo erguido, sin miedo a claudicaciones, que sirviéndolo así, un orgullo de gesta o de hazaña, además de conformar un tipo racial, mantuvo también ese orgullo así entendido o malentendido todo un imperio, en plena gloria primero y en más o menos largos años más tarde dando tumbos y más tumbos, que traigo a colación esa figura irredenta de Don Rodrigo por serme (o sernos) su nombre, antonomástico acaso, porque le sobreabundaba y le seguirá sobreabundando el orgullo por entre sus cinchas de hombre, porque a pesar de la horca y de su cuelgue letal (mandaba la pragmática que fuese "degollado por la garganta' hasta que sobreviniese su muerte natural), sigue viviendo Don Rodrigo no en sólo la Historia sino en su más hondo aún, en la Intra-Historia misma. De cualquier forma, esos y otros, símbolos humanos indeclinables, es decir, el nombre más que el hombre, tan aposentado en su mayúsculo onomástico que es como un blasón intransferible: que es así como se distancian los títulos personales de los familiares, el individuo sobre el clan mientras le llevan sobre el mulo o carro de la infamia, los versos esproncedianos pidiendo la merced de una limosna 'por el alma del que van a ajusticiar'. Para ser breves: Don Rodrigo es como Don Juan, como Don Tancredo, como Ramón (que solamente sufrió la amputación del "Don' quién sabe si para mejor aletear aún como la mariposa agujereada que es sacrificada al colorido de sus irisaciones), el raudo misterio de un nombre aromando todo un tiempo de historia, si cabe, por haber sabido ser orgulloso. 



W. Fernández Flórez.-

    Se hace difícil pensar en quién maquinó la inclusión de la soberbia entre los pecados capitales sino es el Dante, siete pecados como siete soles, los siete motores del mundo, en definitiva, que sin los pecados capitales el inundo se desmoronaría y habría que salir en cántico con el 'felix culpa' agustiniano, una versión más de la justificación del mal, de Judas en su traición (y búsquense modelos en tomo que los hay abundantes), sobre la infamia que nos gravita, onerosa. El orgullo es hermano del amor propio, de la estima personal, de ese ápice de conciencia que nos hará miramos cada mañana al espejo para, a través de esa mirada decirnos que podemos o no soportamos, que acaso, no es solamente el orgullo lo que ahora nos falta sino también un buen espejo.; Aquel amargo humorista, maestro en su ironía, su neurastenia y su escepticismo y que se 'llamó don Wenceslao Fernández Flórez, ya había visto, con antelación sorprendente (Xas siete columnas' Editorial Atlándida, 1926), que la felicidad del hombre se basa en la práctica de los siete pecados capitales como le arroja a la cara, como restos de res pútrida, Olivan al anacoreta Acracio porque tuvo éste la audacia insensata de anatematizarlos y de raerlos de sobre la tierra, que, en lo que respecta a nuestro tema, le dice que al desaparecer la soberbia, se detuvo el motor de muchas buenas acciones' que "sobre la soberbia descansaba una gran parte de la organización humana', y si no se tiene el suficiente orgullo, añado, la figura que se dibuja (o, mejor, que se desdibuja) es el de una especie de guiñapo que se sonríe hasta contracorriente porque se trata de una sonrisa complaciente, de frunces vergonzosos, una sonrisa mendicante que va pidiendo compasión o conmiseración mientras deja sus vergüenzas al aire.

Con el saco al hombro.-

 Contemplando los nefandos despliegues de la llamada política (que, en verdad, debiera llevar otro nombre más pertinente para no sentirnos tan abochornados), las mentiras con las que abrocha sus vestimentas, sus abominables encuentros, los diálogos cuyas esquirlas nos hieren, las mesas compartidas, las conversaciones intuidas, los acuerdos infames, los silencios que hacen sospechar tanto, etc, etc, toda su parafernalia de compra y venta a la que al final va a parar todo, al do ut des o chalaneo, la burla desatentada y chulesca, etc, etc, se tiene la sensación de que lo que hace falta tener es alguna dosis de orgullo, el mínimo básico de orgullo, en definitiva, para evitarnos caer en ciénagas de oprobio. De tener un mínimo de orgullo y usar de él en el momento oportuno, se evitarían muchas grandes vergüenzas, pienso. Y me quedo, mano en mejilla, en la evocación de aquella hora de la siesta de hace setenta años, con el crepúsculo tan cerca y tan iluminado y la vida detrás como saco al hombro...

viernes, 28 de enero de 2011

Diaconisos


Hablé de diaconisos y me sacaron la tarjeta; roja o amarilla no importa. Hablé de diaconisos que, una vez más, intentaban expulsarme, la espada flamígera en la mano, entretenidos los sumos sacerdotes en sus aburridas melopeas que ya duran un siglo. Hablé de diaconisos y me sacaron la tarjeta diciéndome que no, que los diaconisos no existían, que solamente los diáconos y las diaconisas (que me parece a mí qué será ésta palabra de vida exigua y mutará a diácona, como a sacerdota la sacerdotisa, etc..., que un final en «isa» ya no cabe, que fíjense si no en poeta y poetisa que de éstas no queda ni una a pesar de tantas' mujeres que escriben versos).
Hablé de diaconisos y me sacaron la tarjeta, que aunque ya sabía de su existencia, vi correr por el campo, de banda a banda, a tantos árbitros y jueces, diccionario y gramática y pandectas y catecismo bajo el brazo, cejijuntos, inexorables, el penalti, el guardameta fusilado al atardecer, encuadre de los palos, todos lo padecimos, lo padecemos y sólo unos pocos lo han visto, el guardameta está aterido, solo, el proyectil hará carne, lo teme, lo sabe, se rasca el pecho por donde entrará la bala, hay que tener espíritu de sádico para verlo bajo el sombrajo del palo tan víctima, para vernos (acción reflexiva inevitable). Al fondo, atravesado su cuerpo, está el infinito, ninguna luz verde, ninguna esperanza.. Ante las camas de los paritorios, vaya o no esto a peor como aseguran los agoreros, desafiante para que las vean quienes se asoman y exigen sitio para vivir, para que el naciente las vea y las lea (que todos nacemos sabiendo leer y llorar y, por eso lloramos al nacer y leer lo que está puesto y lo que nos espera), con un par de frases basta. La de Dante ante el infierno. La de Auschwitz. «Por mí se va a la ciudad doliente». «El tra­bajo nos hace libres». A fin de cuentas, ¿qué' es mejor, la verdad o la burla?

Lo Neutro. Hablé de «ánjeles diaconi­sos» y, antes de que me sacasen tarjeta, me acordaba de Juan Ramón, fuerza y poder de su «j» O, preferiblemente, mejor de su honda poesía. Recordemos un poema, aquel poema, el poema: «Se paraba/ la rueda/ de la noche.../ Vagos ánjeles malvas/ apaga­ban las verdes estrellas». La del 27 fue añada de muchos ángeles y muchas estrellas. «Mi pena es porque esas nubes tan negras/  han borrado las estrellas» (León Felipe); notariando la muerte de Antoñito el Camborio «im ángel marchoso pone/ su cabeza en un cojín» (García Lorca), y, en su bala­da ingenua a Santiago, afirma categórico el de Granada que «¡Eran ángeles los caba­lleros!». De Alberti y de ángeles nada digo que no tengo suficiente espacio para contarlo. Etc, etc y etcétera.
Pero me han sacado la tarjeta y me han pitado penalti porque los diaconisos no exis­ten, y entramos aquí ya en un torbellino de contradicciones, de debates, de controversias, quién sabe si de investigaciones sobre  lo neutro en lo angélico, neutro por anto­nomasia. digno de ser adoptado o comen­tado por Blanchot. Me decía el otro día, el amigo Juan, que estaba leyendo la historia del Imperio Romano de Oriente, y leyén­dola en aquel escritor francés de arraiga­das creencias católicas que fue Daniel Rops, ensayista, novelista, historiador, y me con­fesaba esa gran verdad de la que toda una generación puede dar testimonio y que es que, penetrando en un ámbito histórico advertimos la mutilación de que fuimos víctimas, de cómo hay un inmenso parque de un millar de años, como el valle de Josafat de la Historia, que, no se sabe por qué, nos fue vedado, nos dieron dos, tres, cua­tro o cinco nombres (Constantino, Juliano, Teodosio, Heraclio y poco más) y ya todo el gran Parque está desierto, un gran parque que parece ser como el del primer tiempo bíblico, de cuando «la tierra estaba desor­denada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas», un gran parque vedado, desértico, por donde tran­sitaron grandes ciervos reales o basileos, pero que tuvieron que ver, y mucho, con los ángeles, quién sabe si también con las estrellas.

Sexología. Entre si eran galgos o poden­cos loa que se velan venir en lo lejano, los dos conejos de Tomás de Iriarte (1750-1791) fueron despedazados, no importa por quién, si por galgos o por podencos, pero lo que sí ' supimos, a pesar de la veda sobre el Impe­rio Romano de Oriente, es que allá en ' Bizancio no habían aprendido la lección
que luego nos explicaría Iriarte y se dis­cutía sobre el sexo de los ángeles que es asunto que interesa resolver también en hablando de ángeles diaconisos que tanto nos asedian, que tanto nos conturban, que tanto nos aburren en esta tierra de alubias rojas y proclamas levantiscas al estilo de aquel cura don Manuel de Hernialde que acaso no hablaba mucho por su boca pero que a cada paso, que es otra manera de hablar, hacía estremecer las charcas y cro­ar a las ranas y dejaba a los egoscués en decúbito supino sobre las hojarascas de los boscosos caminos mirando, con ojos que ya no veían, al lucero del alba.
Hablar del de los ángeles equivale a hablar, ¿de qué sexo? Del primero, estuvo hablando la Humanidad desde el principio de los tiempos y sigue todavía sin cambiar de monserga. Del segundo, se podría ele­gir, como portavoz de las más autorizadas, a la Beauvoir con la abundante masa que se le ha unido en estos tiempos nuestros, tan solidarizantes. Del tercero y el cuarto, que no se habló en un tiempo lo suficiente, la marea va creciendo imparable. ¿Coloca­mos a los ángeles en el quinto? ¿Hemos lle­gado con ellos a la asexualidad o a la asep­sia? Dice la Biblia que «llegaron, pues, los dos ángeles a Sodoma a la caida de la tar­de (Gén. 19.1), y que cercaron la casa los hombres de la ciudad y llamaron a Lot reclamando que los sacase para que los conociesen (Gén. 19,4 y 5)», qué ya sabe­mos de qué tipo es el conocimiento bíbli­co, lo que nos coloca en mayor confusión todavía a la hora de aplicar los géneros gramaticales, que por eso nos inclinamos por el uso del neologismo «diaconisos» cuando solamente de tres géneros nos habla la gramática y la vida rebasa con creces esa cifra.
Tengo la costumbre, ya inveterada, resabios de mis orígenes sin duda, de que siempre que me ronda una teoría, y cuan­to más abstrusa mejor, en mi intento de
llegar con ella a autogratificarme me pon­go inmediatamente a jugar mentalmen­te a la pelota, ganchos, voleas, besagaiñs, sotamanos, etc. De los pelotazos que el frontis me devuelve, la piel ya abundan­temente sangrante sobre la piedra mono­lítica (y esto no es una película), miro a nuestros ángeles diaconisos y me veo, una vez más y seguramente para siempre, sur­cando fronteras hacia tierras en donde dejen de aburrirme con sus intermina­bles peroratas y fanáticas demagogias.

Notas. 1


Pasadas, ¡al fin!, las navidades, cabe hablar, de una alteración en sus costumbres. Políticamente, todos sabemos que nuestra más preclara guerra de tribu está establecida entre nacionalistas y no nacionalistas, en una confrontación que hasta los más optimistas pudieran pensar que no tendrá ni próximo ni buen fin. Pero, ¿la otra guerra, la de las costumbres? En este terreno importa, y mucho, mirar hacia Olentzero, observar qué se ha hecho con el carbonero pantagruélico, con su pipa de arcilla que melló sus dientes, sus botellas de vino bailando el ariñ-ariñ como preludio de la borrachera que no tardarán en traspasar a su amo, a sus comilonas cocinadas con el viejo recetario de las amonas, esas buenas señoras que, procedentes de la ascética escuela de la posguerra, lo que sacaron en consecuencia después de tanta escasez, fueron las fórmulas generosas para llenar vientres insaciables aunque sin olvidar, por supuesto, su esclarecida calidad de siempre. Aunque su reinado (el de Olentzero), tan breve, y su territorio, tan mítico y legendario, estuvo secularmente centrado en la comarca del Bajo Bidasoa, y su origen pudiera buscarse en las estribaciones de Ayako Arria, en alguna cueva de los alrededores del Erroilbide, Txurrumuru, Irún mugarrieta, etc, lo cierto es que, últimamente, sus andanzas se han extendido mucho y ya parece como que todo el País Vasco le ha adoptado como tótem navideño, dando lugar, con ello, a una secesión tripartita en una distorsión de su caracteriología y su personalidad. Olentzero, habrá que decirlo para insertarlo en su vieja mitología rescatándolo de la actual, ya no es lo que era. En el trémulo reino de la tradición y de las costumbres, tan intocable, se ha llegado a dotarlo de un simbolismo que nunca tuvo y, automáticamente, hemos asistido a una transmutación, tanto pueden las sinuosidades partidistas. A Olentzero, que nunca regaló nada a nadie; a Olentzero, que parece como que siempre hizo alarde de acendrado egoísmo; a Olentzero, cuya sensibilidad, si alguna vez la tuvo, la perdió entre báquicos regüeldos, y que, según la vieja tradición, solamente hay que adjudicarle el papel de mensajero de la Buena Nueva (de ahí, seguramente, lo de Onentzero), se le ha puesto a competir con Papá Noel y con los Reyes Magos, y, de tragón y de maneras toscas y sin tacto, se le ha hecho obsequioso y amable. De esta manera, por Navidad y en el País Vasco, en la guerra de las costumbres, se asiste desde hace algunos años, al menos, a tres frentes: noelistas, olentzeristas y triárquicos. Acaso, puede ser que los beneficiados por todo ello sean los que tengan la costumbre de reci­bir regalos, que ahora les pueden provenir de esas tres fuentes, lo que no deja de ser un logro indiscutible de la sociedad de consumo.

El hombre de la Lambreta.-

El Bidasoa, que de siempre ha sido un río con mucha corriente cultural (y no es cosa, ni tengo espacio suficiente, para hacer su apología en este terreno que, por otra parte ya está hecha por personas mucho más competentes, entre las que cabría colo­car en primerísimo lugar a s biógrafo por antonomasia, Luis de Uranzu), ha tenido, como todo en la vida, tiempos de flujos más o menos densos, y alguno de gran hervor transcurrió, precisamente, cuando un hom­bre, montado en su Lambreta, andaba por Irún revolucionándolo todo gracias a sus humores expansivos, preocupados e indomeñables. Este hombre, inquieto como ser, aparentemente atrabiliario por su conducta, próvido y generoso en intuiciones e inven­ciones, fue un escultor que ha quedado anclado en la Historia. Habrá que consig­nar, también, que fue uno de los polos de una simbiosis magnífica entro él y la estirpe cultural de la ciudad de Irún. Se llama­ba, Jorge Oteiza.
Escribo esto, a raíz do haber recibido un libro de parte de Jaime Rodríguez Salís, viejo compañero en el Internado de San Martín de Oronoz Mugaire regido por los Hnos. Maristas y 'patroneado' sin discusión alguna -boga que boga hacia un modelo de educación rigorista pero eficaz ante los tribunales de examen por el también legendario y mítico Don Segundo. De Oronoz, donde Jaime y yo y una gran tropa de alumnos estudiamos, a Lecároz, donde lo hiciera Jorge, la distancia es escasa, unos pocos kms. nada más, los métodos educa­tivos distan algo más y no solamente en cuestión de libros sino también en depor­tes (primacía del fútbol en Lecároz y de la pelota en Oronoz-Mugaire), pero, acaso, lo que de verdad nos une. seguramente, es la sal común del internado, esa fagocitosis de los tiempos muertos en espera de no se sabe qué redención, el patio de juegos desde don­de atisbar mejor el futuro que desde la pro­pia aula mientras sollozaba nuestra ansia de libertad en el vuelo de las palomas hacia las redes de Echalar o libradas de ellas ya en vuelo fugitivo pero firme, años de infan­cia sumergidos en un tiempo de tierras cal­cinadas por la guerra en Europa. Agradezco a Jaime Rodríguez Salís -de casta le viene la pluma como descendiente de su notable padre, Luis de Uranzu, y de su madre, maes­tra en 'exilios (1936-1945), Dolores Salísel envío de este libro de obligada meditación para mí, Oteiza en Irún 1957-1974, editado a expensas de la necesaria ayuda econó­mica de la dicha ciudad de Irún, por impul­so del organismo cultural 'Luis de Uranzu Kultur Taldea', y por la profesionalidad de editorial Alberdania, que recoge, en primer plano material, a ese hombre sobre su Lambreta (su situación económica no daba para más y aún así le originaba incomodi­dades manifiestas con la Administración de las que se hace eco amarga e irónica­mente); y, en el espiritual, su esforzada lucha para vivir en arte, en ebullición artís­tica expansiva y contagiosa, en permanente vigilia personal y en evidente mala leche (perdóneseme la expresión) por hacer que ésa su fiebre artística prendiera en todos aquellos con los que trataba, con toda la ciudad en suma. 'Poéticamente mora el hombre sobre la tierra', cantó Holderlin. Poética y artísticamente habitó Jorge Otei­za en Irún en esos diecisiete años de los que da cuenta, en breve sinopsis, este libro, cuyo envío, repito, tan hondamente agradezco, y que me ha hecho revivir andanzas de cuando podía sentirme joven aún, de reu­niones artísticas como la celebrada en el Carlos V ondarrabiarra y en donde recuer­do que estaban figuras como María Paz Jiménez, Rafa Ruiz Balerdi, Amable Arias, José Antonio Sistiaga, Remigio Mendiburu, etc, y en las que se debatía, sobre todo, el bifronte problema del arte en aquel momento de si de tendencia abstracta o figurativa, semanas de arte, etc, etc. Un libro que nos hace revivir el pasado, ¡ay! tan cercano pero tan lejano...

Mitrídates en su isla


Ahora que nos agoniza el año me apetece mirarlo como a un río, henchido e inundado de noticias, aguas que entraron bajo el túnel de su molino y pudieron salir, o tenebrosas y sanguinolentas, o doradas en el milagro de la harina molturada que, antes de depositarse, fue o nube o cendal o gasa o misterio volandero. Todos los seres y cosas soñamos con volar, y algunos, como la aurora o ese polvo de harina de las noticias, o los rayos de sol que lo coronan, lo consiguieron previamente.

Un río llamado Carlos. Quedarse a la orilla del río contemplando su fluir puede ser oficio de soñadores, sin duda, de los que algunos fueron tocados con el don poético y nos quedamos otros, en cambio, con la boca boba y abierta, con los ojos rojos y abiertos, con oídos que no oyen y lengua que ni balbucea. Ante el Duero se quedó Gerardo Diego con su estrofa hurgando, como con palo quebrado y cerco de ondas, no en sus aguas sino en su soledad de río sin compañía («Río Duero, Río Duero,/ nadie a acompañarte baja;/ nadie se detiene a oír/ tu eterna estrofa de agua»); y, a un ^ío llamado Carlos -Charles River, allá en Cambridge (Massachusetts)se le quedó mirando Dámaso Alonso y lo encontró fluyendo y lleno de tristeza, que sí que es verdad que dos ríos siempre anhelan futuro», como clamaba y reclamaba Dámaso ante ese río, pero que no por eso no fuese tristeza gris lo que veía sobre su haz, que es «porque sólo fluye en el mundo la tristeza», ^ como esas noticias de este año pasado nos manifiestan.

Ti-Chin-Fu. Ahora que el año agoniza y nos dicen que el Beagle 2 no contesta, sería , el momento adecuado, creo, para pensar en aquel hombre que, evadiéndose del delito, se fue a Portomarte (no me acuerdo ya si con Hilda o sin Hilda), como nos decía Bradbury En realidad, todos los que cometimos el delito de matar hemos tratado de amartizar en Portomarte. El viaje ha sido largo, pesado, de denso tránsito de millones de objetos volantes no identificados y frecuentes chaparrones de aerolitos que chocaban contra la nave, la herían en su caparazón, penetraban en sus intimidades. Pero la cuestión era llegar a Por tomarte, con Hilda o sin Hilda. La verdad es que somos muchos los que hemos cometido asesinato y en Por tomarte hay parecida congestión de tráfico como en la avenida de Everest, en su plena cima, que quizás los montañeros de alta montaña ya son tantos como los asesinos. Naturalmente, de quienes ahora hablo es de los asesinos mentales, de los asesinos consentidores que, si no llegamos a matar no fue por falta de ganas, asesinos en potencia por así decirlo aunque no lo fuésemos de acto, encuadrables en la extensísima lista en la que figura, en lugar de honor, aquel pobre amanuense llamado Teodoro el encanijado' que paraba en la casa de huéspedes de doña Augusta en la trave­sía de la Concepción, número 106 de la Lis­boa de Eca de Queiroz y a quien, lector empedernido, le fue dada la gracia de tocar la campanilla letal para el Mandarín, el pobre Ti-Chin-Fu, a quien, cuando estaba en su jardín tratando de hacer volar a un papagayo de papel le sorprendió el tilintín de la campanilla y se quedó muerto sobre la hierba verde vestido de seda amarilla y a orillas de un arroyo susurrante, mientras un fru-frú de dinero contante y sonante, que era su capital inmenso, volaba hacia los pobres bolsillos de Teodoro.


La anestesia. Los dineros, si son sufi­cientes, pueden anestesiar, pueden aletar­gar cualquier conciencia. Los dineros, como se sabe, son varios y pueden encuadrarse, asimismo, en la abundantísima relación de los 'idola' de los que trató, con atractiva exposición, aquel maestro de la Lógica que fue el barón de Verulamio, dineros de mone­da, de poder, de fanatismo... Y, matar es fácil cuando se acostumbra, una sucesión de ase­sinatos con la misma daga, el mismo cue­llo. el mismo corazón, la misma sangre, ase­sinatos mentales que se convertirían y se convierten en reales cuando la conciencia ya es ángel domesticado o bestia domesti­cada. Así, los ríos están vestidos de las mis­mas aguas y una muerte es continuación de otra y comienzo de otra, nada más que un eslabón. Matar es, en definitiva, una cadena cuando ya se ha matado al Manda­rín y allá, en el fondo de la China milena­ria, en los lejanos confines de la Mongolia, en su jardín de fantasías inenarrables, ha florecido de nuevo aquel fruto que tanto se parecía a aquella única y enana naranja dorada, un sabor único por nada sustituíble, la ambrosía que solamente se servía como plato singular en aquel restaurante chino, de entrada que tilintineaba como la campanilla letal para el Mandarín, un recuerdo entero y neto de un día más que fragmentado, un sabor que siempre nos sabrá a dulce sabor de desquite que no de revancha (que es galicismo) y que nunca podremos marginar cuando nos estorba.

Islas. A Hölderlin no le bastaba mía isla sino que soñaba en archipiélagos («Creta se yergue y Salamina verdea; alboreada de laureles, florecida de rayos, levanta Délos a la hora del amanecer, entusiasmada, su cabeza; Tenor y Chios abundan en frutos purpúreos; de las embriagadas colinas mana el vino de Chipre, y en Calauria se precipitan arroyos de plata»). Ulises, señor del itacaísmo, no es insular, sin embargo, sino nauta, que es todo lo contrario, mien­tras que sí lo fué, y con cuánta amargura final. Napoleón, a quien el destino convir­tió en islero, en isla nacido y en isla no muerto sino recluido, que nunca comete­remos el sacrilegio dé decir que alguna vez Napoleón pudo morir siéndose inmortal. Y, de islas, vamos aprendiendo todos en la. vida cuando los años pasan y nos sentamos en ese banco de la estación y vemos pasar los trenes (andrajosos estos trenes nues­tros, qué duda cabe, cuando otros mejores nos ofrecen para algún venidero año que no disfrutaremos o no penaremos, según se mire). Acaso, la percepción de la isla como celda, como caja que se estrecha y nos ahoga, es lo que estamos sintiendo aquí más vivamente mientras existimos, mien­tras vivimos, mientras vegetamos, mien­tras sufrimos tanto acoso tan intermina­blemente.
Y vamos sintiendo el síndrome de Mitrídates en su reinado del Ponto (¿habrá que decir a estas alturas quién era Mitrídates. quién es Mitrídates, mientras se me ago­tan en mí ábaco los días de este año y no me alientan las enjundias para los venide­ros?). Mitrídates, en su reino del Ponto, viendo el paso de los días, que son como los ríos, como los trenes, bebía su dosis diaria de veneno para inmunizarse que es lo que hacemos regularmente tantos viendo pasar los días, que son como ríos, que van como trenes y quisiéramos inmunizarnos. ¿Habrá que decir, digo, quién es Mitrídates, ence­rrado tantos años en su isla, en su caja que se le va estrechando, cuando las calles son espejos y nos van reflejando?...

jueves, 27 de enero de 2011

La estatua


De quién, las plazas, los jardines?. Gessler plantó en mitad de la Gran Plaza de Altford, su poder, es decir, su sombrero. Basta un sombrero (o, da lo mismo una boina) para testimoniar un acto de conquista, igual que un Cortés o un Pizarro clava la bandera y la cruz en las arenas de la playa incorporando mares y territorios al imperio, gesto plagiado hasta por navegantes espaciales a instancias de Arthur C. Clark y Stanley Kubrick. El episodio de la conquista de la plaza de Altford, nos lo dejó escrito Schiller y lo musicó Rossini, y echando la vista hacia atrás, muy atrás, pensamos algunos que Gessler dejó su sombrero en plena calle para que diera ocasión a la Historia para que hiciera surgir el héroe, ese Guillermo Tell, ballestero de pro, que era previsible que por dicha calle pasara, y que llevaba dos flechas, como luego se supo, en busca de corazón, el de la manzana en primera instancia y el de Gess­ler en su segunda en un por si aca­so, tensos los músculos del brazo para que no hiciera falta más que una, pero tensa también la aten­ción y la emoción en la intención del héroe para que, en el caso de que fallase y reventara la cabeza del hijo, explosionara el segundo proyectil, raudo y certero, en el corazón de Gessler.

La boina. Colocar una boina en el corazón de un jardín es posible que sea una forma de conquista, da lo mismo mandada plantar o por Gessler o por Guillermo Tell. Aunque no sea nada más que eso, puede significar mucho para los sedientos de la libertad que son muchos en esta tierra, planta de la libertad que no crece por mu­cho que se la quiera regar por unos, que ha habido y habrá otros que la pisarán descaradamente. Y, de todas formas, quien puso la boina en el jardín, siempre Gess­ler ya sea disfrazado de Guiller­mo Tell o de Gessler (que siempre será lo mismo y el mismo), lo que quería era conquistar el jardín, que es como el corazón de la tie­rra con manos de rapiña y tratar de amedrentar, en ejercicio de aco­so continuo, a los sedientos de la libertad, que ésa sería no sé bien si la segunda o primera o tercera flecha en la aljaba de Tell, que es verdad que me pierdo. (¡Dios!, y qué laberintos se ve obligado a transitar el pobre escribidor para que su escrito pueda ver la luz sin despertar sospechas. ¿Quizás, más que en los viejos tiempos de la artesanía interlineal?)

La adularla. Ellery Queen (seu­dónimo de Frederic Dannay y Manfred Bennington Lee, maes­tros en el arte de la novela crimi­nológica) nos decía en su libro de relatos Calendar of Crime y en el episodio de La aventura del ojo de la aguja correspondiente a agos­to, que la adularía, una variedad de mineral ortosa transparente considerada como joya, «era un objeto sorprendentemente moral, que a sus legítimos dueños les aca­rrea el bien» y de propiedades tan singulares algunas que «si se la ponen en la boca las noches de luna llena, les revela el porvenir», además de que excita al amante y enfría al acalorado, cura la epi­lepsia, hace fructificar los árbo­les. etc... Pero ¡ay! del que se apo­dera de ella siendo una mano ladrona, porque invoca y desplie­ga entonces todo el tenebroso lado de su naturaleza y descarga sobre el ladrón calamidades sin cuento.
No sabemos si el hombre de la boina en el jardín poseyó alguna vez la adularia y, si así fuera, lo mantuvo alguna vez en su boca, aunque habría que concederle la duda de que, de ser así, no pudo augurar, pese a todo, el porvenir de la manera como ahora lo ve­mos, con tan lúgubres tonos y aún peores presagios que sería nece­sario recurrir a Bacon para acer­tar con sus tonalidades, o a qué director de escena acudir para que nos diera la versión aproximada de este pandemónium de despropósitos en donde entran en liza hasta los himnos, que no diré que la trompeta del Apocalipsis ya está tocando por nuestras antípodas el Himno de Riego, pero sí que las músicas de la conquista, sin las cuales nada se puede pretender en este país de melómanos per se, bien educados musicalmente por ochotes y orfeones, parece que quisieran desceñirse del son anteriormente adoptado y que a todos nos sirvieron mediante la ley del embudo, y no contentos con ello, quieren arrebujarse rescatando viejas tonadas guerreras.

Ionesco, Zunzunegui, Celaya. La suerte de las estatuas es pere­cedera. De las que conocemos la más admirada puede que sea la de Espartero, no por el general sino por los atributos de su caballo. En cuanto a la representación de la conquista del jardín por el hom­bre de la boina, puede recordarle a alguno quién sabe si alguna obra teatral a lo Eugene Ionesco, que es como decir de personas que se transforman en rinocerontes; o, quedarnos, mejor, en las leves suti­lidades satíricas de un Zunzune­gui, el portugalujo que nos habló del hombre que iba para estatua, que él, bien que sabía que «todo pueblo que se tenga por tal debe tener por lo menos, una» y, que, «un pueblo sin estatua es como un nuevo rico sin querida»; o, el más definitivo de Gabriel Celaya que en El relevo nos confesó, a modo de divertimento poético, de esa estatua que está en el parque público, que «desde niño tuvo vocación de estatua», que nos avi­sa de que no creamos que una estatua no sirve para nada, que ^una estatua no son otra cosa que una especie de pisapapeles, sino que hace profesión de fe,  y hace decir a esta amable estatua de su jardín poético, que «si las estatuas no brindáramos el ejemplo de nuestra aplomada vulgaridad y de nuestra voluntarlo convencio­nalismo, el orden se descompon­dría y todo el mundo cedería a la tentación de hacer lo primero que le viene en gana, que los tenderos escribirían poemas, las colegia­las se fugarían con los taxistas, los obreros fumarían habanos, los Intelectuales se volverían minis­tros, y los locos acabarían por tener razón», que prosigue dicien­do que «¡Aaaah, señoras y seño­res!. El viento vacío de la fantasía amenaza hoy mas que nunca con el desorden, pero aquí estamos las estatuas, con todo nuestro peso, obligando a que las cosas sigan donde estaban, y a que hoy sea como ayer, y siempre igual», que es lo que algunos piensan y quie­ren pensar, y de ahí la conquista de los jardines por medio de esta­tuas que más parecen estantiguas, ¡qué cosa!.
 adversarios ni por aquéllos cuya representatividad se arrogan.
Josu Ikatzategi
(DNI: 15.114.584-L)

Las mujeres. La sociedad se preocupa más del terrorismo, del paro, de las hipotecas, y otras cosas, pero la ver­güenza social es de la violencia de género que cada día lleva al sufrimiento a más mujeres. Pare­ce que determinados hombres, que no merecen llamarse tales, se han vuelto tan materialistas que se creen que las mujeres en vez de ser personas son objetos de los que ya no sólo se puede hacer uso 'a lo machito', de usar y tirar, sino que se puede ejercer de tirano con algún semejante, que no se dan cuenta que son perso­nas igual que nosotros.
Lo peor de todo es que la gran mayoría de la sociedad ni siquie­ra las ve. Las mujeres están ahí, han estado toda la vida y quien es capaz de no verlas, hace falta ser bruto, insensible, inhumano y no ser persona, para no ver en la mujer otra persona, hace falta ser un criminal, no ser persona para ejercer violencia contra una mujer, contra otra persona.
Cada día se escucha una bar­baridad nueva, una más bárbara, de la que es protagonista un ser que no ve a las mujeres, que mira, pero no ve, que es tan cobarde que



Bibliotecas


De parecida manera a como Don Quijote y Sancho topaban con la iglesia (El Quijote, II parte, IX cap.), tenemos algunos la suerte, no sé si tan aciaga o venturosa, de tropezamos frecuentemente con las quintas, villas, chalés, edificaciones varias, setos florecientes o florecidos, alamedas umbrías, lápidas doradas, farolas relumbrantes, epitafios ingeniosos o simplemente de obligado cumplimiento de la casa de los muertos que, como no estoy hablando de muertos en vida, nunca será tan tétrica como la pintada por
Y uno de los cementerios que he revisitado esta semana pasada fue la de los libros, algo que encoge el ánimo, no hay duda, que es toda una gran fantasía echada a tirar por los suelos, una teoría de stands a dos bandas frente al edificio llamado antiguamente Diputación (que ya ni sé ni quiero saber como se llama), en la plaza que se llamaba de Guipúzcoa (pero que eso era antes de la epidemia de las 'k'es). Me pareció que era, digo, como un gran balde de amor o de aguas amorosas que una desconsiderada fregatriz hace derramar o desembocar sobre las losas de la calle en los amaneceres fríos, grises, solapadamente hostiles, o en las de los veranos calurosos, qué más da la estación; o, una piscina de sueños y ensueños que se va llenando de otoñales hojas y el encargado de su limpieza, con su larga adarga de escudriñador de suciedades, de hurgador de copromaterias en el fondo depositadas va despertando; o, una ' mina de fabulosas historias desperdigadas ' a modo de albañal, la siniestra ciudad en donde se hace posible pisar lo más sagrado, manosear lo más limpio y puro, regatear hasta nuestra misma conciencia ahí escrita, volumen tras volumen, toda la historia, el acontecer, el derecho, la monografía, la psicología del humano, su fe y su increencia, su maldad sin bondad que la compense que es prudente no esperarla nunca del hombre si no se quiere perderse por ingenuo, el panorama anímico de ese mortal de carne translúcida que es el hombre y que deja a la vista, precisamente en los libros, su testamento entre sombras y luces temblequeantes, un pabilo y otro y otro, muchos libros ya sin nombre de ellos que dejan reflejar hilos de luz por entre las húmedas paredes, la babosa que se remansa en los intersticios y asciende lenta, trabajosa, viscosa de babas prensiles hacia la bóveda.
De peor cariz este cementerio, el mundo del libro fenecido, muerto el impulso del que cogió la pluma y creyó que iba idean­do no importa si historias de ficción o de realidad, de delirios y quimeras o de tragedias vivas, un mundo de tumbas pero sin la ácida Ironía que ellos como en gotas destilaban desde lo mejor de sus encandecidos cerebros, quiero decir de aquellas tumbas de Ambrose G(winet) Bierce o de los emparedamientos de Edgar Alian Poe, puro amontillado el de éste y un padre topo ente­rrado en su borrachera por una esposa fugi­tiva a cualquier intento de forenses que qui­sieran poner mano y análisis en los entie­rros en profundidad, que hadan que sus tumbas se cavasen en grutas que de por si eran catafalcos, no los plácidos cemente­rios en el boscaje humilde que todo los días es alegrado por el canto riente de los pája­ros, de la brisa y de soles adolescentes, el riente camposanto que se solaza a los ledos vientos del sur, coronas de flores, farolas de luces con la vela que irá agostándose en el humo de la bendición que no cesa. Tene­mos algunos la suerte, no sé si aciaga o ven­turosa, de topar a cada paso con un cemen­terio, y es que vamos camino de Polloe y todo lo que hallamos al paso tiene que ver con esa ciudad tan soñada.

BOOkCrossing. La noticia se la debo a 'faro47'. que así se llama como BoohCrosser oficial, el amigo Fabian Rodriguez con el que comparto lo que para mi es una afición nefanda digna de incluirse en el Necro nomicon de aquel árabe loco que se llamaba Abdul Alhazred, que fue escrito en Damasco en el año 730 de nuestra era y que, en su original, se llamaba Al Azif, como nos informara H(oward) P(hillips) Lovecraft y que tiene una larga lista de traducciones y de adaptaciones. La nefanda afición, com­parable a la más insólita perversión que pudiera albergarse en mente humana, se desdobla en dos, que una de ellas es la más inocente y que se puede apagar bien por falta de oxígeno que es el tiempo y el interés y las neuronas que se nos van perdien­do como gotas de cerebro licuado camino de la estación de repuesto o del garaje más próximo y que es la lectura, y la otra es la del libro así considerado, un objeto que es el feroz enemigo al que nos abrazamos fie­ramente posesivos y fieramente poseídos, el libro que, desde las estanterías, anaque­les, plúteos rebosantes nos arroja millones de ácaros que son las letras, que son las fra­ses, que son las ideas, que son las historias.
Y, digo que la noticia de este nuevo cementerio me la ofrece, a su manera encantadora, “faro47”, es decir, el antedicho Fabián Rodríguez que, impertérrito, sigue con su costumbre (que seguro que algún dios avieso o algún demonio amigo se lo tomará en cuenta) de publicar un libro anual en su admirable colección Bonsai, de Ediciones El Minino, y cuyo último títu­lo, éste que se acaba de publicar, es Manu­misión. Sucede que, entre las aterradoras imágenes que le pueden acosar a un biblió­mano están éstas que le han asaltado al ami­go Fabián Rodríguez, que ha sido que ha visto a sus libros como esclavos, como sujetos a su potestad omnímoda de dejarlos mudos en las alcancías, en el castigo y tor­tura que se supone que puede ser el de un libro cuya misión primera y última, defi­nitiva y decisiva, es la de abrirse al lector con todas sus hojas al viento, y no poder hacerlo así puesto que se ven en la obliga­ción de permanecer cerrados, que linda, acaso, con ese prepotente dueño de una rica pinacoteca y que hurta de su visión a todos menos a él.
Hay libros insepultos que nos piden aca­so un lugar que no podemos darles por fal­ta de espacio, y conozco yo a aquel que. teniéndolos y no pudiéndoles dar lugar, los introducía en una bolsa de plástico y se iba a una iglesia de bancos recónditos, el ambiente bisbiseado por rezos, la luz de la hornacina chispeando de cuando en cuan­do y haciendo notar la presencia de su due­ño y señor, y se quedaba el hombre en la umbría mirando solapadamente en su tor­no y genuflexeaba en la despedida y deja­ba el paquete de libros como la soltera par­turienta de las viejas historias y el torno del convento, que sucede que al joven cole­ga, Fabián, le está llegando la hora de las decisiones valientes y ha encontrado la manera de dejar que los libros vayan des­granando su simiente de ideas manumiti­dos de su prieta estancia en los estantes de la biblioteca por procedimientos informá­ticos que sobrepasan mis nulos conocimientos en la materia.

Ojos


El rapsoda, en la noche donostiarra, daba nueva forma a la expresión popular, tan nueva que procedía sin duda de la misma cuna de la lengua, desde el aparente balbuceo de las jarchas si cabe, allá por donde la muwahaxa árabe, ya hablaba de ojos, como en aquella en la que la belleza de la amada lo es en parte por habérselos robado a la gacela, versos y ojos en la lengua recién parida. Y no se daba cuenta, posiblemente, del importante paso que estaba dando bajo el apremio de la necesidad que es tan exigente como buena mentora, porque, ¿qué hacer ante la desnuda agresividad de la vida, de la noche con los alfileres de un futuro tan incierto y deprimente cuando la naturaleza no quiso otorgarle el oido musical y la voz se estrella contra el aire como el vuelo de un pájaro de alas quebradas?

El rapsoda, en la noche, ante el Cantábrico que avanzaba y retrocedía como tímido amante frente al paseo de la Concha, marea y resaca, luces en lo oscuro de la montaña tan cerca, reinventaba la vieja teoría de los juglares que yo le oí recitar alguno de esos viejos poemas que todos llevamos tan firmemente tatuados que dudo si hasta el alzheimer se atreverá a disputamos, una larga travesía de versos que se nos han quedado en los istmos de la memoria, encallados en laberintos de neuronas fugitivas. Es, como se sabe, éste que vivimos, tiempo de cantares más que de versos, de músicas más que de palabras, y los que rendimos culto únicamente a éstas últimas y no a las primeras, nos solazamos con la venida de este juglar no sé si con laúd o sin él que monta su recital frente a las olas, cabe al esquivo paso de los viandantes que caminamos de pri sa sin urgencia alguna de tener que llegar— a ninguna parte, miserables esclavos de un tiempo que nos sojuzga implacable.

¿Habló esa noche y todas las demás, de ojos, el juglar de la Concha? No tendrá duda alguna quien tuvo el antojo de adentrarse en la literatura que es siempre ojosa, argos en metáforas que se enredan entre la belleza y la inquina, entre la seducción y el aojamiento, que si sigue ahí el juglar, desde la sombra de los árboles cualquiera podrá escucharle y saberlo más de fijo.

El monje Yunxia. Celebro haber leído estos días pasados en estas páginas (un periódico es siempre como veste incon­sútil, es decir, sin costurones desde su pri­mero hasta el último número), que la míti­ca sabiduría de los monjes taoístas que hace mil años vivían como ermitaños en las montañas sagradas de China habían descubierto no solamente interesantes cla­ves de la publicidad y otras argucias comerciales (sobre todo en forma de esos encantadores trozos literarios que suelen ofrecer los medicamentos a manera de prospectos y cuya lectura es uno de los mayores placeres a los que tan difícil es sustraerse), sino que, uno de ellos, el mon­je Yunxia (Nubes de colores), que murió en el año 928 y que formaba parte de una escuela de ermitaños-doctores llamados los danding que aún pervive más de mil años después, crearon «un gran número de fármacos para los ojos capaces de curar la miopía, las cataratas e incluso evitar que los globos oculares lloren debido al viento».

Acaso los nuevos métodos de compra y venta de internet nos haga posible esa compra tan necesaria de medicamentos tales que estamos tantos tan enfermos ocu­larmente que cuando viene umo con «los ojos limpios» (que él lo dice que así viene y tanto nos cuesta y nos costará y no le creeremos que de esa manera vino), es cuando más nos damos cuenta de nues­tras máculas oculares, cataratas, légañas, estrabismos, ojerizas y otros espantos múl­tiples, empañada nuestra mirada en tela­rañas de odio y sumergida en piscinas de rencor.

«La lámpara del cuerpo es el ojo; si tu ojo es limpio, todo tu cuerpo será res­plandeciente», escribe Lucas (11,34), pero aparecer con bandera blanca como es la mirada limpia en el campo de batalla, en tierra donde se dirimen cruentas luchas como entre güelfos y gibelinos, yorkerianos y lancasterianos, capuletos y món­teseos, agramonteses y beamonteses, todas las facciones enemigas que recordar se pudiera, y tan lejano el abrazo si no es para hundir el puñal entre las costillas y aproximación solamente la mínima para disparar los consabidos dos tiros en la nuca y de remate el tercero para el abati­do en tierra, es ejercicio de ingenuidad como poco, de iluminación tan beatífica que hasta pudiera hacer pensar que fue­se posible aún el mirifico hecho del lobo de Gubio, que alguien tendrá que decir alguna vez, aunque con la boca en espu­ marajos de rabia sea, que es el nuestro, viento que arrastra arenas de guerra y que seca y hasta socarra el globo ocular y hace que se derramen lágrimas que pudieran semejar regueros de amargura, ojos para llorar sin duda, lámparas vela­das o hasta apagadas.

Polifemo. Dicen algunos que, de todas formas, más práctico que tener los ojos limpios es tener ojo de buen cubero y hay hasta quienes se inclinan por el ojo del buen estibador, no sea que el barco, ya en la mar, se escore demasiado. Pero esto es no conocer el mandala del ambicioso, del que traza sus propios círculos y traza sus coordenadas, que un experto navegante debe saber interpretar las señales que se marcan en su bitácora o aguja de marear, en la que se ha de ser experto.
En lo que a ojos se refiere, hemos teni­do, creo, una buena exposición en este fes­tival de cine que ha finalizado. Eran ojos de humillado perpetuo por su baja esta­tura los del enano Finbar McBride que tuvo que buscar la zona muerta de una abandonada estación de tren en New Jer­sey para que le dejaran tranquilo, y ni por esas; ojos temerosos siempre las de la mujer maltratada en su hogar y en ese fil­me cuyo título habla de ojos y de donación; ojos de observador de lo cotidiano en el realizador de esa Suite Habana, ya ciudad desmitificada; «ojos que no ven» en el Perú de Fujimori...; en cualquier caso ha sido semana de ojos la pasada, de lámparas diá­fanas o turbias proyectándose en la pan­talla.
En retorno hacia Itaca, Ulises barrenó con antorcha encendida el ojo único de Polifemo, pero, a fin de cuentas, más que a Ulises que debió proceder así por su sal vación y la de los suyos, debió echar la cul­pa Polifemo a su padre Poseidón, dios aciago que tuvo la humorada trágica de poner­le un solo ojo en su frente cuando hay tanto que mirar y llorar que un solo ojo no puede dar abasto.
Y, tratando de sacar lección válida de la vida más que de la fantasía, cómo no preguntarse si vale la pena vivir ciego (y mudo e inmóvil, además) inserto en la estupidez y en la crueldad o, si no será mejor, como en el caso de Vincent Hum­bert, y aunque no tengamos mater salvatoris como él, buscar esa eutanasia que nos libere de tantos pajarracos siniestros como nos sobrevuelan.




miércoles, 26 de enero de 2011

Un plan en Vitoria


Tener un plan, aunque fuese en Vitoria (no llamada entonces Gasteiz por casi nadie), era, en los viejos tiempos, un motivo de satisfacción y de exultación, y no de amenaza, como lo es ahora.
      Recuerdo que se cogía el tren ilusionado, entusiasmado, enamorado y que- daba un buen tiempo para el deleite mental, que también estaba prohibido por los inexpugnables diez mandamientos divinos o eclesiásticos, aunque en éstos se hablaba de los pensamientos «impuros» y los nuestros no lo eran aclaro que no, sino purísimos!- que lo que únicamente variaba era nuestro concepto de la pureza, qué le vamos a hacer.
     Se cogía el tren, digo, se sentaba uno en el duro banco que parecía como de galera turquesa de Dragut en Marbella -¡gracias, don Luis!, por la estampa del forzado-, y nos sumíamos en pensamientos blandos, dulces, opíparos, como banquete solamente de postres y de resonancias caseras éstos, el arroz con leche, las torrijas, el tocino de cielo... era toda una constelación de dulzuras la que nos acompañaba en nuestros arrobos y por abigarra- do que estuviere el vagón ninguna agresión dialogal nos molestaba, ni siquiera la de los fieros cazadores, especie de tartarines que con tanta gracia describió Daudet y que, como es natural en esta gente eran mayúsculos embusteros al hablar de sus piezas cobradas en anteriores gestas, y que era tal su sed de tiros que bastara ver un simple tordo en tierra o en vuelo para que, desde el mismo tren le cosieran a perdigones.
     Discurría así el tren en su itinerario por zonas fragosas y montuosas, a través de estaciones perdidas como de juguete, por alturas y gargantas, pero los que teníamos un plan, aunque fuese en Vitoria (no llamada entonces Gasteiz por casi nadie) parece que viviéramos en otro mundo distinto que así son las condiciones a las que nos empuja el enamoramiento, mientras íbamos en busca de la joven que prefería acudir a la estación a vernos llegar, con brillo en los ojos aun sin ayuda de lentillas, un cálido aura emanando de su persona (que así nos gusta pensar aunque sepamos que es mentira), bajándonos en la estación con pie aéreo, mirando hacia la única dirección en la que sabíamos que estaría, sin sentir siquiera el contraste de la sobria temperatura de la llanada que ya se sabe que a un corazón enamorado le sonríe siempre la primavera y la historia de la ventisca que nos contó Pushkin sola­mente pudo ocurrir en la Rusia de los zares y en sus estepas heladas.
     Era gran suerte, gran cosa, tener un plan, aunque fuese en Vitoria (no llama­da entonces Gasteiz por casi nadie) y no como ahora en la que no existe el éxtasis sino el miedo, existe solamente la ame­naza que es como una bestia informe y deforme, una masa que se hincha y ocu­pa todos los espacios de esta zona de tie­rra en la que tan sojuzgadamente vivimos, que si de siempre recordamos haber esta­do amenazados, cada día se agudiza esta presión hasta niveles difícilmente sopor­tables, aunque solamente sea por el aburrimiento que nos produce.

La amenaza incesante. No sé si es que nací algo paranoico, como casi todos, pero tengo la impresión de haber vivido siempre bajo la amenaza, una amenaza sutil en ocasiones y cargada de pesantez en otras. Las amenazas, en todo tiempo. han sido de todo tipo: de cuerpos y espí­ritus, opacos, transparentes, translúcidos, sacados, acaso, de ese maremágnum de seres que pueblan nuestras pesadillas y con trasvase a la vida real.
Primero fue, seguramente, la amena­za de mamá a la que no se le hace mucho caso, porque mamá, por ciencia infusa creo, sabe amenazar con ternura, con cari­ño, con rebasado amor, cuando dice que no hagas eso, que eso no se hace. La ame­naza de mamá es como un sendero por el campo abierto, a los lados hay hierbas sil­vestres, un matojo de musgos recubrien­do las piedras, la sombra de Caperucita, de Pulgarcito, de Blancanieves, abuelita, bruja y enanitos, elfos y hadas, bambis de mirada azul celeste, gnomos que guardan maravillosos secretos en sus casitas de hongos. La amenaza de mamá se pierde sendero adelante, hacia el palacio encan­tado, hacia la tierra del nunca jamás por el nunca volverás, ¡qué tristeza!
      Pero de repente, casi sin transición, la amenaza se vuelve torva, es como un tor­nado, un huracán, la peste que despide el Savonarola con brazos como aspas, son los días que parece que nunca se acaban de la simiente espiritual y ésta se esparce por medio de la palabra desde ese habitáculo insólito que era pulpito palpitante y ya esmero adorno en las iglesias pero que daba aposento a la voz, la del enviado del Ser siempre iracundo («no estés por siempre enojado, perdónales. Señor» dice el pue­blo que canta), la voz ungida de trémolos airados que nos señala con el dedo como el objetivo en el que tiene que hacer dia­na la venganza del Ser también torvo al que se le incita y se le excita diciéndole a ése, a ése, que, después de la larga nave­gación de tantos años por desiertos y bal­díos, por tantos lugares de desolación y de frustradas quimeras, uno se da cuenta de que lo que le mostraron con mayor insidia fue esa cara amenazante mientra se entonaban los tremebundos versos tro­caicos de ocho silabas del dies irae dies illa...
Pero el fluir de las amenazas, que comienzan con la dulce reconvención de mamá y nos esperan en la última esquina del camino con el Kempis abierto en el capitulo XXIV en el que nos avisa que 'en la cosa en que peca el hombre será mas gravemente castigado' resulta ser a lo largo de la vida un río constante de amena- zas con crecidas e inundaciones varias, pero que nunca remite.

     El plan obsesivo. Abrir una mañana cualquiera el periódico significa, simple mente, toparse con la amenaza en sus varias formas! amenazas medicales que nos avisan de las enfermedades que se asientan en el aire del entorno que nos hacen recordar aquella greguería de Ramón Gómez de la Serna que asegura que «al que se ha hecho una radiografía le ha penetrado una mirada de Juicio Fina», y se piensa aun sin querer pensar en los varios helores, el de la enfermedad y el de la muerte por un ejemplo, que pue­den ser como rejones que se nos clavan en lo más doliente y nos dejan ateridos; ame­nazas ahora que habíamos doblado hace mucho tiempo el cabo de Berbería y no son sólo los piratas del Prestige los que nos descargan la podre de sus bodegas sino que dicen que fulminarán a cien mil de entre los infieles (que quiénes no lo somos por estos pagos) que nunca podremos cre­er en las huríes del Profeta, amenazas, en fin, como la de algo tan tenebroso como un plan ideado o implantado en la mente de un obseso y que merodea sobre nues­tros cráneos con agobiadora y aburridora insistencia

Robinson


Su corazón se aferraba a la idea de seguir siendo hasta la muerte rey de su minúsculo reino». La frase está escrita, y subrayada, en un libro de tapa azul veteada de grises y blancos y rosas, como era el diseño habitual de la cubierta, a cargo de Enric Satue, en la colección Literatura Alfaguara de los años 80. Lleva el número 249 y como título Foe. Su autor, J.M.Coetzee, flamante Premio Nobel 2003 (como ahora ha sido proclama- do). Se trata de un breve libro (213 páginas), eminente por varios conceptos, pero, sobre todo, por el juego intraliterario o metaliterario que se trae. El robinsonismo es detalle placentero añadido. Los que sufrimos bajo el peso de la bota del robinsonismo agreste de ciertos 'jaunchos', sabemos apreciar estas cosas, cuando acaso vemos (o que- remos ver) ironía, epigramatismo, burla, en lo que no es, acaso, nada más que el leve vuelo de una mariposa o el zigzagueo de la libélula del donaire literario que pasa o se posa en las páginas que nuestras manos y nuestros ojos acarician despaciosamente.

Mahfuz, Xingjiang, Coetzee. Ya sé que lo correcto y cortés es hacer la vista gorda con el fenómeno Coetzee, que se me antoja a mí que, como en tantas otras oca- siones y con tantos otros escritores, ha resultado ser para algunos, como si la Academia Sueca hubiese optado por colocar arbitrariamente un autor a la adoración pública, a la manera como aquel tirano, (Jessler, colocó su sombrero en la plaza de Altdorf para ser reverenciado por todos y que dio lugar a que Guillermo Tell fuese encumbrado a la categoría de héroe nacional suizo.

No opino así, y, en todo caso, creo que la labor de la Academia Sueca, en la que tan- tas veces ha fallado tan lastimosamente, no es tanto conceder lauros a autores conoci- dos como descubrirnos y señalarnos a los menos conocidos, como últimamente en el caso de los Mahfuz o Xingjiang, etc..., ilustres desconocidos por el tiempo en que nos fueron mostrados pero que, después de conocidos, siguen siéndonos ilustres o has- ta ilustrísimos. Si no se da igual circunstancia que ante los dos citados en el caso de Cíoetzee es porque el sudafricano no era ningún desconocido antes de ahora que, por el contrario, ya tenía su vitola de más que estimable escritor en todo el mundo occidental aunque le pueda venir bien ser además premiado con este galardón. En todo caso, me parece a mí que la misión de la Academia está en hacer fijarnos más en el desconocido que en el conocido, pues que a éste no hace falta que nos lo presenten.

Deföe y Unamuno. Leyendo pues por aquellos viejos tiempos a Coetzee, y leída, creo que, con cierta intención o afán intuitivo y deductivo (y quién sabe si hasta in­ductivo) ésa su mentada obra donde se atre­ve a recrear la figura de Robinson Crusoe, creo que le sería posible a cualquiera como me fue a mí, seguirle en sus imaginaciones metaliterarias que me hicieron ponerme a subrayar, con intensa tinta roja, algunas memorables frases como ésta: «El hecho de ir envejeciendo en su reino insular sin nadie que le llevase la contraria había estre­chado de tal modo sus horizontes -¡siendo el horizonte a nuestro alrededor tan vasto y majestuoso como era!- que había llega- do a la convicción de que ya sabía del mundo todo cuanto había que saber».

Para el que no haya leído esta novela habrá que decir que la que asume el papel de la narradora es Susan Barton, hija de un francés cuyo verdadero apellido era Berton, que huyó a Inglaterra para escapar de las persecuciones de Flandes. La madre de Susan era Inglesa, y, como se ve, usaba un apellido levemente cambiado (aunque en la traducción por parte de Alejandro García Reyes del texto coetzeeano, se diga que 'corrompido'). Yendo al Nuevo Mundo en busca de su hija raptada por un inglés, de vuelta a Lisboa, desesperada de no haber podido hacer nada, tuvo la mala suerte de que la tripulación de su barco se amotina­ra, abandonándola a ella junto al cadáver del capitán, en un bote a la deriva. Bien podía decirse, como decía Susan en la nove­la de Coetzeee y aplicando una frase bra­sileña, que «el corazón del hombre es una selva oscura», que parece como si sincró­nicamente a la lectura de la famosa novela de Daniel Defóe, Coetze hubiese estado leyendo a Dante. Lo que sucede a conti­nuación pudiera compararse ron aquella entrevista que Don Miguel Unamuno sostuvo en Niebla con su criatura 'nivolesca' Augusto Pérez sobre los entes de ficción, condición a la que todos hemos sido condenados a ser en verdad, personajes de 'nivola' que no hemos sido liberados de salir de la niebla en la que vivimos sin «vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme» como se le queja a don Miguel su Augusto Pérez, que no Robinson Crusoe ante Daniel Defoe pues que se muere antes de que el buque mercante John Hobart que se dirigía a Bristol con un cargamento de añil y algodón, echara anclas frente a la isla, pero sí, en cambio Susan Barton, que llega a Londres y tiene ocasión de encon­trarse con el autor del robinsonismo, un encuentro tan felizmente metaliterario que nuevamente nos satisfará en extremo.

Conrad, Baroja, Jarry. Pero las que más me valen para este momento y hora, son esas frases subrayadas que anterior­mente cité por cuanto que me colocan ante esta incertidumbre que en este reino en donde tanto padecemos nos ocurre, que hay historias muy claras, de novelística fasci­nante, en donde se nos habla de hombres que quisieron ser reyes, a la manera de aquellos que se proclamaron reyes en leja­nas tierras como de algunas de las crea­ciones de Conrad o hasta de Baroja o de Alfred Jarry se infiere (dirigiéndose algu­no al «corazón de las tinieblas», y con per­sonajes como Paradox y Ubu en otros), pero la metaliteratura se nos convierte en dura lastima de nosotros mismos, en alarido y trémulo estertor ante los esperpénticos sucesos ocurridos en esta comunidad que no pediré que Dios la maldiga porque ya debe de estar maldita por todo lo que ocu­rre y va ocurriendo y es que a alguien se le metió en la cabeza optar a reyezyelo y la metástasis ha ido desarrollándose de uno a otro personaje como tumor de obsesión y así siguen entreteniéndonos a bufonadas olvidándose de tantas tragedias como han sucedido por pertinacias tan obscenas como detestables.

Como colofón de la lectura de Foe y de esas palabras por mí subrayadas en aquel tiempo (que me dió por pensar que eran y son muy indicativas a lo que tanto nos atañía y nos atañe), cabría hablar de un como concurso de fácil adivinación, el de intentar saber lo que tan en evidencia queda de a quién podríamos colocar ahora, y entre nosotros, el remoquete de Robinson, de tan aferrado como se muestra a querer ser rey hasta la muerte en su minúsculo reino.

El exilio


Albert Camus, una lúcida mente del siglo XX, nos sirvió su concepción del exilio en seis relatos, L'exil et le royanme, pero a pesar de todo, y según el recuerdo que de ellos tengo, no creo que recogen, más que en una mínima parte, el amplio panorama de los exilios. No, al menos, en algo similar al ruido de las maletas, que ya se sabe que, en algunas ocasiones, antecede al de los sables, y en otras, lo sigue, pero menos aún en el exilio como esperanza, que hunde sus raíces en una insufrible situación con la que es preciso terminar de una vez, quitarse de encima tanta monserga de tantos años y des- cansar de tanta chinchorrera politiquería con que nos estragan la mente y el gusto.

La situación, en última cadencia, ya se sabe que está en el suicidio, que es una apelación para decir adiós a la mentecatez ambiente, pero es una solución ante la cual la razón suele mostrarse absolutamente irrazonable que creo que es una situación perfectamente explicada desde los manuales de la psicología o no sé si de la psiquiatría, y se resiste a usarla y evoca los distintos trances por los que pasar que, como mínimo, no resultan ser muy cómodos y de ahí acaso el origen de nuestra resistencia. De todas formas, creo que el del exilio es un fantasma que muchas veces se hace presente, y tanto nuestra consciencia como hasta nuestra inconsciencia no dejan de pensar en él, que a mi se me antoja como el caso de aquel personaje de Iván Bunin que se compró un féretro y lo guardaba en su dormitorio, que no sé si lo dice o no el gran escritor ruso, pero sospecho yo que, como Drácula, dormía muchas veces dentro de él, es decir, todas esas veces en que rondaba ese fantasma antedicho y lo más razonablemente defensivo era adoptar el gesto emblemático del avestruz de enterrar la cabeza bajo tierra.

Las dos fórmulas. Aparte de la del suicidio, que puede ser solución inapta para pusilánimes, creo tener no una fórmula sino al menos dos, para dar remate a tanta tabarra con las que nos atosigan. Claro que las dos tienen que ver mucho con las maletas, con aquellas ya viejas maletas que saqué a colación hace algún tiempo -que reivindico que fui el primero, como lo pueden refrendar las hemerotecas- y que se pusieron tan de moda que no había ni político, ni comentarista de la ídem que no las mencionase, aunque sin pagarme los derechos de autor, no hace falta decirlo. Pero, de todas maneras, me parece que es conveniente siempre recordar algo de lo que la maleta ha supuesto en la historia Universal, en la historia de España, en la historia de todos los pueblos y de todas las gentes y, por supuesto, en este reducto territorial en la que tanto les cuesta dejarnos vivir en paz.


Un poeta británico, Edwin Brock, inclui­do en una antología de Antonio Cisneros (Poesía inglesa contemporánea, Barral Edi­tores, 1975), habla en su poema de cinco maneras de matar a un hombre, y asegura, con punzante ironía, que el método más sencillo, directo y limpio es asegurarse de que vive en algún lugar y dejarlo ahí, pero es que tampoco habla del método del hom­bre con la maleta que quizás es más atroz, del hombre a quien se le da una maleta para que camine, para que vaya haciendo jor­nadas no se sabe adónde, no se sabe a qué, hombre errante por caminos que descono­ce y que lo único que sabe es alejarse, irse yendo cada vez más lejos que es el señuelo que guía al que vive en determinadas zonas como en las que vivimos. De quien trujo esta situación mejor es que no hablemos, que ya se sabe que acaso es que se me per­mite decir una pequeña parte de la verdad pero no toda, por lo que es preciso pedir cierto discernimiento y hasta cierta intui­ción al lector.

De todas formas culpables hay muchos, de entre los que fueron maestros en el aban­dono y de entre los hábiles en la rapiña, y lo que es evidente es que no vale lamen­tarse de premuras y de excusarse diciendo que fueron inducidos a error, un lamento, un grito clavado en el fango de los arre­pentimientos que solamente pueden ser perdonados por Dios porque «ése es su ofi­cio» como decía aquel maestro en ironías que me Heinrich Heine, que puestos a recordar recordaríamos muchas cosas que a algunos les convendría no recordar.

La maleta. Tampoco es cosa de hacer una apología de la maleta, pero sí de decir que al menos para mí es objeto al que le guardo un recuerdo entrañable. De male­tas y maletines podría escribir todo un tra­tado y me extraña mucho que ahora que tanto se habla de viajes no se hable tanto de la maleta, que me parece que es que otros elementos viajeros, han optado por la mochila, y así les va. La mochila es impe­dimenta de explorador, acaso proveniente de esos muchachos que fueron educados como boy scouts según los mandamientos de Baden-Powell, muchachos exploradores que podemos encontrarlos en cualquier sitio, incluso hasta en pasajes de Indiana Jones.

   Pero, en lo que a mí respecta, otras han sido mis maletas, como aquel maletín que se me enreda en la memoria de los viejos tiempos del romanticismo y de las dili­gencias que los he vivido en la lectura de tantas novelas, un maletín de médico de familias o donde imagino que guardaba sus herramientas Jack el Destripador, de cue­ro revirado o hasta de cartón piedra si se tercia que se guardaba en una oculta ala­cena de mi casa y con la que inventé, de niño, crímenes terribles, y hay una male­ta que es la maleta de los tiempos pobres, la maleta que servía de asiento en los duros y traqueteantes trenes de la anteguerra, guerra y posguerra, maleta para ir de sol­dado o a la emigración, la maleta con la que escribió su libro reportaje de una España que se quedaba flaca de gentes, de pueblos vacíos, de «adiós, mi España querida» en las coplas de Juanito Valderrama creo, aquel escritor que se llamaba Angel María de Lera y que tuvo sus momentos de gloria literaria pero que es gloria tan efímera ésta, que ya quién se acuerda de Lera, quién de estaciones de tren abarrotadas con gentes que se iban a la Alemania del milagro eco nómico, a la Europa bella que el toro espa­ñol embistió como nuevo Zeus para dejaro la encinta, que me acuerdo ahora de que, con tantas cuestiones y tantas maletas y tantas referencias me he olvidado de poner aquí las dos fórmulas de nuestro remedio o de nuestra salvación que, pensándolo bien, pienso que es mejor que no las pon­ga, que, acaso, de esta manera todos podre­mos dormir más tranquilos que es de lo que se trata, aunque sí diré que son fórmulas que tienen que ver con el exilio, fórmulas de exiliarse antes de que nos exilien, una retirada a tiempo para que un dios justi­ciero, si lo hay, limpie nuestras moradas y limpias las encontremos a nuestra vuelta.