miércoles, 26 de enero de 2011

Robinson


Su corazón se aferraba a la idea de seguir siendo hasta la muerte rey de su minúsculo reino». La frase está escrita, y subrayada, en un libro de tapa azul veteada de grises y blancos y rosas, como era el diseño habitual de la cubierta, a cargo de Enric Satue, en la colección Literatura Alfaguara de los años 80. Lleva el número 249 y como título Foe. Su autor, J.M.Coetzee, flamante Premio Nobel 2003 (como ahora ha sido proclama- do). Se trata de un breve libro (213 páginas), eminente por varios conceptos, pero, sobre todo, por el juego intraliterario o metaliterario que se trae. El robinsonismo es detalle placentero añadido. Los que sufrimos bajo el peso de la bota del robinsonismo agreste de ciertos 'jaunchos', sabemos apreciar estas cosas, cuando acaso vemos (o que- remos ver) ironía, epigramatismo, burla, en lo que no es, acaso, nada más que el leve vuelo de una mariposa o el zigzagueo de la libélula del donaire literario que pasa o se posa en las páginas que nuestras manos y nuestros ojos acarician despaciosamente.

Mahfuz, Xingjiang, Coetzee. Ya sé que lo correcto y cortés es hacer la vista gorda con el fenómeno Coetzee, que se me antoja a mí que, como en tantas otras oca- siones y con tantos otros escritores, ha resultado ser para algunos, como si la Academia Sueca hubiese optado por colocar arbitrariamente un autor a la adoración pública, a la manera como aquel tirano, (Jessler, colocó su sombrero en la plaza de Altdorf para ser reverenciado por todos y que dio lugar a que Guillermo Tell fuese encumbrado a la categoría de héroe nacional suizo.

No opino así, y, en todo caso, creo que la labor de la Academia Sueca, en la que tan- tas veces ha fallado tan lastimosamente, no es tanto conceder lauros a autores conoci- dos como descubrirnos y señalarnos a los menos conocidos, como últimamente en el caso de los Mahfuz o Xingjiang, etc..., ilustres desconocidos por el tiempo en que nos fueron mostrados pero que, después de conocidos, siguen siéndonos ilustres o has- ta ilustrísimos. Si no se da igual circunstancia que ante los dos citados en el caso de Cíoetzee es porque el sudafricano no era ningún desconocido antes de ahora que, por el contrario, ya tenía su vitola de más que estimable escritor en todo el mundo occidental aunque le pueda venir bien ser además premiado con este galardón. En todo caso, me parece a mí que la misión de la Academia está en hacer fijarnos más en el desconocido que en el conocido, pues que a éste no hace falta que nos lo presenten.

Deföe y Unamuno. Leyendo pues por aquellos viejos tiempos a Coetzee, y leída, creo que, con cierta intención o afán intuitivo y deductivo (y quién sabe si hasta in­ductivo) ésa su mentada obra donde se atre­ve a recrear la figura de Robinson Crusoe, creo que le sería posible a cualquiera como me fue a mí, seguirle en sus imaginaciones metaliterarias que me hicieron ponerme a subrayar, con intensa tinta roja, algunas memorables frases como ésta: «El hecho de ir envejeciendo en su reino insular sin nadie que le llevase la contraria había estre­chado de tal modo sus horizontes -¡siendo el horizonte a nuestro alrededor tan vasto y majestuoso como era!- que había llega- do a la convicción de que ya sabía del mundo todo cuanto había que saber».

Para el que no haya leído esta novela habrá que decir que la que asume el papel de la narradora es Susan Barton, hija de un francés cuyo verdadero apellido era Berton, que huyó a Inglaterra para escapar de las persecuciones de Flandes. La madre de Susan era Inglesa, y, como se ve, usaba un apellido levemente cambiado (aunque en la traducción por parte de Alejandro García Reyes del texto coetzeeano, se diga que 'corrompido'). Yendo al Nuevo Mundo en busca de su hija raptada por un inglés, de vuelta a Lisboa, desesperada de no haber podido hacer nada, tuvo la mala suerte de que la tripulación de su barco se amotina­ra, abandonándola a ella junto al cadáver del capitán, en un bote a la deriva. Bien podía decirse, como decía Susan en la nove­la de Coetzeee y aplicando una frase bra­sileña, que «el corazón del hombre es una selva oscura», que parece como si sincró­nicamente a la lectura de la famosa novela de Daniel Defóe, Coetze hubiese estado leyendo a Dante. Lo que sucede a conti­nuación pudiera compararse ron aquella entrevista que Don Miguel Unamuno sostuvo en Niebla con su criatura 'nivolesca' Augusto Pérez sobre los entes de ficción, condición a la que todos hemos sido condenados a ser en verdad, personajes de 'nivola' que no hemos sido liberados de salir de la niebla en la que vivimos sin «vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme» como se le queja a don Miguel su Augusto Pérez, que no Robinson Crusoe ante Daniel Defoe pues que se muere antes de que el buque mercante John Hobart que se dirigía a Bristol con un cargamento de añil y algodón, echara anclas frente a la isla, pero sí, en cambio Susan Barton, que llega a Londres y tiene ocasión de encon­trarse con el autor del robinsonismo, un encuentro tan felizmente metaliterario que nuevamente nos satisfará en extremo.

Conrad, Baroja, Jarry. Pero las que más me valen para este momento y hora, son esas frases subrayadas que anterior­mente cité por cuanto que me colocan ante esta incertidumbre que en este reino en donde tanto padecemos nos ocurre, que hay historias muy claras, de novelística fasci­nante, en donde se nos habla de hombres que quisieron ser reyes, a la manera de aquellos que se proclamaron reyes en leja­nas tierras como de algunas de las crea­ciones de Conrad o hasta de Baroja o de Alfred Jarry se infiere (dirigiéndose algu­no al «corazón de las tinieblas», y con per­sonajes como Paradox y Ubu en otros), pero la metaliteratura se nos convierte en dura lastima de nosotros mismos, en alarido y trémulo estertor ante los esperpénticos sucesos ocurridos en esta comunidad que no pediré que Dios la maldiga porque ya debe de estar maldita por todo lo que ocu­rre y va ocurriendo y es que a alguien se le metió en la cabeza optar a reyezyelo y la metástasis ha ido desarrollándose de uno a otro personaje como tumor de obsesión y así siguen entreteniéndonos a bufonadas olvidándose de tantas tragedias como han sucedido por pertinacias tan obscenas como detestables.

Como colofón de la lectura de Foe y de esas palabras por mí subrayadas en aquel tiempo (que me dió por pensar que eran y son muy indicativas a lo que tanto nos atañía y nos atañe), cabría hablar de un como concurso de fácil adivinación, el de intentar saber lo que tan en evidencia queda de a quién podríamos colocar ahora, y entre nosotros, el remoquete de Robinson, de tan aferrado como se muestra a querer ser rey hasta la muerte en su minúsculo reino.