lunes, 28 de febrero de 2011

Cine

   En tres exclamaciones (¡Ah!, ¡Eh!, ¡Ooooh!, comprimo mis impresiones generalizadas hasta ayer mismo en esta 55 edición del Festival de Cine de Sn.Sn., desde aquellos viejos tiempos (70 años ha) en que en el viejo colegio (creo que con total inconsciencia de sus rectores, y de la mía, por supuesto) me tragué, como poco, gran parte de la magnífica fílmografía alemana de los años 20, que fue obligada secuela del escoreo español hacia el germanismo, no en vano los soldados de la zona llamada 'nacional', preferentemente los de infantería y falange, cantaban el 'Yo tenía un camarada' de inequívoca procedencia tudesca en su versión celtíbera, no sé si revestidos del espíritu a lo Viriato o a lo Don Pelayo... 

¡Ah!.- 

   Mientras exclamo ' ¡Ah!' no sé qué cara poner. ¿De horror? ¿De espanto? O, simplemente, ¿de sorpresa?... David Cronenberg agarra al toro por lós cuernos desde el primer envite o lo recibe a portagayola, da lo mismo. Lo importante es impactar al personal. Va uno al cine, encuentra una localidad (cosa nada fácil dada la gran concurrencia), espera unos pocos minutos, se apaga la luz, aparece la cara de esa señora nada afortunada en nada que lo preside todo en esta edición y comienza la sesión con una gran inundación de sangre. Es decir, algo que da corisistencia sanguinosa a una de las grandes mafias que operan en un mundo donde todo se diría que está supeditado a las fuerzas mafiosas, que es verdad que es un milagro de supervivencia, seguramente un milagro de concesión de permiso de vivir en el que tantos , vivimos, es decir, los mafiosos que vivimos formando parte de la gran mafia de los incautos, los débiles, los pusilánimes que creemos no pertenecerá ninguna mafia lo que es imposible porque todos estamos condenados a ser mafiosos, a vivir bajo las condiciones que marcan las grandes mafias. Decía pues, que uno se pone perdido de sangre desde el primer momento. El escenario elegido, no por ser tan conocido, deja de tener su fuerza de choque. El sillón de un barbero, de uno que maneja con destreza la navaja de afeitar y la afila en el cuero mientras una aviesa sonrisa se le va insinuando en los ojos, en el entrecejo, en la comisura de los labios, es el lugar idóneo para que la sangre salte irrefrenable desde el gaznate rebanado, que a uno le da por pensar que un sillón de barbero como éste, una blancura de los viejos hospitales que eran blancos hasta el que verde se fue insinuando como color preferido de los quirófanos, es el mejor escenario para que se nos insinúe una sensación de recelo y de inquietud, para que se nos vaya cargándosenos el ánima de no se sabe qué espéra de estupor hasta que se produce el rebanamiento, la raja abierta en el pescuezo, la sangre que ha saltado y se derrama por todo donde le gusta ser derramada, por las blancas telas que se apretaron sobre la nuez, por nuestras entretelas sensibles que ya esperaban la efusión pero que es ahora cuando se produce. Respira uno un poco que la congoja ya pasó y, hace cabalgar una pierna sobre la otra en el poco espacio que nos lo permite la exigua distancia entre localidad y localidad, pero antes de que haya tragado la suficiente saliva como el caso requiere, a la continuación de un breve diálogo entre dos bergantes y el barbero en cuestión, aparece de nuevo otra de esas inundaciones sanguinosas, esta vez en una farmacia, una pobre joven embarazada, con el frunce de brazo y antebrazo acribillado por la aguja hipodérmica que no deja lugar a dudas, se desangra en un sos que ni siquiera le es posible anunciar más que débilmente, algo como un maullido de pobre gata. ¡Ah!, le sale a uno sin querer, y eso es todo. 



¡Eh!.- 


   Me da por hacer la frase: 'La mentira del cine me pudo más que la verdad de la vida'. Viene ahora la evocación, y sigo: 'por ese motivo, me refugié en los lugares oscuros, en las salas de cine en las que reinaban las sombras y una única luz en turbión sobre la pantalla excepto los tímidos fanales que servían para dar con nuestra localidad o para salir afuera que era como la tijera que corta la vestidura de la ficción y el frío y la hostilidad de la vida toda mientras ahí dentro, en nuestro amado infierno, nos entreteníamos tan opíparamente con las historias fantásticas ya realizadas y las reales fantásticamente falsificadas, recoveco íntimo, lugar idóneo en cualquiera de esas salas para que un joven sin ambiciones, inerme ante las híspidas crueldades de la vida nunca comprendidas, se encerrase en su caparazón, y, desde debajo de él, extendiese su programa de negaciones a lo real, daba lo mismo a todo que a nada. Fue ésa, una manera de enfocar la vida desde la niñez, y los adictos del cine sabrán qué difícil era sustraerse al encanto de esta droga, cómo las imágenes no cesaban nunca y volvían a proyectarse en el sueño, en la comida, en las relaciones familiares, pero sobre todo, en lo íntimo más sensible, allá donde la bestia cinéfaga se refocilaba en sus sueños, ¡bendita (o, maldita) mentira! Hicieron falta muchos años, muchos sueños, muchos delirios, muchas indolencias continuadas para que esa adicción al cine fuera menguando, quizás perdiéndose no se sabe dónde, sí seguramente en ese pozo grande donde acaban todas las frustraciones, todas las quimeras, también todos los miedos. A la edad senecta -me dice el amigo Ramón en un diálogo ocasional en plena calle-, se topa, dice, con un encanto añadido que no consiste en otra cosa que en ir viendo cómo las nuevas generaciones hacen las mismas tonterías que nosotros hicimos. Un amargo encanto pues, un envenenado encanto en caso de que encanto fuere aunque más bien certidumbre y consternación de lo fútil que es la vida en su natural decurso, en su proyección y seguimiento año tras año hasta llegar a esa (ésta) cima de la senectud en donde todo se empieza a ver de otro sesgo, entrando yá con paso firme en ese tiempo prometido en el que lo que antes se veía en sombras se vé ahora con nitidez, la caverna platónica dejada atrás, a espaldas si así se quiere entender. Faltaba, acaso, que alguien me dijera entonces:' ¡Eh, que no es por ahí!'. Y dejarlo. Nada más. 



¡Ooooh!.- 


   Se dice que fueron mil, alguien los contó, que profirieron esa exclamación al enterarse de que El venía. Acudía, claro está, a recibir el sahumerio de las gentes, a aspirar el humo del incienso aunque los pebeteros arden siempre bajo la peana de los dioses y ellos debieran estar ya hartos de humo. Pero habrá siempre llegadas, como la del ángel a la piscina probática, que hacen mover las aguas y se hacen milagrosas. Abrir la boca, ya se sabe, es de papanatas, pero la enfermedad se agrava muchísimo cuando la boca es un buzón que se abre ante una fruslería que algunos lo llaman glamur, que viene a ser lo mismo. Pero de lo que pueda ser o no una fruslería seguro que no lo saben bien los boquiabiertos. ¡Ooooh, los boquiabiertos! 



25 – IX - 07