viernes, 21 de enero de 2011

Animaladas


    Gracias a que, desde el principio, uno supo que el hombre es un animal, «humano animal» como bauticé a un libro de poemas hace ya muchos años. Pero, para saber de animaladas, basta con observar que de la vida irradian una serie de negros fulgores que nos dejan los ojos como alucinados, miradas opacas ante la maravilla o el esper­pento, que pongo a considerar mi atención -no sé si también mi conciencia- en esa imagen de una anciana nonagenaria y aquejada de demencia senil, de pie primero, y sentada en una silla después, en la acera de una calle. No, no pongo mi conciencia que, como todas, es tan subjetiva que me hace engañar a menudo, que la conciencia es como el trémolo de una canción de horro­res que nos hace ponernos trémulos; un estremecer de notas, rapidísimas, que fun­den y confunden la razón.

    La conciencia no sirve ni siquiera apoyada en las mule­tas de quien está libre de pecado, la mano que escribe en la arena, la multitud que cede en su ira y vuelve sobre sus pasos. No , pongo ante esa imagen de la nonagenaria mi conciencia porque es ésta arma de ani­quiladora potencia que lo mismo puede dis­parar por el cañón que por la culata hacia el objetivo que hacia lo subjetivo, y me bas­ta con imaginarme a la anciana en su silla ante la casa, ante la calle, ante la comuni­dad, una voz que grita desde las estancias del abandono en donde la dejaron, grito de desguace, que nace el animal humano llo­rando y si no muere gimiendo es por que el compasivo Alzheimer o el tembloroso Parkinson le robó, primero, el sentido, como Nemoroso pedía en la égloga de Garcilaso.

    Shipman. Este marinero -a la traducción de su apellido me remito- de la muerte lla­mado Harold (y también, Dr. Muerte), dicen que ha hecho su última travesía colgándo­se de una especie de liana fabricada con sábanas. Acaso, puede preguntarse la con­ciencia colectiva (¡otra vez y siempre la con­ciencia!), si darse la muerte a sí mismo vale para redimir una pena.

   Los familiares de las víctimas piensan que no debe ser así y que ha sido parvo castigo ofrecerse como fruta madura en su celda de la prisión de máxima seguridad de Wakefield. Harold Shipman, Dr. Muerte, tras sus doscientos y pico de asesinatos realizados con inyecto­res cargados con dosis letales de morfina en algunos casos, ocuparía lugar de prefe­rencia en parecido diccionario de crimi­nales como los de los Colín Wilson, René Réouven, Oliver Cyriax, etc..., barajado jun­to con criminales de serie y de seriales, que están en la nómina de la gran lista de ase­sinos de este tipo que ofrece la tradición inglesa, lo que vendría a dar la razón a aquella frase del mejicano Rodolfo Usigli, de que «los crímenes son como libros; se les escribe en su momento, y otros los pla­gian», o esta otra de Charles Perrault, que entre historias como las de Caperucita, Cenicienta o Pulgarcito, nos llega a decir que «las tiernas hijitas del ogro lucían un cutis sonrosado, ya que, como su padre, también comían carne fresca» (citas ambas escogidas por René Réouven ante cada correspondiente letra de su diccionario). De la animalidad del asesinato, por otra parte, no caben muchas dudas, que las túni­cas del depredador son varias y cuando el animal humano baja a su selva particular; su ferocidad supera a la de las alimañas, que ya dejó dicho Gracián aquello, de que «no hay león, no hay tigre, no hay basilis­co que supere al hombre, a todos les gana en fiereza» (que no sé si me ajustó al texto, pues que escribo de memoria).

    El imán. Mustafá Kamal, imán de Fuengirola, ha sido condenado a quince meses de prisión por enseñar a pegar a las muje­res, que es enseñanza que sobra para los tantos animales humanos que levantan la mano, cocean y hacen cosas mucho más abominables sobre la carne femenil imbe­le ante los azotes. Una bestialidad que aquí sí que se puede poner a palpitar la con­ciencia ciudadana, la colectiva, la mediá­tica, todo tipo de conciencias, y no impor­ta que esa enseñanza del imán proceda des­de las mismas fuentes coránicas, que, en tal caso, urge ponerse al día.

    Y, sin embargo, y no quisiera que por decir esto me metieran en la cárcel, entre los métodos para conseguir el placer erótico figura la azotaina, sólo que sabiéndola dar en el lugar preciso. Lo dice, aparte de la expe­riencia de cada cual, un curioso libro escrito por un tal Jaques Serguine, bajo el titulo Eloge de la Fessée (Edit. Gallimard, 1973), y traducido al español, Elo­gio de la azotaina, y publicado por Edic. de Blanco Satén (1990). Jacques Sergui­ne no parece ser, por supuesto, un azotador al estilo sádico ni a estilo imán de Fuengirola, sino, al contrario, un refina­do dador de placer, hombre que sabe que, en francés, de las nalgas procede etimo­lógicamente la azotaina -de fesse a fessée-, como en una natural escala fruitiva, y que son las nalgas femeninas «una de las más nobles conquistas del hombre», y que para exaltarlas y honrar esa bella parte anatómica, «ofrecida y cerrada sobre sí, colmada y exasperante, Cándida y casi intolerablemente provocadora; tan insul­tante, alegre, burlona, serena y perver­sa», es preciso usar la mano, la desnuda mano, una especie de tabaleo musical, casi como una sinfonía placentera que se desarrolla entre la levedad del golpe y la suavidad de la caricia, que, perdóneseme, ' no quiero ir más allá en la evocación y en la fraseología erótica, que bastará con decir que es de esta forma como se debe ejercitar el noble y gratificante ejercicio de la azotaina bien dada.

    FlaubertMe acuerdo de la semblan­za-crítica que Mauriac hizo de Flaubert, que viene bien para sazonar este guisote de la animalidad humana. En este aspecto del análisis flaúbertiano hay que ir a parar, decididamente a Bouvard y Pécuchet, y darnos cuenta de qué mane­ra Mauriac protesta al contemplar el ingente trabajo emprendido por Flaubert para ir a parar en dos entes como los que dan título a una de sus más sonadas nove­las.


    En su pasión analítica, observa Mau­riac a Flaubert en su estudio: «En el tris­te gabinete de Croisset, una vida se con­sume en la lectura de miles de volúmenes. Flaubert traga todo lo que se refiere a filo­sofía, religión, historia, mecánica, artes aplicadas, no para aprender (... ) sino para transformar esa inmensa adquisición en pesadillas e ideas falsas con las que relle­nará los cerebros de (... ) de Bouvard y de Pécuchet (... ) El esfuerzo de los siglos con­duce a estas profundas caricaturas». Y piensa uno si no será que lo que realmente pasó con la creación humana es lo que le ocurrió y sobre ello escribió Flaubert.