Se tiene a veces la impresión de
habernos quedado en la orilla viendo pasar el río, y, entre las aguas, la
espuma de la semana, de los días. Un viejo documento, una pipa, una teta, la
adicción televisiva, el paralelo 40, y, como siempre muchas cuchilladas, y
hasta vuelos de palomas que se estrellan contra el enlosado y catálogos exhaustivos
de sevicias varias, y aquel metro moscovita que era lo pluscuamperfecto, y los
turistas pedófílos, etc..., son algunos de los elementos que pueden observarse
desde la orilla en el panorama de una semana que va perdiéndoseme ya en los
confines de la memoria, que resulta que el documento es de un optimismo
insuperable, no contagioso por desgracia, pero de amplias avenidas utópicas
de lo que pudo ser y no fue, que para mala suerte nuestra (al menos, mía) no
fue, que habla de una revolución sexual en los años 60, que me digo, ¿dónde
estabas, tonto, que no lo viste?, que ahora más que nunca tendré que
arrepentirme de no haberme ido allí, de no haberme puesto las bandas rojas
sobre el talar negro y pasearme en fila de dos con los ojos y las manos
recogidos, el semblante serio como lo es el del que piensa en el qué poco lo
de acá y qué mucho lo de allá, que creo que soy casi el único que no pasó por
el lugar por aquellos tiempos como puede uno cerciorarse mirando a su alrededor
y fijándose en los que nos gobiernan sobre todo, en los que nos rodean, que
esto es una república de egresados en su totalidad y bien saben los autores
del documento que esa revolución sexual tuvo lugar aunque solamente en ese
lugar fuese, que en los demás los caminos sexuales eran tan angostos que
comerse un rosco era como ascender al Everest, y ahora lo que nos queda a los
que allá no fuimos es el arrepentimiento por no haber ido, el puto arrepentimiento
que nunca ha servido para nada.
La pipa ya no humea pero deja el
aroma, tan evocador y que nunca se nos borrará de la pituitaria, una pipa en
boca de una mujer que recorrió caminos en pesquisa de crímenes y de la que no
nos podremos olvidar ahora que el crimen, sin abandonar la prensa escrita se ha
insta en las pantallas televisivas. La teta que es una gloriosa teta de tinte
moreno que salta impulsada por el muelle del busto y que da razón y noticia de
hasta qué punto pueden llegar los círculos de la pacatería bien regada con
moralina formando parte de todo un ámbito que cubre la atmósfera de la nación
imperial por excelencia. Fámelicos y famélicas de apariciones televisivas que carecían
el regazo de la cámara que no es más que lauro de estulticia, pero la
enfermedad va ascendiendo por los alcores de la razón si alguna vez la hubo y
los hubo y deja su rastro pegadizo como de baba indespegable y es enfermedad
mayoritaria, como una epidemia que tanto se ha extendido que hay quienes piensan
que si no hay televisión no hay nada, que todo conduce y dimana de la televisión,
que ése es el único paraíso sin percatarse que también es, en los mismos
perfiles, el infierno cutre, el báratro baratujo.
Un paralelo, el 40, de un autor
que sólo la muerte parece que haya rescatado del olvido, la muerte como
enviado al desierto del olvido, como Orfeo hasta su suicidio en busca
inconclusa de su Eurídice, que sí que es verdad que era un escritor que merecía
conocerse, 'con pluma untada en tinta
de rosas moradas, las tétricas panorámicas de su hécula, que era la yecla de
sus amores y de sus odios, las psicologías torturadas de tantos personajes que
desnudó con su pluma, y que iban con la muerte al hombro, como todos, personas
sin camino, vengadoras, que de todas ellas habló con fuerza, con verdad, con
acerba crítica nacida de su razón y de sus razones para quedarse ahí,
exánime, en el olvido hasta el despertar definitivo de la muerte. Y muchas
cuchilladas, que estamos en la apoteosis de las compañías sentimentales, la
soledad que aprieta y no distingue entre el balido de la oveja y la sardonia
que masticó la hiena, que todo, si bien se mira, es cosa de la soledad que
aplasta, que hace delirar y pesadillear, que es como un viejo trapo al viento,
memoria huérfana que clama esproncédamente por qué volvéis a la memoria mía
tristes recuerdos del placer perdido; que tampoco se sabe qué piensa un cadáver
sobre el ímpetu de las corrientes hasta llegar a la orilla, el río de sangre
que ahora le nace en la cabeza, los brazos en cruz, postura del que hace
dejación de la vida y tan contraria a la del nacedor, postura fetal apuñada,
envolvente en sus propios círculos tan claros y congruentes por posesivos.
Owl Creek. ¿Era, es el Aqueronte
un río tan bravo? El cine nos ha contado la historia de muchos ríos. En El río,
riberas del Ganges, coloca Jean Renoir, su retrato coral de una familia.
Howard Hawks es decididamente proclive a ríos, como John Ford, Otto Preminger
o Elia Kazan, con más razón aún al menos si aprendemos la lección desde su
escatológico punto de vista, es decir, 'sin retorno'. Pero el río definitivo es
el del búho, se acuda a Robert Enrico en la sala de cine o a Ambrose Bierce en
la biblioteca. El puente de Owl Creek es un espejo de vida, de toda la vida,
como esa fascinación del video que la conciencia logró grabar y esperó a su
último momento para volcarse sobre la pantalla memorística, la agonía del
hombre, su sudor frío, su mirada más allá de las cabezas, de los ojos que le
rodean, más allá de la realidad hacia no se sabe qué futuros que ya nunca le
pertenecerán, o, yendo a Owl Creek, un hombre sobre el puente, una soga a su
cuello, un regimiento expectante, unos soldados rasos levantando una horca,
las turbulentas aguas del río a sus pies tan veloces que parecen estar quietas,
Peyton Farquhar y su sueño que le vive, que se echa a volar hacia la libertad
imposible, la del cuello roto, la del balanceo fúnebre. Soñar es libre...