lunes, 24 de enero de 2011

Abajo o arriba

Aparte del Dante, gran explorador, y de todo humano que pudiera autoseñalarse cronista del suyo propio, todos sabemos, por ejem¬plo, que Arthur Rimbaud, el niño prodigio de la literatura francesa, pasó «una tem¬porada en el infierno». ¿De qué infierno hablaba? De ése del fuego, naturalmente, del que dice que «las entrañas le arden», que «tiene sed», que nos invita a ver «cómo aumenta el fuego» y que escribe que el mis¬mo Satán «dice que el fuego es innoble», y expresa, ardido en calenturas de hastio, su carencia de tantos infiernos soñados. «Je devrais avoir mon enfer pour la colére, mon enfer pour l'orgueil, et l'enfer de la caresse; un concert d'enfers». 

Pero ni siquiera la prodigiosa imagina¬ción rimbaudiana pudo soñar ni una míni¬ma parte de ese concierto de innumerables infiernos que existen o que, nuestra ima¬ginación proyectada hacia el futuro, nos sugiere. En definitiva, todos los esfuerzos de la gran literatura universal se han dedi¬cado a describir infiernos. Penetrado de no se sabe qué ironías de eternidades flotan¬tes, fantasmales, telúricas, marítimas, una eternidad que Rimbaud lo define como «mezcla de mar y sol», nos ubica el infier¬no según el tópico convencimiento gene¬ral, fiándosele la burla en la seriedad de la teología y señalando, claro está, según ese sentir, las anfractuosidades cavernarias de abajo para el infierno. «L'enfer est certainement en bas», escribe. 

El futuro. Esté arriba o abajo, en pre¬sente o en pasado, nunca pudimos eludir el infierno. ¿Y, en el futuro? Pero, ¿qué es el futuro? El futuro es eso que 110 tenemos y que nunca tendremos. El futuro es el telón -que nunca se corre- del escenario de la vida y nunca se ha sabido ni se sabrá quién y por qué nos mira desde el agujero que tie¬nen todos los telones de todos los escena¬rios, que nunca seremos otra cosa -y no nos cabe otro recurso que resignarnos- que ser espectadores ante un telón de boca del Gran Teatro del Futuro que nunca se abre hasta nuestro último momento que seguramen¬te será entonces cuando nos daremos cuen¬ta de que ni siquiera había un telón. Pero sobre el futuro hablamos mucho y escribi¬mos mucho y nos preocupamos mucho. El futuro de hoy es el pasado de mañana y todos los que hemos vivido algunos años sabemos bien cómo, en general, se acos¬tumbra a reírse del pasado y de sus logros como antiguallas, como ridículos atavíos que la moda arrumbó, que pese a todo, y aun sabiendo de esta ciertamente vana con¬dición del futuro, hacia él se dirige todo esfuerzo humano y a él se le debe todo progreso. 

El hielo. Abajo o arriba, uno de esos pro¬yectos fantásticos para el futuro resulta ser el del infierno del hielo, que en cuestión de infiernos los hay varios y hasta muy con¬tradictorios, que habría que decir aquello de Eluard creo, de que hay muchos mun¬dos, digo infiernos, pero están en éste, en este gran infierno que es la vida, infiernos de guerras, de pestes, de hambres, de muer¬tes en cabalgada apocalíptica, infiernos ahora mismo de calamidades naturales o no tanto, de parques acuáticos que se derrumban o de ciclistas que leyeron a Pavese, se supone, y le plagiaron en su últi¬mo refugio, pero del infierno de las cenizas del fuego o de los añicos del hielo es lo que se quiere contar en esta fase, que, en la deri¬va hacia nuestro futuro que de inmediato viene a devenir en pasado, nos topamos por último con la realidad de ese entierro eco¬lógico del que leía en la prensa estos días de la empresa fundada por una bióloga sue¬ca (Susane Wiigh-Másak en la pequeña loca¬lidad de Mósund), que propone la congelación, a 18 grados centígrados bajo cero e inmersión subsiguiente en nitrógeno líqui¬do de nuestros radiantes cuerpos para que, una vez rotos en pedacitos mil sirvamos de abono natural a las tierras o mares o vien¬tos que nos acojan, que, de esta manera, nos hace soñar hasta con árboles que pudieran llevar nuestro nombre puesto que sor¬bieron nuestra savia, en una especie de invención panteista del ambiente trocado en panantropologismo, si nos vale la expre¬sión, que ahora sí que podremos escoliar a Becquer y soltar el exclamativo "¡Qué fríos se quedan los muertos!, que nunca pudo haber verdad más honda. Y, más fría. 

La clonación. Abajo o arriba, otro infier¬no actual, observado a pie de prensa, pue¬de ser el de la clonación, milagro tan positivo u horror tan tremendo como el de abrir , la ventana y, bajo ella, ver que pasa no el cadáver de nuestro enemigo como soñaba el vengativo árabe Abú Aba (o como se llamase), sino a ese ser idéntico a uno mismo, la causa de la piedad inmensa que hacia nosotros mismos sentimos y pensamos que cualquier univitelino puede sentir centuplicada, y mucho más si se trata de uno clónico. De todas formas, el futuro y la eternidad y el infierno suelen ir un tanto asociados, que esa es. la prevalencia de un cierto maniqueismo que procede de nues¬tros hábitos educacionales y sobrenada en nuestro, habitat mental, Dios o Diablo, cielo o infierno, abajo o arriba, que, si nos apartamos de los convencionalismos al uso nos daremos cuenta de que hay por ahí algunas viejas civilizaciones que guar¬dan hacia los difuntos una mayor imagi¬nación de vuelo. Son los que ofertan a los cielos sus muertos en planicies de entra¬mados arbóreos o simplemente en suelos de roca dura, cuerpos expuestos a los soles, vientos, lluvias y toda clase de ele¬mentos meteorológicos, cuerpos coloca¬dos como en aeródromo y prestos a ini¬ciar el vuelo, halcones de ojos tapados a los que se supone que, no se sabe cuándo ni en que fase de su pudrición o de su tasa¬jo, se les despega la caperuza y se encuen¬tran, de sopetón, con el regalo de la glo¬ria inmarcesible, el sonido de las trom¬petas de su salvación y el timbal que percute en sus alegorías de vuelos fina¬lizados, que el de los clarines de la gloria es el sueño más generalizado, digamos que hasta el más democrático, un lujo del que no tiene por qué abstenerse ni el mendigo más mendigo (que un sólo acen¬to puede bajar en muchos grados la situa¬ción mendicante), y que, en la igualdad promiscua de los seres, y sobre todo en los heridos por el ofusco de la eternidad, ya sea en los altos o en los bajos, en los cielos o en los infiernos, sueñan con encontrar pistas para posarse, que no de otro origen fue aquella inquietud unamuniana, ésa su agonía perenne que deja confeso, cuando escribe. «Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá da la tumba», que es ahí donde vamos cavando el abismo de nues¬tra creencia o de nuestra increencia, de nuestra esperanza o de su carencia total, la sublime soledad como compañera indehiscente, el estallido de nuestro vacío interior como cáscara de fruta seca, todo más allá de la tumba, plus ultra, más allá de todo y de todos.