viernes, 18 de febrero de 2011

Plaza Pinares

   Sin ella saberlo. Peor aún. Pensando ella que me invitaba al agape (sin la tilde, por favor, sin la gráfica burilación innecesaria del acento que agudiza las palabras, las toma en saetas, punzantes armas cuando lo que se desea es un mundo romo, discretamente apacible a pesar de todo, sin venablos que nos lastimen y nos dejen lisiada la sensibilidad minimamente necesaria para soportar tantos embates). Fui invitado al agape, decía, que cualquier iluso optimista puede pensar que se puede celebrar en plena pradera, Manitú y sus obsequiosos saludos en sus obsequiados búfalos y bisontes; muy al fondo, ya de retirada, William Frederick Cody, poco antes de que emprendiera el camino a los escenarios de lentejuelas, oriflamas y oropeles del ínclito Barnum bajo el apelativo de Buffalo Bill; más allá aún, estampidos del Big 50 Sharp (ciento diez gramos de pólvora impulsando la mortífera carga de cuatrocientos perdigones de gran calibre) la siniestra herramienta del exterminio del fabuloso animal totémico, maná de los espacios ilimitados; en el comienzo no fue la palabra sino la pradera, los mares de hierba y el sordo in crescendo de la estampida cuando se va acercando y más acercando (y, para más detalles se sugiere la lectura de Zane Grey), todo hacia el camino abierto de la violencia de los mocitos bravos cara de niño que sentían dedos de rayo al imantado de los Colts 45, colgantes; cual pelotamen en las caderas. Sin ella saberlo, repito, ahí, en la plaza Pinares -cabe el espacio entre el vendedor de los boletos de la Once y el quiosco vendedor de prensa, al filo del mediodía que con tanta impaciencia espera la sirena así como los campanarios para dar su rotundo placet, diecisiete grados para esta mañana nublada en el panel alternativo-, me convocaba a esa reunión fastuosa que otros la ubican en el Valle de Josafat, reunión al último toque de aviso, la hora de los jueces que igual es que también se llaman garzones y a la Señora Justicia (a la que la pintan con los ojos vendados y la balanza en las manos, tan impropiamente) la harán tambalearse como si se hubiera sumergido en anís chinchón tan seco propio para damas de pelo en pecho y voz aguardentosa (nunca mejor empleada la palabra y la metáfora). 



Jankélévitch.- 


   Hace ya algún tiempo que cuando se me cae un libró a las manos, antes de la debida alegría (o pesar) por tal regalo (a veces envenenado), miro no tanto el nombre del autor sino el año en que éste nació. Una manía que, como tantas, creo que tiene su fundamento. Porque hay espacios de tiempo en los que, no se sabe por qué (o no sé yo por qué), florecen grandes escritores, grandes pensadores, y, consecuentemente, grandes libros. " Dejando en su habitat de olimpos incuestionables a los clásicos que son como eternas i eminencias del firmamento mental humano, se puede Encontrar ahí, en el quicio de los siglos XIX al XX, una serie de nacimientos felices, como si con los dones de la eugenesia más sublime se hubieran regado a gran parte de sus neófitos, años que diría yo, por un fijar límites infijables, que comprenden la cuarta parte, última y primera, de ambos siglos. Sin distinción de razas y tierras, pero si de Centroeuropa; trata, mejor, ^paso presente este libro que leí hace ya algún tiempo, 'El perdón', (Editions Montaigne, 1967- Seix Barral, 1999), salió de la mente o mientes de Vladimir Jankélévitch (1903-1985), discípulo de Bergson y autor de una serie de obras de gran predicamento a juzgar por los temas, -bien morales, bien musicales, bien biológica y exudablemente humanos-, que tocan, y de entre los que espigo ésta sobre el perdón, que ya sé por qué ventolera se me viene a la memoria y a las manos, porque tengo leído uno de estos días pasados, que el Parlamento (que no sé por qué me dan tentaciones de escribirlo en minúscula) vasco, con dinosaurios temblones en el kinetoscopio, bastante abruptamente me parece, con parto distócico y dejando en la criatura la marca del fórceps, con tardanza culpable ya es una culpa más a añadir a tantas otras), con la equidistancia que era de suponer, con un aire de mezquindad evidente (que es mejor así para que se entrevea que 'los malditos' siguen siendo 'malditos', pues que en la suma de 'desprecios' se aquilata el valor de la 'malditez' y en su permanencia cuasieterna como tal), ha acordado ' pedir perdón' dícese que solemnemente (es decir, con todos los requilorios para que la farsa siga siendo farsa aunque a algunos no se lo parezca que así sea), cuando se sabe que una petición de perdón es la acción más inútil que pudiera hacerse y que nada remedia, que Jankélévitch, experto al parecer en la materia, habla del perdón situándolo en su verdadera dimensión y sustancia, del que se puede o no dar, que dice él, que 'puede que un perdón limpio de toda restricción mental no se haya concedido jamás en este mundo' pero pasa olímpicamente del hecho de 'pedir perdón', sólo un absurdo intento de autolavado de conciencia en el que, pide esa petición de un imposible que no pasa de ser, en el mejor de los casos, un pequeño gesto de cortesía que ni siquiera eso. 



Heine.- 


   Creo que puede venir aquí a cuento aquella anécdota de Heine en su irónica valoración del oficio divino (que me da por contaría por si alguien no lo supiera, aunque me parezca imposible que eso ocurra). Que, dícese que estando el poeta alemán presto al último viaje y con el pie en el estribo, oía al cura que le hablaba de la bondad de Dios y de cómo podía esperar de El el perdón de sus pecados, a lo que Heíne no dudó en ofrecer una de sus más ingeniosas perlas, a modo de 'mot d'esprit', tan dado a cultivar tales joyas: 'Pues claro que Dios me perdonará; es su oficio', que és muy posible que el Parlamento (que no sé por qué vuelvo a escribirlo en mayúscula) vasco tenga de las victimas del terrorismo parecida idea de la expresada con tanto donaire un tanto irrespetuoso por Heine acerca del oficio de Dios, qué, por qué no será, como deben de pensar los parlamentarios y parlamentarias también según la gramática de Vitoria-Gasteiz) que las víctimas del terrorismo están para eso precisamente, para perdonar y aguantar todo lo que haga falta que ése es su oficio. Y termino la relación volviendo a situarme en la mañaná antedicha en Plaza Pinarés, ella que, sin saberlo, me ofrece el postvita no a la manera del póstcoito que se dice que tanto entristece sino exultante de alegría, que cómo nos volveremos a encontrar todos en esas praderas de Manitú o en casa Jósafat y uno piensa que ya sera desgracia que a muchos de ellos, después de haberlos aguantado durante tanto tiémpo volvamos a encontrarlos toda la eternidad que, aun siendo en el cielo (que no será), difícil será pensar en peor infierno. 

9 – X - 07