viernes, 21 de enero de 2011

Un lugar en Europa



Peter Schlemihl -nos lo contó Chamisso- fué el hombre que consin­tió en que le comprasen su sombra. Se la vendió al hombre de la levita gris, y pudiendo cambiarla por la mandrágora, por el auténtico sello de Salomón, por la varita encantada, por el yelmo de Mambrino, por las fichas mágicas, por el paño del paje de Roland o, por el hombre­cillo ahorcado, prefirió quedarse con la bol- sita de la suerte de Fortunato que, cada vez que metía la mano en ella, la sacaba llena de monedas de oro. Pero sería ésa una ven­ta sin gran importancia si no fuera por lo que, inmediatamente después, ocurrió, y es que el hombre de la levita gris se apo­deró de lo que ya era suyo, es decir, de la sombra, cortándosela. Y, la plegó y enrolló silenciosamente y la metió en su bolsillo.

Es una singular historia contada por un singular escritor, quien nos sigue diciendo que, acto seguido, Peter se dio cuenta de la hostilidad del mundo, de la hostilidad en forma de burlas, al principio; de la hostili­dad del odio, después. ¿ Por qué? En su maravillosa historia de Peter Schlemihl, Chamisso no nos cuenta el por qué de la importancia de la sombra, que no sabemos si la sabía pero que debió figurársela, pero de la que no debió de darse cuenta de sus verdaderas dimensiones simplemente por no haberla vivido como todavía hoy, en un lugar de Europa, se vive.

No debió de dar­ se cuenta del lujo que suponía poder ven­der su sombra, separarse de la sombra, caminar sin la sombra bajo el sol, bajo la luna, respirando a pleno pulmón aires y auras de libertad. Y, no debió de darse cuen­ta de la tremenda, de la onerosa, de la pesa­da condena de tener que llevar detrás de sí, indespegables, no una sino más sombras, una y otra sombra al menos, derecha e izquierda al menos, a la debida distancia detrás y a los lados en una nueva acepción de la equidistancia tan querida por estos lares, acumulo de sombras, proliferación patogénica de sombras como cepa, como fronda, que de eso sabe mucho ese ciuda­dano que, todos los días, antes de salir a la calle, llama por teléfono a ése que va a ser su sombra a lo largo de las horas de todo el día, sombra inseparable, garantía de su supervivencia como ser vivo y no sólo como recuerdo y memoria de las gentes en un más o menos olvidado rincón del cemen­terio.

La calle. «Acaso -ha debido decirse algún despistado viajero después de haber leído no se sabe qué y no se sabe dónde- debe de haber un lugar, en Europa, en el que no todo hombre puede salir a la calle impunemen­te, no todo hombre puede pasear sin llevar cosida su sombra, no todo hombre puede aventurarse por toda calle, por toda ala­meda, por todo paseo, por todo bulevar, no sentarse en todo asiento, desear tener los ojos de Argos mil y uno, sentir el taladro de los insomnes ojos de las pistolas, de los amaneceres en sangre con coágulos de ase­sinato, de cenas interrumpidas por la bron­ca tos de la muerte súpita que resulta ser un tiro para el abatimiento y otro y otro para el despene o el remate, con la memo­ria de un holocausto sublime durante tan­tos y tantos años que nunca tiene trazas de terminar, años de tinieblas, años de miedo, años de ignominia. Pudo decir, acaso, el despistado viajero, que, leído que hubo la curiosa referencia de tal lugar, de su exis­tencia por increíble que pareciere, anduvo en su busca por toda Europa para apuntarlo y clasificarlo en su libro de notas, y si no lo encontró, acaso, fue porque, en el ámbito de ese lugar, en su verdeante lujuria, pudie­ran imperar algo como fuerzas catatónicas, fantasmas del miedo y fantasmas del silen­cio, la insondable paz de los cementerios en definitiva antes o después de morir, que se dice que los muertos no hablan aunque no sea del todo cierto, que los muertos se nos quedan en un rincón del camposanto humildemente inhumados en una tierra que sabe mucho de silencios hasta el momento en que sean llamados a hablar que hablarán, pero lo que sí es silente es el miedo y se calla aun cuando no se debiera, no solamente ante el estampido de las armas sino también ante las voces tenantes y tro­nantes de iluminados gurús que alzan sus brazos en declamatorios ademanes, enar­can las cejas en ira y quisieran adoptar poses airadas de moiseses sinaícos.

El manifiesto. A todo esto, la cobardía del miedo y la cobardía del silencio qui­sieran imponerse. Algo como una nube, como una cortina densa, como un ciclora­ma que tapa clamores de horizonte e infi­nito. Con la conjunción concesiva «aunque» por delante, doce intelectuales de nombradía, americanos y europeos (con algún español inserto entre estos últimos) rasgaban ese silencio y firmaban la semana pasada un manifiesto denun­ciando una situación intolerable que se vive en un lugar de Europa, en un único lugar de Europa, y eso es lo que había leído el viajero, y, a tenor de esa denuncia, iba buscando lo que busca­ba, es decir, ese lugar en donde una especie de pesadilla del terror y del horror había ido cayendo sobre muchos de sus habitantes, sucum­biendo algunos de ellos a la ignomi­nia del miedo y ofreciendo otros, por el contrario, un perfil de gallardía, ése que manifiestan invariablemente los valientes ante el peligro cotidiano y de todo momento.

Guerra de eméritos. Habrá que repetirlo una y otra vez hasta la exte­nuación que la cobardía y el silencio se imponen. Hace no mucho tiempo se presentaba el diseño de Arquíloco de Paros, de cuya vera efigie de cobarde sin remedio no me sería difícil hallar tangencias en cercanías, y ahora ha surgido una guerra de eméritos por­que, uno de ellos ha hecho el elogio del silencio cobarde, la loa de ese silencio vergonzoso del que ve el crimen y no lo denuncia, el elogio de ese mutismo villano, no importa que las calles se hayan llenado de asesinados que, ya se sabe que los muertos hablan más tarde cuando los vivos se obstinan en taparles la boca. «No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo», escribía Quevedo allá por el Siglo de Oro en epístola cen­soria que dicen que el Conde-Duque halló bajo su servilleta, que, a lo que se ve, muy lejos nos cae tan dorada edad propicia a heroicidades pues que hay ahora, quien revestido de supues­tos carismas eméritos, alaba lo tan nefando como es el callar ante el cri­men.

Dícese que, cuando lo especta­cular o lo escandaloso rompe la línea ideal de la mesura, hasta las mismas piedras hablan, que me pregunto yo cuándo en este lugar de Europa en el que vivimos empezará a entonarse el canto inenarrable de las piedras, sus salmos de dolor y de lamento, un inter­minable espiritual que rasgue ese silen­cio de los cobardes que algunos profe­sores de ética nos proclaman como deseable, un dolorido aullar que rom­pa el muro del vergonzoso silencio que, durante tantos años, ha servido para ir hundiéndonos, cada vez más, en una cierta cloaca de indignidad y cobar­día.