martes, 8 de febrero de 2011

El sexto sentido



   Creo que fue W. Somerset Maugham el que escribía, no me acuerdo dónde, que el dinero es el sexto sentido, sin el cual no se puede disfrutar de los otros cinco, y es algo que debía de saberlo muy bien, ya que ganó sus buenas sumas con las obras que salieron generosamente de su pluma, que paseó por el mundo entero su fama de triunfador con incursiones de sus personajes por las pantallas, y se retiró, ahíto de glorias y de tesoros como un pirata de buena fortuna, allá por donde en ese tiempo de ese siglo se atrincheraban de toda incomodidad los grandes triunfadores, es decir, en la lujuriosa (por lujo y por lujuria, por supuesto) Costa Azul donde se escribían todas las páginas cuché de la época (donde también el nabab que llegó a ser Vicente Blasco Ibáñez, muy lejano ya de 'barracas' y de "tartanas'), en el lugar denominado de Saint-Jean Cap Ferrat, nada menos que a sus noventa y un años, R.I.P" 

   Supongo que muy pocos, excepción hecha de los anacoretas y gentes de ese apoteósico vivir en el aire al que conduce el éxtasis de las creencias, podrán no reconocer la razón que le asistía a don William. Pero lo que ocurre es que, como sucede casi siempre en todas las grandes revelaciones, dejó de decir que, generalmente, los estados de riqueza a los que llega ese sexto sentido ya así configurado, se daban antes, al menos, a toro pasado, es decir, que cuando se llegaba a tener ese dinero, los otros sentidos servían para poco, que es que la vista adolecía ya acaso de algo más grave que esas cataratas que pudieran competir con las de Niágara y si en aquellos otros tiempos estuviéramos, sin los adelantos de la oftalmología y la benéfica intervención de la ONCE, estaríamos asistiendo a un renacimiento espectacular de los cantares de ciego, en cada esquina de los tantos feriales que ahora se prodigan, el puntero del ciego contándonos los escabrosos detalles del crimen consabido, un crimen claro está, de los que ahora se dan con harta frecuencia, el, de género, como se ha dado en decir, la impulsiva e incansable navaja hurgando en las tripas con las artes del sacamantecas que parece que es el que ha resucitado en tantas relaciones más o menos amorosas o desamoradas de las que hablan las morbosas pantallas, sobre todo. En lo que al oído se refiere, afortunadamente no tendríamos otro medio que el recrearnos exclusivamente casi en la música interior, que así se las arreglaba para bien de los devotos melómanos hasta el mismo Beethoven, y, en parecida decadencia se solaza el olfato que, para lo que hay que oler, y sin querer seguir las elucubraciones asesinas de Suskind, especialista en ese apartado, lo mejor es obliterarnos ante el hedor de sentina que tan ampliamente se percibe, que no sólo es en Dinamarca, querido Hamlet, donde huele a podrido. Queda, eso sí, el gusto en sus dos vertientes (tanto el espiritual como el físico, que, de lo primero, visto lo que sucede, se diría que el desplome ha sido universal, una zambullida en el mal gusto que es como un buceo en aguas abisales, y, en cuanto al material, pasa que, infatigable, busca la lengua aquellos viejos sabores que los más avispados promotores de productos alimenticios no se recatan de pregonar, digamos que "el caldo de la abuela', "la tortilla de mamá', "los dulces de la tía Anttoni, etc, y que, digamos como colofón lo de la teta materna', ésa que ha sido puesta últimamente en sospecha por un para mí indeterminado doctor a quien le leía hace poco que resulta ser que esa leche nutricia natural era la causante de casi todas las piorreas que nos aquejan insuperables, que hay que ver cómo se obstinan algunos en convertírnoslo todo en infierno. 

   Y nos quedaría, como último reducto, el tacto, que hay muchas cosas sedosas que tocar, ya lo creo, que la piel humana usa a veces de esos caprichos y la caricia es preclaro don para grandes voluptuosos, y se da en añadir aún otros pelajes quizás más sensuales tan bien defendidas por tribus ecologistas, pero ¿cómo privarle de su placer sensorial supremo del 'noli me tangere' (la gloria de Jesucristo resucitado en ascensión al Padre, Magdalena a punto también ella de transfigurarse ante la maravilla, que lo escribe Juan en su evangelio (20,17), que le dice Jesús 'No me toques, porque aún no he subido al Padre"), cuando hay veces en que también la intimidad quiere guardar mejor su solitariedad que su solidaridad y tiene perfecto derecho, y aún además, conviene saber y mucho, a quién tender la mano que es señal de amistad y hay quienes con su contacto nos ensucian de manera que no nos podremos ya lavar nunca. 

   La teoría del dinero, como casi todo en el mundo, es la de la redondez, y su fórmula última es el gasto, que, en los tiempos navideños en los que estamos, todos sabemos que se vuelve aún más redonda, más dispuesta a ir dando vueltas y más vueltas por comercios de todo tipo. Claro que hay quienes poco les importa ese gasto ya que lo inmensamente que ganan crea otra redondez específica bajo la que se resguardan, y de esa manera consiguen cumplir totalmente con el aserto de Somerset Maugham, ya que ganando ese dinero mayúsculo a temprana edad, lo logran antes de que se marchiten los otros cinco sentidos. Ocurre, por decirlo así, que todo en este mundo es redondo y bien lo decía Juan Villoro en un título, y lo decía confundiendo sabiamente el balón con el dinero que produce, que 'Dios es redondo' (Anagrama, 2006). La fuerza de su afirmación, está, creo yo, no tanto en ese ¡ooooooooooh! de la boca de las multitudes que se forma en los estadios, o quizá sí, una exclamación de redondos oes a quienes no se sabe quién dio en ponerles al fin esa "h" interjectiva que es como contenedor de ímpetus sublimes, que resulta que ese ¡oooooooh! labial de admiración se torna en dinero, en mucho dinero hasta el punto de que nadie pudo pensar que lo hubiera tanto en ese balón, en esa pelota, una mutación instantánea que, ya soltado el admirativo, se ve cómo el dinero fluye por todos los lados del estadio y va a parar el diosecillo que se mueve sobre la hierba o sobre la arena o sobre hierba batida o sobre lo que sea, que son varios los grifos de dinero abiertos por motivo de ese dios llamado deporte en sus varias manifestaciones ante una multitud que da más importancia al banal resultado de meter un balón, una bolita, en un determinado lugar que a cualquiera de los grandes descubrimientos que el ser humano haya podido llevar a cabo y los ha llevado muchos; que el dinero tiene la extraña afición de aposentarse en los que practican oficios inverosímilmente inútiles y cuya finalidad se borra inmediatamente después de que haya terminado el partido, que es verdad que todos más o menos estamos jugando en este mundo ese partido absurdo que nadie sabemos para qué sirve, pero que puestos a examinar nuestro inútil destino, esa nuestra pasión inútil que dijo el otro, pudiera decirse que sería posible dirigirlo más acertadamente.