Peter Schlemihl -nos lo contó
Chamisso- fué el hombre que consintió en que le comprasen su sombra. Se la
vendió al hombre de la levita gris, y pudiendo cambiarla por la mandrágora, por
el auténtico sello de Salomón, por la varita encantada, por el yelmo de
Mambrino, por las fichas mágicas, por el paño del paje de Roland o, por el
hombrecillo ahorcado, prefirió quedarse con la bol- sita de la suerte de
Fortunato que, cada vez que metía la mano en ella, la sacaba llena de monedas
de oro. Pero sería ésa una venta sin gran importancia si no fuera por lo que,
inmediatamente después, ocurrió, y es que el hombre de la levita gris se apoderó
de lo que ya era suyo, es decir, de la sombra, cortándosela. Y, la plegó y
enrolló silenciosamente y la metió en su bolsillo.
Es una singular historia contada
por un singular escritor, quien nos sigue diciendo que, acto seguido, Peter se
dio cuenta de la hostilidad del mundo, de la hostilidad en forma de burlas, al
principio; de la hostilidad del odio, después. ¿ Por qué? En su maravillosa
historia de Peter Schlemihl, Chamisso no nos cuenta el por qué de la
importancia de la sombra, que no sabemos si la sabía pero que debió
figurársela, pero de la que no debió de darse cuenta de sus verdaderas dimensiones
simplemente por no haberla vivido como todavía hoy, en un lugar de Europa, se
vive.
No debió de dar se cuenta del
lujo que suponía poder vender su sombra, separarse de la sombra, caminar sin
la sombra bajo el sol, bajo la luna, respirando a pleno pulmón aires y auras de
libertad. Y, no debió de darse cuenta de la tremenda, de la onerosa, de la
pesada condena de tener que llevar detrás de sí, indespegables, no una sino
más sombras, una y otra sombra al menos, derecha e izquierda al menos, a la
debida distancia detrás y a los lados en una nueva acepción de la equidistancia
tan querida por estos lares, acumulo de sombras, proliferación patogénica de
sombras como cepa, como fronda, que de eso sabe mucho ese ciudadano que, todos
los días, antes de salir a la calle, llama por teléfono a ése que va a ser su
sombra a lo largo de las horas de todo el día, sombra inseparable, garantía de
su supervivencia como ser vivo y no sólo como recuerdo y memoria de las gentes
en un más o menos olvidado rincón del cementerio.
La calle. «Acaso -ha debido
decirse algún despistado viajero después de haber leído no se sabe qué y no se sabe dónde- debe de haber un lugar,
en Europa, en el que no todo hombre puede salir a la calle impunemente, no
todo hombre puede pasear sin llevar cosida su sombra, no todo hombre puede
aventurarse por toda calle, por toda alameda, por todo paseo, por todo
bulevar, no sentarse en todo asiento, desear tener los ojos de Argos mil y uno,
sentir el taladro de los insomnes ojos de las pistolas, de los amaneceres en
sangre con coágulos de asesinato, de cenas interrumpidas por la bronca tos de
la muerte súpita que resulta ser un tiro para el abatimiento y otro y otro para
el despene o el remate, con la memoria de un holocausto sublime durante tantos
y tantos años que nunca tiene trazas de terminar, años de tinieblas, años de
miedo, años de ignominia. Pudo decir, acaso, el despistado viajero, que, leído
que hubo la curiosa referencia de tal lugar, de su existencia por increíble
que pareciere, anduvo en su busca por toda Europa para apuntarlo y clasificarlo
en su libro de notas, y si no lo encontró, acaso, fue porque, en el ámbito de
ese lugar, en su verdeante lujuria, pudieran imperar algo como fuerzas
catatónicas, fantasmas del miedo y fantasmas del silencio, la insondable paz
de los cementerios en definitiva antes o después de morir, que se dice que los
muertos no hablan aunque no sea del todo cierto, que los muertos se nos quedan
en un rincón del camposanto humildemente inhumados en una tierra que sabe mucho
de silencios hasta el momento en que sean llamados a hablar que hablarán, pero
lo que sí es silente es el miedo y se calla aun cuando no se debiera, no
solamente ante el estampido de las armas sino también ante las voces tenantes y
tronantes de iluminados gurús que alzan sus brazos en declamatorios ademanes,
enarcan las cejas en ira y quisieran adoptar poses airadas de moiseses
sinaícos.
El manifiesto. A todo esto, la
cobardía del miedo y la cobardía del silencio quisieran imponerse. Algo como
una nube, como una cortina densa, como un ciclorama que tapa clamores de
horizonte e infinito. Con la conjunción concesiva «aunque» por delante, doce
intelectuales de nombradía, americanos y europeos (con algún español inserto
entre estos últimos) rasgaban ese silencio y firmaban la semana pasada un
manifiesto denunciando una situación intolerable que se vive en un lugar de
Europa, en un único lugar de Europa, y eso es lo que había leído el viajero, y,
a tenor de esa denuncia, iba buscando lo que buscaba, es decir, ese lugar en
donde una especie de pesadilla del terror y del horror había ido cayendo sobre
muchos de sus habitantes, sucumbiendo algunos de ellos a la ignominia del
miedo y ofreciendo otros, por el contrario, un perfil de gallardía, ése que
manifiestan invariablemente los valientes ante el peligro cotidiano y de todo
momento.
Guerra de eméritos. Habrá que
repetirlo una y otra vez hasta la extenuación que la cobardía y el silencio se
imponen. Hace no mucho tiempo se presentaba el diseño de Arquíloco de Paros, de
cuya vera efigie de cobarde sin remedio no me sería difícil hallar tangencias
en cercanías, y ahora ha surgido una guerra de eméritos porque, uno de ellos
ha hecho el elogio del silencio cobarde, la loa de ese silencio vergonzoso del
que ve el crimen y no lo denuncia, el elogio de ese mutismo villano, no importa
que las calles se hayan llenado de asesinados que, ya se sabe que los muertos
hablan más tarde cuando los vivos se obstinan en taparles la boca. «No he de
callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, /
silencio avises o amenaces miedo», escribía Quevedo allá por el Siglo de Oro en
epístola censoria que dicen que el Conde-Duque halló bajo su servilleta, que,
a lo que se ve, muy lejos nos cae tan dorada edad propicia a heroicidades pues
que hay ahora, quien revestido de supuestos carismas eméritos, alaba lo tan
nefando como es el callar ante el crimen.
Dícese que, cuando lo espectacular
o lo escandaloso rompe la línea ideal de la mesura, hasta las mismas piedras
hablan, que me pregunto yo cuándo en este lugar de Europa en el que vivimos
empezará a entonarse el canto inenarrable de las piedras, sus salmos de dolor y
de lamento, un interminable espiritual que rasgue ese silencio de los
cobardes que algunos profesores de ética nos proclaman como deseable, un
dolorido aullar que rompa el muro del vergonzoso silencio que, durante tantos
años, ha servido para ir hundiéndonos, cada vez más, en una cierta cloaca de
indignidad y cobardía.