jueves, 10 de febrero de 2011

El cielo


   Hay una razón sublime para ser nacionalista -nacionalista en estas tierras vascas, por supuesto, pero también en otras tierras, supongo- y es que siempre saben ellos dónde está el cielo así como la manera de llegar y permanecer en él siempre y ocupando los mejores lugares, que me imagino yo, como parece que lo proclamaba algún Padre de la Iglesia (aunque el dato no esté confirmado) que, en referencia a ese Cielo del que hablamos, estamos ante un Paraíso inventado por santos sádicos; un, a modo de plaza de toros, asientos de barrera,- contrabarrera, tendidos, etc, para, acordamos y contemplar a gusto, desde, esa altura privilegiada, el espectáculo que se presenta en las arenas, ahí donde los precitos son ensartados a la manera recreada por la imaginación desbordada de Hierónymus Bosch (¿1453?-¿ 1516?) con toda clase de pungentes herramientas que es que las- pasiones humanas adoptan, la morfología de tenazas, puyas, tijeras, cuchillos, etc, es decir, toda la ferretería impresionante creada para hacer daño en cuerpos y almas. De cómo los nacionalistas supieran acceder a su cielo y conservarlo como predio particular, corren historias o leyendas que, en algunos casos, se remontan a sus ancestros (toda una larga saga incluida), su niñez (con toda ta gama de ricas sensaciones que la adornan), inmersiones en programas educacionales siniestramente organizados minuciosos lavados mentales costumbres en las que prima aquello que es consustancial a la entidad o identidad de los grupos humanos que conforman su gens. (que no es más que una manera de  decirlo), y que, según encuestas de última hora, todo tiene que ver con nuestras aficiones, es decir, que nos gusten o no los juegos rurales, ser aborígen y dominar su lengua y practicarlo, sentir que los pies se nos insubordinan ágiles al son del txistu y del tamboril, etc, etc, que, si por casualidad podemos decir qué todo eso lo cumplimos desde nuestra primera edad, queda por ratificar, todavía, el refrendo de nuestra voluntad de querer ser lo que hay que ser, que, para que todo quede en regla, se supone que lo mejor es apuntarse a alguna secta de inequívoco sabor nacionalista que es, al fin y al cabo, donde suelen autentificarse todos los visados. De todas formas, me queda por confesar que no solamente ahora pero es que tampoco en mis más lozana juventud me vi trasladando a mi espalda voluminosas piedras ni danzando en la cima de los pirineos como parece que nos veía monsieur Voltaire...  





La madre.- 





   Pero las historias del Cielo son pródigas y me imagino que algo sabía de ellas aquel cura de Sumbilla que creo que se apellidaba Gorriburu que proclamaba que el Paraíso Terrenal, anticipo del modelo de Cielo eterno al estilo bíblico, estaba situado a orillas del Bidásoa (que, dicho sea de paso, no sé qué mejor lugar pudiera haber para tal asentamiento). Pero vuelvo a las historias del Cielo por habérseme hablado de un lance que puede parecer un reto a Dios, que díceseme que un cierto señor, bien anclado al parecer en el territorio de las verdades inamovibles que son patrimonio de un concienzudo servidor de la fe, parece que tiene entablado un reto con el Todopoderoso en una proposición, más sentimental que lógica que se expresa de esta manera: ' Si me encuentro con mi madre en las Alturas, me vale ese cielo prometido; en caso contrario, para nada me sirven las ansias de cielo, que las consideraré engañifas". La memoria de su madre, está claro, es su sustento de paraíso. Lo fue, seguramente, en tiempos pasados, pero con mayor fuerza aún cuanto más tiempo pasó que es que más se le fue incorporando carne y alma, en ausencia. Un paraíso sin madre, no es paraíso de ningún tipo, se viene a decir. Y madre carnal, por supuesto, no el que simbólicamente, adoptivamente, aun con sangre si se quiere que las ósmosis anímicas dejan colar hasta texturas orgánicas, tiene lugar a los pies del crucificado, antes de que el hisopo mojado en vinagre viniera a calmar su sed. 'Mujer, he ahí a tu hijo', "Hijo, he ahí a tu madre" (Juan, 19, 26 y 27);. ¿Puede ser herejía provocar de esta manera el ordenamiento divino, tratando de incordiar al Creador, si ello fuera posible, en su entidad mayestática? O, acaso, mejor dicho, ¿hasta qué punto pueden incidir estos retos en la desnuda y aburrida paciencia del Supremo que, desde la eternidad no encuentra juguete con qué solazarse?. O es que, al decir esto, nos colocamos, Creador y criaturas, en parecida situación espiritual que le acometió al poeta Ferraté, Gabriel, suicida vocacional como todos los suicidas de hecho,  "pirata de la paradoja ocasional" (como le definió Carlos Barral), que, en uno de sus poemas, otorgó un prócer motivo para suicidarse: 'también yo colecciono días, pero los tengo todos repetidos'.        





El abad de Silos.- 



   Y recalamos, en este punto, a uno de los motivos del voluntario adiós a la vida, que, como se sabe, puede darse en determinadas ocasiones. Acaso es que, no siempre, quiérase o no, mira el hombre al cielo como protector, cielo protector a la manera más Bowles posible, y no le caen encima las maldiciones que siempre se esperan de los dioses Que, también es verdad que vamos imaginando que, desde lo Alto, siempre nos amenazan dioses iracundos y crueles dispuestos a inflingimos penalidades que siempre seremos nosotros los que sabremos por qué clase de motivos. Aquel cingalés con el que se encontró Henri Michaux (1899-1984), y lo cuenta en su 'Un bárbaro en Asia' (traduc.: de J.L.Borges), hablaba de su esperanza como 'el paraíso con Dios enseguida después de la muerte', que es una manera de esperar como otra cualquiera, que nunca se sabe en qué piensan los ancianos sentados en el banco del parque a modo de alcándaras llenas de pájaros emigrantes, golondrinas sobre los hilos eléctricos y sin que pidan el otro polo que les achicharraría, admirables ancianos de mirada ciega para todo lo que no queremos ver, que para qué mirar ya, si es que ya no podemos ver o es que ya lo hemos visto todo. Pero hay maneras de esperar y de soñar cada uno a su manera su propio cielo, que cabría hablar aquí de aquel benedictino de Silos, el abad Guepin, maestro en mostrar sobre la mesa del diálogo sabrosos temas y de quien, una vez al menos, recuerdo que escribió Mourlane, don Pedro (1888-1955), diciendo que puso sobre el tapete, la maravilla aquella de "Si Dios les dijera a ustedes háganse una hora de Paraíso, ¿cómo se lo harían?', y se quedaba sonriendo, entremetidas las manos en la ancha manga de su sotana abacial, con la ironía como una baba irisándose, y declarando, a fin de cuentas, que nunca hay que preferir la acción a la palabra, y que, en lo que a él mismo concernía, lo hubiese querido hacer de 'objeciones dulces al Ser Supremo'.