viernes, 21 de enero de 2011

De lo dicho





  Dice Kunga Tenzin, monje budista, en entrevista con Cristina Turrau (DV, 10-1-04), que «casi todas las religiones buscan llegar a estados de felicidad y paz», y, en ese adverbio, «casi», creo que puede estar el caso de los que nacimos y crecimos y vivimos en un ambiente de torsiones religiosas, en las que ni el mejor oteador hubiera podido ver nada tendente a la felicidad.

  Será cuestión, lo imagino, de sacar de nuevo del viejo baúl o cofre, la excusa de los pájaros de negro lustre que por aquí parece que anduvieron, que es que no me estoy refiriendo solamente a los Jansenio, Saint Cyran, nacionalcatolicismo, etc, para decir que en lo que nos enseñaron no era la felicidad el objetivo perseguido, que la felicidad estaba muy lejos, acaso por entre aquellas montañas que recortaban nuestra amplitud de visión y aposentada en algún utópico lugar, algún otro Shangri-La o Erewhon o cualquiera de las tantas y tantas ciudadelas del placer sensato, que alguno pensará que placer y sensatez puedan ser incompatibles o hasta contradictorios, pero que, quién sabe, y pienso que mejor me hubiera valido a mí también, adoptar ante lo que me enseñaban, esa frase del don Juan de Tirso que echa a voleo y a la lontanidad toda una filosofía del vivir con la frase de «Cuán largo me lo fiáis», que, pensándolo bien, y aquí está el nudo del problema, tampoco es verdad porque ni es tan larga esa fianza, que uno avanza en la vida y ve que se le queda como manejada por arte de jíbaros y de todo lo pasado nos quedan solamente jirones de memoria, que es, ésta, la memoria, como un arpa o guitarra que apenas se deja rasguear como uno quiere, que asoman flecos desde las avenidas del pasado, lejanísimas avenidas, y en cambio, desde la cercanía del hoy mismo o del ayer no más, se nos pierden en el breve camino, y nos quedamos con esa mirada un tanto alucinada del viejo, como queriendo apresar en el aire ese fugaz colibrí del recuerdo que ya se nos soltó libre y se resiste a venir a consolarnos cuando escoge mejor volar y volar lejos y más lejos, a libar su lengua larga en otras corolas. En cambio, sobre la palabra «temor», que también aparece en esta entrevista, sí que sabemos mucho, así como de sus sinonimias, metonimias y sinécdoques con las que juega, habilidosa, la semántica.

  Bobbio. Dice, y por escrito, Norberto Bobbio (que ahora me entero, por la prensa, de que ha muerto a sus 94 años, que parece que son muchos pero que también es verdad que, los años, pocas veces sacian si no es a personajes como el judio errante o el conde de Saint Germain), que «cuando uno se hace viejo, importan más los afectos que los conceptos». Lo dejó escrito en su Autobiografía (Taurus, 1998, pág. 271)- en donde también se hace referencia, claro está a su otra obra, De Senectute, libro que guardo con gran afecto, puesto que las cosas, y más especialmente aún los libros, se pueden guardar con afecto, con odio o hasta con indiferencia y, para el De senectute de Bobbio guardo mis más exquisitas deferencias.

  Resalto ese dicho de Bobbio porque ya algo más allá (o, más acá, según de donde se mire) de la vejez, me da pie para un análisis breve. Ir sustituyendo los conceptos por los afectos, puede parecerme una declinación hacia el sentimentalismo que, una mente lúcida, aun dándose cuenta de que cualquiera puede caer en sus pozos y posos, creo que haría bien en tratar de evitar. Y lo digo un tanto impresionado por esta escritura de un hombre que tan sólidos conceptos, tenía sobre cuestiones tanto políticas como filosóficas, y en quien, de manera tan dispar, acaso, parece obrar su 'lúcida senilidad' (que no tiene por qué ser esto un oximoron), que dicho lo anterior tendría que decir, asimismo, que mi acercamiento a Bobbio no se ha producido tanto por sus ideas filosóficas ni por sus conceptos políticos -que las cimas siempre me han producido vértigo, y aún las colinas, si cabe-, sino por esa especie de mafia en la que todos vamos entrando en la vejez y nos va colocando juntos, y por ser Bobbio un buen referente en este terreno, pues que se trata de un personaje que resulta ser uno de los pocos que han escrito, por conocimiento directo y prolongado, de ese tema o acontecimiento de la senilidad, que hasta el famoso De senectute ciceroniano, por un ejemplo, fue escrito por un hombre joven, sin duda. Mucho sabía Bobbio sobre esa «aventura de envejecer» como la llama Teresa Pámies en su deliciosa obra de este mismo título (Edic. Península, 2002), una aventura que no precisa de espíritu aventurero para iniciarse en ella, que subraya Pámies, que «bastá con resignarse a los imponderables, a los tópicos sobre la ancianidad; tener un mínimo de amor propio para asumir el reto, mucha curiosidad por todo lo que ocurre en el entorno familiar y social, local e internacional, esforzarse por entenderlo, y perseverar en el intento a cada tropezón, encajando autocríticamente los errores para no repetirlos».

  Las hordas. Dicen de Cantón (China), que se han sacrificado 3. 300 kilos de civetas para evitar la transmisión del virus de la neumonía atípica o SRAG, ése que carnavaliza hasta a la muerte pues que antes de morir hace poner máscaras de defensa a los humanos. Pero la matanza de las civetas que puede ser un efectivo ataque contra esa enfermedad, lo puede ser, también, contra el paladar chino que encontró en ese vivérrido carnívoro auténticas exquisiteces culinarias. Las civetas, a las que antiguamente se las llamó «gatos de algalia» por ser productoras de la substancia algalia, de utilidad en perfumería, nada han dicho, naturalmente, sino que se han dejado matar, que ya se sabe que hay a quienes les matan por hablar y a otros por callarse, ¡qué mundo!. Civetas pues, y ratas y cucarachas y moscas (las cuatro pestes, según Mao) son objeto de exterminio en China como en casi todos los lugares, aunque, a pesar de todo, se estima que las ratas pudieran ser la horda de los futuros amos de la tierra, que no sé si éso nos importará mucho en los reinos de los topos o en el de las cenizas a los que estamos destinados.

  Y, dicen, también, desde Estados Unidos y Canadá, que en Europa se están criando los salmones más sucios del mundo, salmones intoxicados e intoxicadores, salmones cancerosos y cancerígenos a los que no se les oyen sus gritos por el agua en que se mueven, salmones como vacas locas acaso, pero que no deben de ser de aquellos que le movían al ditirambo a Rex Beach, que los llamó «horda plateada», si no, esos otros que disuelven su tedio y espera pregastronómica en las quietas aguas de las piscifactorías, carne rosa no obstante y un estadio más en la feroz miscelánea de los alimentos adulterados, que nos congela las quijadas a la hora de dar nuestros necesarios y diarios bocados.