lunes, 17 de enero de 2011

MISTERIOS NAVIDEÑOS


Al igual que a aquellos profetas del Viejo Libro iban estimulándoles la esperanza los signos y señales de la llegada del mesías durante tantos y tantos “años y leguas” (un saludo a don Gabriel que los describió como nadie tanto los años como las leguas como los profetas), de parecida manera suelen llegarnos las señales o los heraldos apócrifos de la Navidad, ese misterio increíble.
 Su misterio está en sus varios milagros. Uno de ellos en su extraña (me parece al menos, a mí), ubicuidad. Supongo que algún lugar habrá en el mundo donde no se la celebre cada uno a su manera, pero el milagro está, a mi entender, en que su virus se haya extendido tan insuperablemente entre creyentes como entre descreídos; en que una invención tan convencional (dígasele si no a aquel hombre, Dionisio llamado el Exiguo por la pequeñez que le predominaba,  que dio en la costumbre de jugar y de imponer a todo el mundo su  calendario) se afianzase en los hitos de las costumbres, esas largas avenidas de los días, tan largas las avenidas como los días, tan nublado, pese a las luces que se cuelgan, todo. Otro milagro, sublime también éste (con tilde, por supuesto porque obviamente no hago caso a la RAE ni en sus mandatos, ni en sus permisiones, ni en sus sugerencias cuando me parecen tan descabelladas),  el de su mensaje de paz, desoyendo en Mateo (10,34 y 35), lo que dijo Jesús a sus apóstoles a la hora de encumbrarlos a tal categoría: “No penséis que he venido para meter paz en la tierra; no he venido para meter paz, sino espada. Porque he venido para hacer disensión del hombre contra su padre, y de la hija contra su madre, y de la nuera contra su suegra”. Eso para que se reúna la familia junto al viejo llar, las cadenas colgando de la fuerte alcayata de la chimenea, el “Ator, ator, mutilla” como música de fondo, las castañas en la danboliña, chipli, chapla, pum, que, en hablando de castañas habrá que citar, sin duda, a esos heraldos anticipados que han sido desde siempre las castañeras, que, hace poco, en estas mismas páginas, alguien se lamentaba de que, en su casa, no se asaban de manera tan sabrosa las castañas como las que se compran en la calle, el cucurucho en el bolsillo del gabán para calentar la mano, el pellejo que se destriza entre los dedos, la carne de la castaña tan tierna y tan caliente que merece al menos un poema, una oda, qué menos, que, ¡claro que no se pueden comparar unas y otras castañas!, que el oficio es el oficio, de igual manera que nadie pudo limpiar tan bien los zapatos nunca como los “limpias” de extinta actividad, de espera en los soportales del Bule algunos o por bares y cafés, un trabajo de excelentes artesanos dominadores de la anilina y del betún en todas sus gamas, maestros a tener en cuenta en la donjuanía del calzado, que no sé yo si hará falta leer a Marañón para entender este mensaje, cuando el de la Navidad, aparte de los Christmas que todavía subsisten no se sabe cómo, personalmente me llega de forma eminentemente poética, es decir, un viejo amigo, buen amigo por supuesto aunque no tan viejo como yo, Isidoro Alvarez  Sacristán, nunca suele faltar a la cita navideña y acostumbra a venir con un libro de poemas bajo el brazo, versos, a veces, como ocurre con el de este año, torsionando de tal manera los dos dictados de su doble profesión de poeta y jurista y dando a luz este volumen titulado “Tercera instancia” , la  puñeta de la toga dictando su poder en ilustración de portada, por dentro los mil requilorios de la justicia en solfa recia, como a la Señora Justicia compete. Buen heraldo éste  para presagiar la Navidad inminente, como lo es, asimismo, ése (éste) día de Santo Tomás el incrédulo, porque es tan difícil creer que la ciudad se vea inundada por tanta gente, vestidas las más con atavíos de cashero y cashera, plazas ciudadanas varias con olor a fritangas de chistorra, la oronda presencia de la cerda más cerda (que no es insulto muy al contrario), la llamada Filemona dicen (que algo disléxico barrunto que se mueve entre las sombras de esta denominación) repantigado a sus anchas en su trono popular recibiendo el homenaje de sus fans, el recuerdo perdido en la vieja costumbre de la entrega-ofrenda  de los capones a la familia de los dueños del caserío, la vuelta por los senderos con el seco bacalao que, sin cabeza, ¡ay de mí¡ tanto viaja, pregúntenselo a Hartzenbusch.
   Tantos son los signos distintivos de la Navidad que se me hace imposible no citar esa otra guerra interna librada en varios frentes, tales como los de Olentzero, los Reyes Magos, Papá Noel, belenes, abetos, etc, aunque sin llegar, por supuesto, al ajusticiamiento de Papá Noel, ocurrido en la Navidad de 1951, ante la explanada de la catedral de Dijon, y del que se hizo eco inmediatamente, aparte de “France-Soir”, un breve texto de Claude Lévi-Strauss “El suplicio de Papá Noel” (del Taller de Mario Muchnik, 2001), en donde aprovecha la ocasión, entre otras cosas, para hablar de las Saturnales y del tiro por la culata o resultado paradójico de los eclesiásticos de Dijon que, queriendo eclipsar una figura ritual proveniente de viejas costumbres de la paganidad se encontraron con que lo único que habían conseguido fue reafirmar aún más su presencia.