lunes, 7 de febrero de 2011

Elegía navideña

Cabe hablar siempre, y mas en navidades, como ahora, de historias llamémoslas humanas desteñidas en general por tinturas de sentimentalismos fáciles y que llevan la carga de una lección moral o moraleja escondida entre sus líneas, historias a lo Dickens, en definitiva, sin querer olvidar en modo alguno su talla de gran escritor, pero percatándonos, asimismo, que la moralina es ingrediente de fácil deglución y digestión para muchos. Per, tratando de marginar en lo posible ése tipo dé historias qué, curiosamente, hasta la misma navidad "se obstina en presentamos en bandeja como platos idóneos, ocurre que estas navidades de 2006, me vienen acompañadas de un gran silencio que así las titularía, "las del Gran Silencio', no solamente por el influjo de esa película de ese título que domina en las pantallas comerciales y su silencio tan fuerte suena, oxímoron que sin ser paradoja es, por el contrario, paradigma, una vieja tradición de trapas, cartujas, cenobios, asilos temporales dé almas fugitivas hacia lo eterno, hileras dé frailes por fríos y blancos pasillos dormidos, algún ave silenciosa en lo alto, árboles mecidos por nanas que tampoco se oyen, la brisa (cuando más) susurrante, la azada mortuoria de golpe seco y que esconde su latido bajo tierra, todo mudez, asperjos callados, y digo aquí que ha sido tradición que ha vestido muchas leyendas. Algunos, en busca de inspiración, fueron a beberías desde las mismas fuentes, caso de Becquer, por un ejemplo, en Veruela, que, en este caso, el silencio, de por mas, se cargó también de tinieblas como tantas veces o casi siempre sucede, El huésped de las tinieblas', como salió a fulgir también en la pantalla, allá por el 48, de la mano guionista del" genio' (más por antonomasia que por antonomasia que se diría, y hasta creo que se dijo, con risa como siempre también cuando se osa declarar tan osadamente la genialidad propia aun siéndolo también en cierto modo), de Manuel Mur Oti, y de las veleidades cinematográficas de Antonio del Amo; ni tampoco ese "Gran Silenció' del que habló, porque, cuando esto escribo, mañana del 25 dé diciembre, todavía no ha llegado a mis oídos ningún villancico, que pienso que si será que también los han prohibido y no sólo los belenes que hasta los derriban, o ya no hay peces en el río que beben y beben y se asoman a ver a Dios nacer que era como aquel milagro del paduano Antonio que predicaba a pájaros y peces y estos venían a oírle cabe la orilla, con escamas de asombro, o, como cuando la zambomba sonaba y se le pedía la bota a María para emborracharse y había como un regusto dé fiesta jalonada de entreveros de tristeza existencial como una trasposición eterna de esa elegía que James Joyce dejó, tan latente como latente, en su magistral relato de 'Los muertos' en su colección de "Dublineses', que el villancico de casa María terminaba con un epílogo casi sacramental de unción extrema, los miembros humanos de andar y de tocar oleados entre trenos mortuorios, el cristo besado con más o menos pietismo por labios cadavéricos casi bajo los sudores de la dura agonía, que decía en su último tramo ese sonsonete, qué "nosotros nos iremos y no volveremos más', que es desde aquí de dónde se me brota y mana, y pido perdón por insertar lo personal en lo público, ese “Gran Sílencio” procedente de una ley de