lunes, 7 de febrero de 2011

Difuso recuerdo de Charlot por la calle Viteri de Rentería

oarso ‘05
Un benemérito de la paciencia, el P. Anselmo Legarda, en tesis doctoral escrita en la biblioteca del Colegio de Nuestra Señora del Buen Consejo de Lecároz durante el verano de 1951, y publicada por Icharopena de Zarauz el 5 de mayo del Año Mariano 1954 bajo el título de “Lo `vizcaino’ en la literatura castellana”, habla de algunos aconteceres que tienen que ver con la Villa de Rentería, que no es mucho pero es que tampoco es mi intención ampliar lo que por él quedó dicho a pesar de una de las sugerencias que desde el equipo rector de esta Revista se nos hace de glosar la efemérides del Quijote en su quingentésimo aniversario. Quédese pues, lo poco que vaya a decir, a cuenta de mi propia inventiva, que me adelantaré a decir que yo no sé si Cervantes estuvo alguna vez en Rentería y que tampoco me pondré a investigar, con una lupa en la mano, por los alrededores de la calle Viteri o por los canales de la Fábrica Grande llenos de ratas como lobeznos con pelos y dientes híspidos como los ví en mi infancia, porque me supongo que todo aquel mundo (incluida la misma calle Viteri, que he podido comprobar que no es la de antes) ya desapareció tiempos ha, y, porque tampoco me creo Sherlock Holmes. Pero su rastro (el de Cervantes), mejor dicho el de su personaje quijotesco es tan visible en tantos lugares que, por qué no en Rentería. Acaso es que los personajes son siempre los mismos y están plantados en todos los sitios, y lo que hay que hacer para ir descubriéndolos es montar en el caballejo apropiado (sobre Rocinante en este caso), que es ardid éste que nos enseñó, por un ejemplo, aquel John Dos Passos a quien por los años 20 del pasado siglo se le ocurrió girar su casi obligada visita a España, y ribera del Tajo, a la vista Illescas, ofertó a Telémaco y a Lieo, su lección de hondo españolismo empezando por un hialino chorro de psicología acerca de esa pútrida costumbre que la ignorancia siempre tiene de llamar locura a todo lo que a su paso encuentra de desusado. Yo creo que la floración quijotesca es tan abundante que hasta entre las piedras asoma, entre las juncias sí, cuando lo húmedo ayuda, pero también entre ortigas, o acaso es que es planta de ortiga toda floración de esa índole, que nos azota las pantorrilas y hasta hace enrojecer los calcañares por mucho que las tengamos acostumbradas a su restriego, pero en mayor medida aún la imaginación y la memoria, hermanas gemelas.


En lo que a Rentería respecta, uno de estos personajes singulares, tan quijotesco o tan cervantino, creo que fue aquel a quien se le llamaba Charlot no sé por qué, quizás por el bigote de tan distinto modelo al del famoso cómico con que el renteriano adornaba su labio superior, hombre atareado, como siempre lo ví atravesando urbanos espacios de la Villa; hermanado con extrañas herramientas de su oficio de inventor, que lo es extravagante;
giróvago de mil ideaciones conglómeras; exquisito cazador de mariposas ideales muchas de las cuales dicen que apresaba para dejarlas volar con el ritmo gozoso del libertado, que ése es, en realidad, el éxito preclaro de la cárcel si alguno tiene: hacer saborear mejor la sensación del sentirse libre. Aquel hombre de mono sucio, de lamparones brillantes al sol del mediodía, boca bufante, búfalo pisoteante, irasciblemente desasosegado, con una mujer gritona a la espalda, con erizada cabellera de gorgona. Alguno, quizá, pudo pensar que se trataba del Edison de Rentería, pero era una especie de mecánico semejante a aquel malagueño del que contaba Juan Ramón, de cuando a la salida de Málaga, se paraba el coche “jadeando”, y “todos le daban golpes aquí y allá sin pensarlo antes, tirones bruscos, palabras brutas, sudor vano. Y el coche seguía lo mismo”. Y vino luego un taller, carretera de Granada, y, “un hombre alto, lleno, sonriendo dueño de sí, vino seguro al coche, levantó con exactitud la cubierta del motor, miró dentro con precisa inteligencia, acarició la máquina como si fuera un ser vivo, le dió un toquecito justo en el secreto encontrado y volvió a cerrar con ritmo y medida completos. -El coche no tiene nada (...) Es que lo han tratado mal. A los coches hay que tratarlos como a animales (no dijo personas)”. La ecuación de la parábola. Como el Charlot renteriano. Un toque de mágica locura y... ¡Andando!. De Charlot, se decían esas cosas.


De `Cordura y locura en Cervantes’ (Península, 2005) tiene publicado un libro el psiquiatra Carlos Castilla del Pino. El corpus del volumen está formado por una serie de ensayos, conferencias, discursos, etc. Se habla, entre otras cosas, de Cervantes y la construcción del personaje, de `la muerte’ de Don Quijote, de la alocución del encausado, de la idea de la locura y de la teoría de los celos en Cervantes, y, de quijotismo y bovarysmo. De todos estos trabajos extraigo, muy especialmente, el relativo a lo de la locura, y es que, desde la primera frase se nos hace saber que “sólo en el Quijote se hacen 78 referencias a ella, y a loco, 89”, y, yendo más allá en la obra cervantina total, que, “se hace referencia a la locura 182 veces”, aunque, viene a advertirnos, muy pronto, de que “planteada de esta forma meramente numérica la cuestión resulta engañosa”. En efecto, lo importante, aquí, no es el número de citas o referencias y, sí lo es, en cambio, lo que Castilla del Pino viene a designar con el nombre de “megatema”, es decir, “lo que podría considerarse el o los propósitos creativos y fundacionales de un texto”. Pero es que tampoco me interesa quedarme en este tramo del camino cervantino sino seguir leyendo y anotar que, “cuando se ha procedido a extraer la aforismática del Quijote (...), vemos que ofrece una coherente teoría antropológica, una filosofía del hombre -en el sentido que da Kant a la antropología-, y que a lo que realmente se parece el Quijote es a los `Ensayos’ de ese otro Miguel que fue Montaigne, o a `Los caracteres’ de La Bruyère, o a `Las Máximas’ de La Rochefoucault (sic), o al `Encomium moriae’ de Erasmo de Rotterdam, es decir, a los grandes moralistas”, claro está que habiéndonos venido a recordar, un poco antes, lo que Herman Broch escribió de que “la novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral, (porque) el conocimiento es la única moral de la novela”, que tampoco sé si tiene mucho que ver con el Charlot quijotesco renteriano este desvío que ahora me tomo pero ahí queda eso.


Pero lo que sí me parece que tiene que ver, es cuando Castilla del Pino nos avisa, que la locura en la obra de Cervantes, ha de tomarse “como una construcción ficcional en la que muestra y describe la transcendencia del error en la construcción de la vida propia por parte de cualquier ser humano en general”, y, también, cuando escribe que, “en el Quijote se describe una vida errada y el cómo y el porqué del error”.


¿No son nuestras vidas, vidas de todos, vidas erradas, vidas de engaño? ¿Acertó alguien con su vida o esperamos a que llegue la muerte para hacernos saber de este menester? “Engáñame, engáñame, mi vida,/ y vuélveme a engañar;/ hazme creer que al fin de la partida/ nos hemos de encontrar”, versea Unamuno, pero, con quién, si no es consigo mismo, versea Unamuno. Quizás sea ésta una lúdica pasión por el desacierto, una tendencia masoquista irrefrenable que también se aprecia, un tanto desasosegada en cualquiera de sus personajes, como pudo notar igualmente cualquier renteriano en ése o en aquel convecino suyo, fuese Charlot u otro cualquiera, todos seres salidos de madre en la acepción real pero también de cauce que también es madre, es cuenca, es útero, es hogar encarrilado, vía férrea para trenes desbocados, trenes descarrilados. De los personajes que de la pluma del Manco salieron, los hay quienes nuestra locura los da por normales, pero al quicio de la memoria, la locura cervantina nos asalta en sus variados piélagos, y ¿quién puede olvidarse, por un ejemplo, de ese licenciado Vidriera con el que don


Miguel supo construir uno de los primeros relatos de ciencia-ficción que en el mundo hubo? He aquí otro de sus inventos de raro fundador. Y es que, por eliminación acaso, igual es que nos avistamos a la normalidad de ciertos animales que no son (o, nos son) humanos, como puede acontecer con los perros, que visto lo visto a lo largo de casi ochenta años, me parece que lo mejor, siempre, es hablar de perros, como lo llegó a pensar, me imagino, el propio Cervantes que, para clausurar sus “Novelas ejemplares” nos endilgó aquel “coloquio de los perros” que es todo un tratado de humanidad, que cuando a poner de solfa a lo humano se trata, lo mejor es acudir al auxilio de los perros.


Insomne acaso con esta vieja lección hace tanto tiempo aprendida, no hace mucho que veía en la prensa nuestra de todos los días a ese perro que, con prestancia tanta, elegancia natural, displicencia augusta, lealtad insobornable, caminaba detrás del féretro de su amo por las calles de Mónaco. El cinismo, etimológicamente esencia de la ideología perruna, es el mejor antídoto contra los virus humanos, siempre tan obscenamente antilógicos. Diré pues, que Odín, nombre de divinidad escandinava para un ejemplar de Griffin hal, quedó como un dios (si se me permite la expresión popular) en el cortejo funeral de Rainiero, el soberano de ese principado que tuvo su sucursal cafetera en la antonomásica Avenida donostiarra de los 60. Odín exhibió su señorío solitario en ese paseo crepuscular del príncipe por las calles de su principado, un paseo a hombros; y, se dice que, a la puerta de la catedral, a Odín se le escapó un gemido, que es junto con sus ojos que miran en profundidad, insondables, irresistibles, lo que hace que un perro se nos agazape, mimoso, en la enjundia del corazón, lugar preclaro, que nunca hay que mirar a los ojos de un perro si no se quiere quedar esclavizado. Si yo fuera menos respetuoso con la religión de lo que parece que soy, condenaría no sé a quien pero a ese alguien que no dejó entrar a Odín en la catedral, que un gemido de perro es una oración y gemida como hay que gemirla como solamente sabe entonarla una laringe cánida no es posible compararla con ninguna otra, que sobre tal cuestión nos podría ilustrar aquel bohemio que allí en la `Cannery Row’ californiana creo recordar, hizo surgir la benevolente escritura de John Steinbeck. Que la oración gimiente, pues, de Odín, en forma de aullido, ante la catedral monegasca, le arrulle como nana al corazón tan cansado de Rainiero, que los años sirven acaso solamente para eso, para ir madurándonos en ternura y, para tal menester, nada mejor que los gemidos de un perro, nada en el mundo.


Nada nos enajene pues del mundo perruno, nadie, y el alcalaíno, como hombre vapuleado que fue por la vida no dejó de acordarse de los perros en su obra literaria, y ¡cómo podría hacerlo!, que hasta en el mismo retrato del hidalgo manchego, pese a los ilustradores de la obra tan reacios acaso a incluirlo, no se olvidó a la hora de insertar ese “galgo corredor” que aparece en su primer párrafo, que a él y a los suyos les deseo haber tenido mejor suerte en esos viejos tiempos que a los de ahora, que dicen que, al envejecer, los cuelgan de los árboles hasta morir con las patas apenas rasguñando la tierra, de mucha peor manera (lo que va de la vida a la muerte) de lo que Colum McCann, escritor dublinés, cuenta en su libro “Perros que cantan” (Muchnik Editores, 2001) de lo que vio que hacían en Jackson Hole (Wyoming) con los coyotes, que los “pendían cabeza abajo, atados al poste con bramante naranja” y los colocaban de manera que “los hocicos y las patas tocaban la hierba y tenían la boca abierta, como si estuviesen a punto de aullar”, que era una cruel advertencia para que los demás coyotes de la pradera se mantuvieran alejados de las tierras del ranchero.


De todas formas, y volviendo al caballero de la triste figura y a su creador, no sería ese galgo del caballero manchego, según pienso, el can preferido del genial manco, que sí lo serían en cambio, supongo, esos dos de cuyo sapiente diálogo nos hace merced, que pasó tal portento de perros que hablan (cuando los más practican la más que sonora virtud del silencio, excepto con los ojos que lo dicen y lo claman todo) “entre Cipión y Berganza, perros del Hospital de la Resurrección que está en la ciudad de Valladolid, fuera de la Puerta del Campo, a quien comunmente llaman los perros de Maudes”, que se añade en nota a pie de página del ejemplar que manejo, que “todos los datos que figuran en el título se corresponden con la realidad, que (...) entre los limosneros que, por las calles de la ciudad, recogían donativos para el sostenimiento del Hospital figuró Alonso de Mahudes, personaje aquí citado por Cervantes”. Aunque, acaso mejor que de perros conviniera hablar de filósofos como lo son los mencionados, que dice Cipión del agradecimiento y gran fidelidad de los de su especie con el hombre, y añade Berganza, que “después del elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento; luego, el caballo”, y así comienzan a contarse su vida, que la de Berganza, un alano, comienza en el Matadero de Sevilla que está fuera de la Puerta de la Carne, que va más allá en picarescas, latrocinios y desmanes varios que los que se puedan encontrar en Rinconete y Cortadillo antes y después de pasar por la aduana de ladrones del señor Monipodio, que, con esto, por mi parte, del sospechoso paso de Cervantes y de sus personajes por Rentería, perros incluidos, nada sé y, por esta vez al menos, ya he escrito lo bastante, y que Charlot y la Villa de Rentería me perdonen.