lunes, 24 de enero de 2011

La Orilla


Se tiene a veces la impre­sión de habernos quedado en la orilla viendo pasar el río, y, entre las aguas, la espuma de la semana, de los días. Un viejo documento, una pipa, una teta, la adicción televisiva, el paralelo 40, y, como siempre mu­chas cuchilladas, y hasta vuelos de palomas que se estrellan con­tra el enlosado y catálogos exhaus­tivos de sevicias varias, y aquel metro moscovita que era lo plus­cuamperfecto, y los turistas pedófílos, etc..., son algunos de los ele­mentos que pueden observarse desde la orilla en el panorama de una semana que va perdiéndose­me ya en los confines de la memo­ria, que resulta que el documen­to es de un optimismo insupera­ble, no contagioso por desgracia, pero de amplias avenidas utópi­cas de lo que pudo ser y no fue, que para mala suerte nuestra (al menos, mía) no fue, que habla de una revolución sexual en los años 60, que me digo, ¿dónde estabas, tonto, que no lo viste?, que ahora más que nunca tendré que arrepentirme de no haberme ido allí, de no haberme puesto las bandas rojas sobre el talar negro y pase­arme en fila de dos con los ojos y las manos recogidos, el semblan­te serio como lo es el del que pien­sa en el qué poco lo de acá y qué mucho lo de allá, que creo que soy casi el único que no pasó por el lugar por aquellos tiempos como puede uno cerciorarse mirando a su alrededor y fijándose en los que nos gobiernan sobre todo, en los que nos rodean, que esto es una república de egresados en su tota­lidad y bien saben los autores del documento que esa revolución sexual tuvo lugar aunque sola­mente en ese lugar fuese, que en los demás los caminos sexuales eran tan angostos que comerse un rosco era como ascender al Eve­rest, y ahora lo que nos queda a los que allá no fuimos es el arre­pentimiento por no haber ido, el puto arrepentimiento que nunca ha servido para nada.

La pipa ya no humea pero deja el aroma, tan evocador y que nun­ca se nos borrará de la pituitaria, una pipa en boca de una mujer que recorrió caminos en pesqui­sa de crímenes y de la que no nos podremos olvidar ahora que el crimen, sin abandonar la prensa escrita se ha insta en las panta­llas televisivas. La teta que es una gloriosa teta de tinte moreno que salta impulsada por el muelle del busto y que da razón y noticia de hasta qué punto pueden llegar los círculos de la pacatería bien rega­da con moralina formando parte de todo un ámbito que cubre la at­mósfera de la nación imperial por excelencia. Fámelicos y famélicas de apariciones televisivas que carecían el regazo de la cámara que no es más que lauro de estul­ticia, pero la enfermedad va ascen­diendo por los alcores de la razón si alguna vez la hubo y los hubo y deja su rastro pegadizo como de baba indespegable y es enferme­dad mayoritaria, como una epi­demia que tanto se ha extendido que hay quienes piensan que si no hay televisión no hay nada, que todo conduce y dimana de la tele­visión, que ése es el único paraí­so sin percatarse que también es, en los mismos perfiles, el infier­no cutre, el báratro baratujo.

Un paralelo, el 40, de un autor que sólo la muerte parece que ha­ya rescatado del olvido, la muer­te como enviado al desierto del ol­vido, como Orfeo hasta su suici­dio en busca inconclusa de su Eurídice, que sí que es verdad que era un escritor que merecía conocerse, 'con pluma untada en tinta de rosas moradas, las tétricas pano­rámicas de su hécula, que era la yecla de sus amores y de sus odios, las psicologías torturadas de tantos personajes que desnudó con su pluma, y que iban con la muerte al hombro, como todos, personas sin camino, vengadoras, que de todas ellas habló con fuerza, con verdad, con acerba crítica nacida de su ra­zón y de sus razones para quedar­se ahí, exánime, en el olvido hasta el despertar definitivo de la muer­te. Y muchas cuchilladas, que esta­mos en la apoteosis de las compa­ñías sentimentales, la soledad que aprieta y no distingue entre el bali­do de la oveja y la sardonia que masticó la hiena, que todo, si bien se mira, es cosa de la soledad que aplasta, que hace delirar y pesadillear, que es como un viejo trapo al viento, memoria huérfana que cla­ma esproncédamente por qué vol­véis a la memoria mía tristes recuerdos del placer perdido; que tampoco se sabe qué piensa un cadáver sobre el ímpetu de las corrientes hasta llegar a la orilla, el río de sangre que ahora le nace en la cabeza, los brazos en cruz, postura del que hace dejación de la vida y tan contraria a la del nacedor, postura fetal apuñada, envol­vente en sus propios círculos tan claros y congruentes por posesivos.

Owl Creek. ¿Era, es el Aqueronte un río tan bravo? El cine nos ha contado la historia de muchos ríos. En El río, riberas del Ganges, colo­ca Jean Renoir, su retrato coral de una familia. Howard Hawks es deci­didamente proclive a ríos, como John Ford, Otto Preminger o Elia Kazan, con más razón aún al menos si aprendemos la lección desde su escatológico punto de vista, es decir, 'sin retorno'. Pero el río definitivo es el del búho, se acuda a Robert Enrico en la sala de cine o a Ambro­se Bierce en la biblioteca. El puen­te de Owl Creek es un espejo de vi­da, de toda la vida, como esa fasci­nación del video que la conciencia logró grabar y esperó a su último momento para volcarse sobre la pantalla memorística, la agonía del hombre, su sudor frío, su mirada más allá de las cabezas, de los ojos que le rodean, más allá de la reali­dad hacia no se sabe qué futuros que ya nunca le pertenecerán, o, yendo a Owl Creek, un hombre so­bre el puente, una soga a su cuello, un regimiento expectante, unos sol­dados rasos levantando una horca, las turbulentas aguas del río a sus pies tan veloces que parecen estar quietas, Peyton Farquhar y su sue­ño que le vive, que se echa a volar hacia la libertad imposible, la del cuello roto, la del balanceo fúnebre. Soñar es libre...