lunes, 28 de febrero de 2011

Adioses


En tiempo de adioses como el dé ahora, cuando Polloe se ha mostrado tan florido y visitado en la festividad de los difuntos que mejor que me los imagine en plena melopea cantando aquello de «pobrecitos los borrachos que están en el camposanto» (que «melopea» quiere decir «borrachera», por supuesto, pero también «canturria»); cuando, por esta época, en un quicio en donde charlan los cipreses se ve la sombra del convidado de piedra y el viejo pecado capital de la lujuria se disfraza de seducciones; cuando Don Juan enlabia y requiebra a doña Inés no importa si con versos y frases de Tirso o de Zorrilla o de Moliére, etc...; mi primer adiós quisiera dirigirlo, en vuelo más alto, a saludar con tristeza, por la pérdida que supone para la literatura en general, a ese gran escritor que fue Perucho (Barcelona, 1920-2003), mago de la palabra pero aún más de la imaginación, singular personaje cuya pluma tantos momentos deliciosos me deparó y espero que así sea en la inevitable relectura. «Adiós a todo eso», nos dijo, pues, Juan Perucho, como nos lo había enseñado a decir Robert Graves (cuya viuda, Beryl Pritchard fallecía a los 88 años esta semana pasada) en su obra de este título, y con un medio adiós, que es como ese «me voy pero me quedo» de El rayo que no cesa del oriolano Hernández (Miguel también), se nos despedía de estas páginas este domingo pasado, el querido compañero y amigo Miguel Vidaurre que, según sus palabras, me entregaba el testigo del decanato de periodismo en esta ciudad, que nunca sabría llevarlo con la prestancia y don de gentes que él, por lo que mi ruego es que siga llevándolo con la soltura y naturalidad que hasta ahora, y que, aunque esporádicamente sea, no nos prive de su magisterio.


Letizia. Al revés que ella (que va por la «z»), me inclino yo, más bien, por la «c», Leticia, que también es verdad que cada quién puede escribir su nombre como quiera. Leticia (así, con «c» suave, de Letitia, de como nos suena a los que estudiamos las reglas de la pronunciación latina cuando en el bachillerato se incluía el latín como asignatura, y era palabra que nos daba como «alegría», que es lo que significa, con ramificaciones tan consoladoras como el verbo laetifico, as. are, que les debía ser grata palabra al Dr. D. Blas Goñi y al Lic. D. Emeterio Echeverría, cuyo texto de Gramática latina estudié, puesto que lo mencionan desde los primeros ejercicios, «Pluvia prata laetíficat», «Ortus solis laetificat homines», etc...). Letizia (ahora con «z» porque ella así lo quiere), ha protagonizado la última versión de  Cenicienta de Perrault, suponemos que ha alegrado el corazón del príncipe que ya no sabía qué hacer con ese zapatito de cristal que no había forma de calzárselo a nadie, y ha soliviantado de alegría corporativa a los 'profesionales' del periodismo cuyo corazón ha estallado en sus rellenos de miel y rosas. Queda al fondo, aun sin cumplir pero menos, una comilona de perdices como previsto final de los cuentos populares.

Anjeles. Ahora que ya puedo llamarme inmigrante, que, ¡gracias, doña Anjeles! (que me imagino que serán 'anjeles' juanramonianos por lo de la «j» que, siendo así, los imagino también «vagos ánjeles malvas» que «apagaban verdes estrellas», parece que se me da mayor perspectiva para hablar desde una cierta distancia, no inmerso en los miasmas de la tribu sino a prudencial alejamiento, sin formar parte de la homogeneidad del pueblo y sí, en cambio, desde la heterogeneidad de la sociedad, formada ésta por - inmigrantes e indígenas y toda clase de faunas familiares y exóticas, ovejas latxas y pottokas pero también cangu­ros y okapis, por im decir.

El indigenismo tiene sus cosas, no hay duda, pero me temo que no deja ver con el preciso detenimiento o dis­cernimiento -la luz de la razón iluminando nuestros reco­vecos tradicionales-, los verdaderos perfiles de nuestro locus, loci particular, ni siquiera de qué magmas estamos hechos, qué oscuras cabriolas del destino nos han confi­gurado de ésta o de aquella manera, mientras que ser inmigrante, creo yo, nos ofrece un panorama mucho mas amplio, un ver todo como de golpe que es lo que dicen que nace la mirada divina, la mirada eterna, la mirada de fin de cur­so en esta vida que, dicen los que se creyeron que murieron y a pesar de ello pudieron contárnoslo, que vieron como en un filme instantáneo el decurso de su vida total, ese descorrerse el ciclorama de la vida y encontrarse inmer­so en aguas lústrales, la palabra que no es preciso pro­nunciar para que se entienda, el vuelo que se para en la indeterminada extensión y dimensión de lo inmóvil, la ola de mar que nunca se fue contra las rompientes ni sobre la arena de la playa y es ola inmadura pero perenne, acaso por eso mismo, porque es ola, que. como escribo a muy poco tiempo del día de los difuntos, repito, del 'Jálovin' estremecedor sajón también importado o inmigrante, es posible que me haya dejado llevar por la fascinación de la llamada de los muertos, del Polloe que cada cual llevamos colgando de las escápulas de nuestra memoria ontogéni ca. que leía yo hace poco, no se dónde, que hasta in muerte es una prueba deportiva para la que hay que estar preparados, con los músculos mentales debidamente masajeados que en eso consiste el investigar sobre los territorios de nuestros miedos o de nuestras vehemencias, que agradezco, repito, a doña Anjeles y a todos nuestros ánjeles custodios color malva, esta oportunidad de colocarnos en tierra de inmigración en el mismo lugar en donde naci­mos y moramos durante 75 años y aun con el hierro de pertenencia bien marcado en las posaderas como a ternero de grandes praderas después de que Manitú muriera, con el muuuú del dolor enlabiándosenos en lengua indígena también, en la misma en la que celebrábamos nuestras reuniones infantiles al amparo del maizal aaaaaaaaaei verde de las najas y el blanco de las gotas de la lluvia que no lograban besar el suelo y el oscuro del atardecer veteado de nubes de gracia-, una reunión como de apaches o de sioux niños, el poblado a nuestras espaldas y el idio­ma -nuestro idioma propio, tan arcaico pero tan perfectamente incrustado y machihembrado- chispeando de lengua en lengua, ensayando alguno, ron gracia natural, has­ta algo más que los escarceos del bertsolarismo.

Agradezco a doña Anjeles. repito y vuelvo a repetir y a los ánjeles malvadiaconisos del encuentro del placer ines­perado, esta posibilidad de sentirme inmigrante en mi pro pia tierra, que considero que es mucho más que lograr la cuadratura del círculo, mucho más que conjugar el absur­do y su quimera, más que ceder a las tentaciones de la ubicuidad siéndonos isócronamente allí y aquí ¡Que los dio­ses del sentido común nos rescatan,!