jueves, 3 de febrero de 2011

El limbo y el sursum corda



Al menos, digo yo, ¡que nos dejen el limbo!. Un lugar, sigo diciendo, que me parece garante de una larga pérdida de la memoria tan lesionada por tan agredida, que lo diré mejor con dos títulos cernudianos, lugar 'Donde habite el olvido' (1935) y 'Desolación de la quimera (1962) al mismo tiempo, que la quimera es sueño en dos de sus acepciones por lo menos, en las lindes de la teratología cuando nos hiere la pesadilla y aun cuando nos adentra en el mundo de la ficción, que tan poco nos promete a los que no somos capaces de entrar de lleno en sus cauces. De los infiernos hablaron tantos que sería locura tratar de mencionarlos todos, zahúrdas tétricas de tortura de zurriagos que por añadidura se revestían de la pena de daño y pena de sentido, los suplicios más allá de los que Octave Mirbeau (1850-1917) imaginó para su jardín; y la ausencia de Dios, que es la más tenebrosa oscuridad del alma; y la eternidad, piélago sin orillas; que, ante este panorama, uno se imagina a los Santos Padres compitiendo en el malévolo concurso de quién inventar mayores tormentos para los precitos que a esa sima se nos hacía asomar respecto a nuestra escuálida condición humana; y, en cuanto a los paraísos, solamente creen en ellos los islámicos de eróticas evocaciones de huríes o los que hacen del nirvana budista su fin supremo, pero en cuanto al limbo, ¿cómo compensarnos mínimamente de su ausencia? Diré pues, aun creyendo oir siempre los borborigmos ventrales maternales que nos son vitalicios, que yo conocí el limbo de la edad madura cuando me caparon la vesícula biliar y amanecí en un campo poblado de camas hospitalarias vacías que me pareció un como santuario solemne, un silencio de tumba alrededor, la blancura de las sábanas como fondo escénico. Era el limbo, digo, ese lugar tan ensoñado... 






Mairena.- 






Mientras en el mundo ocurren cosas, algunos no hacemos otra cosa que mirar al infinito. También a eso le llamo yo estar en el limbo, que suele ser como mirar con una especie de telescopio mellado, de lentes antichoc unas con otras en pugna, de manera que las imágenes se confunden, cosa que tampoco importa mucho por ser tan banales. Mientras tanto, puede que el mundo sea tan pequeño o grande como nosotros queramos. O, como queramos vivirlo. El de don Camilo (un saludo a Guareschi), por ejemplo, era pequeño por propia definición pero, en realidad, muy grande, porque estaba situado en la extensión desconocida, que es ese lugar en donde la realidad y la ficción conjugan su más sabroso fielato, peso y medida sin definir. Mi mundo, en el que habito usualmente, me temo que sea ése en el que se me engaña; no sé si mejor decir, donde me engaño, ¿Podría pluralizar y decir que donde nos engañamos?. Creo que este es nuestro mundo pequeño, lleno de politiqueros, guerras de lenguas y de banderas, fútboles, mesas indecentes, aránzazus, trueques a iniquidades, todo lleno de máculas y máscaras, esdrújulas a gogó. Los mundos nos son concéntricos. Como en una cebolla, epitelio tras epitelio. En el mundo lejano, no sé si en el más profundo o en el más superficial (que todo es por dónde se empieza) hay tifones, huracanes, explosiones subterráneas, tensiones, guerras, petróleos, cadáveres, sobre todo mucho cadáveres. Los dos mundos, el pequeño y el grande, tienen, al menos, un común denominador, no sé si máximo o mínimo: la estupidez. Y, en ambos, imperiosa, nos emerge la tentación del suicidio. A pesar de todo, más tentaciones en el mundo pequeño que en el grande, porque el reparto es inversamente proporcional, es decir, más estupidez en el mundo pequeño que en el grande. Hay una teoría, una de las muchas del Juan de Mairena rnachadiano, que nos coloca en el punto preciso de nuestra relación con el mundo. Escribe don Antonio: sólo la Nada, el gran regalo de la Divinidad, puede ser igual para todos. En su dominio empieza, y en él se consuma, el acuerdo posible entre los hombres que llamamos objetividad. En él se inicia también la actividad específicamente humana del sujeto, que es, precisamente, nuestro pensar de la Nada. Digámoslo todavía de otro modo: Dios sacó la Nada del mundo para que nosotros pudiéramos sacar el mundo de la nada'. ¿Valió, vale, valdrá la pena?... Y, ¿por qué no terminar el párrafo con cita de Garcilaso puesta en boca de Salicio, que dice que siempre está en llanto esta ánima mezquina/ cuando la sombra el mundo va cubriendo/ o la luz se avecina'? Es que, ¿da para más la prospectiva?... 












Sursum corda. - 






Es decir, ¡arriba los corazones!', que es lo que decía el sacerdote ante el altar, en el prefacio (creo recordar) de la misa de rito tridentino, de tan exigua prolongación que llegó a durar solamente poco más de los cuatro siglos. Y es ahora, no de Trento (ciudad hermanada con nuestra proteica no confundir el término con "poética'- Donostia, si no estoy mal informado) sino del mismísimo Vaticano de donde nos llega el cálido aliento que Ratzinger (encasquetada ya la tiara de Benedictos XVI) nos regala 'urbi et orbi', con el latín resurrecto, asignatura problema (textos de los Julio César, Cicerón, Horacio, Virgilio, etc) de mis años de bachiller políglota y por cuyo conocimiento, podría tratar de vender ahora un trozo de mi alma si lo tuviera y en caso de que hubiere comprador. Y es que la noticia se nos hace fulgurante, lúcida, apasionadamente evocadora, hasta el punto de que, quién sabe si no volviera a arrodillarme en el reclinatorio de una iglesia, bajo el coro como para disfrazarme en sombra de hornacina acaso y recitar la congoja de Núñez de Arce, don Gaspar (1834-1903) sobre la fe perdida, que nos dice, en Tristezas' aquello de cuando recuerdo la piedad sincera/ con que en mi edad primera/ entraba en nuestras viejas catedrales,/ (...) por hallarla otra vez, radiante y bella/ como en la edad aquella,/ ¡desgraciado de mí!, diera la vida'!. La posible vuelta del latín a los ritos eclesiales es, como poco, altamente evocadora, y me quedo pensando en el batacazo creencial que supuso para una cierta gran parte de creyentes el drástico cambio de costumbres y lenguas promovida desde el Vaticano II, que hay quien pudo suponer (equivocadamente, por supuesto, ¡faltaba más!), que se trataba de un gesto demagógico de la Iglesia, un nadar en piscinas públicas con bañadores de "aggiornamiento", mientras allá, en .Econe (creo recordar), al tenaz Lefebvre le llegaban toda serie de burlas y anatemas, no sé si peor las primeras que las segundas. Lástima que tenga dispuesto y escrito para mi obituario (tan cercano ya) y con el fin de no incordiar a mis conocidos, que no se me hagan funerales, que tengo por seguro, si no fuera así, que recomendaría para esa ocasión, una misa a la antigua, con los trenos del Dies irae' como fondo musical y una misa en latín que sería como paladear una vieja esencia, mi madalena proustiana, sin duda. Lo dicho, 'sursum corda',pues. Y, 'habémus ad Dóminum" como contestaba el monaguillo.